Al
empezar a diseñar esta entrada pensé en llamarla: “Lugares que no quiero
compartir con nadie”. El título – que nada tiene que ver con lo que quiero
contar hoy – era el título de un dietario que acaba de publicar Elvira Lindo.
Es el libro que llevo ahora en la mochila cuando viajo.
Los
libros que leo durante los viajes han de cumplir unos requisitos mínimos: (1) No
deben ser muy voluminosos para que quepan en cualquier hueco del equipaje de
mano; (2) La letra debe ver grande, es importante poder avanzar rápido - sube
la moral del lector – y han de poder leerse en las incómodas posturas a las que
obligan los estrechos asientos de los vuelos low cost; (3) El libro ha de ser
preferiblemente amable, en los viajes relámpago de un solo día durante los
tiempos muertos suelo tener accesos de melancolía a verme solo y trajeado en
mitad de ninguna parte; todavía me acuerdo de una ocasión en la que viajé con
el libro “la muerte de un apicultor” de un escritor nórdico en el que se
describía la rutinaria agonía de un criador de abejas y los lagrimones se me
escapaban como si regresara de un funeral; (4) El libro ha de ser ligero no
sólo en su pesaje sino también en su trama, mi peculiar relación con el sueño
se compensa con algunas cabezadas durante esos tiempos muertos, por lo tanto
los libros han de ser de los de trama fácil, incluso agradezco los libros sin
trama y de capítulo corto – cualidad de la lectura que también reclamo para los
libros de cuarto de baño.
El
libro de Elvira Lindo reúne esas cualidades y alguna otra más que lo hacen
sumamente agradable, es de los libros que “pone contento”. No había leído nada
de la Lindo, aunque por casa andan sus novelas de Manolito Gafotas, las compré
hace años para mi hija mayor; había leído algunos artículos en prensa y la
había escuchado por la radio.
Como
comentaba el libro – no creo que pueda considerarse una novela – lo conforman
una serie de notas que configuran un dietario de su vida en Nueva York, Elvira
Lindo ha pasado largas temporadas en esa ciudad que le han servido, entre otras
cosas, para escribir un relato sobre su experiencia Newyorkina a través de sus
visitas a bares, restaurantes, cafeterías, tiendas, parques y museos, así que
su dietario literario es además un dietario alimenticio sobre sus hábitos de
comida en la ciudad.
Hay
una cita de la Lindo que sirve como excusa perfecta para esta entrada: “Alguna vez hemos pensado en hacer una guía
para gordos. Para gordos que lo son en el presente y para los que tienen el
corazón de un niño gordo latiendo dentro y quieren dejarle hablar durante unos
días” . Yo no fui un niño gordo, sin embargo conozco y comprendo el síndrome
de muchas personas que fueron gordas de pequeñas y que mantienen una compleja
dialéctica con la alimentación, una dialéctica que les mueve a un extremo
control de lo que comen y cuando lo comen, compaginada con momentos en los que
se dejan llevar y abandonan la disciplina; suelen ser personas que disfrutan de
verdad con la comida en la medida en la que ven en ella parte de “pecado” y
pecar, en principio, emociona.
El
viernes pasé el día en Madrid, por lo tanto pude leer a saltos una parte
importante del libro, me queda más de la mitad para otra ocasión. Llegué a casa
de madrugada gracias a los retrasos e incidencias de los aviones. El sábado a
la mañana bajamos con los niños a comprar al mercado, era la fiesta de Sant
Medir (San Emeterio en castellano); la fiesta de Sant Medir es en algunos
barrios de Barcelona la excusa para una batalla de caramelos que dura todo el
día. Viendo a los niños y a los mayores peleándose a brazo partido por un
puñado de caramelos me acordaba de los niños gordos latiendo en los corazones
de la gente que se agolpaba en la calle Gran de Gracia ayer por la mañana.
Como
decía el día de sant Medir, el 3 de marzo, es el día de la batalla de
caramelos, unos caramelos por los que se pelea gente de todas las edades, unos
caramelos que terminan luego olvidados en grandes bolsas de plástico en los
armarios de las casas porque los caramelos que reparten no suelen gustar mucho a
los niños. Los míos volvieron a casa con un saco con más de dos kilos de
caramelos, abrieron siete u ocho de ellos, les dieron un lametón y, poniendo
cara de asco, los tiraron a la basura; sin embargo hubiera sido una afrenta
haber tirado todos ellos a la papelera esa misma mañana, de manera que no ha
empezado el año y ya atesoramos en una gran cubitera de hielo los caramelos
lanzados por los reyes en la cabalgata, por los caballeros el día de san Antón
(el día de los tres tombs catalanes) y los de sant Medir.
Mientras
los niños desayunaban esta mañana, ajenos ya a la batalla de los caramelos y
más pendientes de sus coches de la película Cars, he intentado documentarme
sobre el origen de la tradición de tirar caramelos desde las carrozas (aquí
furgonetas y camiones adornados con guirnarlas). Los libros de santos cuentan
poco sobre sant Medir, incluso alguno advierte que puede que el santo no
existiera como tal y que no fuera sino una excusa para intensificar los méritos
píos de San Severo, obispo de Barcelona durante el reinado del emperador
Diocleciano. San Emeterio (Medir) era un agricultor de la zona de Sant Cugat
del Vallés, que fue martirizado y que antes de morir lanzó unas semillas de
haba que germinaron rápida y milagrosamente a las puertas de una ermita en la
sierra de Collserola.
