Ya lo he dicho en alguna ocasión, no sirvo
como crítico gastronómico. El sábado fuimos a comer al Celler de Can Roca; el
año pasado, justo después de salir de su comedor ya estaba reservando para
poder repetir doce meses después. Creo que para el año que viene lo tendré mucho
más complicado.
Ha sido de nuevo maravillosa, sin embargo
nada más salir del restaurante lejos de verme sumido en una histeria diletante,
me he visto embargado de cierta melancolía que todavía me impide escribir.
Un auténtico crítico gastronómico – no lo
soy en absoluto – hubiera hecho fotografías de todos los platos y hubiera
tomado notas de las sensaciones y percepciones de cada plato, de cada momento;
yo, sin embargo, marcado por mi espíritu diletante, he optado por dejarme
llevar y disfrutar del momento y, sobre todo, de la compañía. Al final no es
tan importante la realidad como la imagen que uno se va construyendo de ella.
El objetivo no es otro que el conseguir que la experiencia de Can Roca sea más
un camino soñado y no un relato realista y puntilloso.
Por otra parte hay en la diletancia cierta
tendencia a la galbana que hace que las fotografías o los apuntes se aplacen,
tal vez en el convencimiento de que habré de regresar más veces.
Comer en este tipo de restaurantes, como
hacerlo en otros de categoría similar, viene acompañado de cierto deleite estético,
de hecho cada plato es por si solo una presentación compleja llena de detalles
y con una indudable vocación artística; incluso las composiciones aparentemente
más sencillas llevan aparejadas una larga reflexión no sólo sobre los sabores y
texturas, también sobre la presentación. Además los cubiertos y los platos son
parte indivisible de la puesta en escena. Así, por ejemplo, la ensalada de
ortiguillas de mar, navajas, espardeña y alga escabechada se presenta en una
especie de cabeza de Hidra que da al plato dimensiones mitológicas. La delicada
flor de alcachofa presentada como un mandala de flores y verduras minúsculas
fue casi una postal.
Siendo como es el mejor restaurante del
mundo, lo ha sido desde antes de que se le reconociera esa condición más
publicitaria que efectiva, el Celler tiene, sobre todo para los que no son/no somos
de Girona, algunos inconvenientes que surgen fundamentalmente por la
comparación. Para conseguir ser el mejor restaurante del mundo es necesario
realizar un ejercicio comparativo respecto de otros restaurantes que antes lo
fueron y aquellos que compiten por serlo.
El entorno del Celler no sale muy bien
parado de esa comparación ya que está en un barrio de la periferia de Girona
sin grandes pretensiones. Dista mucho de los parajes maravillosos del Bulli y
queda mucho más cercano al entorno de Arzak. No es lo mismo llegar a un
restaurante perdido tras recorrer carreteras sinuosas que salir de una
autopista y adentrarse en un polígono industrial. Nosotros sin embargo este año
gracias a un despiste llegamos al restaurante tras cruzar una pista forestal
entre casas rurales.
El Celler está en una casona amurallada, con
un jardín no muy grande, de altos muros; una vez dentro del Celler uno pierde
consciencia del entorno y empieza a disfrutar ya que sus comedores tienen una
clara vocación francesa de salones amplios, iluminados, que aíslan perfectamente
cada mesa de las contiguas, hasta el punto de tener la sensación de que cocinan
y sirven sólo para ti.
Para los de Girona el Celler también tiene
un elemento comparativo tanto con la cocina tradicional de la familia Roca, los
padres mantienen todavía una casa de comidas de gran éxito en la ciudad, como
con el restaurante originario.
Hay, sin embargo, en los Roca, un factor
importante de empatía ya que su éxito se consigue tras muchos años de trabajo
constante, sin aspavientos, su éxito responde a la máxima de que cualquiera que
trabaje duro y con rigor puede llegar a lo más alto. No se trata, por lo tanto,
del destello de la genialidad sino de la filosofía de que no se gana hasta que
no ganamos todos.
A lo largo de los años han ido descargando
los platos y recetas del elemento evocador, son muy pocos los bocados que
permiten trasladarse a los territorios de la infancia o a los sabores
tradicionales, no se trata, por lo tanto de jugar con la memoria histórica de
los comensales a partir de las magdalenas de Proust, sin embargo tanto en el cordero
como en el cochinillo el minúsculo bocado de carne condensa la intensidad de
los asados tradicionales, igual que en las falsas cocochas de sardinas a la
brasa. Uno queda con ganas de comer una gran bandeja en la que se pudiera mojar
pan.
