Sensaciones encontradas. Hace tres días que
me incorporé al trabajo y la sensación sigue siendo extraña, por una parte la
oficina vacía y los pasillos desiertos, no suena el teléfono y ninguna excusa
que interrumpa la concentración; los modernos edificios herméticamente cerrados
ni tan siquiera deparan el entretenimiento del vuelo de una mosca. En mi caso
para poder abrir una ventana es necesario tramitar una serie de permisos casi
tan intrincados que cuando los consigues te has olvidado de las razones que te
llevaron a solicitarlo; sorprende sin embargo que el cristalero que viene a
limpiar una vez cada quince días con una simple llave allen consiga abrir sin
obstáculos las ventanas de todo el edificio – misterios de la burocracia.
Lo malo de escaparse a finales de julio es
que el trabajo se fue acumulando y pese a las vacaciones nadie se ocupa de hacerlo,
salvo cuestiones de catástrofe nacional, por lo que el papel acumulado aguarda
cariñoso a que llegue a finales de agosto.
Las mañanas de agosto en la oficina son muy
productivas, descomprimidas y en ocasiones ingrávidas ya que la ausencia casi
absoluta de funcionarios y de visitas lleva a pensar si no estaré trabajando en
una estación espacial, suspendido en el aire, ajeno a una realidad que debe
moverse entre playas y piscinas apurando los últimos coletazos de agosto.
Me gustaría haberme sacudido las últimas
briznas de las vacaciones, más que nada para perder este tono melancólico y
añoroso que hasta a mi me cansa, lo intento pero el insoportable calor – parece
que los hados se hubieran conjurado para que los días de verdadero calor de
este verano me pillaran en el despacho -, la ausencia/presencia de los niños
sin escuela y los primeros contactos con amigos y conocidos me llevan
inevitablemente a recordar los días en la playa, las cervezas y la felicidad de
no mirar el reloj, de guiarse por el sol.
En lo que afecta a la vertiente
gastronómica de las vacaciones me vendría muy bien extraditar el verano para
poderme quitar los tres o cuatro kilillos que se me han adherido a mi ya
rotundo físico gracias al alcohol, a las frituras y embutidos. Cuatro días sin
probar la cerveza me han permitido recuperar la muesca superada de la hebilla
del cinturón, todo un logro.
Como tengo amigos todavía de vacaciones,
empeñados en recordármelo e invitarme a que les vea como disfrutan de las
últimas bocanadas, algunas tardes e incluso el fin de semana volveremos a la
playa y con ella a los hábitos playeros.
En definitiva creo que hasta que no nos
adentremos en septiembre no va a haber manera de desvacacionarme ni física ni
emocionalmente.
Pensé que por medio del diletante podría ir
explorando un otoño salubre a base de judías verdes y brócoli en ajada, prometo
que lo estoy intentando pero las provocaciones que recibo lo complican; sin ir
más lejos como respuesta a una de mis entrada me han pedido la receta del
adobo, una petición que me teletransporta de nuevo a Cádiz, al bienmesabe. La
ventaja de estar en casa es la de volver a disponer de mis libros y referencias
cotidianas lo que facilita mucho el trabajo de documentación, que no sólo ha de
fiarse de internet.
La diferencia entre el adobo y el escabeche
es que el adobo se realiza con el producto en crudo, se marina en un combinado
de especias y vinagre durante unas horas antes de escurrirse y cocinarse –
normalmente rebozado y frito -; mientras que en el escabeche el producto se
cocina con el vinagre. Hablo de “producto” porque adobos y escabeches pueden
hacerse de carnes, de pescados, incluso de verduras y vegetales – los olvidados
encurtidos.
El adobo por antonomasia del verano, por lo
menos en el sur, es el adobo de cazón; el cazón es un bicho muy feo, de la
familia de los escualos – tiburones – que no siempre es fácil de encontrar
fuera del sur (en Barcelona me las desearía para encontrarlo salvo que escapara
a la Boquería). El cazón es, por lo tanto, un bicho grandote que da cierto
miedo; en los mercados andaluces que he visitado este verano tenían expuestas
las cabezas con las fauces abiertas para asustar a los niños. Se vende al
corte, cortado de modo tradicional suele hacerse en rodajas con la espina
rotunda en medio – dicen que la espina permite coger el bocado de pescado con
los dedos sin quemarse -; en los bares prefieren los cortes en lomos, desechando
las espinas para que el bocado sea limpio, sin molestias, se sirve en pequeños
taquitos del tamaño de las viejas cajas de cerillas.
La receta es muy sencilla ya que basta con
comprar un kilo de cazón – digo un kilo como podría decir una tonelada ya que
la cantidad habrá de adaptarse al número de previsibles comensales -, se le
pide al pescadero que le quite la piel y lo corte en trozos de 4/5 centímetros.
El pescado ha de ser muy fresco y conviene secarlo bien antes de someterlo a
los rigores del adobo – dicen los cocineros japonés que lo que daña al pescado
y acelera su descomposición es la excesiva humedad en la que suele conservarse,
por eso en los buenos restaurantes japoneses las piezas de pescado que se
sirven cruzas suelen estar guardadas en recipientes de cierre hermético y
envueltas en un paño que absorbe la humedad -.
