Lunes por la mañana, Cándido
tomaba café de nuevo solo por la mañana. En la playa una mixtura extraña entre
parejas que apuraban los últimos disfrutes de la noche, paseantes y corredores
solitarios. Al fondo de la playa Muriel llegaba con trote firme, fiel a su
ritual matutino.
Cándido ignoraba qué sinuosos
caminos se abrirían a partir de aquella mañana, con Carmen y los niños lejos
del California.
Dudó si salir a correr por la
playa al encuentro de Muriel, la verdad es que habían aprendido a observarse
pero tenía dudas sobre si ese aprendizaje podría ir más lejos. Finalmente
refrenó el impulso inicial y quedó pendiente de su llegada, de verla de nuevo
desnudarse y de disfrutar de cada milímetro de su piel tostada.
Ella nadó, se tendió sobre la
roca, se colocó su minúscula braguita y un pareo translúcido que le marcaba
hasta el extremo los pezones y subió hacia la terraza.
- Buenos días patrón, veo que regresa usted a los viejos hábitos
matutinos.
- Después de una intensa semana en familia vuelvo a mis rutinas,
Muriel.
Los
lunes de agosto el California abría unas horas por la mañana, el tiempo justo
para recibir a proveedores y organizar la semana. El pescado fresco no llegaba
hasta el martes por lo que los lunes, salvo que se hubieran hecho reservas de
antemano, eran días calmos en los que casi todos intentaban descansar.
- ¿Café y tostadas? – preguntó Cándido con la mirada clavada en
los pezones.
- Café y tostadas patrón, yo no cambio tampoco de costumbres, como
puede comprobar.
A lo
largo de las semanas Cándido había ido encontrando su espacio natural en la
cocina; Muriel, por el contrario, era ya una dominadora absoluta de la terraza,
sus ritmos y caprichos, aunque en la cocina también se desenvolvía con
comodidad.
- ¿Carmen regresará? – interrogó Muriel.
- Tardará unos días, los chicos no se han adaptado al California.
Puede que ninguno de nosotros se haya adaptado al California.
- ¿Melancolías matutinas, patrón? En el fondo esta isla con su
apariencia plácida y libertina, sin embargo esconde monstruos en su interior.
Quien lleva más de una semana aquí puede acabar desquiciado. No serían los
primeros que renuncian al paraíso.
Muriel
le tomaba ventaja y colocaba a Cándido en la confrontación entre el “ellos” y el
“nosotros”, entre los que llegan a la isla convencidos de que será su paraíso y
los que viven en la isla con la resignación que genera el determinismo
geográfico.
- Al fin y a la postre cada uno se crea los infiernos a su medida –
sentenció Muriel.
- Pudiera ser – Cándido se levantó a preparar el café.
A
media mañana Cándido recibió un escueto mensaje de Carmen: Todos bien, familia
instalada en Tamaríu. Te esperamos.
El
lunes discurrió calmo, sin sobresaltos ni clientes ruidosos. La tarde/noche
también se presentaba tranquila, apenas tres reservas. Muriel le pidió a
Cándido la noche libre, él tendría que ocuparse de llevar la terraza.
Cerraron
al filo de la medianoche, sentados en la terraza Didí, Clocló y Cándido
descorcharon una botella de Bilecart rosado mientras cenaban una ensalada nizarda,
con anchoas, huevo duro y judía verde.
- ¿Qué sabéis de Muriel? – interrogó Cándido.
- Poca cosa patrón – respondió Didí -; sabemos que tiene alquilada
desde hace años una casita pequeña a tres o cuatro quilómetros de aquí, que
durante un par de años trabajó en el Edén, pero las noches terminaron por
agotarla. Poco más. Es persona reservada, no como nosotros –soltó una carcajada
-, que no tenemos secretos.
Cándido
compartió la sonrisa y empezó a recoger los platos antes incluso de que Didí y
Clocló terminaran de cenar.
