El domingo amaneció lluvioso
y oscuro, Germán hubiera preferido quedarse vagueando en la cama pero Gerard le
aguardaba para ir al partido. Germán había dormido plácidamente, con la
placidez de una victoria inesperada; sin embargo nada más despertarse el
reflejo de la desconfianza le llevó como un resorte al salón, sobre la mesa
descansaba el libro de Chagall y los trescientos euros en billetes de 20,
arrugados, esparcidos por la mesa. El libro del Chagall era, pues, el único “tesoro”
que había tenido el vida, el tesoro con el que soñaba ya desde adolescente,
algo que le permitiera ser especial, disfrutar de un objeto único. Aunque su
primer pensamiento lo había destinado a su profesora, lo cierto es que hasta
que se diera esa improbable oportunidad de regalárselo el libro sería suyo.
Daba lo mismo que no supiera francés y que hasta hacía pocas semanas no tuviera
mucha idea de quien era Marc Chagall, daba lo mismo no saber si era una burda
imitación o si se trataba de una joya única, un regalo que realmente hiciera el
pintor a un pescador de Tossa.
Miró la dedicatoria y el
simple boceto firmado por Chagall, jugó a intentar traducir algunas palabras
sueltas que le sonaban del francés, leyó en voz alta algunas frases entonando
en un francés imposible. Tomó apresuradamente un café y marchó a recoger a su
hijo, aunque lloviera a cántaros el partido se tendría que jugar. A media
mañana devolvería a Gerard a casa de su madre y regresaría para volver a toquetear
el libro, a buscar un lugar seguro en su habitación en el que pudiera esconder
su inesperado tesoro.
A las ocho de la mañana de un
domingo de noviembre la ciudad estaba deshabitada casi por completo, algún mendigo
dormitaba acurrucado en los soportales de los cajeros de los bancos, abrían las
primeras panaderías y algún bar.
Aparcó el coche en el lugar
de costumbre a pocos metros del portal del que fuera su domicilio, encendió la
radio y aguardó a que bajara Gerard; a Germán le gustaba escuchar radio
fórmulas con éxitos de los años ochenta y noventa, canciones que pudiera
reconocer. Sonó un viejo éxito de Dire Straits, “Romeo & Juliette”. Recordó
haberle regalado ese disco a Olga al poco tiempo de ennoviarse, un vinilo que se
había quedado en Gran Desgracia olvidado en el altillo. Escuchando la canción,
que no entendía, le vino a la cabeza una preocupación que le llevaba rondando
cierto tiempo pero que hasta esa mañana no había podido o sabido concretar:
¿Estaba enamorado ? o, lo que podía ser más grave ¿ había estado alguna vez
enamorado ?, ¿ sabía realmente lo que era el amor ?
En un mundo idea, o
idealizado, Germán hubiera querido sentarse aquella mañana a desayunar con su hijo
y preguntarle a cerca del amor. Por su edad y por algunas pistas en forma de
SMS guardados en su teléfono Germán sabía que Gerard había tenido ya los primeros
econtronazos con el amor; era feo revisar los correos pero resultaba una
tentación inevitable cuando quedaba el móvil abandonado sobre el sillón del
salón.
Como su mundo no era ideal,
ni estaba idealizado, por lo menos Germán no había sido capaz de crear ese
clima, tuvo que contentarse con los habituales gruñidos y monosílabos con los
que solían comunicarse; ni por asomo se atrevió Germán a preguntar a Gerard por
su estado sentimental y mucho menos a facilitarle algún dato sobre el suyo.
Germán recibió una escueta información sobre la marcha de los estudios, alguna
vaga referencia a la pequeña – recuperada ya del todo – y tres o cuatro apuntes
sobre el rival de aquella mañana, un equipo duro del extrarradio que mantenía a
base de patadas y marrullerías el primer puesto en la liga intercolegial; en un
partido anterior Gerard había tenido más que palabras con un defensa central
que le había asegurado que le iba a destripar y estaba deseoso de rencontrarse con
el en el barrizal y ajustar cuentas pendientes.
Germán dejó a su hijo en la
concentración y recuperó el ritual de encontrar un bar en el que almorzar; las
lentejas del día anterior habían quedado estupendas pero lo cierto es que desde
el mediodía del sábado no había probado otro bocado que el de la victoria a las
cartas. Dio con una taberna oscura a pocos metros del campo de futbol. La
prensa deportiva, un par de cañas y un bocadillo de butifarra negra fueron su
única compañía durante un par de horas.
