“Si no es el mar, sí es su idea//de fuego,
insondable, limpia”; es un fragmento breve de un poema de Pedro Salinas – Mar
Distante -.
El mar durante el verano, durante mis
veranos, es inevitable; no concibo otro modo de veranear que no sea junto al
mar, así ha sido desde hace más de cuarenta años.
Nada más empezar este mes de agosto me
recordaron una pregunta sin contestar desde el verano pasado, cuando uno de mis
hijos preguntaba por la causa de que el agua del mar fuera salada. Gracias a
internet pude encontrar la respuesta – no soy hombre de ciencias -, cuestión
distinta era la de ser capaz de convertir esa respuesta científica en algo
comprensible para un niño de cinco años ya que la salinidad era la consecuencia
de la evaporación solo del agua dulce, el efecto ácido de la lluvia sobre las
rocas y la tierra, el arrastre de todo tipo de sales y su disolución de nuevo
en el agua del mar. Salvé la cara de perplejidad del pequeño cuando le acerqué
a la lengua una de las piedras de la playa de Salobreña, era una trampa
evidente pero me permitió que entendiera que las rocas tienen sales que
terminan depositadas en el mar.
Camino de Jerez, cuando ya se olía la
bahía, pasamos por unas salinas, no tan fantasmagóricas como las de Cabo de
Gata – Almería -, pero si marcadas por el aire devastador, corroído de casi
todas las salinas. Seguramente una de las razones por las que tiendo a ver
fantasmales las salinas es porque suelo pasar en festivos, lo que hace que solo
vea las montañas blancas, la maquinaria oxidada, los humedales casi sin
vegetación, con alguna avecilla despistada. El calor sofocante, los reflejos
del sol sobre los cristales de sal, las maquinas roídas por el óxido. Parece
mentira que con las maravillas que la sal hace en la cocina, sin embargo su efecto
en la naturaleza sea tan destructivo, al final puede que los médicos tengan
razón cuando prohíben comer con sal.
La cocina de la sal pasa, evidentemente,
por los pescados a la sal, piezas medianas de entre uno o dos kilos. Los
recetarios ortodoxos recomiendan trabar la sal gorda con claras de huevo para
que el pescado quede realmente sellado; en la práctica casi todos nos
contentamos por poner una cama muy tupida de sal gorda, colocar el pescado
eviscerado y cubrirlo con otras capa uniforme y gruesa de sal que se humedece
ligeramente para compactarla. El horno a 200º y aguardar a que la sal de la
cobertura superior se resquebraje, signo inequívoco de que el pescado está en
su punto. Aunque en ocasiones yo hago el pescado a la sal realmente lo que me
gusta es que me lo sirvan en los restaurantes, sobre todo cuando hay servicios
veteranos que liberan y limpian el pescado con absoluta maestría, sin que uno
solo cristal de sal quede sobre la carne del pescado. Un chorrito de aceite de
oliva virgen sobre el lomo limpio de una dorada o una lubina y unas verduras
hervidas, el plato no requiere mayores complicaciones.
No es este, sin embargo, el plato o la
técnica sobre la que quería escribir sino sobre una técnica si cabe más
sencilla y de resultados espectaculares. Se necesita una sartén grande lo más
vieja posible. Se cubre la sartén por completo con una cama de sal – puede ser
gruesa o no, lo importante es que cubra por completo la sartén y tenga uno o
dos dedos de grosor.
Se salpica la sal con un poco de agua, sin
pasarse, y se pone con el fuego al máximo. La sal compactada sirve de plancha,
hay que tener paciencia porque la gracia está en que la sal llegue casi a la
incandescencia. Se sabe que la sal está a punto porque empieza a crepitar y se
forman pequeñas fumarolas que desprenden vapor.
Normalmente utilizo este sistema para hacer
gambas, o las quisquillas de Motril, no hay secreto la sal queda como una
superficie sólida y dura, se colocan las gambas sobre la plancha y en cuanto
mudan el color – quedan blancas – se les da la vuelta; no conviene dejarlas
mucho tiempo. No necesitan aceite, evidentemente tampoco sal, deliciosas.
Animado por el éxito
reiterado de las gambas – las he hecho en varias ocasiones durante este mes -,
me dispuse a hacer un poco de ventresca de atún, que aquí la venden al corte
como si fuera panceta, para llorar de emoción solo verla al corte; melosa,
entreverada y de un rosa pálido y cremoso. Por descontado que la primera tanda
de ventresca salió como sushi. La segunda la hice sobre la cama de sal, vuelta
y vuelta, lo justo para que no pudiera decirse que la servía cruda.
Había preparado una cama a
base de aguacate en taquitos, tomate pelado y cortado también en taquitos, un
poco de cebolleta en juliana; se colocan las lonchas de atún sobre los
vegetales, unas gotitas de soja, unas semillas de sésamo y a la mesa con un
blanco muy frio – José Pariente puede servir.
Como imagen otro Salinas,
Manuel Salinas, sevillano, sus cuadros no son muy ajenos a Klee.
Si no es la sal, será su
idea.
Rico pescado a la sal y alegre cuadro. Qué pena terminen las las Olimpiadas, me han tenido pegada al televisor. Jubi
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