sábado, 3 de agosto de 2013

CAP:CCLX.- Veinte recetas de arroz y una canción desesperada:Arroz con pato.


Lunes, uno de junio. Cándido despertó con las primeras luces del día, se puso unas zapatillas y marchó a correr por la playa durante casi una hora. Amaneció un día estupendo, buen augurio para la reapertura del restaurante. Tras la carrera se instaló en la terraza del Hotel California, encendió la cafetera express, que tardaba unos minutos en calentar, y se quedó contemplando la orilla.

Estaba inquieto, una mezcla extraña entre ilusión y pánico. Seguía intentando definir la felicidad, su felicidad, pensando que conocía personas que han vivido un instante de felicidad y que lo evocan o rentabilizan durante años; él, sin embargo, creía que la felicidad debía ser una situación razonablemente duradera, con cierta continuidad en el tiempo; no se trataba de recibir una ráfaga de felicidad sino de dejarse empapar lenta y suavemente por ella durante meses, puede que años.

Todavía no sabía si se sentía feliz, de momento sólo tenía nervios, y razones poderosas para tenerlos; había sido inhabilitado durante quince años para el ejercicio de cualquier profesión que tuviera que ver con el asesoramiento financiero, se había salvado de la cárcel gracias a la pericia de los abogados del banco, que habían pactado la máxima sanción profesional y una multa muy elevada a cambio de evitar un juicio contra la entidad; no es que Cándido fuera el responsable directo o indirecto del desaguisado, pero lo cierto es que se convirtió en la persona adecuada para asumir esas responsabilidades. Sus jefes de Londres había remunerado su desememoria con una fortísima indemnización y Cándido, cual lotófago, dejó en blanco cualquier recuerdo que pudiera comprometer a sus antiguos responsables. Aquella amnesia provocada por el dinero había tenido como consecuencia colateral la conversión de Cándido en un verdadero defraudador ya que una parte sustancial de su indemnización reposaba opacamente en un paraíso fiscal; Cándido se había acostumbrado a disgregar sus inversiones por el mundo sin tener muy claro el límite entre lo legal o lo ilegal, en todo caso Cándido tenía mucho más fácil sobrevivir en cualquier punto del mundo, por remoto que fuera, que conseguir un préstamo en España.

Desde el punto de vista familiar Cándido tenía la impresión de estar a punto de partir en dos su vida, los chicos habían hecho como si no fuera con ellos la propuesta de cambiar de casa y de vida; Carmen, un monumento a la paciencia, iba y venía de Barcelona a la isla y trataba a Cándido como a un adolescente más que estuviera bajo su esfera de control y protección.

Y allí estaba Cándido, sentado en la terraza de un restaurante vacío, mirando al mar, pendiente de que sus inversiones terminaran de funcionar, apartando dudas e incertidumbres, con la única preocupación de que la cafetera consiguiera la presión suficiente como para que pudiera prepararse un expreso cremoso y vigorizante; todavía sin duchar, con el rostro curtido ya por el sol y el pelo revuelto como una escarola.

A eso de las ocho y media de la mañana vio llegar desde la playa a la que sería su asistente, Muriel llegaba corriendo por la orilla, embutida en un ajustado pantalón de deporte negro que le cubría hasta la pantorrilla y una minúscula camiseta sin manga también ajustada, la melena rubia cogida con una goma y todas y cada una de las revueltas de su cuerpecillo marcadas por la ropa, el sol de la mañana y el viento. A poco más de 50 metros de la terraza Muriel se detuvo, se desnudó por completo, dejó la ropa y los zapatos hechos un hatillo en la orilla y se zambulló en el mar, donde estuvo nadando hacia el horizonte durante el tiempo suficiente como para que Cándido pensara que había sido devuelta al fondo marino, como una sirena. Se tranquilizó cuando vio a lo lejos la espuma que levantaba al bracear y poco a poco fue distinguiendo su cabeza, sus brazos y sus hombros, para verla salir del agua desnuda, completamente depilada y con el cuerpo de un uniforme color dorado. Se quitó la cola de caballo y se frotó la melena hasta que fue tomando cuerpo. Buscó una roca al sol en la que terminar de secarse. Cándido pudo recrearse durante unos minutos en cada milímetro de su cuerpo, sobre todo en sus pechos breves, como pequeños flanes, sus caderas firmes y las nalgas relucientes y tersas. Muriel, ajena a los observadores, terminó de secarse, hizo unos estiramientos y sacó de una minúscula mochila un pareo rojo con soles amarillos, se lo anudó al cuello y, despreocupada, se aproximó lentamente hacia la terraza del California, saludando con la mano al que sería su patrón.