El menú queda marcado por el juego con el
comensal, desde el arranque hay todo tipo de bombones salados de modo que los
primeros compases de la comida son un trampojo de los postres, además de que el
manejo de los dulces es magistral – los bombones de carpano (un vermut amargo
de origen italiano) y las trufas de trufa piamontesa podrían haber sido
servidos como postre.
Divertidas las cigalas a la brasa, que se
presentan en una cocote minúscula, sobre una parrilla que tiene en el fondo
unos tizones de encina al rojo vivo. El camarero riega con jerez las cigalas y
cierra de inmediato la cocote para que se hagan al vapor, como si se tratara de
una sauna.
Volvieron a ponernos la comtessa de
espárrago blanco y los bocados de salsa de cebiche, que ya me volvieron loco el
año pasado.
Si hubiera de quedarme con un plato –
difícil después de una treintena de bocados – elegiría un complejo consomé vegetal
a baja temperatura de brotes, flores, hojas y fruta, infusión de sauco con
cerezas al amaretto, cerezas al genjibre y anguila ahumada. El color intenso de
las picotas y su contraste con el encurtido de pescado me partió en dos. La
verdad es que resulta mucho más largo el nombre del plato que su presentación,
en su sencillo cuenco oriental de fondo dorado viejo en el que una gran cereza
confitada y dos minúsculas bolas de crema de cereza descansaban sobre un caldo
claro hecho a partir de la infusión de verduras.
Trasladar este plato al mundo de los
mortales exige un esfuerzo de equilibrio, aunque creo que a partir de un caldo
suave de verdura, un helado de cereza – no es fácil de encontrar – y puede que
unas pizcas de arenque en salazón se podría construir una sensación aproximada.
Con el paso de las horas la verdad es que
siento lo de ir haciéndome viejo y siento, en cierta medida, haber acumulado
tanta experiencia culinaria ya que me habría gustado llegar al Celler con el
espíritu de un recién llegado, que aquella hubiera sido mi primer experiencia
gastronómica, una experiencia fundacional, de ese modo hubiera eliminado el
elemento comparativo.
También es verdad que los años dedicados a
mesas y fogones permiten construir un relato mucho más elaborado en el que fue
inevitable añorar a Michel Bras, algo que tiene su mérito dado que aunque
ninguno de los comensales habíamos ido al restaurante de Bras, sin embargo
teníamos en mente y paladar muchos de sus platos, hasta el punto de que nos
conjuramos en la mesa para organizar un viaje al refugio de Bras con el fin de
disfrutar de las presentaciones del maestro - http://www.alifewortheating.com/france/bras
-, un cocinero cercano ya a la setentena de años que ha marcado estética y
gustativamente a una parte importante de los cocineros españoles.
Bebimos, reímos, charlamos, brindamos,
salimos al jardín para una larga sobremesa y tras casi ocho horas de deleite regresamos
al mundo real de nuevo por la autopista, pensando ya en la estrategia para
poder regresar al Celler en junio del año que viene.
Por el camino, mientras dormitaban mis
acompañantes – me tocó conducir y, por lo tanto, fui yo el más moderado con los
alcoholes -, terminé de perfilar los que serían mis recuerdos gustativos de la
comida, obsesionado con no olvidarme de algunos detalles, como el del olor del
jerez al evaporarse sobre las cigalas, la esponjosidad del brioche de trufa, la
carnosidad de una flor hecha con finas lonchas de pechuga sangrante de pichón o
el intenso erotismo de un postre titulado adaptación del perfume Shalimar de
Guerlain, que fue casi como si me hubieran dejado lamer el lóbulo de la oreja
izquierda y el cuello de Catherine Deneuve cuando la Deneuve tenía 35 años y yo
apenas 17.
Creo que solo Matisse es capaz de reflejar
la alegría, la intensidad y el color de nuestra experiencia en el Celler.
Muy interesantes tus comentarios a las diferentes sensaciones que produce comer en un sitio tan especial, no solo las gustativas, yo levitaría con esas cigalas, sino al entorno, compañía, etc. El Matisse muy acorde con el momento. Jubi
ResponderEliminarSiento verdadera envidia. No tengo más palabras.
ResponderEliminarMari Carmen
Dile, después de esta estupenda descripión, no hay duda en elevar lo culinario, a manifestación artística y cultural.
ResponderEliminarUna aspirante a cocinera de tortilla de patatas.