Ayer
por la noche hice una entrada titulada “Yin y yang entorno a un plato de callos”,
la colgué en el blog a eso de las diez y esta mañana, cuando me disponía a
corregir unos gazapos, los duendes han hecho desaparecer la entrada.
El
destino, la fatalidad o la casualidad han hecho que la entrada también haya
quedado dañada en los archivos de mi ordenador, así que siete horas después me
veo en la circunstancia de tener que reconstruir el post de ayer sometido a la
pulsión de intentar hacer un ejercicio de memoria riguroso para reproducir con
la mayor fidelidad posible, o intentar hacer una reconstrucción matutina
teniendo en cuenta que son las seis de la mañana y que voy en un AVE semivacío
camino de Madrid, dispuesto a afrontar nuevas aventuras del Diletante en la
Capital del Imperio.
La
entrada de ayer empezaba con una cita de la Gran Enciclopedia Larousse:” El yin
y yang es un concepto fundamentado en la dualidad de todo lo existente en el
universo según el taoísmo, en el que surge. Describe las dos fuerzas
fundamentales opuestas y complementarias, que se encuentran en todas las cosas.
En todo se sigue este patrón: luz/oscuridad, sonido/silencio, calor/frío,
movimiento/quietud, vida/muerte, mente/cuerpo, masculino/femenino, etc. El yin
es el principio femenino, la tierra, la oscuridad, la pasividad y la absorción.
El yang es el principio masculino, el cielo, la luz, la actividad y la
penetración”.
Es
esta, por lo tanto, una entrada consagrada a la dualidad o, si se quiere, a la
bipolaridad. No pretende ser un compendio de filosofía oriental – ni barata, ni
cara -, ni un manual de autoayuda, ni la aplicación de las creencias orientales
a la gastronomía. Como siempre se trata de magnificar las insignificancias
entorno a una mesa.
De
momento, para alterar el orden preordenado de la entrada malograda, considero
más oportuno iniciar con las propuestas complementarios con los que cerré mi
entrada anterior, primero una referencia a un blog golosa, el de la Marquesa
Decadente, un blog bilingüe y sabroso desde su nombre que hará las delicias de
los amantes del dulce – http://blogspot.lamarquesadecadente.com
-. Y un cuadro de Hooper que reproduce un salón que muy bien podría servir como
marco para la comida que me generó la pulsión dual.
Arranco
con otra cita, esta vez no literaria, el lunes pasado uno de mis mejores amigos
me invitaba a comer en un restaurante de los de toda la vida que, sin embargo,
yo no conocía. Mi amigo, a quien podemos llamar Mister Pink, como uno de los
protagonistas de Reservoir Dog, me convocó a las 14’20 horas en una cafetería
del Ensanche derecho barcelonés.
Surge
aquí el primer foco de tensión ya que mi parte yin estaría encantada de
proclamar a los cuatro vientos la dirección y contacto con el restaurante, sin
embargo mi parte yang prefiere mantener el secreto para evitar que aquel viejo
local se masifique, suba precios o baje calidades. Por otra parte el diletante
no nació como guía gastronómica sino como una propuesta desordenada y subjetiva
alrededor de la comida y de lo que puede significar para la cultura y para el
deleite de los mortales.
Mi
amigo, un moderno esclavo, se demoró casi 40 minutos durante los que me mantuvo
en vilo acodado en una anodina cafetería de barrio en la que se servían menús
del día a base de filetes a la plancha con guarnición de pimientos, pinchos de
tortilla de calabacín y quintos de cerveza. Si la sorpresa era citarme en una
bar convencional lo había conseguido. Conociendo a mi amigo o bien yo había
tomado mal la referencia de la cita, o él estaba sumido en algún incidente de
última hora de los irresolubles, prefería no llamarle para no generarle más
tensión mientras alargaba una triste caña que no acompañaron ni tan siquiera
con un mal plato de cacahuetes. Hube de preguntar en varias ocasiones a la
camarera sobre si había una mesa a nombre de mi amigo y si no había posibilidad
de que hubiera entrado por otra puerta. Finalmente salió el encargado para
asegurarme que no cerrarían la cocina - ¿qué cocina? – hasta que no llegara
Mister Pink.
El
yin me animaba a pedir una copa de vino, el yang a mandarle un SMS a mi amigo
para cancelar la cita, pedirme un pincho de tortilla y marchar a recoger a los
niños después de haberme leído la prensa deportiva.
Al
filo de las tres llegó Mister Pink sudoroso y alterado, sometido al permanente
dingdoneo de su blackberry, se fundió en un largo abrazo con el encargado, que
pidió con sorna una ración de caviar de la casa mientras nos conducía,
atravesando una zona de penumbra, a un comedor luminoso y amplio que nada tenía
que ver con la neutra cafetería que servía como tapadera al restaurante, estaba
claro que solo los “conocedores” podrían acceder a los salones.