-      Vos sos mi nuevo jefe, no ?

-      Tú eres Muriel ?

-      Sí. Llegaron los papeles de la gestoría, hasta que no firmemos no me pondré a trabajar.

Parecía una chica desenvuelta.

-      Nada impide que nos tomemos un café.

-      ¿Exactamente qué he de hacer aquí?

-      Exactamente no lo sé, supongo que te lo explicaría Carmen, mi mujer, se trata de que puedas sustituirme cuando me ausente y puedas ayudar en lo que haga falta.

-      Por tres mil euros al mes más las propinas la indefinición no me preocupa mucho.

-      Hoy es el primer día de trabajo, el viejo dueño me traspasó el restaurante y hemos estado unas semanas de reforma. Creo que nadie aquí sabe bien bien lo que le tocará hacer.

En pocos minutos darían las diez de la mañana; en las habitaciones que había sobre el restaurante Didier y Cloude empezaban a desperezarse. Cándido les había acostumbrado a que cuando bajaban al restaurante les tenía preparados ya unos cafés, tostadas, mantequilla y mermelada. A las diez y media tenían la primera reunión de intendencia.

El Hotel California no aspiraba a ser más que un txiringuito, a Cándido le faltaba constancia y talento para querer hacer de aquella terraza una cosa distinta. Un txiringuito que si funcionaba bien podría llegar a rendir 100 euros por silla al día durante los 100 días que más o menos, con esas perspectivas Cándido llegaría incluso a ganar dinero. Un txiringuito responde a la fórmula de ensaladas, algo de fritura, varios arroces, plancha de pescado y carne, media docena de postres, fruta y menú infantil. Cándido había introducido algunas modificaciones en los arroces, esperaba que una barbacoa de pescado instalada en la parte trasera de las cocinas le permitiera ampliar la oferta de pescados; en la carta inaugural no había grandes novedades, aunque esperaba jugar con los platos fuera de carta, sobre todo si el suministro de Canito no fallaba. De momento para la primera semana tenían preparados los carpaccios de gamba de Ibiza con vinagreta de pistacho.

Las principales novedades llegaban con la carta de vinos y, sobre todo, con la reluciente nevera de vinos que presidía en nuevo salón, allí aparecían expuestas botellas magnum de hasta 12 litros, cuatro o cinco marcas fundamentales de champagne francés y abundantes vinos tinos y blancos franceses, españoles, algún italiano, californianos, chilenos y argentinos. La parte superior, la más fría, para los espumosos, los blancos inmediatamente después, rosados y en la parte inferior tintos. Un buen catálogo de licores. Todo ello en una habitación acristalada que se había instalado con la vocación de ser la joya del California, Cándido había invertido 150.000 euros en la instalación y el botellerío.

Por lo demás Cándido había impuesto cierta manía obsesiva por la limpieza, algo ajeno al viejo pescador, Cocina, salón y terraza debía quedar impecables antes y después de cada servicio, de hecho la reunión de intendencia era más una revisión de pulcritud. Para ayudar a esas tareas una de las primas de Mustha hacía un par de horas – de cinco a siete de la tarde – para asegurar que el servicio de cena sería impecable.

Se mantenían viejas reglas impuestas por Pangloss, la primera que no se hacían reservas para la terraza, sólo para el salón interior; nunca mesas de más de 12 comensales. Para los compromisos y los grandes clientes se habilitaba el llamado rincón de Pangloss, en realidad una mesa para seis comensales que se instalaba fuera de la terraza, sobre la arena, en principio estaba radicalmente prohibido superar los límites de la terraza por lo que el rincón de Pangloss sólo se ponía en servicio en ocasiones excepcionales y con la certeza de que la factura podría compensar la posible multa que pondría la policía municipal si por casualidad se dejaba caer por el local.

Para las ensaladas Cándido se había dejado llevar por la inspiración de Didi que, como buen francés, era un maestro en vestir los aderezos de las ensaladas. La costumbre del viejo pescador y del nuevo California era que las ensaladas fuera generosas, imaginativas y llenas de matices, Didí batía en segundos dos yemas de huevo con mostazas, mieles, especias, costrones de pan frito, lardones de pato, embutidos, virutas de queso, cebolletas y encurtidos hasta construir fuentes monumentales que dejaban sorprendidos a los comensales. El suministro de verdura, todo tipo de lechugas, se garantizaba con bolsas cerradas que llegaban directamente de un mayorista de Barcelona, cada bolsa tenía una vida media de cuatro o cinco días. La casa no invitaba nunca a chupitos de postre, pero quien pidiera bebidas tras el postre o quien reclamara cualquiera de los champagnes franceses sería convidado a las ensaladas.