Poco
o nada tenía que ver ese Medir con los caramelos, hay que llegar al siglo XIX
para constatar la historia de un pastelero del barrio de Gracia que cayó
gravemente enfermo y que prometió que si curaba peregrinaría a la ermita de
Sant Medir, al poco de hacer la promesa sanó y atribuyó su sanamiento al santo
invocado por lo que al año siguiente decidió organizar una romería para
celebrar el milagro. Ante el poco éxito de su empeño, apenas consiguió que le
acompañaran unos cuantos familiares, se le ocurrió que en otras convocatorias
saldría de su pastelería de Barcelona en una carreta, cargado con caramelos que
iría repartiendo a lo largo del camino, de modo que sus vecinos – sobre todo
los niños – le seguirían en su ruta y, con el reclamo, le acompañarían a la
ermita. Así las cosas la batalla de los caramelos de la fiesta de Sant Medir no
es sino el remedo de la leyenda del flautista de Hamelin.
Ayer
dándome codazos con cientos de parroquianos para intentar conseguir la posición
más cercana a las carrozas recordé el corazón de niño gordo de Elvira Lindo,
subí a mi hijo a hombros y le dije que abriera una bolsa de plástico para que
la lluvia de caramelos nos cargara de unas golosinas que nunca comeríamos
En
el capítulo final del libro de Elvira Lindo hay una referencia detallada de
todos los locales que frecuentaba en Nueva York, la mayoría de ellos cafeterías,
pastelerías y pequeños restaurantes; falta la referencia a la Brasserie Les
Halles, el local que regenta Anthony Bourdain, no sé si Elvira Lindo conoce
este destartalado restaurante cercano a la Estación Central, allí he probado yo
una sopa de cebolla y unas rillettes de oca dignas del más glotón de los
gorditos latentes. En la carta de postres de Les Halles además de una mousse de
chocolate contundente hay una tarta alsaciana que haría las delicias de la
Lindo.
Para
la tarta alsaciana de Bourdain hay que calentar el horno a 150º, engrasar una
fuente con mantequilla, espolvorear sobre la mantequilla una cucharada sopera
de azúcar – puede ser moreno - y colocar 4 manzanas Golden peladas, sin corazón
y cortadas en rodajas de un centímetro; los trozos de manzana no han de quedar
superpuestos. Por encima de las manzanas hay que añadir unas nueces pequeñitas
de mantequilla y dejar la bandeja en el horno durante unos 40 minutos – en la
receta se indica que las manzanas han de quedar blandas pero conservando su
forma.
Se
saca la bandeja del horno y se deja enfriar. Mientras enfrían las manzanas en
una cacerola se calientan 110 mililitros de leche e idéntica cantidad de nata
para cocinar, se pone a hervir con una vaina de vainilla, hay que remover con
unas varillas de cocina; cuando rompa a hervir se apaga el fuego sin dejar de
batir se va incorporando el líquido a un bol en el que hay mezclados 4 huevos y
50 gramos de azúcar. Los huevos batidos y la nata templada permiten ir montando
una crema espesa.
En
un molde para tartas que tenga cierta profundidad se extiende una placa de
pasta brisa, se colocan los trozos de manzana (habrán de cubrir la altura de la
mitad del molde), se cubren las manzanas con la crema espesada, que el líquido
llegue gasta el borde de la masa – con el calor del horno el relleno de la
tarta menguará unos milímetros.
La
tarta se hornea durante 25 minutos con la temperatura a 150º, la parte superior
de la tarta quedará ligeramente tostada. Una tarta excelente para tomarse
templada acompañada con una bola de helado de vainilla o de canela, o con un
poco de nata montada.
Muy entretenido blog y sobre todo esa lluvia de absurdos caramelos que al cabo de los días todos hemos terminado tirando. Aunque no soy golosa esa tarta alsaciana tiene que estar apetecible ya que las manzanas asadas me chiflan y siempre estoy dispuesta a comerlas. El bodegón con que ilustras tu blog, precioso. Jubi
ResponderEliminarQue buena la tarta, yo la hago directamente, es decir, pongo las manzanas crudas cortadas muy finitas sobre el hojaldre y al horno
ResponderEliminarYo corto las manzanas en tacos (ocho o diez) y las coloco sobre la pasta brie. Al horno. Se hacen más o menos a la vez y luego añado la crema que se cuaja como un flan y rellena todos los huecos. Es la tarta con la que dejo a los Alemanes un poco moscas, porque les cuesta admitir que, no siendo francesa, pueda hacer una tarta de manzana mejor que las suyas. Pequeños placeres ahora que no es plan salir con la bayoneta...
ResponderEliminarhydcumWfana_2002 Mike Allen https://wakelet.com/wake/NBqwCNBBwbStyPNtF3z9M
ResponderEliminartsonjalassco