Lunes, uno de junio. Cándido
despertó con las primeras luces del día, se puso unas zapatillas y marchó a
correr por la playa durante casi una hora. Amaneció un día estupendo, buen
augurio para la reapertura del restaurante. Tras la carrera se instaló en la
terraza del Hotel California, encendió la cafetera express, que tardaba unos
minutos en calentar, y se quedó contemplando la orilla.
Estaba inquieto, una mezcla
extraña entre ilusión y pánico. Seguía intentando definir la felicidad, su
felicidad, pensando que conocía personas que han vivido un instante de
felicidad y que lo evocan o rentabilizan durante años; él, sin embargo, creía
que la felicidad debía ser una situación razonablemente duradera, con cierta
continuidad en el tiempo; no se trataba de recibir una ráfaga de felicidad sino
de dejarse empapar lenta y suavemente por ella durante meses, puede que años.
Todavía no sabía si se sentía
feliz, de momento sólo tenía nervios, y razones poderosas para tenerlos; había
sido inhabilitado durante quince años para el ejercicio de cualquier profesión
que tuviera que ver con el asesoramiento financiero, se había salvado de la
cárcel gracias a la pericia de los abogados del banco, que habían pactado la
máxima sanción profesional y una multa muy elevada a cambio de evitar un juicio
contra la entidad; no es que Cándido fuera el responsable directo o indirecto
del desaguisado, pero lo cierto es que se convirtió en la persona adecuada para
asumir esas responsabilidades. Sus jefes de Londres había remunerado su desememoria
con una fortísima indemnización y Cándido, cual lotófago, dejó en blanco
cualquier recuerdo que pudiera comprometer a sus antiguos responsables. Aquella
amnesia provocada por el dinero había tenido como consecuencia colateral la
conversión de Cándido en un verdadero defraudador ya que una parte sustancial
de su indemnización reposaba opacamente en un paraíso fiscal; Cándido se había
acostumbrado a disgregar sus inversiones por el mundo sin tener muy claro el
límite entre lo legal o lo ilegal, en todo caso Cándido tenía mucho más fácil
sobrevivir en cualquier punto del mundo, por remoto que fuera, que conseguir un
préstamo en España.
Desde el punto de vista
familiar Cándido tenía la impresión de estar a punto de partir en dos su vida,
los chicos habían hecho como si no fuera con ellos la propuesta de cambiar de
casa y de vida; Carmen, un monumento a la paciencia, iba y venía de Barcelona a
la isla y trataba a Cándido como a un adolescente más que estuviera bajo su
esfera de control y protección.
Y allí estaba Cándido,
sentado en la terraza de un restaurante vacío, mirando al mar, pendiente de que
sus inversiones terminaran de funcionar, apartando dudas e incertidumbres, con
la única preocupación de que la cafetera consiguiera la presión suficiente como
para que pudiera prepararse un expreso cremoso y vigorizante; todavía sin
duchar, con el rostro curtido ya por el sol y el pelo revuelto como una
escarola.
A eso de las ocho y media de
la mañana vio llegar desde la playa a la que sería su asistente, Muriel llegaba
corriendo por la orilla, embutida en un ajustado pantalón de deporte negro que
le cubría hasta la pantorrilla y una minúscula camiseta sin manga también
ajustada, la melena rubia cogida con una goma y todas y cada una de las
revueltas de su cuerpecillo marcadas por la ropa, el sol de la mañana y el
viento. A poco más de 50 metros de la terraza Muriel se detuvo, se desnudó por
completo, dejó la ropa y los zapatos hechos un hatillo en la orilla y se
zambulló en el mar, donde estuvo nadando hacia el horizonte durante el tiempo
suficiente como para que Cándido pensara que había sido devuelta al fondo
marino, como una sirena. Se tranquilizó cuando vio a lo lejos la espuma que
levantaba al bracear y poco a poco fue distinguiendo su cabeza, sus brazos y
sus hombros, para verla salir del agua desnuda, completamente depilada y con el
cuerpo de un uniforme color dorado. Se quitó la cola de caballo y se frotó la
melena hasta que fue tomando cuerpo. Buscó una roca al sol en la que terminar
de secarse. Cándido pudo recrearse durante unos minutos en cada milímetro de su
cuerpo, sobre todo en sus pechos breves, como pequeños flanes, sus caderas
firmes y las nalgas relucientes y tersas. Muriel, ajena a los observadores,
terminó de secarse, hizo unos estiramientos y sacó de una minúscula mochila un
pareo rojo con soles amarillos, se lo anudó al cuello y, despreocupada, se
aproximó lentamente hacia la terraza del California, saludando con la mano al
que sería su patrón.