Para la primera de las reuniones de intendencia Cándido no había preparado ninguna palabra especial, era persona poco dado a discursos; presentó a Muriel, que por la mañana permanecería en la cocina familiarizándose con los platos principales.

A eso de las once llegó un motorista con los papeles de la gestoría, incorporándose con ello oficialmente Muriel a la plantilla del California Hotel. Cloclo preparó una lista de música para el arranque del nuevo negocio, música norteamericana de los años sesenta y setenta, de arranque inaugural una versión del Hotel California de los Eagles perpetrada por los Gipsy Kings en clave de rumba. Cándido preparó una nueva ronda de cafés a la espera de los primeros clientes.

Mustha, Clocló y Didí tenían claro lo que debían preparar durante las dos horas previas a los primeros clientes, Cándido, sin embargo, no tenía otra tarea asignada que la de zascandilear de la cocina, al salón y de ahí a la terraza oteando quien podría ser el primero de los visitantes; durante las primeras dos horas sólo tres turistas apremiados con necesidad de ir al servicio. Las primeras comandas fueron por lo tanto rutinarios cafés.

Muriel recomendó a Cándido que se pusiera su mejor camisa floreada, asumiera el gesto y pose de un sofisticado patrón y se tomara el enésimo café de la mañana leyendo el periódico en la terraza.

En el diario venía una receta de arroz con pato que podría ser ideal para un posible menú de otoño. La receta necesitaba medio kilo de arroz bomba, un pato salvaje – preferentemente azulón -, medio kilo de cabeza de costilla de cerdo, 100 gramos de tomates secos, 50 gramos de aceitunas negras – Cándido imaginó ya el plato con kalamatas -, un diente de ajo, media cucharadita de pimentón dulce, perejil y pimienta en grano.

El pato debe estar limpio y cortado separando muslos, contramuslos, pechugas y alones. Se salpimentan las costillas de cerdo y el pato, cociéndolas en dos litros de agua con unos granos de pimienta negra, un ramillete de perejil y sal. La cocción es reposada ya que el objetivo es que las carnes del pato queden tiernas. Se retira la carne, se cuela y desgrasa el caldo, que servirá para el arroz.

Escurrido bien el plato se rehoga en la paella con un chorrito de aceite de oliva, debe quedar dorado. Una vez conseguido el color deseado se retira el pato y en la misma grasa se rehoga una cebolla y un ajo bien dorado, así como los tomates secos previamente remojados. Los tomates secos se cortan en trocitos pequeños y se saltean junto con la cebolla y la media cucharadita de pimentón.

Añade el arroz y se mezcla bien permitiendo que los granos de arroz se tuesten un poco, se incorpora el caldo hirviendo de la carne – dos tazas de caldo por cada taza de arroz – y se deja cociendo un cuarto de hora generoso. Cuando lleve el guiso 10 minutos se incorpora la carne de las costillas de cerdo y la carne del pato, desechando los huesos más grandes. Se rectifica de sal y se aguarda a que el arroz coja su punto. Mientras reposa se esparcen las aceitunas de Kalamata.

Cándido pensó que este arroz ligaría muy bien con olivada, o con garum que no fuera muy fuerte, para el pato no perdiera sentido.

 Clocló y Didí habían dado la voz entre sus amigos de la isla anunciando que un enigmático empresario catalán se haría cargo del viejo pescador, ahora California Hotel, de modo que antes del medio día había varias mesas de la terraza ocupadas por ruidosos amigos de los franceses. Bien aleccionados los primeros comensales pidieron los nuevos platos, o los platos remozados del menú. Cándido hizo una foto de la terraza con el móvil y se la mandó a Carmen, ella respondió con la imagen de un cuadro de Soutine y todo tipo de besos y parabienes.

2 comentarios:

  1. Por fin se ha inaugurado el Hotel California, es un entretenido blog de verano y su ubicación la imagino en la Guya. El arroz de pato tiene buena pinta. Jubi

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  2. Me está interesando la novelita del verano. Me apetece mucho ir viendo sus intríngulis y no imagino como será su desenlace. Nos vas a sorprender mucho?
    Los arroces son una pasada. Voy cogiendo ideas. Gracias.
    Buen verano!!!!!
    Mari Carmen

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