El
encargado era un tipo locuaz que preguntó a mi acompañante por su hermano, sus
sobrinos y los partidos de futbol de los
sábados; enseguida trabamos conversación ya que Mister Pink dejó en mis manos
la logística del almuerzo, no en vano era yo el Diletante. En la elección de
vinos medimos el encargado y yo nuestras fuerzas, no me trajo carta, sólo me preguntó
que qué me apetecía, le envidé pidiéndole un vino catalán de estructura
francesa, ligero y no muy caro; él contratacó ofreciéndome en primer lugar un
vino castellano sin la cobertura de una denominación de origen – supongo que
algún Abadía Retuerta -, aunque al final prefirió traerme un tempranillo
pinturero auspiciado por un par de actores con fama de gourmands, un vino
llamado Cinema, que tenía la particularidad de que tras una etiqueta adhesiva
escondía algunas citas de cine. Un vino sencillo y amable, no muy profundo ni
cargado de taninos, muy afrancesado.
La
segunda de las decisiones era la de comer a la carga o la de dejarnos llevar
por las propuestas de la cocinera, una señora entrada en años que salió a
saludar a Mister Pink. A la voz de “tú mismo”, nos sentamos en la mesa dispuestos
a tomar lo que pudiera ir saliendo del otro lado de la puerta.
El
caviar de la casa resultaron ser una lonchas ultrafinas de panceta, casi
translucidas, escurridas hasta eliminar cualquier vestigio de grasa, unas
láminas delicadas que se quebraban como el cristal al contactar con la lengua.
El
encargado, un romántico industrial de la gastronomía, nos acompañaba con alguna
anécdota o comentario cada uno de los patillos, así pudimos saber que Coronado
había ido a comer allí pocos días después de ganar el Goya, que le quería haber
servido el mismo vino que a nosotros pero que finalmente se lió a hablar y le dejó
sin probar el vino cinematográfico.
Aquel
hombre era el ejemplo vivo de que se puede ser un amante de la buena mesa sin
necesidad de ser un tontolaba relamido y que las modas pueden hacer mucho daño
a la verdadera gastronomía si se carga de imposturas y poses. Croquetas y
empanadillas con apariencia de cotidianas pueden convertirse en un espectáculo
para el paladar. Tampoco eran malos los pimientos rellenos de butifarra negra,
unos pimientos rojos pequeñitos y nada empachosos.
De
entre lo que comimos algunos platillos resultaron sorprendentes, primero unas vieiras
a la plancha presentadas con perejil y aceite de trufa del Piamonte, marcado yo
todavía por la impronta del carpaccio de dorada con laminas de trufa romanos,
me atreví a indagar sobre el posible origen químico del aceite y el encargado me
aseguró que ese aceite no tenían nada de artificial y que se había ocupado personalmente
de comprobar el proceso de elaboración.
Jugando
con el yin y el yang nos trajeron en el tramo final unos cangrejos reales
noruegos, los que sirven para hacer la chatka navideña, en dos presentaciones,
la primera fría, en un canelón hecho con un fino salpicón de cangrejo hecho a
base de cebolla, pimientos verdes y cebollino con las lascas de carne del
tamaño de la yema del dedo menique de un niño; la segunda a la plancha las patas
y las pinzas abiertas, dispuestas a ser comidas con los dedos.
Cuando
parecía que los postres eran inevitables el encargado me miró fijamente a los
ojos y me aseguró que era una pena que no probara sus callos, los mejores de
Barcelona – proclamaba -, así que nos animamos a un platillo de tripas que a mi
juicio le ha habían quedado un punto picantes, buenos pero picantes. No utilizó
el “desolé” francés pero poco le quedó, en confidencia me dijo que un madrileño
de pro le había pedido en una ocasión que le preparara varias raciones en un
tupper para llevaras a la capital del imperio. Me parece excesivo trasladar la
tensión Madrid/Barcelona del futbol a la mesa, aunque nada es descartable. Los
callos eran excelentes y, sin duda, merecen por sí solos una nueva visita al
restaurante semiclandestino que me descubrió Mister Pink y que yo, subyugado
por mi vertiente yang, he decidido mantener oculto.
Dear Mister Dil. He tenido que revisar las viejas notas de mis correrías por España para recordar lo que era la panceta; añoro mis tiempos de la chisorra, los huevos rotos y la morcilla de burgos. Por lo que he visto de su blog temo que su colesterol no mejore con comidas como la que cuenta. Como dicen ustedes "muy apetecible/poco saludable". EL cuadro de Hooper está en el Metropolitan de N.Y., un pintor poco hispánico.
ResponderEliminarCuide los lípidos y déjese de tantos adjetivos.
Dexter Gordon.
Tu comida con Mister Pink muy entretenida de principio a fin, la espera, el misterio de los diferentes platos que os iban sirviendo, la agradable sorpresa de un sitio interesante, los vinos que os ofrecían, en fín una sorpresa todo ello que mereció la pena la larga espera. El cuadro de Hooper no lo conocía, aunque sí alguno de él si había visto en páginas de internet ya que en mis largos ratos de ocio me dedico a ir viendo la obra de muy diferentes pintores, es una de mis diversiones en esta etapa de mi vida de la que estoy encantada y en la que cada día descubro cosas nuevas. Jubi
ResponderEliminarEse lugar me recuerda a donde va Enric González, supongo que sabes quién es, cada vez que está en BCN.
ResponderEliminarMe gusta mucho el cuadro
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