Cuando en el año 1982 le dieron el premio
novel a Gabriel García Márquez comentó en una entrevista, para justificar las
razones por las que se había dedicado a la literatura, que escribía para que le
quisieran; supongo que esta misma frase puede trasladarse a la cocina y asegurar
que muchos utilizamos la cocina como instrumento de seducción, baste como
referencia una imagen, la de los niños gritando contentos cuando descubren que
a la hora de cenar la hamburguesa lleva patatas fritas de verdad.
La posición del seductor no es muy lejana a
la del cocinero que revela sus secretos, o de quien presenta en la mesa un
plato y vigila con el rabillo del ojo la reacción de los comensales; no en vano
Brillant Savarin aseguraba que invitar a comer es asumir la responsabilidad de
la felicidad del convidado durante el tiempo que esté bajo nuestro techo – creo
que esta cita ya la he repetido.
La posición del seducido parece, en
principio, más cómoda pero sin embargo si se analiza con cierta profundidad
puede terminar siendo compleja, no se trata solo de ir poniendo buena cara a
los platos que van llegando a la mesa sino de tener la capacidad de enamorarse,
de quedarse encantado, con cada bocado. La perspectiva del seducido permite
otro tipo de juegos. El seductor normalmente sabe qué quiere conseguir y
utiliza todos los medios a su alcance para conseguirlo, para el seducido se
abren y cierran una serie de expectativas, no siempre reales, en la indagación
de las razones por las que se le pretende seducir.
Para empezar a indagar sobre la perspectiva
del seducido me he enredado en un pequeño relato que todavía no sé bien/bien
como voy a terminar.
INTRODUCCIÓN A LA COCINA.
Primera semana de octubre,
instalados ya en el otoño aunque haya algún coletazo de calor. German
identifica el otoño con la vuelta a las rutinas por lo que su otoño comenzó
casi a mediados de agosto.
Germán acude por primera vez
a una clase de cocina; desde que se separó, hace un par de años, ha probado sin
éxito distintas alternativas de ocio: el gimnasio le fatigaba mucho y los
horarios más económicos no encajaban en su jornada laboral; tanto las sesiones
de salsa como los bailes de salón encajaban poco con su cuerpo agarrotado y el
contacto físico, por leve que fuera, con desconocidas le producía una compleja
e inconsciente turbación que le producía mayor rigidez que la suya habitual, no
aguantó ni siquiera tres clases antes de desaparecer.
Los amigos le recomendaban
que buscara otras alternativas, que no quedara encerrado en casa pendiente de que
sonara el teléfono, saltando de una cadena de televisión a otra sin fijar del
todo la atención. La junta municipal de su barrio anunciaba para aquel curso
clases de taichí, de flamenco, de moldeado en barro y de introducción a la cocina;
los horarios cómodos – todas las clases empezaban después de las siete de la
tarde -, el precio muy ajustado y la comodidad de tener las aulas a cinco
minutos de su casa.
Germán nunca se había parado
a pensar en la cocina, pensaba que cocinar era una simple actividad mecánica
que se reducía a pasar por la plancha un filete o una pieza de pescado, hervir
unas verduras o aderezar la ensalada; cualquier plato un poco más elaborado se
colocaba ya en el mundo de lo industrial ya que las croquetas, la ensaladilla,
las lasañas que entraban en su casa eran congeladas o, en el mejor de los
casos, compradas en la tienda de comida preparada que había junto al metro.
Cuando se apuntó al curso de introducción a la cocina consideró que, en el
fondo, se había apuntado a unas clases de mecánica en las que a lo sumo se
tendría que manchar un poco las manos. Si el aprendizaje iba bien en unos meses
podría sorprender a los chicos preparando una buena cena de cumpleaños en vez
de la socorrida pizza al horno.
El primer jueves de octubre
se encaminó, libreta en mano, hacia el centro de actividades del barrio enclavado
en un pequeño palacete dentro de un jardín, una manzana expropiada a una
familia bien, mal avenida, que había dejado de pagar impuestos. Llegaba
puntual, de hecho entró el primero en una sala bastante amplia organizada como
un aula de escuela en la que el sitio del profesor junto con una pizarra disponía
de un horno encajado en la pared, de cuatro fogones y un largo tablero cubierto
con una losa de mármol; entre la pizarra y el horno, colados en ganchos, un
sinfín de instrumentos de cocina que a Germán le parecieron exóticos, más
propios del ajuar de un médico que de un cocinero.
