Luz Sánchez llegó a la
tercera clase con casi treinta minutos de retraso, entró al aula descompuesta,
Germán pensó que habría pasado algo grave porque mantuvo el semblante serio
mientras vaciaba el capado de mimbre con los ingredientes a manejar en la sesión.
Desde la primera fila rompieron el silencio:
- ¿ Algún problema profesora ? – se atrevió a preguntar la señora
que había hecho de pinche el primer día.
- Nada. Estoy harta de esta ciudad, han caído cuatro gotas de nada
y el tráfico se ha vuelto imposible. Nada en el mundo me molesta más que la
impuntualidad, sobre todo un día como hoy, en el que salido diez minutos antes
de casa en previsión. – Volvió momentáneamente el silencio -. Bueno, vamos por
faena, hoy rellenaremos unos volovanes con un revoltillo de verduras y gambas
que podemos trabar bien con huevo, bien con una besamel. Con este entrante
terminamos el primer bloque de recetas.
Germán
anduvo despistado casi toda la sesión, el retraso, la lluvia y los mensajes de
su hijo distrajeron su atención y apenas tomó tres o cuatro notas sobre el
folio que le facilitó la Srta. Sánchez con los pasos a seguir.
Al
finalizar la clase Luz quedó recogiendo y ordenando la encimera, Germán salió
el último y ralentizó sus pasos para que su salida coincidiera con la de la
profesora, con la que apenas cruzó un “hasta la semana que viene”, sin embargo
a cierta distancia fue siguiendo sus pasos hasta verla salir de un aparcamiento
cercano. Luz conducía un coche viejo, un Peugot 205 de color azul metalizado.
Germán, medioagazapado tras un buzón, tomó nota de la matrícula.
A
primera hora del día siguiente en el trabajo Germán tecleó en la pantalla de su
ordenador los datos identificativos de la matrícula y de inmediato descubrió
que la profesora Sánchez se llamaba María Luz Purificación Sánchez Cotán, que
cumplía 38 años en noviembre y que vivía en la calle Garcilaso de la Vega, una
vía luminosa que unía la calle Felipe II con el Paseo Maragall.
Germán
era evaluador de tráfico rodado en el ayuntamiento de Barcelona, un trabajo
bastante rutinario que le obligaba a estar pendiente de decenas de pantallas de
televisión en las que podía seguir la circulación por la ciudad. El
ayuntamiento tenía colocadas cientos de cámaras en lugares estratégicos para
poder gestionar el tráfico, las pantallas se regulaban por medio de un programa
de ordenador que permitía ir saltando de un cruce a otro para conocer al
detalle cualquier incidencia en las rutas principales de la ciudad. Ese mismo
programa de ordenador se conectaba con otro en el que se gestionaba el
funcionamiento de los semáforos.
Toda
aquella red informática había costado años perfilarla, Germán, que no había
podido terminar en su día telecomunicaciones, sin embargo disponía de las
habilidades suficientes como para entender y manejar el sistema. Su trabajo era
en realidad muy sencillo, se trataba de estar pendiente del tráfico durante
toda la jornada y ser capaz de resolver bien por medio de la sincronización de
los semáforos, bien avisando a la guardia urbana las congestiones de la
circulación; Germán formaba parte de un equipo de 20 evaluadores, sometido a
varios comités. Quincenalmente los evaluadores se reunían con el coordinador del
área y con un responsable de la policía municipal para ajustar el
funcionamiento del sistema. Como pequeña prebenda una ventana de su ordenador
le permitía acceder sin obstáculo alguno en los archivos de vehículos de la
Dirección General de Tráfico, de ese modo pudo identificar el vehículo de su
profesora y su dirección.
Saltó
de una cámara a otra hasta dar con el semáforo que regulaba el cruce del Paseo
Maragall con la calle Garcilaso, con un poco de paciencia podría confirmar si
el Peugot destartalado frecuentaba o no esa ruta y, de ese modo, averiguar un
poco más de la Srta. Sánchez. Aquella primera mañana de viernes no tuvo suerte,
pese a no perder ojo a la pantalla no vio pasar el coche, tal vez la profesora
tenía domiciliado el vehículo en una dirección en la que ya no vivía.