El partido empezó a las diez
de la mañana, había dejado de llover pero el campo estaba impracticable, no
había apenas padres en la grada y, como era previsible, el equipo de su hijo
perdió por tres goles a uno. El defensa central le había marcado los tacos a
Gerard en el muslo, Gerard en otro lance había soltado un codazo instintivo que
le había hecho saltar dos incisivos a su rival, acción por la que fue
inmediatamente expulsado. Aunque el resultado del partido no había sido ni
mucho menos favorable Gerard salió de la ducha eufórico de haber salido
victorioso de su choque, cierto es que cojeaba y que seguramente le
sancionarían con dos o tres partidos, pero peor suerte había corrido su rival,
que abandonó el campo con una toalla taponándole la boca, escupiendo sangre. En
un mundo ideal, o idealizado, Germán hubiera debido reprender a su hijo por su
reacción violenta pero en ocasiones ese clima que mezclaba incomunicación con
camaradería favorecía los largos silencios.
No hablaron de amor, tampoco
de respeto, no hablaron de violencia, ni de deportividad. Se dieron un leve
beso en la mejilla y Gerard salió corriendo poco antes de la una para llegar a
tiempo a la casa ya que tenían una comida fuera de la ciudad con los hijos de
Ricard, el marido de su madre; dos gemelos adolescentes un poco más pequeños que
la pequeña Olga, encabronados con el mundo y, por extensión, con su padre y con
todo lo que tuviera que ver con su padre ya que pensaban que Ricard atendía
mejor a los hijos de su nueva pareja que a los suyos propios.
Germán, de nuevo solo, retomó
lentamente el camino hacia su casa y, con ello, sus reflexiones sobre el amor:
¿Estaba enamorado de Luz?, ¿Se habría enamorado Germán alguna vez?
Germán, poco dotado para las
emociones, encendió el ordenador pensando que Google le podría dar alguna
pista, tecleó “amor” en el visor del buscador de Google y, de inmediato,
aparecieron ciento ochenta y cinco millones de resultados en apenas 0’34
segundos. La Wikipedia funcionaba como un potente reparador emocional: “El amor es un concepto universal relativo a
la afinidad entre seres, definido de diversas formas según las diferentes
ideologías y puntos de vista (científico, filosófico, religioso, artístico).
Habitualmente, y fundamentalmente en Occidente, se interpreta como un
sentimiento relacionado con el afecto y el apego, y resultante y productor de
una serie de emociones, experiencias y actitudes. En el contexto filosófico, el
amor es una virtud que representa toda la bondad, compasión y afecto del ser
humano. También puede describirse como acciones dirigidas hacia otros y basadas
en la compasión, o bien como acciones dirigidas hacia otros (o hacia uno mismo)
y basadas en el afecto. En español, la palabra amor (del latín, amor, -ōris)
abarca una gran cantidad de sentimientos diferentes, desde el deseo pasional y
de intimidad del amor romántico hasta la proximidad emocional asexual del amor
familiar y el amor platónico, y hasta la profunda unidad o devoción del amor
religioso. En este último terreno, trasciende del sentimiento y pasa a
considerarse la manifestación de un estado de la mente o del alma, identificada
en algunas religiones con Dios mismo y con la fuerza que mantiene unido el
universo. Las emociones asociadas al amor pueden ser extremadamente poderosas,
llegando con frecuencia a ser irresistibles”.
Podía Germán afirmar que se
sentía afín a una persona a la que apenas conocía o era el suyo un deseo
pasional, una fuerza poderosa e irresistible que, sin embargo, no le había
permitido ni tan siquiera esbozar una ceremonia de acercamiento hacia Luz.
