domingo, 7 de octubre de 2012

CAP.CXC.- Introducción a la Cocina: 7ª Receta.


El domingo amaneció lluvioso y oscuro, Germán hubiera preferido quedarse vagueando en la cama pero Gerard le aguardaba para ir al partido. Germán había dormido plácidamente, con la placidez de una victoria inesperada; sin embargo nada más despertarse el reflejo de la desconfianza le llevó como un resorte al salón, sobre la mesa descansaba el libro de Chagall y los trescientos euros en billetes de 20, arrugados, esparcidos por la mesa. El libro del Chagall era, pues, el único “tesoro” que había tenido el vida, el tesoro con el que soñaba ya desde adolescente, algo que le permitiera ser especial, disfrutar de un objeto único. Aunque su primer pensamiento lo había destinado a su profesora, lo cierto es que hasta que se diera esa improbable oportunidad de regalárselo el libro sería suyo. Daba lo mismo que no supiera francés y que hasta hacía pocas semanas no tuviera mucha idea de quien era Marc Chagall, daba lo mismo no saber si era una burda imitación o si se trataba de una joya única, un regalo que realmente hiciera el pintor a un pescador de Tossa.

Miró la dedicatoria y el simple boceto firmado por Chagall, jugó a intentar traducir algunas palabras sueltas que le sonaban del francés, leyó en voz alta algunas frases entonando en un francés imposible. Tomó apresuradamente un café y marchó a recoger a su hijo, aunque lloviera a cántaros el partido se tendría que jugar. A media mañana devolvería a Gerard a casa de su madre y regresaría para volver a toquetear el libro, a buscar un lugar seguro en su habitación en el que pudiera esconder su inesperado tesoro.

A las ocho de la mañana de un domingo de noviembre la ciudad estaba deshabitada casi por completo, algún mendigo dormitaba acurrucado en los soportales de los cajeros de los bancos, abrían las primeras panaderías y algún bar.

Aparcó el coche en el lugar de costumbre a pocos metros del portal del que fuera su domicilio, encendió la radio y aguardó a que bajara Gerard; a Germán le gustaba escuchar radio fórmulas con éxitos de los años ochenta y noventa, canciones que pudiera reconocer. Sonó un viejo éxito de Dire Straits, “Romeo & Juliette”. Recordó haberle regalado ese disco a Olga al poco tiempo de ennoviarse, un vinilo que se había quedado en Gran Desgracia olvidado en el altillo. Escuchando la canción, que no entendía, le vino a la cabeza una preocupación que le llevaba rondando cierto tiempo pero que hasta esa mañana no había podido o sabido concretar: ¿Estaba enamorado ? o, lo que podía ser más grave ¿ había estado alguna vez enamorado ?, ¿ sabía realmente lo que era el amor ?

En un mundo idea, o idealizado, Germán hubiera querido sentarse aquella mañana a desayunar con su hijo y preguntarle a cerca del amor. Por su edad y por algunas pistas en forma de SMS guardados en su teléfono Germán sabía que Gerard había tenido ya los primeros econtronazos con el amor; era feo revisar los correos pero resultaba una tentación inevitable cuando quedaba el móvil abandonado sobre el sillón del salón.

Como su mundo no era ideal, ni estaba idealizado, por lo menos Germán no había sido capaz de crear ese clima, tuvo que contentarse con los habituales gruñidos y monosílabos con los que solían comunicarse; ni por asomo se atrevió Germán a preguntar a Gerard por su estado sentimental y mucho menos a facilitarle algún dato sobre el suyo. Germán recibió una escueta información sobre la marcha de los estudios, alguna vaga referencia a la pequeña – recuperada ya del todo – y tres o cuatro apuntes sobre el rival de aquella mañana, un equipo duro del extrarradio que mantenía a base de patadas y marrullerías el primer puesto en la liga intercolegial; en un partido anterior Gerard había tenido más que palabras con un defensa central que le había asegurado que le iba a destripar y estaba deseoso de rencontrarse con el en el barrizal y ajustar cuentas pendientes.

Germán dejó a su hijo en la concentración y recuperó el ritual de encontrar un bar en el que almorzar; las lentejas del día anterior habían quedado estupendas pero lo cierto es que desde el mediodía del sábado no había probado otro bocado que el de la victoria a las cartas. Dio con una taberna oscura a pocos metros del campo de futbol. La prensa deportiva, un par de cañas y un bocadillo de butifarra negra fueron su única compañía durante un par de horas.

