Ayer compré en el mercado unas peras
estupendas, de las conocidas como de Puigcerdá; los niños, como suele ser
habitual en estas ocasiones, no le hicieron a la fruta ni puñetero caso, andan
engatusados en el melón y en la sandía muy fría, que su madre y su abuela les
llevan a la playa. Las peras terminarán pochándose en la nevera, han perdido ya
su lustre y solo pueden aspirar a formar parte de alguna macedonia.
Buscando por internet he encontrado un
cuadro de Durero – Madonna con niño y pera – que puede ser una excusa útil para
afrontar esta entrada dedicada a las peras, una fruta que, por lo menos en mi
caso, tiene un indudable significado erótico, un erotismo cándido, del inicio
de la adolescencia, cuando recorríamos la playa en bandada los hermanos fisgoneando
a las alemanas que tomaban el sol en top less al abrigo de los pinos, mi padre
y sus amigos no sé si en broma nos prometieron un duro – tres céntimos de euro
al cambio actual – por cada sujetador que les trajéramos, supongo que pensaban
que no nos atreveríamos a coger ninguno y su sorpresa fue que yendo en
formación de ataque a los cuatro no nos cabían en las manos los sujetadores
arracimados que hurtamos pocos minutos. Los mayores pagaron su deuda y nos
pidieron que dejáramos discretamente depositados en un murillo al inicio de la
playa el fruto de nuestra razzia para que las dueñas de los sujetadores no nos
apalearan. Nosotros una vez cobrada la recompensa nos fuimos a bañar como si
nada.
Eran aquellos tiempos de incorrección
política y lingüística, entonces no pensábamos que éramos felices, la felicidad
se disfrutaba sin más, sin hablar de ella. Entonces en la calificación de los
pechos de las chicas de la playa – entonces nadie llamaba pechos a los pechos
-, las peras eran la calificación más sublime en tamaño y tersura. Desde
entonces arrastro una devoción casi reverencial por las “peras”, asumiendo el
riesgo de que me llamen sexista o, simplemente, viejo verde.
Poco más o menos por aquel entonces una
adolescente Melanie Griffith - hija de la frita Tippy Hedren - jugaba a seducir a Gene Hackman en La Noche Se
Mueve, de Arthur Penn; la Griffith con unos minúsculos shorts jugaba a
descolocar a un viejo detective privado más preocupado por poner en orden su
caótica vida sentimental que por desvelar cualquier asesinato. Melanie Griffith
escandalizaba entonces a quien se quisiera escandalizar – siempre hay personas
propensas a escandalizarse – tatuándose una pera en la nalga. Ese mismo año
1975, también asomó sus nalgas en Con el Agua al Cuello, esta vez poniendo en aprietos
a un atribulado Paul Newman en la piel de Lew Archer, Harper en el cine.
Entonces pensábamos que Ross MacDonald y su interminable serie de Archer,
serían un referente eterno de la
literatura; ahora es imposible encontrar reediciones de aquellas novelas y en
el olimpo del género negro – colonizado por escandinavos – no aparece ninguna
referencia al enigmático MacDonald.
Recuerdo que la primera vez que viajé a
Nueva York compré en una librería de viejo unos cuentos de MacDonald en los que
se dibujaban los primeros perfiles de Archer; de regreso a casa me puse a
traducirlos – no era complicado ya que el estilo de MacDonald era seco y
conciso, sin muchos adornos -, incluso le comenté a un conocido editor de las
posibilidades de publicar la traducción al castellano. Por aquel entonces
pensaba que a lo más a lo que podía aspirar una persona era a ser un sesudo
traductor que fumara en pipa. Nunca fumé en pipa, pero la traducción, como las
peras, se han convertido en uno de los anclajes del pasado.
Embebido en evocaciones algo roñosas casi
se me olvidaba la razón principal de la entrada, que no es otra que la de dar
una salida digna a las hermosas peras que conservo en la nevera.
En uno de los tránsitos de estas vacaciones
cenamos con unos amigos en el Roig Robí de Barcelona, de aperitivo de la casa
nos pusieron una vichyssoise de pera; la receta original – la de la Vichyssoise
– puede que tenga su origen en la obsesión de un viejo embajador franquista
empeñado en deslumbrar al gobierno colaboracionista de Francia en Vichy, se
llevó a la embajada a un cocinero de San
Sebastián que preparó una crema a partir de la purrusalda.
Para una vichyssoise de peras se necesitan
cuatro puerros y un par de patatas cocidas, además de dos manzanas de agua
hermosas, como las que tengo en la nevera.
Se preparan los puerros eliminando la
tierra y las partes verdes, se cortan en rodajas y se rehogan en 75 gramos de
mantequilla y un chorrito de sal. El fuego ha de ser suave para que no se
tueste el puerro – una parte del magnetismo de la receta es su inmaculado color
blanco -. Cuando estén bien atontados y transparentes los puerros se le añaden
las dos peras peladas y descorazonadas. Se mezcla con un cucharón de madera, se
añaden dos patatas hervidas y peladas, cortadas en taquitos y 700 ml de caldo
de pollo. Hay que removerlo con cuidado y llevarlo a ebullición, se irá
formando un puré blanquecino al que hay que añadir crema de leche (200 ml)
bajando el fuego al mínimo, rectifica de sal y se le pone un poco de pimienta
blanca molina, sin pasarse.
Para terminar de hacer la vichyssoise solo
queda darle un golpe de batidora para que la crema quede lo más fina posible.
Se puede presentar a la mesa con unas lascas de queso parmesano – recuerdo que
hace unos meses en el blog del Comidista presentaban esta crema con queso
gorgonzola, yo no me atrevo, creo que mataría el contraste de sabores de la
pera y la manzana -. Se adorna con un poco de perejil picado o, si se quiere
ser muy fino, de cebollino. Todas las peras de mi adolescencia condensadas en
una crema que podría servirse fría en una tormentosa noche a las puertas de
agosto.
Divertidas evocaciones y muy refrescante vichyssoise. Jubi
ResponderEliminar