Tecleó nuevamente en el
visor, esta vez la palabra fue “enamoramiento”; de nuevo la Wikipedia salió en
su auxilio: “El enamoramiento es un
estado emocional surcado por la alegría, intensamente atraído por otra persona
y la satisfacción de encontrar a otra persona que es capaz de comprender y
compartir tantas cosas como trae consigo la vida. Desde el punto de vista
bioquímico se trata de un proceso que se inicia en la corteza cerebral, pasa al
sistema endocrino y se transforma en respuestas fisiológicas y cambios químicos
ocasionados en el hipotálamo mediante la segregación de dopamina. Según Yela
(2002), a diferencia de la creencia generalizada de que el enamoramiento es un
fenómeno impredecible y aleatorio, un número creciente de científicos sociales
han construido diferentes modelos teóricos que describen y explican el
enamoramiento. Las características principales del enamoramiento son
sintomáticas, las cuales según la mayoría de autores son:
Intenso deseo de
intimidad y unión física con el Individuo (tocarlo, abrazarlo, relaciones
sexuales). Intenso deseo de reciprocidad (que el Individuo también se enamore
del sujeto). Intenso temor al rechazo. Pensamientos frecuentes e incontrolados
del individuo que interfieren en la actividad normal del sujeto puro. Pérdida
de concentración. Fuerte activación fisiológica (nerviosismo, aceleración
cardíaca, etc.) ante la presencia (real o imaginaria) del individuo. Hipersensibilidad ante los deseos y necesidades
del otro. Atención centrada en el individuo. Idealización del Individuo,
percibiendo sólo características positivas, a juicio del sujeto. El proceso de
enamoramiento suele comenzar con una atracción física inicial hacia otra
persona”.
Reducido el amor a un
conjunto de síntomas a Germán le resultaba más sencillo explorarse,
autodiagnosticarse y, en la medida de lo posible, automedicarse: tenía
problemas claros de concentración y cierta intensidad no sólo en el deseo,
también en el temor.
La cuestión no era si estaba
enamorado de Luz – creía estarlo -, la cuestión era si alguna vez había estado
enamorado, aquella pregunta le obligaba a un ejercicio que había evitado
durante décadas. Olga y él nunca hablaron de amor, sí que hablaron de desamor cuando
Olga le dijo que quería separarse y que se había enamorado de otra persona, en
aquel momento a Germán le pareció que Olga y él nunca estuvieron en realidad
enamorados, sólo encadenaron una serie de situaciones más o menos cómodas que
supieron combinar con un grado intenso de atracción, sobre todo al principio.
Olga y Germán se conocían
prácticamente de toda la vida, unos tíos de Germán era íntimos amigos de los
padres de Olga, esa casualidad hizo que desde niños coincidieran habitualmente
en encuentros familiares – cumpleaños, comuniones, navidades … -, por eso
cuando se encontraron en el instituto el contacto fue sencillo y Germán enseguida
se enganchó al grupo de amigos y amigas de Olga, chicos aplicados, sin grandes
preocupaciones.
Olga inicialmente rechazó a
Germán, la Olga de los entornos familiares tenía poco que ver con la Olga del
instituto. En casa ella era una chica callada y estudiosa, fuera de la casa era
una mujer de carácter fuerte, la primera en fumar en el grupo, la que siempre
tenía claro donde ir y que hacer, la que organizaba los turnos para coger
apuntes. Olga tenía miedo de que Germán pudiera descubrir en su entorno
familiar aquella dualidad y, lo que entonces le parecía más grave, descubrir
que fumaba y que salía con un chico que estaba a punto de terminar el COU.
A los pocos meses de
iniciarse el curso Olga y su novio cortaron, lo hicieron de modo abrupto y
público ya que en una de las primeras fiestas aquel muchacho se lio con otra
chica del instituto. Olga perdió de repente su halo de mujer indestructible y
segura, instante que aprovechó Germán para aproximarse a ella discretamente, descubriéndola
un puente entre la Olga doméstica y la mundana, un puente en el que ella podía
refugiarse. Tardaron poco tiempo en empezar a bailar juntos y, con esos bailes,
Germán fue desenredando su pelo, acariciándole la espalda, aproximando la
mejilla, buscando sus pechos. Fue un proceso lento de casi dos cursos.
A ojos de todos los amigos
Olga y Germán se habían hecho novios mucho antes de que lo aceptaran ellos, de
modo que cuando lo hicieron público su romance era un secreto a voces. Olga
empezó a estudiar en la facultad de Biología, Germán intentó una ingeniería,
aunque en pocos meses descubrió que le venía excesivamente grande, que tendría
que contentarse con algún peritaje técnico. La inercia del tiempo juntos hizo
que cuando ella aprobó las oposiciones para profesora de instituto y el fue
contratado en el ayuntamiento gracias a un enchufe de la familia de Olga,
enseguida surgieran los planes de vivir juntos y de inmediato de boda;
empujados por un entorno familiar y de amistad en el que todo el mundo les
consideraba la más perfecta de las parejas. Germán estaba convencido de que si
el diagnóstico de su entorno era que hacían una pareja perfecta era evidente el
que a ojos del mundo estaban enamorados, de ahí que validara esa opinión como
suya, aunque la verdad es que los “tequieros” cruzados durante muchos años eran
tan anodinos como los “pásameelsalero”, fruto de una rutina más o menos cómoda
y agradable, así como de cierta complicidad física. Germán no podía recordar
una fase de intensidad ni tan siquiera en el arranque del instituto, puede que
sí hubiera un deseo físico de capturar a aquella chica tan mona y callada que
aparecía en todas las fiestas familiares desde que tenían uso de razón.