El partido empezó a las diez de la mañana, había dejado de llover pero el campo estaba impracticable, no había apenas padres en la grada y, como era previsible, el equipo de su hijo perdió por tres goles a uno. El defensa central le había marcado los tacos a Gerard en el muslo, Gerard en otro lance había soltado un codazo instintivo que le había hecho saltar dos incisivos a su rival, acción por la que fue inmediatamente expulsado. Aunque el resultado del partido no había sido ni mucho menos favorable Gerard salió de la ducha eufórico de haber salido victorioso de su choque, cierto es que cojeaba y que seguramente le sancionarían con dos o tres partidos, pero peor suerte había corrido su rival, que abandonó el campo con una toalla taponándole la boca, escupiendo sangre. En un mundo ideal, o idealizado, Germán hubiera debido reprender a su hijo por su reacción violenta pero en ocasiones ese clima que mezclaba incomunicación con camaradería favorecía los largos silencios.

No hablaron de amor, tampoco de respeto, no hablaron de violencia, ni de deportividad. Se dieron un leve beso en la mejilla y Gerard salió corriendo poco antes de la una para llegar a tiempo a la casa ya que tenían una comida fuera de la ciudad con los hijos de Ricard, el marido de su madre; dos gemelos adolescentes un poco más pequeños que la pequeña Olga, encabronados con el mundo y, por extensión, con su padre y con todo lo que tuviera que ver con su padre ya que pensaban que Ricard atendía mejor a los hijos de su nueva pareja que a los suyos propios.

Germán, de nuevo solo, retomó lentamente el camino hacia su casa y, con ello, sus reflexiones sobre el amor: ¿Estaba enamorado de Luz?, ¿Se habría enamorado Germán alguna vez?

Germán, poco dotado para las emociones, encendió el ordenador pensando que Google le podría dar alguna pista, tecleó “amor” en el visor del buscador de Google y, de inmediato, aparecieron ciento ochenta y cinco millones de resultados en apenas 0’34 segundos. La Wikipedia funcionaba como un potente reparador emocional: “El amor es un concepto universal relativo a la afinidad entre seres, definido de diversas formas según las diferentes ideologías y puntos de vista (científico, filosófico, religioso, artístico). Habitualmente, y fundamentalmente en Occidente, se interpreta como un sentimiento relacionado con el afecto y el apego, y resultante y productor de una serie de emociones, experiencias y actitudes. En el contexto filosófico, el amor es una virtud que representa toda la bondad, compasión y afecto del ser humano. También puede describirse como acciones dirigidas hacia otros y basadas en la compasión, o bien como acciones dirigidas hacia otros (o hacia uno mismo) y basadas en el afecto. En español, la palabra amor (del latín, amor, -ōris) abarca una gran cantidad de sentimientos diferentes, desde el deseo pasional y de intimidad del amor romántico hasta la proximidad emocional asexual del amor familiar y el amor platónico, y hasta la profunda unidad o devoción del amor religioso. En este último terreno, trasciende del sentimiento y pasa a considerarse la manifestación de un estado de la mente o del alma, identificada en algunas religiones con Dios mismo y con la fuerza que mantiene unido el universo. Las emociones asociadas al amor pueden ser extremadamente poderosas, llegando con frecuencia a ser irresistibles”.

Podía Germán afirmar que se sentía afín a una persona a la que apenas conocía o era el suyo un deseo pasional, una fuerza poderosa e irresistible que, sin embargo, no le había permitido ni tan siquiera esbozar una ceremonia de acercamiento hacia Luz.

