Cándido hubiera querido
quedar postrado en un sofá asumiendo poco a poco las derrotas, sin embargo
decidió llegar a la Costa Brava con la mejor de sus sonrisas, tanto más duro
que aceptar el fracaso hubiera sido tener que dar más explicaciones de la
cuenta.
La llegada a Tamariu tenía
todos los elementos de una reconciliación, aunque esa palabra no la utilizaron
ni Carmen ni Cándido en ningún momento, se reencontraron cordiales en el hall
del Hotel, los chicos le dedicaron unos segundos a sus padres, más que nada
para constatar que se habían diluido las tensiones. Ellos estaban encantados
con el hotel, con la playa pero, sobre todo, con la presencia de la mayoría de
los amigos del colegio, por lo que apenas paraban en las piscinas del hotel,
dejando a Carmen y a Cándido todo el tiempo del mundo, con casi todos sus
riesgos.
Las reconciliaciones, incluso
las reconciliaciones tácitas, no son sino una mezcolanza de ingredientes parecida
a los de una ensalada, a Cándido le hubiera ido muy bien disponer de una cocina
en la que proyectar sus agobios, sin embargo en el hotel de Tamariu el acceso a
la cocina estaba completamente vedado. Durante cinco días Carmen y él estarían
mano a mano en el hotel con las esporádicas visitas de los chicos que en
ocasiones ni siquiera pasaban a dormir ya que habitualmente les acogían familias
amigas. Cándido y Carmen sólo se socializaban al anochecer para dar un paseo
por la ciudad y que las familias del colegio vieran que los chicos no estaban
abandonados.
Probablemente desde la época
de París Cándido y Carmen no pasaban tanto tiempo solos y juntos, toda una
prueba.
Las bases de la
reconciliación eran sencillas, hablar lo menos posible de California y de
Formentera, Cándido debía de demostrar que era capaz de vivir en familia sin
buscar subterfugios. Cándido comprendió que en esa convivencia forzada debía
buscar una base sólida por lo que decidió ir construyendo una ensalada parecida
a la que solían servir en el buffet del Hotel.
Carmen había preparado la
maleta con la colección de pareos que ya había desplegado en Formentera,
chanclas, telas de colores, ropa interior de marca y pelo recogido. Sabía que
esa indumentaria le gustaba a Cándido y conquistando la parte física tenían
mucho avanzado.
La base de la ensalada de la
reconciliación sería una combinación de arroz salvaje y arroz basmati, se
tenían que hervir por separado con mucha agua y sal. Había de estar pendientes
de la cocción, sobre los 20 minutos, conseguido el punto de hervor adecuado
había que escurrirlo bien y engrasarlo con un poco de aceite para que quedara
suelto. Se separaban los granos con un tenedor para que no quedara apelmazado.
Aunque durante los días que
estuvieron en el hotel hablaron mucho fue lo suficientemente insustancial como
para que no se diluyera el poso amargo de la semana negra en el California. El
rastro de esos días amargos lo conseguiría Cándido picando una endivia en
juliana fina, si se escaldaba previamente la endivia se acentuaría más el punto
amargo.
Como contrapunto a las
endivias y a la amargura de las palabras no dichas, Cándido pensaba que
necesitarían unas pasas de corintio remojadas durante doce horas en ron. Las
pasas borrachas estallaban en la boca produciendo una alegría sorpresiva, como
lo era que Carmen y Cándido mantuvieran la electricidad durante las noches en
las que los niños abandonaban el hotel. Cuando ella se quitaba el pareo a Cándido
le atravesaba un relámpago y a ella le gustaba.
Pasear por la playa no era
sencillo, estaba atestada de turistas y de veraneantes, Carmen solía detenerse
a saludar, eran muchos años veraneando en la zona. Aquellas conversaciones
ocasionales tenía un punto ácido ya que esos encuentros casuales solían ir
acompañados de interrogatorios mal intencionados para indagar sobre las razones
por las que Carmen y su familia habían abandonado la placidez de Tamariu.
Carmen era una maestra de las ambigüedades, Cándido lo era de los silencios.
El toque ácido de esos paseos
lo conseguiría la ensalada a partir de dos manzanas starsky peladas,
despepitadas y cortadas en daditos. Habría que regarlas con un poco de limón
para que no se oxidaran.
La aparente tranquilidad de
los padres apaciguaba a los chicos, por lo que en los paseos de anochecer se
mostraban simpáticos, incluso zalameros, para conseguir prolongar hasta el
final del verano la estancia en aquella playa, la que había sido su playa
durante toda la infancia.
Los chicos eran como un
coctel de huevos duros picados, granos de maíz dulce y langostinos pelados. Una
combinación infalible para cualquier ensalada.
