Sobresaltado y sudoroso
Cándido se despertó de repente, no había dormido mucho, quizás 2 ó 3 horas, le
quedaban todavía 10 horas de vuelo hasta París. Había soñado que en el
aeropuerto le esperaban dos policías que le conducían a prisión, le habían
detenido nada más salir, sin tiempo de abrazar a Carmen, que le hacía gestos
desesperada al final de un hall infinito, atestado de gente esperando la
llegada de los distintos vuelos. La policía le había preguntado si era Cándido
y, sin mediar otra palabra, le habían esposado y arrastrado a lo largo del
inmenso corredor. La maleta había quedado abandonada justo a la salida,
impidiendo que cerraran las puertas automáticas que separaban la zona de
recogida de equipajes, vedada al público, de la zona de espera. Una multitud se
precipitó hacia las cintas de equipaje ansiosa de abrazar y besar cuanto antes
a los miles de pasajeros que esperaban pacientemente sus maletas.
Al despertar Cándido comprobó
que toda la zona de bussines se mantenía en penumbra, que incluso las azafatas
dormitaban en la primera fila. Pequeños puntos de luz delataban a los pasajeros
que permanecían en vela, frente a la pantalla de un minúsculo televisor.
Cándido tardó en localizar el botón que le permitirían volver a colocar el
asiento en posición vertical, se atusó el pelo enjugado con el envés de la mano
las gotas de sudor, carraspeó y buscó a tientas el botellín de agua que había
dejado en el suelo, junto a la ventanilla. Todas aquellas pequeñas rutinas le
permitieron asegurarse de que había tenido una pesadilla, todavía le quedaban
muchas horas hasta llegar, aunque, bien mirado, si le aguardaba la policía en
el aeropuerto y le encarcelaban le solucionaban una de las dudas no solventadas
de su viaje la de decidir qué hacer, si regresar al California y despedirse de
modo casi definitivo de Carmen o quedarse en Barcelona.
Había invertido más un día
entero en llegar a Singapur, primero el ferry hasta Ibiza, el avión a París, el
transbordo de Orly al Charles de Gaulle, la espera al nuevo embarque y finalmente
el vuelo de 13 horas hasta Singapur, había salido a las dos de la tarde del
California y llegaba a las seis de la tarde hora local de Singapur, al volar
contra el movimiento del sol llevaba a su destino a media tarde, a su media
tarde. Deshacer lo andado le obligaba a otro día de tránsito, más un día más
recuperado por el juego del desfase horario.
Viajaba con un reducido
equipaje de mano, apenas un par de mudas ya que los elementos de aseo los compró
en las tiendas del aeropuerto. Allí encontró también una edición de bolsillo de
“La Educación Sentimental”, de Gustave Flaubert, en Ibiza un ejemplar
traducido, en París la versión original. El libro le traía vagos recuerdos
adolescentes, lecturas mal aprovechadas de la época de instituto; sin embargo
el título era tan evocador que fue imposible no caer en la tentación de pensar
que la lectura le daría alguna fórmula para tomar decisiones pendientes.
Intentó primero la lectura en francés, con ayuda de un diccionario de bolsillo
también comprado más con el fin de llegar a entender a Thyan, desempolvando un francés
casi olvidado, que con el de traducir a Flaubert. Rápidamente se dio cuenta de
que aun disponiendo de todas las horas del mundo no podría avanzar en la trama
de la novela. Tomó la edición en castellano, con la que fue más ágil, aunque la
edición francesa la utilizó para comparar algunas frases, sobre todo de los
arranques de cada capítulo. El francés era tan musical, tan fluido, que pensó
que una vez llegara a su destino final y se aposentaran las cosas buscaría una
profesora de idiomas que le adentrara en los secretos de aquella lengua. Tenía
claro que debía ser profesora, sólo una mujer podría desvelarle los pliegues de
cada una de las frases que intentaba leer.
Había tenido tantos tiempos
muertos durante el viaje que con seis horas por delante afrontaba ya los
últimos capítulos y con ellos la parte más demoledora de la trama:
CAP.VI:
“Viajó.
Conoció la melancolía de los paquebotes, los fríos amaneceres bajo
la tienda, el vértigo de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las
simpatías interrumpidas.
Regresó.
Frecuentó la buena sociedad y tuvo aún otros amores. Pero el
recuerdo continuo del primero los hacía insípidos y, además, la vehemencia del
deseo, la flor misma de la sensación, se habían apagado y marchitado. Sus
ambiciones espirituales habían disminuido igualmente. Pasaron los años; y él
soportaba la ociosidad de su inteligencia y la inercia de su corazón”.
Ávidamente fue hacia el
original en francés:
“Il voyagea.
Il connut la mélancolie des paquebots, les froids réveils sous
la tente, l’étourdissement des paysages et des ruines, l’amertume des
sympathies interrompues.