Tecleó nuevamente en el visor, esta vez la palabra fue “enamoramiento”; de nuevo la Wikipedia salió en su auxilio: “El enamoramiento es un estado emocional surcado por la alegría, intensamente atraído por otra persona y la satisfacción de encontrar a otra persona que es capaz de comprender y compartir tantas cosas como trae consigo la vida. Desde el punto de vista bioquímico se trata de un proceso que se inicia en la corteza cerebral, pasa al sistema endocrino y se transforma en respuestas fisiológicas y cambios químicos ocasionados en el hipotálamo mediante la segregación de dopamina. Según Yela (2002), a diferencia de la creencia generalizada de que el enamoramiento es un fenómeno impredecible y aleatorio, un número creciente de científicos sociales han construido diferentes modelos teóricos que describen y explican el enamoramiento. Las características principales del enamoramiento son sintomáticas, las cuales según la mayoría de autores son:

 Intenso deseo de intimidad y unión física con el Individuo (tocarlo, abrazarlo, relaciones sexuales). Intenso deseo de reciprocidad (que el Individuo también se enamore del sujeto). Intenso temor al rechazo. Pensamientos frecuentes e incontrolados del individuo que interfieren en la actividad normal del sujeto puro. Pérdida de concentración. Fuerte activación fisiológica (nerviosismo, aceleración cardíaca, etc.) ante la presencia (real o imaginaria) del individuo.  Hipersensibilidad ante los deseos y necesidades del otro. Atención centrada en el individuo. Idealización del Individuo, percibiendo sólo características positivas, a juicio del sujeto. El proceso de enamoramiento suele comenzar con una atracción física inicial hacia otra persona”.

Reducido el amor a un conjunto de síntomas a Germán le resultaba más sencillo explorarse, autodiagnosticarse y, en la medida de lo posible, automedicarse: tenía problemas claros de concentración y cierta intensidad no sólo en el deseo, también en el temor.

La cuestión no era si estaba enamorado de Luz – creía estarlo -, la cuestión era si alguna vez había estado enamorado, aquella pregunta le obligaba a un ejercicio que había evitado durante décadas. Olga y él nunca hablaron de amor, sí que hablaron de desamor cuando Olga le dijo que quería separarse y que se había enamorado de otra persona, en aquel momento a Germán le pareció que Olga y él nunca estuvieron en realidad enamorados, sólo encadenaron una serie de situaciones más o menos cómodas que supieron combinar con un grado intenso de atracción, sobre todo al principio.

Olga y Germán se conocían prácticamente de toda la vida, unos tíos de Germán era íntimos amigos de los padres de Olga, esa casualidad hizo que desde niños coincidieran habitualmente en encuentros familiares – cumpleaños, comuniones, navidades … -, por eso cuando se encontraron en el instituto el contacto fue sencillo y Germán enseguida se enganchó al grupo de amigos y amigas de Olga, chicos aplicados, sin grandes preocupaciones.

Olga inicialmente rechazó a Germán, la Olga de los entornos familiares tenía poco que ver con la Olga del instituto. En casa ella era una chica callada y estudiosa, fuera de la casa era una mujer de carácter fuerte, la primera en fumar en el grupo, la que siempre tenía claro donde ir y que hacer, la que organizaba los turnos para coger apuntes. Olga tenía miedo de que Germán pudiera descubrir en su entorno familiar aquella dualidad y, lo que entonces le parecía más grave, descubrir que fumaba y que salía con un chico que estaba a punto de terminar el COU.

A los pocos meses de iniciarse el curso Olga y su novio cortaron, lo hicieron de modo abrupto y público ya que en una de las primeras fiestas aquel muchacho se lio con otra chica del instituto. Olga perdió de repente su halo de mujer indestructible y segura, instante que aprovechó Germán para aproximarse a ella discretamente, descubriéndola un puente entre la Olga doméstica y la mundana, un puente en el que ella podía refugiarse. Tardaron poco tiempo en empezar a bailar juntos y, con esos bailes, Germán fue desenredando su pelo, acariciándole la espalda, aproximando la mejilla, buscando sus pechos. Fue un proceso lento de casi dos cursos.

A ojos de todos los amigos Olga y Germán se habían hecho novios mucho antes de que lo aceptaran ellos, de modo que cuando lo hicieron público su romance era un secreto a voces. Olga empezó a estudiar en la facultad de Biología, Germán intentó una ingeniería, aunque en pocos meses descubrió que le venía excesivamente grande, que tendría que contentarse con algún peritaje técnico. La inercia del tiempo juntos hizo que cuando ella aprobó las oposiciones para profesora de instituto y el fue contratado en el ayuntamiento gracias a un enchufe de la familia de Olga, enseguida surgieran los planes de vivir juntos y de inmediato de boda; empujados por un entorno familiar y de amistad en el que todo el mundo les consideraba la más perfecta de las parejas. Germán estaba convencido de que si el diagnóstico de su entorno era que hacían una pareja perfecta era evidente el que a ojos del mundo estaban enamorados, de ahí que validara esa opinión como suya, aunque la verdad es que los “tequieros” cruzados durante muchos años eran tan anodinos como los “pásameelsalero”, fruto de una rutina más o menos cómoda y agradable, así como de cierta complicidad física. Germán no podía recordar una fase de intensidad ni tan siquiera en el arranque del instituto, puede que sí hubiera un deseo físico de capturar a aquella chica tan mona y callada que aparecía en todas las fiestas familiares desde que tenían uso de razón.

