La quinta de las sesiones de
cocina tocaba el jueves uno de noviembre, como era fiesta la aplazaron a la
semana siguiente. Olga se había recuperado estupendamente, casi tenía olvidada
la intervención. El día 8, cuando reanudaron las sesiones, Luz se aproximó a
German y, discretamente, le preguntó por la salud de la niña.
- Por suerte lo tiene casi olvidado, sólo una pequeña cicatriz por
encima de la ingle le recordará que fue operada de urgencia.
- ¿ El mousse le gustó ? – Preguntó cortésmente la profesora.
- Funcionó casi mejor que las medicinas.
La
interrupción de las clases durante una semana había desconectado casi por
completo a Germán de sus preocupaciones culinarias, también le había servido
para disipar el recuerdo de Gladys, qué, de momento, no se había incorporado a
la sesión del día 8 de noviembre. Germán le había dado algunas vueltas al modo
en el que reaccionaría cuando se la volviera a encontrar, seguía un tanto
aturdido por la provocativa despedida y no tenía del todo claro si le
correspondía a él mover ficha o si sería Gladys la que mantendría la
iniciativa. De momento la ausencia le daba un respiro.
- La receta de hoy – arrancó la clase la profesora Sánchez – es
mucho más sencilla de lo que parece; hay que estar un poco atentos ya que la
base de este guiso os servirá para muchos potajes y pucheros similares. Hoy
cocinaremos unas lentejas con confit de pato, os reparto la nota con los
ingredientes y los pasos a seguir.
La
relación de ingredientes era, con diferencia, la más completa de las que habían
hecho hasta ahora, sin embargo la propuesta le abría a Germán algunas
expectativas hasta entonces insospechadas, podría sorprender a los amigos.
Necesitaba:
Dos zanahorias peladas y
picadas finas.
Dos pencas de apio
limpias y picadas finas.
Dos cebollas moradas
peladas y picadas.
Grasa de pato o aceite
de oliva.
Medio kilo de lentejas,
preferentemente de puy.
Un litro de caldo.
Un par de patatas
peladas.
Seis patas de pato en
confit.
200 gramos de espinacas
frescas.
Sal, pimienta y vinagre.
Una penca de apio.
Un manojo de tomillo
fresco.
Un manojo de perejil.
Una hoja de laurel.
Dos hojas de puerro.
El
sábado German había quedado con un grupo de amigos del instituto; como le había
sucedido a otros amigos la separación había sido una excusa para el regreso a
la “arcadia”, arcadia que casi todo el mundo identifica con la adolescencia. El
grupo se había nucleado alrededor de unas partidas de póker – Texas Póker – que
organizaba Gonzalo, el más petulante y vanidoso de sus compañeros de instituto.
Gonzalo, que ahora se hacía llamar Gonçal,
siempre había necesitado rodearse de una corte de aduladores que le
alabaran el gusto y le rieran las gracias. Poco quedaba de aquellos chavalines
que veían con asombro lo rápido que evolucionaba el mundo; ahora eran un
conjunto de casados, descasados, abandonados, tristes y anodinos supervivientes
que con la excusa de la partida de póker una vez cada mes y medio ajustaban
cuentas con el mundo, sobre todo con su mundo.
Habitualmente
era Gonzalo el que se ocupaba del almuerzo previo a la partida, fiambres y
algún plato precocinado, siempre comprado en las tiendas más selectas – no podía
ser menos.
Nada más
salir de la clase Germán llamó a su amigo para hacerle la propuesta de que
cocinara él, de inmediato Gonzalo le citó a primera hora de la mañana en la
Boquería, el mejor mercado de Barcelona; desayunarían dentro del mercado y
comprarían todo lo necesario para la comida. Tenían mucho que hablar.
Mientras
estuvo casado Germán dejó de ir a muchas convocatorias, entre otras razones
porque Olga no tragaba a su amigo, del mismo modo en el que Gonzalo ignoraba la
presencia de Olga y de los niños. Gonzalo consideraba que durante las partidas
se prolongaba la adolescencia con todos sus efectos colaterales.