Il revint.
Il fréquenta le monde, et il eut d’autres amours, encore. Mais
le souvenir continuel du premier les lui rendait insipides ; et puis la véhémence
du désir, la fleur même de la sensation était perdue. Ses ambitions d’esprit
avaient également diminué. Des années passèrent ; et il supportait le
désoeuvrement de son intelligence et l’inertie de son coeur”.
La inercia de su corazón;
inercia:” Propiedad de los cuerpos de no modificar su estado de reposo o
movimiento si no es por la acción de una fuerza”. Qué útil era viajar con un diccionario
en la maleta.
En pocos minutos terminó la
novela, apagó la lucecilla del asiento y volvió a colocarse en posición
horizontal con el fin de retomar el sueño alterado. Se puso los cascos para oír
música, el hilo musical de Air France ponía a su disposición melodías muy
suaves, canciones que debían ayudarle a conciliar el sueño, estuvo a punto de
enganchar de nuevo el sueño pero llegó una canción que había escuchado en el
California, una canción que ponía con frecuencia Cloude, de Françoise Hardy;
raro había sido el día en el que Clocló no encontraba un momento para
escucharla y, lo que era más discutible, hacerla escuchar a los demás. La
canción se titulaba: “Tant de belles choses”, “tantas cosas hermosas”, en una
ocasión había buscado el video en Youtube - http://www.youtube.com/watch?v=SzfVrJJykqQ
-, y entendía el estado de melancolía en el que solía quedar Clocló cuando
escuchaba a la Hardy susurrar aquello de que el amor termina siendo más fuerte
que la muerte.
De nuevo veía Cándido que se
precipitaba por los canchales de la angustia y la postración. De nuevo puso el
asiento en posición vertical y encendió la lamparita, de nuevo se enjugó el sudor
y bebió agua. La azafata, superando la duermevela, se le acercó para
preguntarse si estaba bien, sin necesitaba algo. Cándido pidió un Gin Tonic y
unas almendras, la azafata el aseguró que en poco tiempo servirían el desayuno
pero Cándido insistió.
Mientras le traían la bebida
rebuscó en el equipaje de mano, había agotado las lecturas, leído todos los
periódicos y revistas a su disposición. Revisó la documentación que le había
entregado Thyan, firmada por un notario oriental, allí aparecía que Thyan Tha
transfería a Es CalHot S.L. el 100% de participaciones de Voltaire Investment,
sociedad a su vez propietaria de una finca rústica situada en la Playa del
MigJorn, identificada con el número registras 17965 del Registro de la
Propiedad Nº 2 de Eivissa, Libro de Formentera. Valor de las participaciones,
medio millón de dólares, posibilidades de que esa escritura pudiera tener un
efecto directo en España, remotas dado que el notario Singapoureño le indicó
que el documento no podría acceder a los registros españoles si antes no se
pagaban tasas, impuestos y plusvalías; además la finca en cuestión estaba a nombre
del viejo Pangloss, y éste la había aportado, por documento privado, a la sociedad
Voltaire como desembolso de las participaciones. Cuando se hizo la transacción,
hacía más de 30 años, la finca se había valorado en trescientas mil pesetas y
no le constaba que se hubiera pagado tributo alguno desde entonces.
Cándido era, por lo tanto,
dueño de nada, de casi nada, cierto era que pagaba los suministros del
restaurante y del bungalow, que a su nombre iba la licencia de explotación,
pero el entramado de sociedades y de gestiones que se interponía entre Cándido
y la efectiva titularidad del suelo estaba tan enmarañado que sería complicado
dar efectividad a aquellos folios firmados por Thyan y supervisados por un
diminuto notario oriental que, a lo mejor, no era sino un actor contratado para
la ocasión.
Sin embargo Cándido, al igual
que le había dicho a Pangloss en el momento de alcanzar el acuerdo inicial, le
dijo a Thyan: “Señora, con esta firma puede que esté asegurando mi felicidad. La
ocasión merece asumir riesgos”.
Los riesgos se habían
asumido, incluso habían estallado durante los últimos meses, Cándido cerraba
círculos con aquella firma, la firma postrera. Le quedaban unas horas para
terminar de ordenar prioridades, sentimientos y decisiones. Había conseguido 96
horas de aislamiento entre aviones, aeropuertos y hoteles, sin cobertura de
teléfono – lo apagó al salir del California y no lo encendería hasta regresar.
Rebuscó entre los papeles
revueltos en el equipaje y encontró finalmente su bloc de notas, allí revisó la
que sería la receta fetiche del txiringuito, la que culminaría la carta del
California. Perfiló todas y cada una de las notas, ajustó cantidades y tiempos
de elaboración.
