Cándido llegó a Barcelona
dispuesto a contarle a Carmen su periplo galaico/monegasco. Sin embargo ella no
le dio muchas opciones, los chicos se habían quedado a pasar el día con unos
amigos y ellos comerían en un restaurante cerca de su casa.
De inmediato Carmen se puso en
jarras, estaba harta de Cándido, de sus infelicidades y sus huidas. Estaba
hasta y así se lo dijo. Para comer habían pedido un arroz con bacalao, mientras
esperaban en la terraza les trajeron un poco de pan con jamón y unos caracoles
preparados a la francesa, enharinados, con ajo y perejil.
Cándido intentó recapitular
cuanto escuchó a lo largo de la comida y de la sobremesa, empezando por lo que
ella llamaba añoranza de la felicidad. Carmen estaba convencida de que Cándido
disfrutaba más pensando los tiempos en los que habían sido felices que no en la
felicidad misma. Habían sido felices durante el tiempo que vivieron en París,
incluso cuando Cándido enfermó de hepatitis y hubo de quedarse durante tres
meses confinado en el apartamento viendo programas de cocina en la televisión francesa.
También fueron felices cuando regresaron a Barcelona y nacieron los chicos. Los
primeros años fueron divertidos, sobre todo los fines de semana, cuando Cándido
se empeñaba en cumplir con todas las obligaciones pendientes durante la semana.
Incluso en el arranque de la aventura de Formentera hubo momentos de felicidad
y de ilusión.
Nada de aquello parecía haber
hecho mella en Cándido, empeñado en proyectar una felicidad que en realidad
añoraba del pasado. Todas aquellas preocupaciones no eran sino patrañas –
Carmen intensificó cada una de las sílabas de patrañas -. Ella estaba harta de
esperar a que reaccionara, primero pendiente de que se consolidara en el
trabajo, luego de ascender en la empresa, de consolidarse y empezar a ganar
dinero, mucho dinero. Cuando parecía que llegaba el tiempo de disfrutar se
inició la crisis y, con ella, la extraña solución que propuso Cándido,
dispuesto a asumir responsabilidades que no le correspondían a cambio de mucho
más dinero. Vinieron las tensiones, las reuniones, los juicios, los abogados…
Ellos sabían que todo aquello no era sino de nuevo una patraña – de nuevo se
intensificaron las sílabas – y el escarnio público fue paliado con mucho más
dinero. Cándido siempre pedía tiempo, más tiempo, primero para trabajar y
consolidarse, luego para salir de los laberintos, después para descomprimirse y
Carmen, comprendedora universal, había llegado al límite, no le quedaban muchas
más razones para seguir creyendo en él y en sus proyectos.
Los chicos se habían
acostumbrado a crecer entre las ausencias de su padre pero una cosa eran las
ausencias, justificadas, como las de la mayoría de los padres de su entorno, y
otra las extravagancias de vivir en la playa y espiar descaradamente a una
camarera lesbiana bañándose desnuda al amanecer.
Carmen fue descargando uno a
uno los agravios pendientes, sin dejar a Cándido hilar palabras, ni siquiera de
disculpa, ni buenos propósitos.
Carmen mientras monologaba
desplegaba un apetito atroz que le hacía atropellarse mientras hablaba con la
boca llena, apurando el plato y con él las copas de vino que le iba sirviendo
Cándido.
El relato de casi 30 años
juntos desde una perspectiva que Cándido siempre había evitado plantearse, la
de quien espera, sonríe y gestiona dulcemente las oquedades que iban dejando
sus vidas, dando sensación de normalidad a todas y cada una de las
extravagancias.
A Carmen le daba ya lo mismo
que Cándido pudiera contarle que un mercenario moribundo le hubiera presentado
a Ducasse, o que hubiera de viajar a Singapour en unos días; también le daba lo
mismo lo que pudiera haber visto en Fisterra esperando a que anocheciera, o que
el California estuviera a punto de generar doscientos mil euros de beneficio.
Le daba lo mismo que hubiera sido ya incluida en algunas guías de viaje
prestigiosas y que llegaran muchas reservas por internet. Le daba lo mismo que
la bodega hubiera sido catalogada como la más completa Formentera. Había
llegado a un punto en el que todo le daba igual.