Germán
mantenía una relación curiosa con su amigo, le admiraba, era inevitable,
Gonzalo era el ejemplo claro de un triunfador: la mejor casa, el mejor sueldo,
el mejor coche, la mejor esposa … Todo lo mejor; el único problema era la obsesión
de Gonzalo de quedar permanentemente por encima de cualquiera que les rodeara,
sobre todo si eran sus amigos. Esa propensión al fantasmeo terminaba por
desquiciar a Germán que había establecido un sistema de protección especial, un
mecanismo que no controlaba pero que solía aflorarle, como un brote psicótico,
en las circunstancias más inesperadas.
La
primera vez en la que apareció esa reacción fue cuando visitó por primera vez
la nueva casa, hará cosa de quince años; Gonzalo se había ido a vivir a la
periferia de Barcelona, a un pueblo exclusivo en el que vivían todos y cada uno
de los futbolistas importantes de la ciudad, temporada tras temporada Gonzalo
aseguraba que coincidía con tal o cual jugador en el kiosko, en la panadería o
en cualquiera de los restaurantes de moda que abrían cada dos o tres meses,
restaurantes caros, normalmente orientales en los que era casi imposible
conseguir una reserva, salvo que se tuviera una recomendación que, por
descontado Gonzalo, facilitaba.
Germán
había bebido y al ir al baño apuntó mal, lejos de preocuparse, lo que hizo fue
limpiar los vestigios de su descuido con las toallas, que dejó primorosamente
dobladas en el mismo toallero en el que estaban. Tres meses después Germán consiguió
convencer a sus jefes para que colocaran en naranja intermitente permanente el
semáforo que habilitaba las entradas y salidas de la oficina de Gonzalo, una bocacalle
que daba a la avenida Diagonal y en la que resultaba prácticamente imposible
salir, lo que le había ocasionado a su amigo algún percance ya que entre las
virtudes de Gonzalo no se encontraba la paciencia. En una ocasión sumergió
durante unos segundos un teléfono móvil de última generación, lo escurrió y
secó con sumo cuidado para no despertar sospechas; el teléfono no volvió a
funcionar. Había aflojado tuercas de las tuberías del lavabo para que, en unos
días, se le inundara el cuarto de baño.
Lo
importante de todas esas pequeñas diabluras era que no afloraran de inmediato,
que Gonzalo no pudiera vincular su fatalidad con la presencia de Germán; de
modo que rompía el cristal de un marco de fotografía despistado en un
dormitorio, arañaba con una llave el marco de una puerta lacada, por la base.
Un desagrado por visita, un leve rastro de maldad que tardara días en ser
percibido, evitando dejar pistas que le delataran, de ahí que nunca se hubiera
atrevido a quitarle ningún objeto de valor.
Gonzalo
había ganado su primer millón, entonces de pesetas, al poco de terminar la
carrera gracias a un algoritmo informático que permitía a los bancos conectar
con administraciones públicas, lo que facilitaba el pago de impuestos desde el
ordenador. A Germán ese primer millón le resultó especialmente amargo ya que
meses antes había rechazado constituir con su amigo una consultoría. El resto
de millones, finalmente de euros, habían llegado por medio de un matrimonio
agraciado con la hija de un constructor. Gonzalo era una especie de Rey Midas
que parecía haber absorbido la suerte que parecía faltarle a sus amigos, aunque
Germán tenía una sospecha muy fundada de que en el póker no era la suerte la
que le permitía ganar sino las cartas marcadas ya que de otro modo no se
entendía que partida tras partida fuera Gonzalo quien terminara ganando; por
suerte las reglas eran muy estrictas y en ningún caso se permitía jugar por
encima de los cien euros por sesión, quien ganaba podía llegar a llevarse seis
cientos euros y para quien perdía el descalabro no era muy grande.