Primero tendría que cocinar
una base de azafrán, una infusión que se preparaba con medio gramo de azafrán y
un cuarto de litro de agua mineral. Había que poner a hervir el agua en un cazo,
cuando rompiera a hervir añadir las hebras de azafrán, remover rápidamente para
que el agua se tiñera de rojo, retirarlo del fuego y dejarlo infusionar 12
horas tapado. Pasadas las 12 horas se cuela el agua teñida y se reserva en una
botella de cierre hermético.
El segundo paso era el de preparar
el arroz, 100 gramos de arroz permitirían preparar 10 raciones, para 10
comensales. El arroz preferiblemente bomba, de la mejor calidad. Había que poner
el arroz en un colador y dejarlo bajo un chorro de agua fría durante un rato,
para quitarle todo el almidón. El modo de saber que la operación se había
culminado con éxito era comprobar que escurrido el arroz el agua que desprendía
había dejado de ser blanquecina. Se escurre bien el arroz y se pone a cocer en
una cazuela con 400 gramos de agua mineral, más 50 gramos de la infusión de
azafrán – las medidas de los líquidos las tenía en gramos, no en centilitros -.
El arroz tenía que cocer 25 minutos, a fuego suave, absorber todo el líquido.
De nuevo había que aclarar el arroz, ya cocido, con agua fría, escurrirlo bien
y extenderlo sobre una hoja de papel satinado – el papel que sirve para el
horno -. Había que tener cuidado de separar los granos suficientemente de modo
que sobre el papel quedara una fina capa de granos de arroz. Horno a 80º grados
y 6 horas para que el arroz se seque y se tueste.
El tercer paso era el de
preparar el fumet, el caldo de pescado. Se necesitaba cuarto de quilo de
cangrejos de mar, cangrejos o cualquier otro marisco (galeras, gambas, cigalitas
… no debían ser piezas grandes), cuarto de quilo de pescado de roca eviscerado
y desescamado. Un diente de ajo, un tomate fresco rallado una pizca de perejil
picado, otra de pimentón dulce, casi tres cuartos de litro de agua mineral y
aceite de oliva. Se rehoga primero los cangrejos en aceite de oliva, cuando
estén dorados se retiran y reservan aprovechando el aceite para rehogar el
pescado de roca. Los dos sofritos se salpimentan al gusto.
Cuando se han rehogado los
frutos de mar en el mismo aceite se sofríe un ajo picado, en cuanto se tueste
se le añade el tomate rallado, pimentón y perejil. Se añaden de nuevo los
cangrejos – si fuera posible se debieran de majar en el mortero para que
suelten bien sus jugos -, pasados 5 minutos se añade el pescado. Se cubre todo con
agua mineral y se lleva a ebullición. Cuando el caldo rompa a hervir se
calculan 20 minutos más.
Pasados los 20 minutos se
retira la cazuela del fuego, se tapa y se deja reposar 10 minutos. Se cuela
bien el caldo pasándolo por un chino y se conserva tapado.
El cuarto paso servirá para
hacer la base de la paella. Para esta base se necesitan 250 gramos del caldo de
pescado que hemos preparado en el paso segundo, dos dientes de ajo grandes,
media cebolla bien picada, un nuevo tomate rallado una cucharada sopera de
arroz crudo – no el que teníamos en el horno secándose -, y una pizca de sal.
Se sofríen los ajos en aceite
de oliva, cuando se hayan dorado se añade la cebolla primero y después el
tomate, se mantienen a fuego mínimo durante un buen rato, ha de quedar como una
confitura, el cálculo de la confitura puede variar entre poco más de media hora y casi una hora completa. Cuando
haya confitado el sofrito se añade el caldo y el arroz. Habrá de hervir nuevamente
y cuando hierva calcular casi media hora más, el arroz ha de quedar pasado. El
caldo se pasa por una batidora, se cuela y se reserva. Queda un caldo denso y
oscuro.
El quinto paso es el que se
dedica al polvo de gamba. Son necesarios 100 gramos de gambas rojas muy
frescas. Con ayuda de la termomix se trituran las gambas hasta convertirlas en
una crema homogénea, sin esquirlas ni tropezones. Se coloca la pasta de gamba
sobre un papel de horno, se cubre con otro papel y, ayudados por un rodillo de
cocina se extiende hasta que quede una capa fina de color rojizo, se separa el
papel superior y se lleva al horno – precalentado 130º -, el objetivo de este
horneado es secar bien la pasta, hasta que quede como una película quebradiza,
sin rastro de humedad. La placa de gamba seca se trocea y se pasa por un
molinillo bien seco para conseguir polvo de gamba – se puede hacer también con
la termomix bien limpia y seca. Se reserva el polvo en un recipiente hermético.
