jueves, 22 de agosto de 2013

CAP.CCLXVI.- Veinte recetas de arroz y una canción desesperada: Arroz con lombarda y codornices.


Cándido pasó la noche muy intranquilo y solo con las primeras luces de la mañana consiguió descabezar un sueño muy breve, insuficiente para sentirse descansado. No fue a correr, marchó directamente a la terraza del California.

Muriel se demoraba en sus rutinas matutinas y durante esos minutos Cándido pensó que todo había acabado. Muriel no regresaría al California, no tardarían en llegar de nuevo inspectores y periodistas a husmear, los clientes abandonarían la terraza y en su lugar vendrían los grupos de afectados por la estafa.

Todavía no se había reanudado el suministro normal de electricidad y en la cocina quedaban todavía restos de suciedad imposibles de sacar con el mínimo chorro de agua que salía del grifo. Mustha se había acercado al mar de madrugada para pasar por agua salada y arena las paelleras y las ollas más grandes, había sido imposible poner en marcha el lavavajillas, sin embargo los vinos se mantenían en perfecto estado, puede que le hubiera ido mejor abrir una botella de champagne que esperar a que la cafetera recuperara la presión idónea para preparar un expreso.

Le había robado la tableta a Carmen para rastrear en internet las reacciones y secuelas de la noticia del día anterior. No encontró rastro alguno ni en prensa diaria, ni en blogs, aunque fue inevitable algún comentario en el propio diario, escuetas explosiones de ira insultando a los mencionados.

Muriel llegó directamente a la terraza, sin el ritual del baño, sin embargo se mantenía risueña y solidaria, como la noche anterior.

-      Buenos días patrón, veo que no soy la única que he dormido mal esta noche – le besó en la mejilla.

Pese a verse privado de sus desnudeces Cándido pensó que Muriel había hecho ya méritos suficientes esa mañana para ganarse el café.

Didi y Clocló también madrugaron y se dispusieron a ordenar la cocina.

Regresó la luz, cesó el run run de los motores del grupo electrónico y arrancaron los electrodomésticos y el aire acondicionado con fuerza. Poco a poco regresaba la normalidad. Cándido no se fiaba mucho de su destino inmediato y le volvió a pedir a Muriel que se ocupara de la terraza, él se quedaría en la cocina para ensayar una receta que había encontrado por casualidad en un diario, un arroz con col lombarda y codornices. Si le salía bien conseguiría un plato de intenso tono bermellón que le permitiría sorprender a los comensales, también había encontrado una receta similar en una web argentina, pero el arroz quedaba muy cremoso ya que llevaba queso.

El primer ensayo lo haría con su gente, prepararía el arroz para comer ellos y, en función de sus reacciones, a lo mejor se animaba a incluirlo en la carta.

Los ingredientes de la receta eran:

-      200 gramos de col lombarda.

-      100 gramos de cebollas rojas,

-      50 gramos de zanahoria,

-      50 gramos de nabos.

-      Medio litro de caldo de ave, hecho con carcasas de codornices.

-      2 codornices deshuesadas.

-      Un chorrito de aceite de oliva.

-      Dos dientes de ajo.

-      Un cuarto de litro de vino tinto.

-      Un chorrito de vinagre de jerez.

-      200 gramos de arroz bomba.

-      Media docena de castañas hervidas.

-      Sal y pimienta.

Si la mañana discurría tranquila podría tener preparado el arroz para la una y que pudieran picotear todos durante el servicio.

Puso el aceite en la paellera, encendió el fuego muy suave y picó los dos dientes de ajo para que se fueran sofriendo.

Mientras el ajo se doraba picó la cebolla roja muy fina, la zanahoria, el nabo y la col lombarda. Tras dejarlo rehogar unos minutos se salpimenta dejando que se evapore el agua de las verduras.

Cuando las verduras estaban ya atontadas añadió el arroz, dejando que se rehogara.

Subió un poco el fuego antes de añadir el vino tinto, guardaba en la nevera los restos de un burdeos que había quedado a medias la noche anterior. Dejó que se evaporara un poco el alcohol y luego añadió el caldo de las codornices, como no le había dado tiempo de preparar el caldo con las carcasas de codorniz, había improvisado la receta, hubo de hacer uso de unas latas de codornices en conserva y aprovechar el caldo en el que se conservaban las perdices deshuesadas.

En cuanto volvió a hervir el caldo regó con un chorro de vinagre de jerez el guiso, para que le diera un toque escabechado al arroz.

El arroz necesitaba 15 minutos de cocción, en los cinco últimos minutos añadió las codornices deshuesadas y deshilachadas, también una lata de castañas en conserva, revisó las indicaciones para comprobar que no estaban confitadas, se comió una y picó las otras en trozos no muy grandes, quería que los comensales notaran la presencia de las castañas.

Era un plato otoñal, ajeno al calor y al sol del mes de julio en la playa, más acorde con su estado de ánimo.