Aquel
sábado de noviembre amaneció muy lluvioso, Germán prefirió ir al mercado en
metro, sabía que su amigo abría aparcado su cuatro por cuatro cerca de la
Boquería. A eso de las nueve de la mañana desayunaron unos callos y una
butifarra de setas, luego le pasó la lista de ingredientes a Gonzalo para que
le guiara. Con el primer bocado Gonzalo le anunció que se separaba de Sita – su
mujer -, hasta cierto punto la noticia estaba cantada desde hacía tiempo, entre
otras razones porque el padre de Sita, constructor postinero durante muchos
años, llevaba arruinado desde el inicio de la crisis, incurso en multitud de
procedimientos judiciales, un apestado para los parámetros sociales y económicos
de Gonzalo. De momento Sita se había marchado con los niños – 3 – a un
apartamento en la ciudad y él quedaba en la casa ajardinada de las afueras, que
llevaba en venta varios meses sin recibir grandes ofertas. Gonzalo tenía parte
de sus ahorros fuera de España y aunque había tenido que cerrar varias
oficinas, lo cierto es que seguía manteniendo su consultoría informática con
varios bancos lo que permitía tener garantizados ingresos razonables y, sobre
todo, una agenda repleta de contactos, su última aventura era la de defender
que con la independencia Cataluña saldría rápidamente de la crisis y se
convertiría en una nueva Suiza a la que llegaría el dinero a espuertas, de ahí
que se hiciera llamar Gonçal y anduviera diseñando la red informática bancaria
de una Cataluña ajena a España.
El
desayuno fue un monólogo alrededor de sus amoríos, de sus negocios y de sus
veleidades políticas, sin embargo el coche había dejado de ser el mejor –
circulaba en un modelo de cuatro o cinco años de antigüedad con algunas abolladuras
-, le devolvieron la tarjeta de crédito con malos gestos en tres ocasiones, lo
que obligó a Germán a pagar facturas absurdas por productos que no necesitaba,
y apuntaba una papada y una barriguilla que evidenciaba que hace varios meses
que no pasaba por el gimnasio.
A eso
de las once de la mañana estaban en la casa de Gonzalo, el jardín estaba
completamente abandonado y en el suelo de la entrada se amontonaban cartas de
bancos sin abrir y avisos de notificaciones de la Agencia Tributaria. En el
balcón principal de la casa una gran bandera catalana estelada anticipada una
futura independencia que sacaría a Gonçal de todas sus tribulaciones.
Germán
tomó posesión de la cocina, dejó sobre la encimera las bolsas de la compra y le
pidió a su amigo que le localizara sartenes y una olla lo suficientemente grande
como para cocinar un potaje de lentejas con confit de pato que saciara el apetito
del resto de jugadores. A Gonzalo se le habían antojado unas setas de temporada
que había pagado Germán a precio de oro; el encargado del puesto, obsesionado
porque no le tocaran el género, le había colocado cuarto de kilo de
colmenillas, cuatro o cinco piezas de edulis relucientes y unos huevos de rey a
punto de estallar. Gonzalo empezó a limpiarlos con un cepillo de dientes,
eliminando cualquier resto de tierra; no tardó en blasfemar porque bajo la
manía de no dejar que los clientes se acercaran a las setas el tendero ocultaba
que alguna de las setas estaban picadas, unos gusanillos blancos, minúsculos,
que malograron las expectativas de Gonzalo; en un arranque de ira tiró todas
las setas a la basura.
Germán
aprovechó para informarle de sus avances en la cocina, asegurándole que la
lenteja de puy era el caviar de los pobres, un manjar diminuto, de color oscuro,
que necesitaba muy poco tiempo de cocción.
Empezó
abriendo las latas del confit de pato, en cada lata había dos piezas – muslo y
contramuslo – sumergidas en grasa gelatinosa; rebuscó entre los cajones hasta
dar con una cuchara de madera, puso dos cucharadas cumplidas de la grasa del
pato y le pidió a Gonzalo que le enchufara las placas de la cocina, una
sofisticada encimera de inducción con los mandos de una nave espacial. Mientras
calentaba la grasa Germán peló y picó las zanahorias, la cebolla y el apio;
había ensayado durante días en casa hasta conseguir la destreza de un
profesional. Gonzalo le había sugerido que comprara incluso los ingredientes
más comunes asegurándole que la cocina estaba arrasada. Desde que habían entrado
en la casa había tenido la impresión de que llevaba deshabitada varios meses,
lejos de la pulcritud de otras visitas, los muebles estaban cubiertos con una ligera
capa de polvo, nada más llegar encendieron la calefacción, Gonzalo se excusó
asegurando que justo esa misma mañana había llegado de un viaje a París.