- Recoged vosotros por favor. Me marco a dar un paseo.
El
Edén era una discoteca al aire libre instalada en el claro de un pinar no muy
lejano al California; el Edén en realidad no era nada, prácticamente nada,
empezó siendo un espacio casi clandestino, unas barras en las que servían copas
mientras la gente bailaba sobre la arena, a pocos metros de la playa. Poco a
poco hicieron una caseta, unos aseos, iluminaron la pista de baile, instalaron
altavoces sobre las ramas más firmes de los pinos y, casi sin quererlo en un par
de años se convirtió en un espacio de baile entre dunas, arbustos y muros de
piedra, con una vereda sinuosa que llegaba hasta la playa de MigJorn.
Cándido
entró en el Edén desde la playa, varios metros antes en la orilla pudo ver a
algunos grupos instalados en la arena, sobre amplias esteras de coco. Los
camareros del Edén iban y venían trayendo y llevando copas, ocupándose de que
las alfombras no quedaran enterradas por la arena. Lo más duro del Edén era el
montaje y desmontaje que cada día había que hacer ya que parte del encanto del
Edén se encontraba en la orilla y en las dunas, donde cada día se instalaban y
desinstalaban minúsculos espacios flotantes sobre alfombras de colores y focos
semiescondidos.
Probablemente
el Edén no existiera como tal, del mismo modo que nada existía alrededor del
Edén, aunque la leyenda contaba que la finca que daba cobijo al Edén pertenecía
a un millonario mallorquín que paseaba de incógnito entre la gente, un ermitaño
que había prometido preservar el Edén y su entorno sin urbanizar ya que entre
sus dunas y matojos había disfrutado del único amor de su vida veinte años atrás.
No cabe duda de que todo territorio dispone de su Gatsby.
No le
costó descubrir a Muriel bailando sobre la arena con una copa en la mano.
Bailaba con los ojos cerrados, más influenciada por las ráfagas de aire que por
el son de la música. Pareo, chancletas y el pelo recogido con una goma. Era
fácil contemplarla.
Cándido
fue bordeando la improvisada pista de baile, aprovechó las zonas de penumbra
para no ser descubierto en su avanzadilla, paró un instante en una de las
barras para armarse con una copa, no tanto por el deseo de tomar alcohol como
por la necesidad de tener las manos
ocupadas.
Próximo
ya a Muriel la llamó.
- ¿Muriel?¡ Muriel!; qué sorpresa.
Ella
salió del trance.
- Hombre, patrón, no sabía que frecuentara estos tugurios.
- Ya ves, quien no anhela estar en el Edén.
Se
aproximaron sin llegar a rozarse, ella volvió a cerrar los ojos y él empezó a
seguir el ritmo de la música sin dejar de mirarla. Decenas de personas bailaban
junto a ellas, cada una parecía seguir un ritmo diferente, como si en cada cabeza
sonara una música distinta.
Pasados
unos minutos ella interrumpió su danza y le cogió de la mano.
- Venga conmigo, patrón.
Le
alejó de la pista de baile, de las orilla del mar y le condujo hacia las dunas,
donde copetineaban grupos indefinidos de personas recostadas sobre las
alfombras.
Se
detuvieron frente a una de las dunas, a resguardo del mar se sentía el
charloteo animado de un grupo de gente que poco a poco Cándido fue definiendo,
dejaron de ser sombras y se convirtieron en un conglomerado ruidoso de hombres
y mujeres tan resplandecientes como Muriel, pieles morenas, cuerpos fibrosos,
ropas ligeras.
- Acérquese patrón, quiero presentarle a alguien.
Cándido
obedientemente se acercó al grupo.
- AnneLore, este es mi patrón, Cándido – Cándido cruzó un beso en
la mejilla de aquella chica rubia, de pelo corto, risueña aunque con un gesto
algo marcial.