Germán estaba bastante desconcertado,
había iniciado la mañana preguntándose si estaba enamorado de Luz y, pasadas
las tres de la tarde de aquel domingo llegaba a la conclusión de que nunca
había estado enamorado de Olga y todo por culpa de la sintomatología del amor
sacada de la Wikipedia.
Empezaba a sentir mariposas
en el estómago, no de amor sino de apetito; en la calle había arrancado de nuevo la lluvia y casi sin
quererlo Germán se encontró revolviendo en la cocina, colocando sobre la tabla
de cortar restos de verduras. De modo instintivo se había puesto a cocinar, por
primera vez en su vida lo de cocinar no era una imposición desagradable sino un
gesto intuitivo, sabía que si rehogaba un poco de cebolla con trocitos de
pimiento, un calabacín y tres o cuatro tomates tendría la base para una
sanfaina en la que podría cuajar un huevo con unas tiras de jamón. Quedaban en
el armario unas rebanadas de pan de molde que podría tostar para acompañar al
huevo. Había sal, un molinillo de pimienta, un bote con orégano en polvo, otro
con albahaca, si combinaba las especias con el preciso descuido que le había
visto a Luz podría preparar un platillo más o menos potable que le evitaría
salir a la calle en busca de lasañas precocinadas y salchichas de Frankfurt.
Un cuartillo de vino olvidado
en una botella y casi oxidado le permitió acompañar la comida y, lo que era más
importante, transitar hacia la siesta sin grandes estridencias. La siesta, sin
embargo, no fue todo lo reparadora que pensaba ya que invadió su sueño una
Gladys provocadora y carnal que reivindicaba no sólo un lugar en su historia
sino, lo que era más preocupante, también en su cama. Sueños húmedos que Germán
no sabía como gestionar.
A media tarde llamó a sus hijos
para recibir el parte del fin de semana.
Decidió guardar el libro de
Chagall en el cajón de la mesilla de su dormitorio, debajo de la ropa interior;
volvió a contar el dinero ganado – 340 euros al final, un pellizco extra que le
permitiría alguna alegría -. En la calle seguía lloviendo sin parar, por lo que
regresó al salón buscando alguna película que le permitiera terminar de
transitar por aquel raro domingo que había destinado a buscar, sin mucha
fortuna, el verdadero sentido del amor.
Era complicado “domesticar” a
la soledad, Germán no lo había conseguido del todo, aunque sí había aprendido a
dejar la mente casi en blando y dejar que discurrieran las horas sin
sobresaltos delante del televisor, en un eterno zapeo de un programa a otro. El
divorcio le había cogido de improviso, la pensión pactada de alimentos, el alquiler
del nuevo piso y los gastos corrientes comprometían la práctica totalidad de
sus ingresos, por lo que el refugio de la calle y de los bares que había visto
en otros amigos separados le resultaba a Germán imposible ya que cada tarde/noche
que salía para mitigar su soledad le generaba un pequeño descalabro financiero;
los 30 ó 40 euros que gastaba si salía a tomar una cerveza o a ver el partido
de futbol en el bar de la esquina se lo tenía que escamotear a sus hijos, que
estaban acostumbrados a que cuando visitaban a su padre le arrancaban una
pequeña sobrepaga de 5/10 euros con las que completar la semanada.
Al principio de la separación
Germán fue bandeando las estrecheces a base de horas extras, horas que
acumulaba casi agradecido no sólo por la pequeña inyección económica, sino
sobre todo por las horas que le ocupaba. Cuando llegó la crisis y con ella los
recortes terminaron las horas extra y fueron llegando las reducciones de sueldo
tanto para él como para Olga, lo que generó algunas fricciones y ajustes que
consiguieron gestionar al margen de los niños. Germán tenía que financiar con
la tarjeta de crédito del Corte Inglés los 15 días de vacaciones que le tocaban
con los chicos, gestión que le obligaba a fraccionar en 12 mensualidades las
dos semanas que pasaban en un hotel de la costa de Tarragona, no muy alejado de
Salou, en el pasaban con un “todo incluido” la primera quincena de agosto. Tanto
Gerard como Olga acudían encantados ya que la mayoría de sus amigos veraneaban
en El Vendrell y en Torredembarra, lo que había obligado a Germán a convertirse
en un taxista permanente que llevaba a sus hijos de una playa a la otra para
que sus hijos regresaran contentos.