Cándido sabía que a Carmen le
gustaban los piñones tostados por lo que la ensalada quedaba perfectamente
equilibrada con los piñones pasados por la sartén con un chorrito de aceite de
oliva.
Era imprescindible que la
reconciliación terminara de trabar, no bastaban los silencios durante el día,
los paseos familiares y neutros a media tarde y las noches apasionadas. Era
cierto que Carmen y Cándido caían rendidos tras cada embate.
Los dos últimos días Carmen
aceptó que se quedaran en la terraza del hotel, tumbados junto a una piscina,
rodeados de revistas y de libros ligeros de los que picoteaban páginas sueltas
sin llegarse a enganchar.
- Creo Cándido que deberíamos descartar lo de marcharnos a vivir a
Formentera, ya has visto que para los chicos sería un infierno, además en
negocio te absorbe casi todas las horas del día. Es entretenido, a mí me gusta
ayudarte, pero creo que para los niños sería una tragedia, sin contar con el
tema de los estudios, no les veo trasladándose todas las mañanas a Ibiza para
ir al Colegio.
La
conversación, aplazada durante días, era inevitable y la respuesta, si Cándido
había de ser honrado, no podía ser otra que la de:
- Carmen, tienes razón.
- Además está por ver cómo podrá ser la vida en invierno –
Apuntilló.
La
verdad es que Carmen no quería frustrar el sueño de Cándido, pero le tocaba a
ella ser la cabeza de familia.
La
felicidad no era sino una salsa complicada de emulsionar. Cándido sabía que si
cortaba amarras con su hijos en aquel momento sería muy complicado recuperarlas.
Cándido debía evaluar si su felicidad estaba ligada a la de sus hijos, era
evidente que sí la vinculaba a Carmen, a su piel, a su discreción y a sus
silencios, en ocasiones severos.
Al
fin y a la postre era como si Carmen le hubiera tutelado jugando con las
distancias durante todas aquellas semanas.
De
momento sólo acertó a proponer:
- Seguro que encontramos una fórmula que nos permita dar
satisfacción a todos, a lo mejor hay que cerrar el California de noviembre a
marzo, eso me permitiría estar con los chicos durante una parte importante del
curso.
- Es una opción… Se van haciendo mayores y a lo mejor yo puedo
escaparme de abril a octubre alguna temporada al California. Es cuestión de
ensayar fórmulas. Además tenemos a Muriel, que seguro que cubre a la perfección
tus ausencias, es un cielo.
- Fuiste tú la que me aconsejaste que la contratara.
Esa
breve conversación les permitió trabar la salsa con la que ligar la ensalada,
no muy estable, pero suficiente hasta dar con una fórmula mejor.
Cándido
trabó su ensalada con una salsa bearnesa, necesitaba dos cucharadas soperas de
vinagre de estragón, tres de vinagre de jerez; los vinagres se mezclan en una cazuela
con una chalota picada muy fina, una pizca de estragón, otra de perifollo,
pimienta negra y sal. Se enciende el fuego para que cueza lentamente y se
reduzcan los vinagres.
En un
bol se baten cinco yemas de huevo crudas con dos cucharadas de agua y como si
fuera un hilo se añaden a los vinagres batiendo lentamente con unas varillas,
así se monta la salsa. El cazo no ha de estar en el fuego, pero debe estar
cerca del fuego para que se mantenga templado.
En
otro bol se funde una pastilla de mantequilla – 250 gramos -, se le elimina la
espuma hasta que quede una crema dorada que se añade poco a poco a la salsa,
sin dejar de batir.
Ya
está hecha la salsa bearnesa, se rectifica de sal y en el momento de servir se
añade un poco más de estragón fresco, cebollino y perejil.
La
salsa ha de cubrir la ensalada de arroz, dejar que impregne los granos de arroz
y los trozos de fruta, de gambas, los piñones, el maíz y el huevo picado. La ensalada
se ha de consumir en el acto, no abusando de la bearnesa ya que es una salsa
fuerte.
Pasado
el quinto día los chicos por fin vinieron a comer al restaurante del hotel, les
aguardaban Carmen y Cándido cogidos de la mano. Había pasado casi una semana
lejos del California.
Carmen
se quedaría con los chicos una semana más, intentando terminar de leer alguna
de las novelas.
A
finales de agosto regresaría durante unos días al California.
Que ensalada tan apetecible lo mismo que el capítulo de la novelilla. Hoy tengo el día tonto, después de una semana especial, ya me toca vivir la despedida y eso se me hace un poco extraño, pero ya tenía que estar acostumbrada. Jubi
ResponderEliminar