- Ella es la razón de que yo viva me quedara a vivir en
Formentera, trabaja como auxiliar de vuelo de una línea aérea noruega. Llevamos
5 años juntas aquí en Formentera.
- Encantada – dijo AnneLore con un intenso acento escandinavo -.
Muriel no para de hablar de usted, del California, de Carmen y de todos los
sueños. Ella y yo estamos muy contentas con el nuevo trabajo – AnneLore buscó
la mano de Muriel en la oscuridad.
A Cándido
se le escapó una sonrisa, dio un largo trago a su copa, ahora sí necesitaba el
alcohol. Sacó el móvil del bolsillo y con la pericia de un adolescente escribió
un wasap a Carmen, sencillo y escueto: Te quiero Carmen. Pasado mañana me
tendréis en Tamariu.
Cándido,
que en modo alguno quería ser descortés, estuvo casi una hora departiendo con
el grupo, le resultaba complicado saber cómo emparejar a cada quien.
AnneLore
y Muriel fueron hacia la pista para bailar de nuevo, Cándido aprovechó la
ocasión para retirarse.
No
durmió mucho, como siempre, y al amanecer estaba ya corriendo por la playa,
esta vez en dirección hacia el Edén, esperaba sorprender a Muriel y a su
compañera acurrucadas sobre un pareo tras las dunas. Sin embargo el espacio del
Edén había prácticamente desaparecido, el único rastro era el de algún bañista
resacoso y los cubos de basura repletos de vasos de plástico y servilletas de
papel.
Regresó
al California, a la terraza y al café. Muriel no tardó en llegar y repetir su
ritual matutino. Cándido siguió escrutando su cuerpo y sus gestos, pensó en
Carmen y pensó que Carmen sin duda sabría de los gustos y amoríos de Muriel,
sólo así podía terminar de encajar algunas piezas.
Muriel
llegó hasta la terraza, radiante como siempre.
- ¿Café, tostadas?
- Sí, por favor. Me hizo mucha ilusión que nos encontráramos en el
Edén. AnneLore tenía mucha curiosidad por conocerle pero no se atrevía a venir
por aquí, dice que no estará a la altura del California. Es vegana.
Rubia,
delgada, marcial… Aquello de vegana sonaba como si fuera una extraterrestre.
- Ella se levanta a las siete de la mañana para llegar al aeropuerto
de Ibiza con tiempo, suele cubrir el vuelo de las nueve a Oslo.
- Yo también me alegré, lleva tiempo rondándome por la cabeza una
idea que te querría comentar.
Por
un instante Muriel temió que Cándido le declarara su amor.
- No sé si sabes Muriel que Didí y Clocló son accionistas del
California, no tienen muchas participaciones pero desde el inicio quise
implicarles en el negocio.
- No lo sabía.
- Me gustaría regalarte a ti también un 5% de las acciones, creo
que te lo has ganado.
- Hay patrón, vos lo que quiere es atarme al California. Y yo soy
un espíritu libre…
Rieron.
- … Aunque por ser usted, me lo pensaré. A final de temporada le
diré algo.
Aquella
mañana recibieron en el California una sorpresa agradable, mister Arkadín,
cumpliendo con su palabra les servía por primera vez sus productos, llegaron
así unas cajas de polispán que conservaban, protegidos por unas bolsas de gel
helado, varias piezas de foie fresco cortados en escalopes individuales,
cerrados al vacío, también sirvieron patés de distintos tipos, cofits
enlatados, incluso unas mollejas de pato conservadas en grasa que hicieron que
a Cló le brillaran los ojos pensando en los aderezos de nuevas ensaladas.
No
les dio tiempo a modificar la carta, pero Cándido se comprometió a preparar
algo especial para la comida. Fue a su bungalow a revisar notas y recetas hasta
dar con la que les permitiría homenajear a mister Arkadín, un risotto de pato
con espinacas.