Buscó acomodo en un pupitre
de la última fila, cercano a la puerta de salida, en eso, como en otras
decisiones, no había abandonado los hábitos escolares. Fueron pasando los
minutos y el aula se fue llenando de mujeres, detalle en el que no había
pensado Germán, por lo que enseguida le entraron los sudores mientras saludaba
con un hilo de voz casi imperceptible a cada una de sus futuras compañeras. Al
cabo de un cuarto de hora se había configurado ya la asistencia: trece señoras
y un señor, Germán. La mayoría de las alumnas se conocían entre ellas, eran
habituales de este tipo de actividades; Germán llevaba poco tiempo en el barrio,
no tardaría en encontrarse a alguna de sus compañeras en la parada de autobús o
en la cola del supermercado.
Germán estuvo a punto de
huir, no lo tenía difícil puesto que más allá del saludo de bienvenida, ninguna
de sus compañeras le prestó la menor atención, de inmediato se organizaron
conversaciones cruzadas en las que se escuchaban retazos de las vacaciones, de
los niños, de la crisis económica, comentarios sobre amigas que se habían
separado tras el veraneo. Sólo Germán se dio cuenta de que había entrado la
profesora, que se había colocado frente a los fogones, en silencio, esperando a
que las alumnas le prestaran atención. Una señora que superaba ampliamente la
sesentena interpeló a la profesora:
- ¿ No va a dar este curso Linda ?
- No, hace tres meses tuvo una niña y ha decidido pedir la
excedencia para cuidarla. Este año el curso lo daré yo, me llamo Luz, Luz
Sánchez, espero que no echéis de menos a Linda.
Por
la cara de decepción que precedió al silencio de las asistentes Germán
comprendió que Linda había formado parte de aquella ruidosa comodidad y que la
profesora Sánchez sería tanto o más extraña e incómoda como lo era su
presencia.
Para
romper el hielo la profesora pidió a cada uno de los quince asistentes que se
presentara con brevedad y que expusiera las razones que le habían llevado a
elegir ese curso, ella misma inició la ronda indicando que se llamaba Luz
Sánchez, que tenía 38 años, que era educadora social y que antes había trabajado
en las cocinas de varios restaurantes de la ciudad. Como Germán se había
colocado en el punto más alejado de la profesora dispuso de la pequeña ventaja
de haber oído a todas sus compañeras, fue el ultimo en intervenir:
- Me llamo Germán Utiel, tengo 49 años, estoy separado y me he
apuntado a este curso porque no tengo experiencia alguna en la cocina y ahora
la necesito.
Consideró
Germán que lo de advertir que era separado justificaba su presencia en el curso
y le evitaba tener que dar mayores explicaciones, era el “típico separado” que
se apuntaba a un curso de cocina para aprender a hacer una tortilla de patatas
aunque inevitablemente alguna de sus compañeras pensara que se había animado
como manera de ligar – ya le había pasado cuando se apuntó meses atrás a lo de
la salsa.
La
situación siendo incómoda para Germán era de fácil solución, si tras la primera
clase seguía teniendo esa sensación extraña todo se arreglaba no volviendo a la
siguiente, el coste del curso no era muy elevado y seguramente en la junta de
barrio le permitirían trasladar la matrícula a las clases de cerámica.
La
profesora Sánchez sacó de una carpeta varias fotocopias que hizo repartir entre
los presentes con la receta que prepararían aquel día, previamente dedicó un
par de minutos a explicar los objetivos y metodología del curso: En cada una de
las 15 sesiones harían un plato, como eran 15 alumnos en cada clase uno de los
asistentes por turno le haría de pinche, el objetivo era preparar 3 entrantes o
aperitivos, 3 primeros platos, 3 segundos platos de carne, 3 de pescado y tres
postres; si el curso se desarrollaba conforme a lo previsto el último día
organizarían allí mismo una merienda cena de fin de curso donde podrían poner
en práctica lo aprendido.
La
ventaja de que la profesora les facilitara las recetas era que no habría que
tomar apuntes, a lo sumo algunas notas aclaratorias circunstancia que permitió
a Germán poder escrutar con cierto detalle a cada una de sus compañeras y,
especialmente, a la profesora, morena, de cierta corpulencia, pelo largo,
recogido en cola; falda y camisola amplia, de estampados coloristas; Germán
nunca había sido hippy pero siempre había imaginado que en Ibiza y Formentera
durante algún tiempo había sido poblada por mujeres como aquella.