A Cándido le quedaba sólo el
margen de una semana, lo que tardaran los colegios en empezar, a mediados de
septiembre necesitaba saber si podía contar realmente con él más allá de los
wasaps al anochecer, los revolcones locos entre las dunas o los desayunos en la
terraza del California escuchando a Neil Young. Necesitaba que alguien se interesaba
por los tiempos muertos que discurrían entre destello y destello de emoción.
Aquello dejaba de ser suficiente y había descartado ya de modo absoluto forzar
a los chicos a vivir en la playa, era una aventura descabellada que terminaría
de desquiciar a los chicos.
Sin dejar de hablar devoró el
postre, un carpaccio de piña con cointreau, dos cafés solos y una copa más de
cointreau que pidió para arrancar el último impulso. Le rogó que nada dijera,
que se tomara todo el tiempo del mundo que quedaba en esa semana y que la
respuesta fuera en todo caso definitiva. Las últimas palabras las dijo saliendo
por la puerta y dejándole sentado con el plato de arroz medio lleno, el postre
derretido, la copa de vino apenas probada y la pesadumbre de años de ausencia.
El cocinero, viejo conocido
del barrio, se acercó a preguntarle si le había gustado el arroz. Cándido,
impertérrito, le pidió la receta del arroz con bacalao. Si se iba acababa de
derrumbar lo que hasta entonces había sido su vida, por lo menos que le
quedaran los apuntes de un excelente arroz con bacalao. Antes de empezar a
desvelarle los secretos del plato pidió que le prepararan un carpaccio de piña
con cointreau y una copa larga de cointreau con hielo picado. El restaurante
estaba ya vacío, los camareros recogían los servicios y el cocinero pidió un
carajillo de ron negrita para dictarle la receta sin recelos ni secretos.
El plato empezaba escaldando
una coliflor hecha pequeños cogollitos. Para escaldarla había que sumergirlos
de golpe en agua con abundante sal. Dejar que rompiera de nuevo a hervir y
calcular tres minutos. Luego se escurría bien con agua fría y se reservaba.
En una paellera amplia se
pone un poco de aceite y se sofríe un manojo pequeño de ajos tiernos muy
picados. Tras incorporar los ajos se pica una cebolla pequeña y se añade
también, 350 gramos de espinacas tiernas muy frescas, limpias y escurridas, no
es necesario picarlas. Dos tomates de pera después. Se salpimenta y se deja que
evapore bien el agua de vegetación.
Cuando se haya eliminado el
agua se añade una cucharadita de pimentón rojo dulce y se remueve bien, cuatro
hebras de azafrán y una penca – un lomo de 200 gramos – de bacalao desalado y
desmigado, también se puede utilizar bacalao desmigado de origen.
En función del punto de sal
del bacalao habrá que tener cuidado con la cantidad de sal que se le ponga al
guiso.
Después del bacalao llega el
turno del arroz, bomba, 350 gramos, se mezcla bien con el sofrito y se añaden
los cogollos más pequeños de coliflor, no conviene pasarse con la coliflor.
Se extiende arroz y verduras
por toda la paella formando una capa muy fina y se añade caldo de verdura, el
doble de tazas de caldo de las que se hubieran puesto de arroz.
Se sube el fuego hasta que el
caldo vuelva a hervir ya en la paella y después se baja el fuego al mínimo.
Conviene que se distribuya bien el fuego por toda la paella. Los tres últimos
minutos de cocción pueden culminarse al horno a 200º, así quedará un pelo más
seco. En vez de condimentarlo con alioli es preferible hacerlo con una muselina
de ajos, que se prepara igual que el alioli pero con un poco de nata al final.
Cándido terminó de apuntar
ingredientes y pasos a dar, cerró la libreta y pidió la cuenta. En los últimos
días le resultaba habitual pagar cuentas tras abandonos sorpresivos de la mesa.
Apuró la copa de cointreau y le pidió al cocinero que le pidiera un taxi para
ir al aeropuerto. Si Carmen le ponía de tope una semana no había muchas razones
para no apurarlas.
Carmen tenía todas las
razones del mundo para estar harta pero la cuestión era saber si eso era
suficiente. Cándido había sido muy feliz con Carmen, ahora empezaba a ser
consciente de su suerte.
A las 7 y media de la mañana leía tu blog, hoy tenía que salir a las 8 y me ha dado alegría ver que habías madrugado más que yo y así me he ido con el capitulillo leído y pensando en ese bacalao con arroz tan apetecible. Ya ves, no me falta trabajo en estos tiempos, soy una afortunada. Jubi
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