Aquel
viernes Gerard, el hijo de Germán, le mandó un nuevo mensaje concretándole la
hora a la que le tocaba jugar el partido el sábado y la localidad a la que
debía ir. Aunque ese sábado en principio los niños le tocaban a la madre venía
siendo habitual que algún imponderable obligara a Germán a acompañar a su hijo
al futbol, era el chico quien se ocupaba de pedirle el favor, en el
sobrentendido de que sus padres ya habían concordado ese cambio de rutinas. La
mayoría de los días Germán traía de regreso a su hijo a la hora de comer; si
Olga y su nuevo marido tenían compromisos fuera de Barcelona, la permanencia se
prolongaba hasta el anochecer. Esos días extras con su hijo le producían a
Germán una satisfacción muy íntima, no es que aprovechara para charlar más con
su hijo, con el que apenas hablaba de deporte y de la marcha del curso escolar,
pero pensaba que su disponibilidad casi absoluta estrechaba los lazos de
confianza con el chico. Con la niña espera construir con el tiempo espacios
similares de complicidad.
Así
pues el sábado a las siete y cuatro de la mañana Germán, esperaba
tranquilamente a que su hijo asomara por el portal con la bolsa de deporte,
aparcado en un vado para no interrumpir la poca circulación que solía haber a
aquellas horas. Se había acostumbrado a colocar el coche siempre en el mismo
lugar, frente a una placa manipulada por algún grafitero desesperanzado que
había dibujado una gran ese para descuadrar el nombre de la calle, que ya no
era Gran de Gracia, sino Gran desgracia. A
Germán le divertía mucho aquel giro del que se dio cuenta poco tiempo después
de separarse. Su relación con aquella calle había ido variando con el tiempo,
cuando empezó a salir con Olga, apenas tenían 20 años, era el Carrer Gran, la
calle en la que vivía ella con sus padres; todos en el barrio aspiraban a poder
vivir en la calle grande, un signo de prosperidad. Años después, cuando surgió
la posibilidad de comprar un piso un poco más arriba de donde había vivido Olga
de niño ganó fuerza el nombre de Gracia; fueron años alegres que coincidieron
con el nacimiento de los niños y con el despeje de algunas incertidumbres,
sobre todo las laborales y económicas. En el momento de la separación la “ese”
furtiva, encajada en el nombre, acompañó las esperas de Germán frente al
portal, había dedicado la primera parte de su vida a llegar a Gracia y tenía
que dedicar la segunda parte de ella a huir de Gracia
Gerard
bajó, como siempre, con prisas; el entrenador había fijado como hora de
concentración las ocho de la mañana, el partido era a las diez, tenían media
hora cumplida para llegar a Sant Quirze del Vallés. El programa era el de
siempre, Germán dejaba a su hijo a las puertas del campo, donde estaba el
entrenador serio y firme con el ojo puesto en el reloj; después tenía que
componérselas para encontrar un bar abierto en el que poder desayunar, compraba
la prensa y veía pasar los minutos hasta la hora del partido frente a un café y
medio bocadillo de lo que fuera. En esa diáspora ocasionalmente coincidía con
otro padre sufrido y paciente, aunque se le había desarrollado cierta destreza
para localizar los bares más apartados del campo. De diez a doce el partido con
las tensiones habituales, el mismo se sorprendía perdiendo la compostura e
insultando no sólo al árbitro, sino también a los chavales del equipo
contrario; no era raro que se generara alguna situación de tensión aunque él
por lo menos no había llegado de momento a las manos. A eso de las doce si
Gerard comía con su madre tocaba regresar a Gracia, si tenían que comer juntos
regresaban tranquilamente, comentando las incidencias, y paraban en una
pizzería no muy lejana a la nueva casa de Germán. Siempre pedían lo mismo, el chico
un plato de trofie al pesto y una pizza de champiñones y jamón de york, el
padre una ensalada cesar y un carpaccio de carne de buey; todos los platos
llegaban a la vez a la mesa y Germán disfrutaba viendo a su hijo picar
desaforadamente de cada uno de los platos. De postre helados.