Transcurridos
los 45 minutos de la clase, casi a punto de dar las ocho de la tarde, terminó
la clase y, sin despedirse, Germán fue el primero en abandonar el aula. Nada
había para cenar en la casa, las indicaciones recibidas por la profesora
parecían sencillas, así que Germán se animó a poner en práctica lo aprendido,
si no le salía bien no regresaría a la semana siguiente.
En el
supermercado le costó un poco encontrar la nevera en la que estaba la pasta de
hojaldre precocinado, tampoco fue sencillo dar con las especias y la variedad
de quesos era tan grande que hubo de pedir al charcutero que le indicara cual
de los quesos de cabra iría mejor para fundirse; por suerte el resto de
ingredientes eran verduras que pudo coger sin incidencias.
La
primera receta era una coca de verduras. Paso primero encender el horno y ponerlo
a una temperatura de 200º grados; mientras el horno se calentaba había que
extender la masa de hojaldre en una hoja de papel satinado, especial para
horno; aquí se produjo la primera incidencia porque Germán no sabía que
existieran esos papeles, pensó que la masa podría colocarse directamente sobre
la plancha del horno. Segundo problema, nada más entrar había encendido el
horno, se había distraído colocando la compra y se había olvidado de sacar la
bandeja, hubo de extraerla con un paño y dejarla apartada para que se enfriara.
Encendió
la radio para que el tiempo fuera más llevadero, una cadena sin complicaciones,
sólo de música un tanto rancia.
Cuando
por fin pudo coger con las manos la bandeja sin achicharrarse extendió la masa
sin mayores precauciones – si hubiera espolvoreado un poco de harina tal vez hubiera
evitado que se le pegara la masa.
La
fotocopia que le había facilitado la profesora advertía con claridad que la masa
de hojaldre debía ser pinchada en toda su superficie con un tenedor para evitar
que creciera, del mismo modo era conveniente que con ese mismo tenedor antes de
hornearla se fueran marcando los bordecillos de la masa para sellarla bien; si
se marcaba completamente el contorno la coca saldría con un aspecto impecable,
ligeramente abombada, con los rebordes crujientes.
Cuando
el horno había alcanzado la temperatura marcada – 200º - se introducía la masa
para una primera exposición al calor de 5 minutos. Durante ese tiempo había que
picar una cebolla en juliana, un pimiento verde en bastoncitos y un calabacín en
rodajas muy finas. Las notas tomadas salvaron a German de la catástrofe ya que
tuvo el acierto de dibujar la forma que debía tener cada porción de verdura.
Una
sartén grande, un chorrito de aceite y, cuando estuviera caliente sin humear,
poner toda la verdura para que se “pochara”, palabra extraña en el vocabulario
de Germán, de nuevo las notas evitaron el caos puesto que recordaba que el fuego
tenía que estar muy bajo para evitar que las verduras se quemaran. El proceso
de pochaje fue mucho más largo de lo que había previsto.
La alarma
del horno anunció de inmediato que los primeros cinco minutos habían pasado.
Germán sacó del horno la bandeja y la colocó sobre la encimera para que
volviera a reducir temperatura.
La
base de la coca enfriándose, las verduras en la sartén a fuego suave, de
momento todo más o menos controlado. En la cocina no había tabla de madera – un
artilugio que, a juicio de German, era absolutamente prescindible – por lo que
los tomates de pera que había comprado tenía que cortarlos sobre un plato
llano. Tres tomates de pera de los que debía vaciar el pedúnculo – otro de sus
aprendizajes de la tarde – y hacer rodajas finas.
La
masa había crecido más de lo previsto – no había hecho suficientes muescas en
la superficie -, menos mal que el sellado de los bordes había sido correcto. A
la profesora no le había quedado tan abombada la masa; el proceso en todo caso
era ya irreversible, estaban a punto de dar las diez de la noche y no había
otras alternativas de cena. Germán arqueó la espalda para coger fuerza, buscó un
botellín de cerveza en su nevera semidesierta y se dispuso a afrontar el tramo
final de la receta.
Cortados
los tomates colocó las rodajas en crudo sobre la masa ya templada – había bajado
un poquito el volumen -, la gracia estaba en que los trozos de tomate formaran
hileras más o menos perfectas a lo largo de la superficie del hojaldre; cuando estuvieron
todas dispuestas tocaba salpilmentarlas, entonces se acordó de que no había
echado sal a las verduras y fue a rectificar su omisión. Con los tomates sobre
la masa tocaban tres minutos más de horno.