- Vos sos mi nuevo jefe, no ?
- Tú eres Muriel ?
- Sí. Llegaron los papeles de la gestoría, hasta que no firmemos
no me pondré a trabajar.
Parecía
una chica desenvuelta.
- Nada impide que nos tomemos un café.
- ¿Exactamente qué he de hacer aquí?
- Exactamente no lo sé, supongo que te lo explicaría Carmen, mi
mujer, se trata de que puedas sustituirme cuando me ausente y puedas ayudar en
lo que haga falta.
- Por tres mil euros al mes más las propinas la indefinición no me
preocupa mucho.
- Hoy es el primer día de trabajo, el viejo dueño me traspasó el
restaurante y hemos estado unas semanas de reforma. Creo que nadie aquí sabe
bien bien lo que le tocará hacer.
En pocos minutos darían las
diez de la mañana; en las habitaciones que había sobre el restaurante Didier y
Cloude empezaban a desperezarse. Cándido les había acostumbrado a que cuando
bajaban al restaurante les tenía preparados ya unos cafés, tostadas,
mantequilla y mermelada. A las diez y media tenían la primera reunión de
intendencia.
El Hotel California no
aspiraba a ser más que un txiringuito, a Cándido le faltaba constancia y
talento para querer hacer de aquella terraza una cosa distinta. Un txiringuito
que si funcionaba bien podría llegar a rendir 100 euros por silla al día
durante los 100 días que más o menos, con esas perspectivas Cándido llegaría
incluso a ganar dinero. Un txiringuito responde a la fórmula de ensaladas, algo
de fritura, varios arroces, plancha de pescado y carne, media docena de
postres, fruta y menú infantil. Cándido había introducido algunas
modificaciones en los arroces, esperaba que una barbacoa de pescado instalada
en la parte trasera de las cocinas le permitiera ampliar la oferta de pescados;
en la carta inaugural no había grandes novedades, aunque esperaba jugar con los
platos fuera de carta, sobre todo si el suministro de Canito no fallaba. De
momento para la primera semana tenían preparados los carpaccios de gamba de
Ibiza con vinagreta de pistacho.
Las principales novedades
llegaban con la carta de vinos y, sobre todo, con la reluciente nevera de vinos
que presidía en nuevo salón, allí aparecían expuestas botellas magnum de hasta
12 litros, cuatro o cinco marcas fundamentales de champagne francés y
abundantes vinos tinos y blancos franceses, españoles, algún italiano,
californianos, chilenos y argentinos. La parte superior, la más fría, para los
espumosos, los blancos inmediatamente después, rosados y en la parte inferior
tintos. Un buen catálogo de licores. Todo ello en una habitación acristalada
que se había instalado con la vocación de ser la joya del California, Cándido
había invertido 150.000 euros en la instalación y el botellerío.
Por lo demás Cándido había
impuesto cierta manía obsesiva por la limpieza, algo ajeno al viejo pescador,
Cocina, salón y terraza debía quedar impecables antes y después de cada
servicio, de hecho la reunión de intendencia era más una revisión de pulcritud.
Para ayudar a esas tareas una de las primas de Mustha hacía un par de horas –
de cinco a siete de la tarde – para asegurar que el servicio de cena sería
impecable.
Se mantenían viejas reglas
impuestas por Pangloss, la primera que no se hacían reservas para la terraza,
sólo para el salón interior; nunca mesas de más de 12 comensales. Para los
compromisos y los grandes clientes se habilitaba el llamado rincón de Pangloss,
en realidad una mesa para seis comensales que se instalaba fuera de la terraza,
sobre la arena, en principio estaba radicalmente prohibido superar los límites
de la terraza por lo que el rincón de Pangloss sólo se ponía en servicio en
ocasiones excepcionales y con la certeza de que la factura podría compensar la
posible multa que pondría la policía municipal si por casualidad se dejaba caer
por el local.
Para las ensaladas Cándido se
había dejado llevar por la inspiración de Didi que, como buen francés, era un
maestro en vestir los aderezos de las ensaladas. La costumbre del viejo
pescador y del nuevo California era que las ensaladas fuera generosas,
imaginativas y llenas de matices, Didí batía en segundos dos yemas de huevo con
mostazas, mieles, especias, costrones de pan frito, lardones de pato,
embutidos, virutas de queso, cebolletas y encurtidos hasta construir fuentes
monumentales que dejaban sorprendidos a los comensales. El suministro de
verdura, todo tipo de lechugas, se garantizaba con bolsas cerradas que llegaban
directamente de un mayorista de Barcelona, cada bolsa tenía una vida media de
cuatro o cinco días. La casa no invitaba nunca a chupitos de postre, pero quien
pidiera bebidas tras el postre o quien reclamara cualquiera de los champagnes
franceses sería convidado a las ensaladas.
