A la media tarde del martes
Cándido tomó el ferry que le llevaría a Ibiza, no dudó en coger el más lento,
el que tardaría más en devolverle a sus obligaciones cotidianas; pensaba que
cogiendo el barco que realizaba la travesía con más calma estiraba su estancia
en la isla.
Seguramente a la mañana
siguiente añoraría la imagen de Muriel desnudándose para él, tendría que
colarse clandestinamente en el baño para ver a Carmen duchándose y paliar así
los efectos de la ausencia. Tal vez las mujeres se convertían en diosas durante
el instante en las que recién quedaban desnudas. Puede que la felicidad quedara
al final circunscrita sólo a ese instante.
La felicidad de nuevo,
empezaba a agobiarle tanto o más que empezaba a preocuparle la muerte.
Consecuencias todas de haber superado los cincuenta años de edad. No sería de
extrañar, pensaba, que muerte y felicidad fueran en realidad preocupaciones
complementarias.
Durante muchos años, justo
antes de cumplir los cincuenta, soñaba con una muerte fulminante que preferiblemente
le sorprendiera de noche. No le importaba que el rayo que le dejara seco lo
hiciera a edad temprana. Una sacudida, después la nada, el vacío, el silencio,
la ausencia absoluta.
Con el paso del tiempo
empezaba a no importarle un tránsito un tanto más pausado hacia la muerte, algo
parecido a lo que le ocurría con la elección de los ferrys, a lo mejor no era
tan malo buscar un medio más cadencioso para pasar a la otra orilla, poder
ordenarse y ordenar la despedida, terminar todas las tareas pendientes, sobre
todo las referidas a la familia, a los amigos, a Carmen sobre todo, que había
ido complementando todos los huecos que dejaba su vida intermitente, sus
ausencias.
Cándido buscó en el bolsillo
para ver si disponía de monedas sueltas, comprobó que le quedaba una de dos
euros y sonrió discretamente, puede que pudiera colocársela entre los dientes
al bajar y garantizar a Caronte el pago del pasaje y, sobre todo, la ventaja de
que con la moneda al llegar a la otra orilla perdería por completo la memoria.
Muerte, felicidad y memoria,
una combinación que Cándido no terminaba de gestionar con comodidad. Una de las
últimas noches, aguardando a la llegada del sueño, había redescubierto en una
cadena de televisión una vieja película de fantasmas, el Fantasma y la Señorita
Muir, una comedia más o menos romántica de los años cuarenta en la que un
fantasma quisquilloso acompañaba a una chica indecisa ante las angustias del
amor. El fantasma terminaba por hacer las veces de asistente o confesor
impertinente. Si en la mano de Cándido estuviera puede que optara por
convertirse en un fantasma, quizás ya lo era. Un fantasma que no diera grandes
molestias, que no hiciera ruidos nocturnos que velaran al personal, sin sustos
ni aspavientos, sólo una presencia más o menos grata.
El fantasma de Cándido
tendría muchas tareas pendientes, principalmente las referidas a que Carmen y
sus hijos pudieran desentrañar el laberinto de su patrimonio, disperso por
medio mundo y escondido tras el manto de sociedades a las que de modo
inconsciente había ido dando los distintos nombres que rondaban la muerte, como
Calypso Investment, Can Cerverus Corporation, incluso tras Pangloss S.L.
quedaba el rastro del sabio malhadado que había muerto infectado por la
sífilis. Solo un problema, para desenmarañar ese entramado de sociedades
probablemente no era buena idea la de perder la memoria, Cándido, con un gesto
instintivo tomó la moneda de dos euros y la lanzó al agua en mitad el canal que
unía a Formentera con el mundo.
Su condición de fantasma tal
vez fuera la que permitía observar a Muriel sin incomodarla, o la que le
permitiría ver a Carmen en la ducha aclarándose el pelo con los brazos
extendidos hacia el techo, dejando que el agua recorriera veloz sus axilas. En
esa condición estaba llamado a acompañar a sus hijos en el tránsito por la
adolescencia y por la juventud, quizás de ese modo podría conocer también a los
que serían sus nietos anhelando conocerlos correteando por la playa de Migjorn
a finales de un mes de septiembre de un año indefinido. Surgían las primeras
dudas ya que concebía los fantasmas como entidades encerradas en castillos, no
como espectros errantes, por lo tanto debía decidir si, como fantasma, habría
de permanecer confinado en el California Hotel y en su entorno – esperaba que
le dejaran llegar hasta la playa -, o si por el contrario sería proyectado a
Barcelona, o tal vez a París, donde vivió durante diez años, los primeros años
junto, con Carmen, París había sido la culpable de que hubieran tardado más de
lo razonable en tener niños; durante sus años en París la maternidad era
siempre una cuestión aplazable, ella jugaba con la ventaja de ser bastante más
joven que Cándido; para él la paternidad no era una prioridad si ella no tenía
prisa. Si le tocaba ser fantasma en París seguramente lo sería recluido en el
metro, un espacio que estaba repleto de fantasmas.
Puede que fuera la condición
de fantasma la que le garantizara ese aspecto intemporal que le permitía haber
mantenido un aspecto similar durante lustros, que incluso le permitía modular
su juventud y aparecer ahora más en forma, más atractivo y fresco que cuando
tenía treinta años y casi todo le preocupaba.