Dejó la paella en la cocina con la mejor botella de burdeos que encontró en la bodega, dejó preparados 6 tenedores, 6 servilletas las copas especiales para el vino de burdeos; altas, estilizadas y ligeramente abombadas en el fondo. El burdeos tenía que oxigenarse por lo menos 45 minutos antes de llegar a su plenitud.

Poco después de la una se asomó a la terraza y pidió a Cloclò, a Didí, a Carmen y a Muriel que entraran en la cocina. Les esperaba con las copas servidas.

-      Quería agradeceros vuestro apoyo y vuestro cariño, no sé qué va a pasar con el California en las próximas semanas, solo quería daros las gracias.

Todos levantaron la copa sin mediar palabra, Carmen se acercó a Cándido para que él le tomara por la cintura.

-      Salud, patrón.- Dijo Cló.

-      Salud – contestaron todos.

Probaron el arroz y, sorprendidos, marcharon rápidamente a sus ocupaciones. El arroz les había encantado y aprovecharon cada entrada en la cocina para ir picoteando de la paellera. En pocos minutos no quedaba un solo grano.

El mediodía discurrió tranquilo hasta que Muriel entró azorada en la cocina.

-      Patrón, los de la mesa más grande me piden que salga.

A Cándido le entró cierta sensación de pánico, pensaba que le reclamaban para insultarle, puede que fueran familia de alguno de los damnificados del banco.

-      Diles que no puedo.

-      Les digo lo que vos me digás patrón, pero esa gente ha acabado con todas las langostas del vivero, no han reparado en gastos con los vinos y no querría perderme una propina galáctica.

-      Puede que lo que hagan es marcharse si pagar y lo que quieren es podérmelo decir en la jeta.

-      Qué cosas tiene patrón, esa gente quiere agradecerle la calidad de la comida y la tranquilidad de la terraza.

Cándido calló durante unos segundos y pensó que si no salía en aquel momento y recuperaba espacios en la terraza tal vez nunca podría pasear por la terraza del California nunca más.

Pensó en ponerse las gafas de sol, pero al final creyó que si le tenían que partir la cara era mejor que lo hicieran con ella descubierta.

Caminó poco a poco hacia la salida de la cocina, recorrió con parsimonia los primeros metros intentando descifrar el enigma que le aguardaba. Los comensales eran completamente ajenos a su aproximación.

-      Caballeros – dijo Muriel -, el chef viene a saludarles.

Fueron a alzar las copas cuando comprobaron que prácticamente no les quedaba nada para beber, pidieron a Muriel que les trajera dos botellas de Taittinger. Cándido se arrepintió de haber salido de la gruta y los instantes de espera hasta las nuevas botellas parecían eternos.

El más joven de los comensales, que presidía la mesa, levantó la copa y se dispuso a brindar.

-      Brindamos todos a la salud del jefe, el puto amo, un genio de las finanzas y de los fogones. Estamos contigo Cándido. El puto amo – repitió.

-      Queremos hacernos una foto contigo – saltó otro comensal -, pero tienes que ponerte las gafas con las que salías ayer en el periódico. No se lo van a creer cuando la enseñemos en Madrid la semana que viene.

Cándido alzó la copa, sonrió, se puso las gafas y permitió, en silencio que fueran haciéndose distintas fotografías, en la última de ellas todos los comensales se pusieron las gafas de sol bajo el cartel del California Hotel.

-      El Puto amo – no dejaban de repetir -. Un genio. Ole sus huevos.

Cándido empezaba a recular.

-      El patrón es un hombre muy reservado, como pueden comprobar – se excusó Muriel.

De regreso a la cocina Cándido resopló, buscó el abrazo de Carmen.

-      No te agobies, no puede pasarnos nadas.-

Se besaron. Entró Muriel para pedir la cuenta de la mesa de los brindis.

-      Métales en la cuenta un 15% más de recargo, por soplapollas. Son tan tontos que no se darán ni cuentas.- propuso Muriel.

-      Vale, pero el pellizco va al bote de propinas.

Y ocurrió como había augurado Muriel, pagaron sin rechistar y dejaron 100 euros adicionales de propina.

Cándido recordó la anécdota que atribuyen a Chagall que un día, al pasar por la puerta del estudio en el que trabajaba Soutine lo vio encharcado en sangre, asustado llamó a la policía sin atreverse a realizar ninguna otra gestión. Cuando llegó la policía y derribó la puerta se encontró a Soutine pintando un gran lienzo en el que se reproducía una gran ternera degollada, colgado del techo goteaba sangre una carcasa de ternera, con dentellones de carne, grasa y piel casi podrida. Soutine le había comprado los restos de una ternera a un mayorista del mercado, que le había traído la pieza al amanecer.

Parecía evidente que Cándido no había muerto el día anterior, aunque se empeñara en ver restos de sangre por toda la terraza del California.

1 comentario:

  1. Como cada mañana, después del desayuno leo tu blog para arrancar el día con una sonrisa. El arroz de hoy es muy apetecible, así voy preparando los jugos y leo los entresijos del Hotel California, luego leo la prensa para ver como van "nuestros Cándidos nacionales". Jubi

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