Se busca un tupper de cierto tamaño, o una
fuente alta, y se colocan los trozos de pescado. En un mortero se ponen tres o
cuatro dientes de ajo pelados, una cucharadita de pimentón dulce, una
cucharadita de orégano, una hoja de laurel, una cucharadita de comino y un poco
de sal; se maja bien la mezcla hasta que quede casi como una pasta. Cuando esté
bien majado se le añade poco a poco un vaso de vinagre – a poder ser de jerez.
Este es el adobo.
Se unta el pescado bien con el adobo, que
cubra por entero cada uno de los trozos de pescado, terminada esa operación se
añade agua fría hasta cubrir las piezas, se cierra o tapa el recipiente y se
deja en la nevera 8 horas para que la mezcla impregne bien todo. En función del
gusto o afición al vinagre se puede jugar con el tipo de vinagre – por ejemplo
a mi me ronda la idea de poderlo preparar con vinagre de arroz, reducir el número
de dientes de ajo y variar algunas de las especias -, también se pueden ajustar
los tiempos de maceración para que la invasión ácida sea un poco más suave.
Todos los recetarios coinciden en afirmar que lo ortodoxo son las 8 horas y el
vinagre de jerez.
Cumplidas las horas de reposo del pescado
se saca de la nevera, se seca bien, se reboza y fríe de inmediato; para la
fritura en el sur sería un pecado otro aceite que no fuera el de oliva, aunque
creo que otros aceites menos contundentes, más ligeros, podrían ser prácticos
siempre y cuando fueran limpios y de calidad.
En cuanto al rebozado lo del sur es un arte
en si mismo, imposible de imitar. Se venden por ahí harinas especiales para
rebozados. Mi rebozado preferido para el bienmesabe es el que se consigue con
una técnica similar a la del tempura japonés, una técnica que hace que el
rebozo quede más ligero, como si fueran escamas.
Un tempura de cazón en adobo sería un
ejemplo claro de “cocina-fusión”; también venden harinas preparadas de tempura
pero como todavía no estamos con los agobios del día a día merece la pena
preparar las bases del rebozo en casa, sin fiarnos de los compuestos
preparados. Para el tempura casero se necesita harina de trigo, pongamos 200
gramos, se pasa por un tamiz y se le añaden 75 gramos de harina de maíz (la
maicena de toda la vida) y una yema de huevo. Se remueve bien la mezcla hasta
que quede homogénea. Se abre una botellita de agua de vichy, agua con gas de la
de toda la vida, muy fría y se incorpora a la mezcla poco a poco hasta que gane
la consistencia necesaria para el rebozo – yo suelo cocinar a ojo pero creo que
con las cantidades que hemos puesto de una botella de cuarto de litro de agua
con gas bastará poco menos de la mitad del líquido.
Se remueve bien y sin dejarlo reposar – el truco
está en que el mejunje ha de estar muy frio, de ahí que algunos cocineros
preparen el tempura con la masa metida en un bol pequeño que, a su vez está
mediosumergido en un recipiente más grande con hielos – se pasa el pescado para
que se cubra por completo, es fundamental que la textura de la masa sea
compacta para que no chorree y se pierda, la gracia está en que el rebozo cubra
y proteja por completo cada pieza. A la hora de rebozar sobre todo trozos
pequeños cada vez soy más partidario de utilizar unos palillos chinos largos en
vez de las pinzas o los tenedores.
El aceite de la fritura ha de estar muy limpio
y caliente, ha de ponerse en abundancia puesto que cada pedazo ha de quedar
suspendido en el aceite hirviendo unos instantes, lo justo para que la masa se
escame y dore. Como no dispongo de las habilidades de las freidurías andaluzas
he de freír pieza a pieza, dejarla escurrir unos instantes en una rejilla –
mejor que el papel absorbente de cocina que deja blanducho el rebozo – y llevarlo
rápido a la mesa.
El pescado en adobo antes de freírse puede
conservarse unos días, no muchos, siempre que se asuma que cada hora de más que
pase en el adobo el vinagre será más invasivo, por eso merece la pena comprar,
preparar y consumir cantidades no muy grandes.
Cierro la receta con un cuadro de los que
asuntan, Watson y el Tiburón, la pintura está en la National Gallery de
Washintong y es obra de un artista norteamericano del siglo XVIII, John
Singelton Copley, un pintor muy influido por los neoclásicos y los
postromáticos europeos. El cuadro describe una historia real, la de Brook
Watson, un militar inglés que cuando tenía 14 años, nadando en el puerto de la
Habana, fue sorprendido y atacado por un tiburón que en dos lances le arrancó
una pierna a la altura de la rodilla. El cazón preferiblemente en la cazuela.
El adobo de pescado muy bueno para este tiempo. Cala Ratjada precioso, mi mesa en el chiringuito me estaba esperando y el gin-tonic bajo el tamarindo delicioso ¿se puede pedir algo más? Jubi
ResponderEliminar