El sexto paso es el de inflar
el arroz que teníamos a secar en el horno. En 250 gramos de aceite de oliva se
fríe el arroz ya deshidratado, en tandas pequeñas, conviene utilizar una sartén
no muy grande e ir inflando el arroz de cucharada sopera en cucharada sopera.
La operación es sencilla, cuando el aceite esté bien caliente se añade una
cucharada de arroz, con ayuda de un tenedor se separan bien los granos en el
aceite hirviendo y se retiran en cuanto se hinchen y doren, la apariencia que
tiene el arroz es igual que la de los cereales del desayuno. Se escurren bien
los granos de arroz y se colocan fritos sobre papel absorbente.
Con el arroz caliente se añade
un poco de sal, el polvo de las gambas y azafrán en polvo. Se sacuden bien los
granos de arroz – conviene ponerlos en un colador para que eliminen bien los
restos de polvo que no se hayan adherido a cada grano – y se reservan. Los
granos de arroz tostado e inflado pueden empaquetarse en papel celofán – unos 15
gramos por comensal.
Sólo queda presentar el
plato, para ello en un tazón de desayuno de los de toda la vida se cubre la mitad con el caldo de paella
preparado, bien caliente, y al lado de la taza se acompaña la bolsita de
celofán con lo que parecen cereales y una cuchara. La apariencia es la de un
desayuno. Se invita al comensal a abrir la bolsita de cereales y mezclarla en
el caldo caliente de pescado. El arroz se empapa en el caldo y el sabor es el
de una paella de marisco de las de toda la vida.
Esta era la receta de la paella
de Kellogs de El Bulli, Cándido había encontrado la receta en un blog - http://www.etselquemenges.cat/receptes/amb-estrella/paella-inflada/.
Cándido había terminado de
revisar sus notas, apuraba el gin tonic y las azafatas, desperezadas, empezaron
a servir el desayuno. En pocos minutos aterrizarían en París.
Llegaron con algo de adelanto
al aeropuerto Charles De Gaulle, Cándido caminó presto hacia la zona de
tránsitos, una gran pantalla anunciaba los vuelos de aquella mañana, casi un
centenar de destinos. Vio, entre ellos, un vuelo a Ibiza, sin embargo mantuvo
su ruta inicial, volaría a Barcelona. Le mandó un SMS a Carmen anunciándole la
hora de aterrizaje.
Compró en el aeropuerto la
prensa española, todas las noticias le resultaban completamente ajenas, tomó un
nuevo café antes de embarcar.
A media mañana aterrizaba en
Barcelona, fue hacia la cinta de equipajes especiales, allí aguardó a que
desembarcaran un paquete aparatoso, asegurado con plástico de burbujas. Se
colocó el equipaje de mano al hombro y a duras penas pudo llevar el paquete que
había recogido.
Instantes antes de atravesar
la puerta de salida al hall del aeropuerto sintió una bocanada de angustia
primero pensando que a lo mejor la pesadilla de la policía había sido
premonitoria, después temiendo que Carmen hubiera decidido no ir a buscarle.
Sin embargo ella estaba esperándole
apoyada en la barandilla, en primer fila, para que no tuviera duda alguna de
que le aguardaba.
Se abrazaron, Cándido le olisqueó
el pelo y se acomodó en su cuello retomando olores y sabores familiares.
- Y esto? – preguntó Carmen mirando el paquete que reposaba en el
suelo.
- Es para ti, un regalo.
Arrancó
el plástico con las uñas, con la avidez de una adolescente, rasgó también el
papel de envolver.
- Cuidado, es delicado – le advirtió Cándido.
Por
fin llegó al lienzo, un óleo alargado y estrecho.
- Es un Soutine original, por casualidad al llegar a Singapur los
de Sotheby habían organizado una subasta, por todo lo alto. Era imposible no
sucumbir a la tentación.
Tras
el ímpetu de la adolescente llegó el beso de adolescente.
- Tenía tanto miedo de que no estuvieras – dijo Cándido.
- Y yo de que finalmente no llegaras – contestó Carmen.
Tal
vez el California Hotel no escondiera la fórmula de la felicidad, pero sin duda
era un buen negocio. A mediados de octubre el California terminaría su
temporada de verano, cerrarían hasta abril del año siguiente. Cándido disponía
de margen suficiente para estudiar francés, perfeccionar sus habilidades
culinarias e intentar convencer a Carmen de que cuando menos los fines de
semana merecía la pena pasar unas horas en la terraza del California Hotel.
Ehhhhh. The end???? :-S
ResponderEliminarLeí tu blog con el arroz calentito así que desayuné, compré la prensa y ahora ya reposado estará mejor. Se nota tus experiencias de El Bulli. Espero que pronto nos entretengas con alguno de tus relatos, tus seguidores lo agradeceremos. Jubi.
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