Germán estaba bastante desconcertado, había iniciado la mañana preguntándose si estaba enamorado de Luz y, pasadas las tres de la tarde de aquel domingo llegaba a la conclusión de que nunca había estado enamorado de Olga y todo por culpa de la sintomatología del amor sacada de la Wikipedia.

Empezaba a sentir mariposas en el estómago, no de amor sino de apetito; en la calle había  arrancado de nuevo la lluvia y casi sin quererlo Germán se encontró revolviendo en la cocina, colocando sobre la tabla de cortar restos de verduras. De modo instintivo se había puesto a cocinar, por primera vez en su vida lo de cocinar no era una imposición desagradable sino un gesto intuitivo, sabía que si rehogaba un poco de cebolla con trocitos de pimiento, un calabacín y tres o cuatro tomates tendría la base para una sanfaina en la que podría cuajar un huevo con unas tiras de jamón. Quedaban en el armario unas rebanadas de pan de molde que podría tostar para acompañar al huevo. Había sal, un molinillo de pimienta, un bote con orégano en polvo, otro con albahaca, si combinaba las especias con el preciso descuido que le había visto a Luz podría preparar un platillo más o menos potable que le evitaría salir a la calle en busca de lasañas precocinadas y salchichas de Frankfurt.

Un cuartillo de vino olvidado en una botella y casi oxidado le permitió acompañar la comida y, lo que era más importante, transitar hacia la siesta sin grandes estridencias. La siesta, sin embargo, no fue todo lo reparadora que pensaba ya que invadió su sueño una Gladys provocadora y carnal que reivindicaba no sólo un lugar en su historia sino, lo que era más preocupante, también en su cama. Sueños húmedos que Germán no sabía como gestionar.

A media tarde llamó a sus hijos para recibir el parte del fin de semana.

Decidió guardar el libro de Chagall en el cajón de la mesilla de su dormitorio, debajo de la ropa interior; volvió a contar el dinero ganado – 340 euros al final, un pellizco extra que le permitiría alguna alegría -. En la calle seguía lloviendo sin parar, por lo que regresó al salón buscando alguna película que le permitiera terminar de transitar por aquel raro domingo que había destinado a buscar, sin mucha fortuna, el verdadero sentido del amor.

Era complicado “domesticar” a la soledad, Germán no lo había conseguido del todo, aunque sí había aprendido a dejar la mente casi en blando y dejar que discurrieran las horas sin sobresaltos delante del televisor, en un eterno zapeo de un programa a otro. El divorcio le había cogido de improviso, la pensión pactada de alimentos, el alquiler del nuevo piso y los gastos corrientes comprometían la práctica totalidad de sus ingresos, por lo que el refugio de la calle y de los bares que había visto en otros amigos separados le resultaba a Germán imposible ya que cada tarde/noche que salía para mitigar su soledad le generaba un pequeño descalabro financiero; los 30 ó 40 euros que gastaba si salía a tomar una cerveza o a ver el partido de futbol en el bar de la esquina se lo tenía que escamotear a sus hijos, que estaban acostumbrados a que cuando visitaban a su padre le arrancaban una pequeña sobrepaga de 5/10 euros con las que completar la semanada.

Al principio de la separación Germán fue bandeando las estrecheces a base de horas extras, horas que acumulaba casi agradecido no sólo por la pequeña inyección económica, sino sobre todo por las horas que le ocupaba. Cuando llegó la crisis y con ella los recortes terminaron las horas extra y fueron llegando las reducciones de sueldo tanto para él como para Olga, lo que generó algunas fricciones y ajustes que consiguieron gestionar al margen de los niños. Germán tenía que financiar con la tarjeta de crédito del Corte Inglés los 15 días de vacaciones que le tocaban con los chicos, gestión que le obligaba a fraccionar en 12 mensualidades las dos semanas que pasaban en un hotel de la costa de Tarragona, no muy alejado de Salou, en el pasaban con un “todo incluido” la primera quincena de agosto. Tanto Gerard como Olga acudían encantados ya que la mayoría de sus amigos veraneaban en El Vendrell y en Torredembarra, lo que había obligado a Germán a convertirse en un taxista permanente que llevaba a sus hijos de una playa a la otra para que sus hijos regresaran contentos.