Soledad, desamor y falta de
recursos económicos era una combinación lisérgica que colocaba a Germán en una
situación de agobio permanente que sólo mitigaba a golpe de tarjetazo de El
Corte Inglés, que le permitía pequeños lujos cuyo plazo iba aplazando durante
meses.
Las clases de cocina habían
aparecido primero como una terapia barata y cercana, también como un medio para
intentar reducir los gastos en congelados y precocinados; lo que no pensaba
Germán es que terminarían convirtiéndose en una precipitada educación
sentimental.
Estaba deseando que llegara
el lunes para rastrear por las pantallas de los ordenadores del trabajo hasta
dar con el coche de Luz y poderla ir persiguiendo por Barcelona, intentando
descubrir sus hábitos y rutas, intentando aprender un poco más de ella. Poco a
poco fue descubriendo que dos mañanas a la semana Luz aparcaba su coche en el
parking de la catedral y que desde allí iba caminando a una escuela de cocina
que había frente a la Iglesia de Santa María del Mar, Germán no sabía si Luz
acudía en calidad de profesora o de alumna, aunque sí le daba la posibilidad de
poderse hacer el encontradizo ya que salía de la clase cerca de las dos de la tarde;
las aulas no estaban lejos de las oficinas en las que trabajaba Germán que sólo
necesitaba hacerse con un poco de valor para intentar abordarla por casualidad
a la salida de la clase.
Otros dos días de la semana Luz
marchaba a eso de la media mañana a un centro municipal muy parecido al que
acudía Germán; allí estaba casi una hora. También acudía a un comedor social del
Raval sin duda para preparar la comida a los necesitados del barrio. La vida de
Luz giraba en torno a los alimentos, era una apasionada de la cocina que había
conseguido ganarse la vida cocinando, enseñando y aprendiendo a cocinar. Germán
iba construyendo con la precisión de un relojero los horarios e itinerarios de
su profesora, detalles que apuntaba minuciosamente en una libreta titulada las
Rutas de la Luz, una libreta en la que también iba pegando reproducciones de
cuadros de Marc Chagall que normalmente localizaba gracias a internet. La
última de las láminas que había conseguido se titulaba Romeo y Julieta, como la
canción de Dire Strait.
Llegó el jueves y con él la
clase de cocina, sexta sesión, la última dedicada a los primeros platos. Luz
les proponía una crema de calabaza con langostinos. Germán tomó algunas
anotaciones complementarias sobre la receta que les había fotocopiado la
profesora: La crema quedaba en tonos naranjas, rojos y blancos. Para que la
crema quedara perfecta necesitaban un pasapurés o un chino, otro cachivache que
Germán se veía obligado a comprar haciendo que su cocina, inicialmente
despoblada, se fuera ocupando por instrumental que hasta esa fecha a Germán le
resultaba insospechado; cada uno de los instrumentos de cocina comprados
durante esa semana, cada uno de los ingredientes hasta la fecha novedosos le
evocaban a Luz.
Cuando entró en la clase,
libreta en mano, se encontró de improviso con Gladys, que le recordó:
- Usted y yo tenemos asuntos pendiente, creo. Me tiene mi niño un
poco abandonada.
Germán
apenas pudo balbucear un: “No tenía forma de localizarte” y seguir con un “la
semana que viene me gustaría invitarte a cenar. Esta semana imposible, me tocan
niños”. La excusa fue suficiente como para aplacar las iras de Gladys, aunque
quedara en el aire el compromiso de una cena en la que abordar esos asuntos
pendientes.
El
sábado Germán le preparó a sus hijos la crema de calabaza con langostinos.
Empezó
deshaciendo en una cacerola 125 gramos de mantequilla – justo la mitad de una
pastilla normal -, le echó un poquito de acepte porque Luz aseguraba que con el
aceite evitarían que se tostara la mantequilla.