Germán
rehogó las verduras a fuego muy suave, cuidando que no se doraran en exceso;
cuando la cebolla estaba casi transparente pasó el contenido de la sartén a la
olla, dejó la sartén en la pila para lavar y colocó sobre ese mismo fuego la
olla.
Con la
punta de un cuchillo abrió por la mitad un puerro, sobre una de las capas de
puerro colocó una ramita de apio, unas ramitas de tomillo fresco, un manojo
cumplido de perejil y dos hojas de laurel; cerró la hoja de puerro y sacó del
bolsillo una hebra de hilo de cocina que había traído desde casa. Si pretendía
sorprender a Gonzalo lo estaba consiguiendo.
- Este hatillo se lo llaman los cocineros profesionales bouquet
garní, como ves Gonzalo esto de las clases de cocina va a conseguir que sea
todo un Arguiñano.
Colocó
el hatillo en la olla colocó las seis piezas de pato, que rompieron rápidamente
a sudar desprendiéndose de los restos de grasa; no convenía mantenerlos mucho
tiempo en la olla ya que las piezas vienen ya previamente cocinadas. Cuando se
deshicieron los restos de grasa añadió el medio quilo largo de lentejas y el
caldo vegetal – como no había tenido tiempo de preparar el caldo tuvieron que
pasar por un supermercado para comprarlo envasado, incluso respecto del caldo
Gonzalo le había asegurado que determinada marca – el Aneto – era la más renombrada
de entre las que había a la venta.
Peló las
patatas y las cortó en dados, puso las espinacas bajo el chorro del grifo y
también las añadió al hervido. Como eran hojas tiernas y pequeñas – espinacas baby,
le habían asegurado en el mercado – no hizo falta picarlas.
La
receta indicaba que las lentejas tenían que hervir a fuego suave durante 45
minutos pero, dada la delicadeza de las de Puy, cría que con media hora sería
suficiente. Como la lenteja espesa un poco, más si lleva patata, comprobó que
había suficiente caldo y añadió un poco más.
Mientras
recogía la cocina le pidió a Gonzalo que abriera un poco de vino:
- Anda, que no has hecho nada en toda la mañana, abre una de las
botellas que me has hecho comprar, como no salga bueno te vas a enterar –
Gonzalo le había recomendado comprar unos vinos del priorato, estaba encaprichado
en uno llamado Vall-Llach, menos mal que el bodeguero se había apiadado de
Germán y le había asegurado que la misma bodega tenía otro un poco más
económico e igualmente exquisito.
- No te quejes Germán, yo pondré la mesa, el resto deben estar al
caer.
Subieron
las persianas del salón para iluminar un poco más la estancia, Gonzalo abrió
una rendija las ventanas discretamente para que se disipara el olor a cerrado;
la calefacción todavía no había caldeado la casa, sólo entonces se Germán se
dio cuenta de que no se habían quitado el abrigo, llevaban casi dos horas en la
casa y habían estado cocinando con él puesto. Gracias al vino y al golpe de calor
de los radiadores se despojaron de los abrigos y en unos minutos estaban ya en
mangas de camisa.
Mientras
Gonzalo rebuscaba en los cajones para localizar los platos y los cubiertos
Germán se quedó curioseando en la librería, nunca le había puesto mucho interés
a los libros de la casa, nunca hasta esa fecha en la que descubrió que una de
las estanterías estaba dedicada a grandes libros de arte; Gonzalo y Sita habían
invertido parte de sus ahorros en cuadros y eran habituales de exposiciones y
galerías.
- Tienes alguna cosa de Chagall.
- Como es eso, Germancillo, aficionado ahora al arte?
- Con la cocina han ido llegando otras aficiones.
