sábado, 4 de agosto de 2012

CAP.- CLXIX.- Melanie Griffith.


Ayer compré en el mercado unas peras estupendas, de las conocidas como de Puigcerdá; los niños, como suele ser habitual en estas ocasiones, no le hicieron a la fruta ni puñetero caso, andan engatusados en el melón y en la sandía muy fría, que su madre y su abuela les llevan a la playa. Las peras terminarán pochándose en la nevera, han perdido ya su lustre y solo pueden aspirar a formar parte de alguna macedonia.

Buscando por internet he encontrado un cuadro de Durero – Madonna con niño y pera – que puede ser una excusa útil para afrontar esta entrada dedicada a las peras, una fruta que, por lo menos en mi caso, tiene un indudable significado erótico, un erotismo cándido, del inicio de la adolescencia, cuando recorríamos la playa en bandada los hermanos fisgoneando a las alemanas que tomaban el sol en top less al abrigo de los pinos, mi padre y sus amigos no sé si en broma nos prometieron un duro – tres céntimos de euro al cambio actual – por cada sujetador que les trajéramos, supongo que pensaban que no nos atreveríamos a coger ninguno y su sorpresa fue que yendo en formación de ataque a los cuatro no nos cabían en las manos los sujetadores arracimados que hurtamos pocos minutos. Los mayores pagaron su deuda y nos pidieron que dejáramos discretamente depositados en un murillo al inicio de la playa el fruto de nuestra razzia para que las dueñas de los sujetadores no nos apalearan. Nosotros una vez cobrada la recompensa nos fuimos a bañar como si nada.

Eran aquellos tiempos de incorrección política y lingüística, entonces no pensábamos que éramos felices, la felicidad se disfrutaba sin más, sin hablar de ella. Entonces en la calificación de los pechos de las chicas de la playa – entonces nadie llamaba pechos a los pechos -, las peras eran la calificación más sublime en tamaño y tersura. Desde entonces arrastro una devoción casi reverencial por las “peras”, asumiendo el riesgo de que me llamen sexista o, simplemente, viejo verde.

Poco más o menos por aquel entonces una adolescente Melanie Griffith - hija de la frita Tippy Hedren - jugaba a seducir a Gene Hackman en La Noche Se Mueve, de Arthur Penn; la Griffith con unos minúsculos shorts jugaba a descolocar a un viejo detective privado más preocupado por poner en orden su caótica vida sentimental que por desvelar cualquier asesinato. Melanie Griffith escandalizaba entonces a quien se quisiera escandalizar – siempre hay personas propensas a escandalizarse – tatuándose una pera en la nalga. Ese mismo año 1975, también asomó sus nalgas en Con el Agua al Cuello, esta vez poniendo en aprietos a un atribulado Paul Newman en la piel de Lew Archer, Harper en el cine. Entonces pensábamos que Ross MacDonald y su interminable serie de Archer, serían un referente eterno  de la literatura; ahora es imposible encontrar reediciones de aquellas novelas y en el olimpo del género negro – colonizado por escandinavos – no aparece ninguna referencia al enigmático MacDonald.

Recuerdo que la primera vez que viajé a Nueva York compré en una librería de viejo unos cuentos de MacDonald en los que se dibujaban los primeros perfiles de Archer; de regreso a casa me puse a traducirlos – no era complicado ya que el estilo de MacDonald era seco y conciso, sin muchos adornos -, incluso le comenté a un conocido editor de las posibilidades de publicar la traducción al castellano. Por aquel entonces pensaba que a lo más a lo que podía aspirar una persona era a ser un sesudo traductor que fumara en pipa. Nunca fumé en pipa, pero la traducción, como las peras, se han convertido en uno de los anclajes del pasado.

Embebido en evocaciones algo roñosas casi se me olvidaba la razón principal de la entrada, que no es otra que la de dar una salida digna a las hermosas peras que conservo en la nevera.

En uno de los tránsitos de estas vacaciones cenamos con unos amigos en el Roig Robí de Barcelona, de aperitivo de la casa nos pusieron una vichyssoise de pera; la receta original – la de la Vichyssoise – puede que tenga su origen en la obsesión de un viejo embajador franquista empeñado en deslumbrar al gobierno colaboracionista de Francia en Vichy, se llevó a la embajada a un cocinero  de San Sebastián que preparó una crema a partir de la purrusalda.

Para una vichyssoise de peras se necesitan cuatro puerros y un par de patatas cocidas, además de dos manzanas de agua hermosas, como las que tengo en la nevera.

Se preparan los puerros eliminando la tierra y las partes verdes, se cortan en rodajas y se rehogan en 75 gramos de mantequilla y un chorrito de sal. El fuego ha de ser suave para que no se tueste el puerro – una parte del magnetismo de la receta es su inmaculado color blanco -. Cuando estén bien atontados y transparentes los puerros se le añaden las dos peras peladas y descorazonadas. Se mezcla con un cucharón de madera, se añaden dos patatas hervidas y peladas, cortadas en taquitos y 700 ml de caldo de pollo. Hay que removerlo con cuidado y llevarlo a ebullición, se irá formando un puré blanquecino al que hay que añadir crema de leche (200 ml) bajando el fuego al mínimo, rectifica de sal y se le pone un poco de pimienta blanca molina, sin pasarse.

Para terminar de hacer la vichyssoise solo queda darle un golpe de batidora para que la crema quede lo más fina posible. Se puede presentar a la mesa con unas lascas de queso parmesano – recuerdo que hace unos meses en el blog del Comidista presentaban esta crema con queso gorgonzola, yo no me atrevo, creo que mataría el contraste de sabores de la pera y la manzana -. Se adorna con un poco de perejil picado o, si se quiere ser muy fino, de cebollino. Todas las peras de mi adolescencia condensadas en una crema que podría servirse fría en una tormentosa noche a las puertas de agosto.

1 comentario:

  1. Divertidas evocaciones y muy refrescante vichyssoise. Jubi

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