Cándido terminó por definirse
a si mismo como un fantasma feliz, o puede que un feliz fantasma. Iba
prácticamente sólo en ferry, por el camino se cruzaron con otras embarcaciones
mucho más preocupadas por la celeridad tanto las que navegaban de ida como las
de vuelta. Mando un guasap a Carmen recordándole la llegada de su vuelo, si no
había retrasos podrían incluso cenar fuera para poder poner en común sus
respectivas cotidianeidades. Carmen tenía todavía pendiente completar la carta
de vinos del California, él se había comprometido a acompañar a su hijo mayor a
unas pruebas rutinarias para comprobar que se había recuperado correctamente de
una lesión en el hombro.
Con los mimbres del ferry
hacia Ibiza la única receta posible para cocinar en su regreso a Barcelona
habría de ser un arroz negro, negro y con un punto amargo gracias a las
alcachofas, aunque tardías tal vez pudiera encontrar en el mercado las últimas
recogidas en los alcachofares de El Prat. Alcachofas no muy leñosas,
pequeñitas, habría de comprar siete u ocho, puede que se animara a hacerse con
una docena si todavía no estaban muy oscuras y si mantenían el corazón prieto.
Para el arroz le bastaba media docena de alcachofas que habría de limpiar con
cuidado, cortar en juliana muy final y regar generosamente con limón para que
no se oxidaran y se ennegrecieran, qué paradoja, evitar que las alcachofas se
oscurecieran cuando estaban destinadas a ir como sofrito de un arroz negro.
En una paella grande podría
las alcachofas cortadas, una cebolla grande picada, un pimiento verde y dos
dientes de ajos, todos picados, salpimentamos a media cocción y dejamos que se
elimine el líquido que desprenden las verduras. La paella previamente engrasada
con aceite de oliva, no mucho, fuego suave y la dedicación de un cucharón
grande de madera que removiera pausadamente hasta conseguir casi una mermelada
parda.
Tendría preparado un plato
con poco menos de medio quilo de calamares pequeños bien limpios y cortados en
anillas pequeñas, hay que escurrirlos bien porque sueltan mucha agua.
Pasados diez minutos se añade
el arroz, entre 300 y 400 gramos, en función de la voracidad de los comensales,
se rehoga con la verdura y los calamares. Es el momento de incorporar la tinta,
bien la de los propios calamares, bien la de una sepia más grande y sabrosa.
Con una bolsa de tinta de una sepia mediana se consigue un arroz tanto o más
oscuro que el alma de un pecador. Conviene que la tinta se disuelva bien y, una
vez disuelta, se rehogue junto al arroz y a las verduras unos minutos porque la
tinta contiene elementos tóxicos que es bueno que se neutralicen por el efecto
prolongado del calor.
Todo bien mezclado y
oscurecido, sólo queda pendiente del caldo de pescado, que ha de estar
hirviendo. Puede que el arroz negro requiera un poco más de caldo del habitual,
dos tazas por cada una de arroz y al final una taza más de propina. Se ajusta
la sal, se sube el fuego para que rompa de nuevo a hervir y cuando lo haga se
vuelve a suavizar la llama para que todo se cocine durante un cuarto de hora.
En el tramo final, cuando ya
casi no quede líquido, se incorporan por sorpresa un cuarto de quilo de gambas
previamente peladas. Se aparta el arroz del fuego, se cubre con un paño y se le
deja reposar unos minutos.
Con el fin de clarear un poco
los nubarrones oscuros del arroz negro conviene preparar un alioli alegre de
ajo, el aceite terminará de engrasar los granos de arroz que brillarán en la
oscuridad de la tinta.
Cuando lo incluyeran en la
carta podría acompañarlo de una reproducción de una Naturaleza Muerta de
Soutine y tal vez unos versos de Kavafis.
Pocas horas después llegaba a
Barcelona, Carmen le aguardaba radiante en el aeropuerto, al final iba a ser
cierto que su felicidad fuera en proporción a la felicidad de su entorno.
Ni un solo reproche, ni una
mala palabra; fueron a cenar a la Barceloneta, mucho vino blanco, gambas,
almejas, calamares y buñuelos de bacalao.
- Si me aceptáis en vuestra troupe regreso contigo al California
el viernes por la mañana.
- Formas parte del grupo, nos vendrá bien tener una somelier
durante el fin de semana y podrías ayudar a Muriel como maitre… Ya sabes,
sueldo corto más propinas, además de tu participación en la sociedad.
- Por otro paseo, otro baño y otro revolcón en la playa estoy
dispuesta incluso a fregar platos… Este look a lo Newman desaliñado te pone muy
apetecible viejo Cándido.
Bebieron
y apuraron las copas de vino.
Entretenido capítulo y un arroz negro que tiene que estar de miedo. Jubi
ResponderEliminarMe da muchas ganas de volver a esa pequeña isla a la que hace mas de 20 ańos que no voy. Muy buena receta de arroz negro de alcachofa y tinta, sea de sepia o de calamar. El alioli es fundamental. Gracias por estos maravillosos relatos veraniegos. Un saludo. RM
ResponderEliminarMi madre! Buscando recetas de arroz, he dado con esto, y me ha encantado! haha
ResponderEliminarMaravilloso! Saludos!