Cuando
la mantequilla estaba deshecha añadió un puerro picado, sólo la parte blanca,
lo salpimentó y bajó el fuego al mínimo para que el puerro se hiciera poco a
poco. Cuando los trocitos de puerro quedaron casi transparentes añadió 350
gramos de calabaza picada – la había encontrado ya pelada, despepitada y
troceada en una bolsa al vacío en el supermercado –, dos patatas peladas a cuadritos
y una zanahoria pelada y picada. Añadió una pastilla de caldo de pollo y
removió todo unos segundos. Luz les había dicho que además de la pimienta
podían utilizar como especias el curry, el comino o la nuez moscada; Germán en
un arrebato de osadía había comprado un botecillo de cada una de las especias y
había puesto media cucharadita de café de cada una de ellas en el sofrito. El
curry intensificó el color naranja, el comino y la nuez moscada consiguieron
que el guiso tuviera un intenso olor a madera.
Cubrió
el sofrito con un litro de agua y subió el fuego a la máxima potencia, potencia
que mantuvo hasta que el agua empezó a hervir. Cuando rompió el hervor bajó de
nuevo la llama para que los ingredientes se cocieran lentamente y sin mucha
evaporación.
Al
cabo de 20 minutos pinchó con un cuchillo los trozos de patata, que estaban ya
cocidos. Era el momento de tomar una decisión complicada, la de añadir un brick
de crema de leche o de optar por mantener la crema sin ese ingrediente – iba en
gustos lo que pasaba es que según la profesora el uso de la crema de leche
aunque hiciera el plato más cremosos lo convertía en más pesado -; Germán
prefirió añadir la crema por miedo a que el plato quedara insulso.
Había
comprado el dichoso chino, un aparatoso cacharro metálico lleno de agujeritos sobre
el que depositó primero los trozos de patata, calabaza, zanahoria y los hilos
de puerro; sobre aquella pasta colocó un disco metálico accionado por una
manivela que convertía los trozos n puré; mientras con una mano iba dando a la
manivela con la otra vertía poco a poco el caldo para conseguir que el puré se
fuera convirtiendo en crema y cayera sobre un bol que fue tiñéndose de naranja
hasta completar un litro cumplido de crema muy fina que reservó sobre la
encimera de la cocina.
Le
hubiera encantado comprar langostinos frescos pero su precio era imposible, la
propia pescatera le recomendó que comprara unos langostinos congelados que
vendían al peso y que le saldrían mucho más económicos e igual de sabrosos, sobre
todo para una crema.
Los
había comprado el día anterior y, por indicación de la vendedora, los dejó en
un plato para que se descongelaran poco a poco toda la noche. Recordaba que Luz
había descabezado y pelado los langostinos sobre el bol con la crema, de modo
que iba cayendo a la crema el juguillo del langostino, lo único era tener
cierto cuidado para que no cayeran también restos de las cáscaras que afearan
la crema.
Cuando
hubo pelado todos los langostinos – 24 en total – sobre la superficie de la
crema quedaban manchas rojizas del jugo del marisco; lo removió con firmeza
hasta que homogeneizó de nuevo el color de la crema.
Abrió
por la parte superior los langostinos pelados con la punta de un cuchillo, de
modo que se abriera como la hoja de una palmera. Puso una sartén grande con una
gotita de aceite y la mantuvo en el fuego hasta que empezó a humear; cuando
humeaba fue colocando los langostinos pelados que rápidamente acentuaron su
apertura cocinándose a la plancha en un momento; los retiró a un plato y allí
les añadió una pizca de sal y otra de pimentó dulce. De los 24 langostinos picó
15 en pequeñas rodajas que añadió a la crema, los 9 restantes los reservó para
adornar el cuenco en el que los serviría, cada cuenco llevaría asomados tres
langostinos pelados a la parrilla.
Para
terminar de presentar el plato sólo le quedaba añadir unas pocas pipas peladas –
la otra posibilidad que barajó luz fue unas semillas de sésamo tostadas -, un
chorrito de aceite de oliva virgen y la crema podría ir a la mesa.
De
segundo plato Germán preparó a sus hijos unos filetes de pechuga de pollo empanadas
con patatas fritas.
Como comensal invisible que se sienta desde hace algun tiempo en tu mesa virtual, quisiera comentarte que tus narraciones i recetas (sencillas i sabrosas, algunas repetidas en mi casa) siempre son un placer.
ResponderEliminarGracias por compartirlas.
Rica crema de calabaza, y precioso cuadro de Chagall. Sigo los amoríos de Germán y las vicisitudes de su vida. Jubi
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