La
inexperiencia de German hizo que no supiera muy muy bien cual era el punto de
las verduras, estaba cansado y hambriento así que decidió apagar el fuego y
escurrir las verduras aunque el calabacín le había quedado muy entero.
La
alarma del horno sonó de nuevo obligando a German a repetir la operación de sacar
la bandeja sin quemarse y depositarla en la encimera – que por suerte era de mármol
y no necesitaba protección, de haber sido de algún material sintético la
hubiera desgraciado para los restos -.
Escurrida
la verdura había que colocarla sobre el hojaldre y los tomates; la profesora Sánchez
utilizó con destreza unas pinzas largas, casi de quirófano, Germán hubo de
contentarse con dos tenedores con los que torpemente distribuyó la cebolla, el
calabacín y el pimiento cubriendo casi en su totalidad la superficie del
hojaldre. De nuevo la bandeja al horno otros tres minutos, el tiempo justo para
cortar las porciones de queso de cabra y dar con el orégano que se había
perdido en el fondo de la bolsa del supermercado.
Suena
de nuevo la campana del horno tras los tres minutos de rigor, Germán colocó con
delicadeza las ruedas de queso de cabra – cuatro, no muy gruesas -, las
condimentó con una pizca de sal y otra de pimienta y espolvoreó con generosidad
el orégano sobre las verduras, apagó el horno y, aprovechando su calor, depositó
de nuevo la bandeja para que el queso se deshiciera un poquito sin que perdiera
su forma redondeada, dos minutos más y el plato estaba preparado.
La
ocasión obligaba a no cenar en la cocina sino en el salón, preparó la mesa con
un mantel individual, plato y cubiertos así como una copa para el vino – guardaba
una botella de vino blanco que le trajo meses atrás un amigo que vino a ver el
futbol -. La presentación de la coca de verduras casi perfecta, un hilillo de
aceite para dar “lustre” al plato – otra palabra de las aprendidas en el día -,
y directo a la mesa.
Un
pequeño detalle frustró la presentación, la masa se había adherido a la
superficie de la bandeja, al cortar la coca con el cuchillo rayó la bandeja que
quedó marcada ya para siempre con varias cicatrices cruzadas; intentó rascar
con un tenedor y el resultado fue todavía más dramático porque la coca perdió
su compostura y se convirtió en un revoltijo de verduras y lascas de hojaldre. German
llevó una ración al plato pensando que pese a todo la experiencia había valido
la pena.
El
vino frio y una comedia intranscendente que ponían en la tele terminaron de redondear
la velada, el calabacín le había quedado un poco crudo y sabía a corcho, el
hojaldre estaba un poco requemado y no había escurrido del todo el aceite, sin
embargo aquello le supo a gloria, tal vez porque durante todo el tiempo que
había estado en la cocina había fascinado con que la profesora Sánchez le hubiera
ido susurrando las indicaciones al oído en la cocina y finalmente aguardara en
el salón, dispuesta a compartir con él aquel plato. La coca le sabía a Luz
Sánchez.
Terminó
de comer a eso de la media noche, encendió un momento el ordenador para ver si
sus hijos le habían mandado algún correo electrónico. Puso en Google la
palabra: “Chagall”, que era la que aparecía en la carpeta en la que la
profesora guardaba las recetas y sus notas. Germán recordaba vagamente de su
época escolar que Chagall era el nombre de un pintor, no disponía de más
detalles; gracias a los buscadores y con un poco de paciencia dio con el cuadro
que reproducido en la carpeta de la profesora, El Cumpleaños; mientras apuraba
la copa de vino – se había bebido poco más o menos la mitad de la botella –
leyó algunos detalles de la biografía de Chagall y descubrió sus cuadros hasta
que el sueño terminó de invadirle; a duras penas llegó a la cama y allí soñó
que sería capaz de envolver de besos y de flores a la señorita Sánchez frente a
la encimera de la cocina.
Me he pasado un buen rato con la receta-cuento de la coca, Germán es más inexperto que yo y eso me ha hecho recordar a cuando yo cocinaba, así que ahora disfruto una enormidad de no meterme en la cocina y cuando como fuera todo me gusta. El cuadro de Chagall no vino al Thyssen. Jubi
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