Para la primera de las
reuniones de intendencia Cándido no había preparado ninguna palabra especial,
era persona poco dado a discursos; presentó a Muriel, que por la mañana
permanecería en la cocina familiarizándose con los platos principales.
A eso de las once llegó un
motorista con los papeles de la gestoría, incorporándose con ello oficialmente
Muriel a la plantilla del California Hotel. Cloclo preparó una lista de música
para el arranque del nuevo negocio, música norteamericana de los años sesenta y
setenta, de arranque inaugural una versión del Hotel California de los Eagles
perpetrada por los Gipsy Kings en clave de rumba. Cándido preparó una nueva
ronda de cafés a la espera de los primeros clientes.
Mustha, Clocló y Didí tenían
claro lo que debían preparar durante las dos horas previas a los primeros
clientes, Cándido, sin embargo, no tenía otra tarea asignada que la de
zascandilear de la cocina, al salón y de ahí a la terraza oteando quien podría
ser el primero de los visitantes; durante las primeras dos horas sólo tres
turistas apremiados con necesidad de ir al servicio. Las primeras comandas
fueron por lo tanto rutinarios cafés.
Muriel recomendó a Cándido
que se pusiera su mejor camisa floreada, asumiera el gesto y pose de un
sofisticado patrón y se tomara el enésimo café de la mañana leyendo el
periódico en la terraza.
En el diario venía una receta
de arroz con pato que podría ser ideal para un posible menú de otoño. La receta
necesitaba medio kilo de arroz bomba, un pato salvaje – preferentemente azulón
-, medio kilo de cabeza de costilla de cerdo, 100 gramos de tomates secos, 50
gramos de aceitunas negras – Cándido imaginó ya el plato con kalamatas -, un
diente de ajo, media cucharadita de pimentón dulce, perejil y pimienta en
grano.
El pato debe estar limpio y
cortado separando muslos, contramuslos, pechugas y alones. Se salpimentan las
costillas de cerdo y el pato, cociéndolas en dos litros de agua con unos granos
de pimienta negra, un ramillete de perejil y sal. La cocción es reposada ya que
el objetivo es que las carnes del pato queden tiernas. Se retira la carne, se
cuela y desgrasa el caldo, que servirá para el arroz.
Escurrido bien el plato se
rehoga en la paella con un chorrito de aceite de oliva, debe quedar dorado. Una
vez conseguido el color deseado se retira el pato y en la misma grasa se rehoga
una cebolla y un ajo bien dorado, así como los tomates secos previamente
remojados. Los tomates secos se cortan en trocitos pequeños y se saltean junto
con la cebolla y la media cucharadita de pimentón.
Añade el arroz y se mezcla
bien permitiendo que los granos de arroz se tuesten un poco, se incorpora el
caldo hirviendo de la carne – dos tazas de caldo por cada taza de arroz – y se
deja cociendo un cuarto de hora generoso. Cuando lleve el guiso 10 minutos se
incorpora la carne de las costillas de cerdo y la carne del pato, desechando
los huesos más grandes. Se rectifica de sal y se aguarda a que el arroz coja su
punto. Mientras reposa se esparcen las aceitunas de Kalamata.
Cándido pensó que este arroz
ligaría muy bien con olivada, o con garum que no fuera muy fuerte, para el pato
no perdiera sentido.
Clocló y Didí habían dado la voz entre sus
amigos de la isla anunciando que un enigmático empresario catalán se haría
cargo del viejo pescador, ahora California Hotel, de modo que antes del medio
día había varias mesas de la terraza ocupadas por ruidosos amigos de los
franceses. Bien aleccionados los primeros comensales pidieron los nuevos
platos, o los platos remozados del menú. Cándido hizo una foto de la terraza
con el móvil y se la mandó a Carmen, ella respondió con la imagen de un cuadro
de Soutine y todo tipo de besos y parabienes.
Por fin se ha inaugurado el Hotel California, es un entretenido blog de verano y su ubicación la imagino en la Guya. El arroz de pato tiene buena pinta. Jubi
ResponderEliminarMe está interesando la novelita del verano. Me apetece mucho ir viendo sus intríngulis y no imagino como será su desenlace. Nos vas a sorprender mucho?
ResponderEliminarLos arroces son una pasada. Voy cogiendo ideas. Gracias.
Buen verano!!!!!
Mari Carmen