En mi caso, en el que tengo que
administrarme el tiempo casi al milímetro, el poder disponer de casi treinta
hora libres es un verdadero lujo; sucedió el domingo pasado en Tenerife, mi
mujer había llegado el jueves para dar una clase, yo aterricé el viernes,
después de haber dejado “gerenciados” a los niños, a mi me tocaba dar la clase
el lunes por la tarde de modo que cuando mi mujer marchó para el aeropuerto el domingo
por la mañana me quedaba frente a 30 horas en un hotel del centro de Tenerife
sin nada que hacer más allá de ver pasar el tiempo.
El Hotel Mencey es un hotel recién restaurado,
un caserón colonial muy céntrico, cercano a los jardines de García Sanabria,
una selva en miniatura distribuida como un oloroso botánico en primavera
permanente. Hubiera podido llamar a algún amigo para organizarme el domingo,
sin embargo preferí quedarme cómodamente sentado en la terraza del hotel, junto
a la piscina. Nada que envidiar a aquellos escritores ingleses que durante los
años veinte y treinta del siglo pasado se instalaban a vivir en los hoteles y
convertían sus habitaciones en domicilio habitual, todavía hay por la costa
brava, por la costa azul, incluso por la amalfitana estancias habitadas por los
Durrell, los Bowles, los Graves y similares; después creo que también se animó
a este modo de enfrentarse a la vida Truman Capote y, entre las artistas, Ava
Gardner, que se instaló en un hotelito de Begur y no descansó hasta haberse
emborrachado con todos los pescadores.
Con el espíritu de los grandes aventureros
atravesé primero el parque para comprar la prensa del día, incluida también una
revista de termomix, que leí de cabo a rabo frente a un café prolongado durante
horas gracias e un botellín de agua mineral con mucho hielo.
A eso de las doce de la mañana cambié el
café por una cerveza y los periódicos por una novela – las leyes de la
frontera, de Javier Cercas -, que había empezado el viernes en el avión y que
terminé antes de regresar a Barcelona, casi 400 páginas con la biografía de un
quinqui contada con el buen gusto de un dandy de la literatura.
Fueron dos o tres cervezas las que invertí
entre la novela y una entrada del diletante, un capítulo reflexivo y lluvioso
de Germán Utiel cocinando una crema de calabaza.
El trayecto desde la terraza del café hasta
la del comedor, frente a la piscina, fue el instante más duro de la jornada ya,
hacía mucho calor, por lo que tuve que provisionarme de otra cerveza, una
aterciopelada dorada canaria. Pensé que pasar de la cerveza al vino podría comprometer
la siesta, por lo que en una de las decisiones más complejas del día decidí
seguir con la cerveza, esta vez a presión.
La comida sencilla, una ropavieja de pulpo,
pescado con papas y, de postre, un sorbete de café.
La siesta tuvo un leve preámbulo de
búsqueda en internet de un cuadro apropiado para la receta, un apunte de
Leonardo elegante y discreto, el boceto de una túnica depositado en el Louvre.
La siesta no se alargó mucho, 45 minutos,
lo justo para despejar la cabeza, cargar pilas y regresar a la terraza del bar
y pedir un café; revisar el correo electrónico, contestar los indispensables,
dar señales de vida a la familia y afrontar algunas tareas menores frente a la
pantalla del ordenador. A partir de las siete de la tarde un gin tonic cargado
de semillas de enebro y raspaduras de lima y de limón, mucho hielo, un puñado
de frutos secos y un empujón más a la novela. Seguramente a lo largo de la
mañana se me había ido la mano un poco con las cervezas, la tarde tenía que ser
un poco más contenida, tenía que ser capaz de disfrutar de cada instante en
silencio, atrincherado frente a un terrario lleno de tortugas, intentando adivinar
qué secretos escondían el resto de parroquianos, en su mayor parte extranjeros.