Soledad, desamor y falta de recursos económicos era una combinación lisérgica que colocaba a Germán en una situación de agobio permanente que sólo mitigaba a golpe de tarjetazo de El Corte Inglés, que le permitía pequeños lujos cuyo plazo iba aplazando durante meses.

Las clases de cocina habían aparecido primero como una terapia barata y cercana, también como un medio para intentar reducir los gastos en congelados y precocinados; lo que no pensaba Germán es que terminarían convirtiéndose en una precipitada educación sentimental.

Estaba deseando que llegara el lunes para rastrear por las pantallas de los ordenadores del trabajo hasta dar con el coche de Luz y poderla ir persiguiendo por Barcelona, intentando descubrir sus hábitos y rutas, intentando aprender un poco más de ella. Poco a poco fue descubriendo que dos mañanas a la semana Luz aparcaba su coche en el parking de la catedral y que desde allí iba caminando a una escuela de cocina que había frente a la Iglesia de Santa María del Mar, Germán no sabía si Luz acudía en calidad de profesora o de alumna, aunque sí le daba la posibilidad de poderse hacer el encontradizo ya que salía de la clase cerca de las dos de la tarde; las aulas no estaban lejos de las oficinas en las que trabajaba Germán que sólo necesitaba hacerse con un poco de valor para intentar abordarla por casualidad a la salida de la clase.

Otros dos días de la semana Luz marchaba a eso de la media mañana a un centro municipal muy parecido al que acudía Germán; allí estaba casi una hora. También acudía a un comedor social del Raval sin duda para preparar la comida a los necesitados del barrio. La vida de Luz giraba en torno a los alimentos, era una apasionada de la cocina que había conseguido ganarse la vida cocinando, enseñando y aprendiendo a cocinar. Germán iba construyendo con la precisión de un relojero los horarios e itinerarios de su profesora, detalles que apuntaba minuciosamente en una libreta titulada las Rutas de la Luz, una libreta en la que también iba pegando reproducciones de cuadros de Marc Chagall que normalmente localizaba gracias a internet. La última de las láminas que había conseguido se titulaba Romeo y Julieta, como la canción de Dire Strait.
 

Llegó el jueves y con él la clase de cocina, sexta sesión, la última dedicada a los primeros platos. Luz les proponía una crema de calabaza con langostinos. Germán tomó algunas anotaciones complementarias sobre la receta que les había fotocopiado la profesora: La crema quedaba en tonos naranjas, rojos y blancos. Para que la crema quedara perfecta necesitaban un pasapurés o un chino, otro cachivache que Germán se veía obligado a comprar haciendo que su cocina, inicialmente despoblada, se fuera ocupando por instrumental que hasta esa fecha a Germán le resultaba insospechado; cada uno de los instrumentos de cocina comprados durante esa semana, cada uno de los ingredientes hasta la fecha novedosos le evocaban a Luz.

Cuando entró en la clase, libreta en mano, se encontró de improviso con Gladys, que le recordó:

-      Usted y yo tenemos asuntos pendiente, creo. Me tiene mi niño un poco abandonada.

Germán apenas pudo balbucear un: “No tenía forma de localizarte” y seguir con un “la semana que viene me gustaría invitarte a cenar. Esta semana imposible, me tocan niños”. La excusa fue suficiente como para aplacar las iras de Gladys, aunque quedara en el aire el compromiso de una cena en la que abordar esos asuntos pendientes.

El sábado Germán le preparó a sus hijos la crema de calabaza con langostinos.

Empezó deshaciendo en una cacerola 125 gramos de mantequilla – justo la mitad de una pastilla normal -, le echó un poquito de acepte porque Luz aseguraba que con el aceite evitarían que se tostara la mantequilla.