- Papi, hoy me quedaré a dormir en tu casa. Mamá, Olga y Ricard –
así se llamaba el marido de su madre – se han ido por la zona de Vic a coger
setas. Mamá me ha dicho que cuando estén entrando mañana en Barcelona me
mandará un mensaje para que me acerques.
Germán
no tenía planes especiales para aquel sábado, en realidad para ningún sábado,
por lo que ya le iba bien tener compañía, le dejaría ir a video club a elegir
película para la noche y prepararían la cena.
- Sabes – le dijo Germán – que me he apuntado a clases de cocina -
Gerard puso cara de sorpresa -; si te parece bien puedo probar algún plato
contigo, haremos primero la compra y luego tu me echas una mano, prometo no
envenenarte.
Guardaba
en el bolsillo de la americana la nota de la receta de esa semana, sabía que a
Gerard le gustaban las gambas, así que se presentaba una ocasión estupenda para
que el chico pudiera ver cómo su padre, tras dos años viviendo solo, era capaz
de hacer algo que no fuera precalentar un congelado en el microondas.
Aunque
el Supermercado del Corte Inglés tenía fama de ser el más caro prefirió ir
directamente allí para tener la seguridad de poder encontrar todos los
ingredientes: Una bolsa de gambas peladas congeladas, otra de gulas, un manojo
de ajetes tiernos, un par de cebollas, aceite, media docena de huevos, un brick
de nata para cocinar, una botella de leche entera, nuez moscada, mantequilla y
los dichosos volovanes – desconocía Germán tanto el nombre como su origen,
aunque se había hartado de ver la pasta rellena en las pastelerías.
- Se llaman volovanes porque vienen de una palabra francesa, Vol
au Vent, la masa del hojaldre sube mucho hasta convertirse en un pastelillo
hueco de pasta muy ligero – reprodujo palabra por palabra lo que había escuchado
de la profesora.
Llegaron
a casa pasadas las seis de la tarde, ya con la película elegida, la enésima
aventura de Batman; sobre la mesa del salón había desperdigadas algunas
reproducciones impresas de cuadros de Chagall, Gerard se distrajo hojeándolas.
- Te gustan ? – preguntó Germán.
- No están mal, aunque un poco raras, no ?
- Ya vez, con la edad voy cambiando de aficiones. El pintor se
llamaba Marc Chagall, un ruso que vivió casi cien años. Dime cual te hace más
gracia; estoy pensando comprar un corcho y para pegar alguna en la pared, a ver
si alegro un poco este salón.
Gerard
repasó de nuevo las imágenes hasta elegir una.
- Esta es divertida.
Germán
abrió un cajón, rebuscó hasta dar con una chincheta y pinchó el cuadro de la
pareja con un vaso de vino en la pared principal del salón.
Gerard
acompañó a su padre a la cocina, sorprendido ante las nuevas aficiones. Por si
fallaban aquellos volovanes habían comprado unos naggets de pollo congelados,
un paquete de pasta fresca rellena de carne y una bolsa de ensalada.
Estrenaba
tabla de madera para cortar verduras, también sartenes y había afilado los
cuchillos de la cocina. Todavía no se manejaba con fluidez entre y en las
tareas de picar los pedacitos de verdura no se salían ni tan pequeños ni tan
regulares como a la profesora.
- Anda Gerard, busca un cacharro para ir calentando la leche.
- ¿Leche?
- Sí, leche, es conveniente que esté templada para hacer la
besamel.
- ¿Besamel? Lo la venden de bote en el OpenCor, mamá compra una
besamel muy buena para cubrir los canelones.
- Hoy la haremos casera.