Un solo gin tonic era suficiente para mantener los músculos relajados, no quise
cenar, ni tan siquiera el sándwich que insistentemente me ofrecía un camarero
canario empeñado en asegurarme que disponían de cerca de 40 clases distintas de
ginebras, cada una con una preparación especial.
A las nueve y media de la noche – hora canaria
– subí a la habitación, puse la televisión con el volumen muy bajito, jugaba el
Atleti de Madrid contra el Málaga, emboscados tras la avalancha de neuróticos
que se refugiaron horas antes en el Barça/Real Madrid. Con el partido de fondo
rematé la novela de Cercas y planifiqué algunas entradas futuras del diletante,
por primera vez en estos meses el Diletante conseguía colonizarme por completo.
Como recuerdo de aquellas horas –
prolongadas durante la mañana siguiente en la misma terraza, en igual
disposición hasta que llegara la hora del almuerzo y con el mi reingreso a la vida
en sociedad -, la receta de una ropa vieja sorprendente, la que había comido el
domingo a base de verduras, garbanzos y pulpo.
Entre las ruinas de mi inteligencia, como
el poema de Gil de Biedma, aquella ropa vieja era una metáfora ideal de
aquellas horas contemplativas, semiderrotadas; la ropa vieja es una receta
hecha a base de sobras, de restos de guisos guardados en la nevera, un ejemplo
claro de la grandeza de la cocina de las sobras, no en vano la memoria no es
sino el modo en el que algunas personas gestionamos las sobras de la vida. Seguramente
la mayoría de las crónicas del diletante son producto de sobras acumuladas
durante 47 años.
Mi recuerdo de la ropa vieja estaba, hasta
esa fecha, vinculado, a los guisados de vaca o de ternara, combinados con caldo
nuevo y con garbanzos; la sorpresa de esta ropa vieja la llevaba el pulpo,
incorporado a un caldo ligero hecho a base de un poco de pechuga de gallina, dos dientes de ajo, una cebolla, dos zanahorias,
apio y tomate. Un caldo ligero con ribetes dorados. Merece la pena hacerlo con
un par de litros de agua mineral que contenga un toque metálico.
El pulpo estaba previamente hervido y
troceado, conservado evitando que se ponga duro. Yo no me atrevería a hervir el
pulpo en el caldo de ave para evitar que se mate el sabor.
En una cacerola amplia se sofríen dos
cebollas bien picadas, un pimiento verde no muy grande y otro rojo, dos dientes
de ajo y una zanahoria en daditos. Cuando esté todo bien pochado se le añaden
los trozos de pulpo, una patatina cortada en dados y dos puñados de garbanzos
de fuentesauco previamente hervidos (han podido quedar olvidados de algún cocido),
una hoja de laurel y un vino blanco seco; medio litro del caldo de ave y un
cuarto de hora de cocción.
Me lo trajeron a la mesa afinado con
perejil fresco, una brizna de apio picado y de tomillo fresco.
Ojo porque ni el pimiento ni el tomillo han
de imponer su sabor. Tampoco se trata de dejar el plato como unos garbanzos
acompañados. Patata, garbanzo y pulpo han de estar presentes en cada plato en
proporciones similares. El objetivo es que el comensal no termine de saber si
toma las patatas con el pulpo, el pulpo con los garbanzos o los garbanzos con
verdura. En definitiva un hatillo de ropa vieja olvidada en algún armario de la
memoria.
Buen día de relax y bien merecido después de una semana movidita, esas cervecitas y esa "ropa-vieja" tan peculiar terminada la jornada con un gin-tonic, "maravilloso descanso". Jubi
ResponderEliminarMe encantan tus horas de ocio entre obligaciones laborales y familiares,también estupendas cada una en su marco.
ResponderEliminarEs que me reconozco entre las cervezas y el gintonic.
Y esa próxima clase de diletante y señora en Tenerife que sea con invidado oyente!!!!
Nivelazo de Blog.
LSC