Cuando la mantequilla estaba deshecha añadió un puerro picado, sólo la parte blanca, lo salpimentó y bajó el fuego al mínimo para que el puerro se hiciera poco a poco. Cuando los trocitos de puerro quedaron casi transparentes añadió 350 gramos de calabaza picada – la había encontrado ya pelada, despepitada y troceada en una bolsa al vacío en el supermercado –, dos patatas peladas a cuadritos y una zanahoria pelada y picada. Añadió una pastilla de caldo de pollo y removió todo unos segundos. Luz les había dicho que además de la pimienta podían utilizar como especias el curry, el comino o la nuez moscada; Germán en un arrebato de osadía había comprado un botecillo de cada una de las especias y había puesto media cucharadita de café de cada una de ellas en el sofrito. El curry intensificó el color naranja, el comino y la nuez moscada consiguieron que el guiso tuviera un intenso olor a madera.

Cubrió el sofrito con un litro de agua y subió el fuego a la máxima potencia, potencia que mantuvo hasta que el agua empezó a hervir. Cuando rompió el hervor bajó de nuevo la llama para que los ingredientes se cocieran lentamente y sin mucha evaporación.

Al cabo de 20 minutos pinchó con un cuchillo los trozos de patata, que estaban ya cocidos. Era el momento de tomar una decisión complicada, la de añadir un brick de crema de leche o de optar por mantener la crema sin ese ingrediente – iba en gustos lo que pasaba es que según la profesora el uso de la crema de leche aunque hiciera el plato más cremosos lo convertía en más pesado -; Germán prefirió añadir la crema por miedo a que el plato quedara insulso.

Había comprado el dichoso chino, un aparatoso cacharro metálico lleno de agujeritos sobre el que depositó primero los trozos de patata, calabaza, zanahoria y los hilos de puerro; sobre aquella pasta colocó un disco metálico accionado por una manivela que convertía los trozos n puré; mientras con una mano iba dando a la manivela con la otra vertía poco a poco el caldo para conseguir que el puré se fuera convirtiendo en crema y cayera sobre un bol que fue tiñéndose de naranja hasta completar un litro cumplido de crema muy fina que reservó sobre la encimera de la cocina.

Le hubiera encantado comprar langostinos frescos pero su precio era imposible, la propia pescatera le recomendó que comprara unos langostinos congelados que vendían al peso y que le saldrían mucho más económicos e igual de sabrosos, sobre todo para una crema.

Los había comprado el día anterior y, por indicación de la vendedora, los dejó en un plato para que se descongelaran poco a poco toda la noche. Recordaba que Luz había descabezado y pelado los langostinos sobre el bol con la crema, de modo que iba cayendo a la crema el juguillo del langostino, lo único era tener cierto cuidado para que no cayeran también restos de las cáscaras que afearan la crema.

Cuando hubo pelado todos los langostinos – 24 en total – sobre la superficie de la crema quedaban manchas rojizas del jugo del marisco; lo removió con firmeza hasta que homogeneizó de nuevo el color de la crema.

Abrió por la parte superior los langostinos pelados con la punta de un cuchillo, de modo que se abriera como la hoja de una palmera. Puso una sartén grande con una gotita de aceite y la mantuvo en el fuego hasta que empezó a humear; cuando humeaba fue colocando los langostinos pelados que rápidamente acentuaron su apertura cocinándose a la plancha en un momento; los retiró a un plato y allí les añadió una pizca de sal y otra de pimentó dulce. De los 24 langostinos picó 15 en pequeñas rodajas que añadió a la crema, los 9 restantes los reservó para adornar el cuenco en el que los serviría, cada cuenco llevaría asomados tres langostinos pelados a la parrilla.

Para terminar de presentar el plato sólo le quedaba añadir unas pocas pipas peladas – la otra posibilidad que barajó luz fue unas semillas de sésamo tostadas -, un chorrito de aceite de oliva virgen y la crema podría ir a la mesa.

De segundo plato Germán preparó a sus hijos unos filetes de pechuga de pollo empanadas con patatas fritas.

2 comentarios:

  1. Como comensal invisible que se sienta desde hace algun tiempo en tu mesa virtual, quisiera comentarte que tus narraciones i recetas (sencillas i sabrosas, algunas repetidas en mi casa) siempre son un placer.

    Gracias por compartirlas.

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  2. Rica crema de calabaza, y precioso cuadro de Chagall. Sigo los amoríos de Germán y las vicisitudes de su vida. Jubi

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