Puso
un chorrito de aceite en una sartén amplia, encendió el fuego no muy fuerte y
se dispuso a picar la cebolla – una – y los ajetes tiernos, a los que primero
quitó la primera capa; los ajetes tenía que picarlos muy finos para que Gerard
no protestara mucho, tenía dudas sobre si habría probado alguna vez ese bulbo
lileáceo.
Antes
de que empezara a humear el aceite echó las verduras, se trataba de que no se
arrebatara la cebolla, ni se quemaran los ajos. Recordó que quedaba un
calabacín en la nevera y también lo pico.
Cuando
la cebolla quedó transparente incorporó las gambas congeladas, que estaban
congeladas, recordó que Luz vació el agüilla de la bolsa y secó cuidadosamente
las gambas con papel de cocina. Al añadir las gambas el aceite chisporroteó un
poquito, enseguida tomaron un color rosáceo, subió un poco el fuego para que el
agua evaporara más rápido y abrió la bolsa de las gulas.
- Alcánzame los huevos Gerard – escurrió un poco el aceite y el resto
de líquido de la sartén, apartó a un plato hondo casi la mitad del sofrito.
Uno
tras otro fue cascando hasta cuatro huevos en la sartén, removiendo con
decisión para que la yema y la clara se confundieran. Bajó al mínimo el fuego
y, sin solución de continuidad, abrió un brick de cuarto de litro de nata para
guisar, añadió más o menos la mitad de la nata y siguió removiendo tras apagar
el fuego. Se trataba de que cuajaran los huevos mezclados con la verdura, las
gambas y las gulas, pero que no perdieran la cremosidad. De nuevo se había
olvidado de poner sal y pimienta en el guiso, esperaba que su hijo no se
hubiera dado cuenta y rectificó el error.
Pasó
el revoltillo a otro plato hondo, encendió nuevamente el fuego y ayudado por
una cuchara de sopa puso dos piezas de mantequilla al fuego, con un chorrín de
nada de aceite. Cuando se deshizo la mantequilla le puso una cucharada colmada
de harina que removió hasta que se diluyó en la mantequilla formando una masa
de color tostado; esta vez no se olvidó ni de la sal, ni de la pimienta ni de
la pizca de nuez moscada. Con un tenedor de madera fue removiendo mientras que
iba incorporando con un cacillo buches de leche templada que deshacía en la
pasta de harina. El truco estaba en mantener el fuego bajo y la paciencia de remover
de modo constante la masa hasta que fuera ganando en elasticidad y en
consistencia, la besamel debía salir un punto espesa.
Gerard
había dejado de observarle sorprendido y mataba el tiempo jugando con la
Nintendo. Cuando terminó de ligar la besamel, antes de añadir las verduras y
las gambas que había frito ya y reservado, llamó a su hijo para que acudiera a
la cocina y le viera emplatar. Al final la besamel le había quedado un tanto
líquida pero al juntarla con las verduras ganó un poco de cuerpo.
Rellenó
tres volovanes con el revoltillo de huevos y otros tres con la besamel, no
quedaban tan lustrosos como los que preparó la Srta. Sánchez. Espolvoreó
perejil seco y, orgulloso, llevó la bandeja a la mesa del salón.
Al
darle el primer bocado se desmoronaron los moldes de hojaldre, se les pringaron
los dedos y un rastro de migas quedó sobre la mesa.
Batman
estaba ya en marcha. Germán ocupó los tiempos muertos fabulando sobre si la
profesora Sánchez sería Luz Pura o Pura Luz. Si la suerte no le abandonaba
seguramente localizaría el coche a la semana siguiente, Germán sin duda tenía
muchos defectos pero era un hombre paciente y minucioso.
Estoy siguiendo el curso de cocina como si estuviese sentada al lado de German y me está resultando muy entretenido a la vez con la intriga si localizará el coche, espero que a lo largo de "las clases" lo localice. El cuadro muy alegre. Jubi
ResponderEliminarMe gusta este nuevo formato de presentar las recetas, parece una novela por entregas
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