Revisó
que en la despensa estuvieran todos los ingredientes. Sacó de la cámara un pato
despiezado, deshuesado y dispuesto a ser guisado. Normalmente guardaba el pato
para preparar paellas tradicionales pero esta vez le serviría para un risotto.
Puso
a hervir los huesos y la carcasa del pato con unas verduras para preparar un
caldo de ave. En una hora y media tenía ya un caldo oscuro y burbujeante.
Cogió
las dos pechugas del pato, le retiró la piel ayudándose con la punta de un
cuchillo, picó la piel del pato con la grasa en juliana, y la echó sobre una cazuela
metálica con el fuego medio. Rápidamente el recipiente se engrasó y la piel fue
tostándose, bajó el fuego. En diez minutos toda la grasa se había licuado. Ayudándose
de una espumadera retiró los elementos sólidos y dejó templar unos segundos la
grasa.
Tenía
ya preparada una cebolla picada y dos dientes de ajo también picados. Los puso
a sofreír en la grasa, con cuidado de que no se arrebataran. Rápidamente fue
transparentándose la cebolla y confitándose el ajo.
Mientras
se atontaba la cebolla picó las dos pechugas de pago en pequeñas tiras,
completó el picadillo con 100 gramos de panceta, una cucharada de postre de
salvia, la ralladura de un limón y cuatro anchoas, que sacó de un bote de
conservas.
Fue removiendo
la mezcla con una cuchara de madera para que la carne se fuera cocinando.
Pasados 3 minutos añadió al guiso un vaso colmado de vino blanco seco y un
chorrito de vinagre balsámico. Subió el fuego para que se evaporara el alcohol,
luego lo bajó al mínimo y añadió un primer cazo de caldo caliente. El pato
necesitaba un cuarto de hora para estar tierno.
En la
despensa guardaba un paquete cerrado al vacío con arroz, un vialone nano que
había comprado para cuando se animara a incorporar los risottos en la carta –
no en vano Formentera había ocasiones que parecía territorio italiano.
Calculó
casi medio quilo de arroz, lo incorporó al guiso y fue mezclándolo ayudado de
la cuchara.
El
ritual del risotto le obligaba a ir añadiendo caldo caliente en pequeñas
cantidades, moviendo constantemente, sin dejar que el arroz quedara seco.
En 15
minutos el arroz estaba en su punto, cremoso. Añadió 125 gramos de mantequilla
cortada en daditos, el zumo de un limón, sal y pimienta, así como 200 gramos de
hojas de espinaca fresca, cortadas en juliana.
Tapó
la cacerola para que las espinacas se cocieran durante dos minutos con el
vapor. Pasados los dos minutos destapó la cazuela para añadir 150 gramos de
queso parmesano rallado que integró rápidamente en el arroz removiendo con el
cucharón. Volvió a tapar la cazuela y llamó a todos a la mesa. Ordenó que se
abriera una botella de tinto del Veneto.
Encendió
la plancha y puso el fuego al máximo para pasar por la plancha cuatro escalopes
de hígado de pato fresco, cortesía del Mr. Arkadín, los tuvo en la plancha un
minuto por cada lado y los sirvió sazonados con unas escamas de sal maldon, con
una espátula, en la orilla un plato llano grande, junto al escalope de pato
sirvió un par de cucharones del risotto, la crema del arroz fue cruzándose con
la grasilla del hígado del pato y la orilla que formaban ambas grasas se
convirtió durante unos instantes en la orilla del edén. Cortó una punta del
foie con el tenedor lo deslizó por la conjunción de grasas hasta dar con unos
granos de arroz. Muriel, Didí y Clo observaron al patrón y le imitaron en sus
gestos.
Tras
el primer bocado brindaron por el California.
A los
postres Cándido anunció que pasaría unos días fuera con Carmen y los chicos
para intentar restañar las heridas del primer embate del California en su
familia.
Muy entretenido el capítulo de hoy y menudo chasco para Cándido al llegar al Eden, pero con ese buen menú y una buena copa, todo se soluciona. Jubi
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