- Creo que por ahí atrás, si no se lo ha llevado Sita, que lleva
unos meses bastante borde, debe haber un libro no muy grande; es un ejemplar
curioso, lo compró mi suegro, bueno, mi exsuegro; por lo visto Chagall veraneó
algunos años en Tossa de Mar, a principios de los años treinta, le dedicó un
libro biográfico a un pescador de la zona, un borrachín que le contaba a
Chagall leyendas de la costa. Los nietos del pescador hace algunos años
pusieron a la venta el libro dedicado, que tenía un sencillo apunte de una
marina firmado por Chagall. Ya sabes que el padre de Sita tiene casa en Tossa,
se encaprichó del libro y lo compró por cienmil pesetas de las de hace veinte
años, era dinero. Lo malo es que el libro está en francés.
Germán
tardó un poco en dar con el ejemplar, antes de dar con el libro en cuestión
hojeó otro del que recordaba haber arrancado años antes una de las páginas
centrales, aquel libro – que reproducía los bocetos de Dalí para un ballet en
París – seguramente llevaba años sin ser leído, por lo que aquella tropelía
quedaba todavía en secreto. Devolvió el ejemplar a su lugar sin poder evitar
estornudar por el polvo acumulado. Apartado en un rincón, casi al fondo estaba “Mi
Vida” de Marc Chagall, un libro de bolsillo de apariencia vulgar, en la primera
página una sencilla dedicatoria: Pour mon amí Manel, un apunte en pluma de una
barquita de pescadores navegando junto a una sencilla luna menguante y unas
estrellas, debajo la firma clara de Chagall.
Sonó
el timbre de la calle y llegaron el resto de comensales, ruidosos, como
siempre, con botellas de vino bajo el brazo; dispuestos a recordar viejas
hazañas, a dejarse engatusar por las aventuras y desventuras de Gonzalo que, en
cuanto abrió la puerta de la calle recuperó la luminosidad de otras ocasiones;
mientras dejaban los abrigos en una de las habitaciones, en un aparte Gonzalo
le rogó a Germán:
- No comentes nada de lo de Sita, a lo mejor al final lo
arreglamos; no quiero amargaros la tarde con lamentos.
- No te preocupes – contestó Germán.
Los
invitados estaban hambrientos, pidieron cervezas y Gonzalo improvisó un
aperitivo con embutido, queso y unas latas de conserva; todos quedaron
sorprendidos al ser informados de que era German el improvisado cocinero.
Con la
gran olla sobre la mesa Germán se atrevió a dar algunas indicaciones:
- Os he preparado un potaje de lentejas de Puy con pato, confit de
pato; en España las lentejas se suelen espesar con un sofrito de cebolla,
pimentón dulce y harina tostada, que se añade cuando el guiso vuelve a hervir.
Los franceses, que son más finos, prefieren tomarlas o con un chorrito de
vinagre o con un poco de crema de leche, de nata líquida.
Pese a
las risas y a los comentarios iniciales lo cierto es que las lentejas le habían
quedado estupendas, todos ellos repitieron y dejaron los huesos del confit de
pato mondados, incluso mojaron pan en los restos del caldillo.
Llegaron
los postres y las copas, con ellos la partida. Gonzalo sacó la vieja caja de
nácar para el Póker, los seis comensales se convirtieron rápidamente en seis
jugadores ligeramente embriagados por el vino y por los primeros whiskys; con
impaciencia cambiaron cada uno de ellos sus cien euros por el correspondiente
taco de fichas y empezaron a jugar al póker descubierto, el que repartía se
quedaba sin jugar.
Al
cabo de tres horas y por primera vez en muchos años Germán iba ganando; a las ocho
en punto se cerraba la timba porque las
nueve de la noche jugaba el Barcelona y casi todos ellos querían ver el futbol.
En la
última de las manos Germán y Gonzalo quedaron enfrentados, Germán tenía dos
reinas, había una más sobre la mesa; Gonzalo tenía dos nueves y había otro más
sobre la mesa. Sorprendentemente Gonzalo había quedado abandonado por la
suerte, le quedaban dos fichas. El mano levantó la última carta, otra dama.
Gonzalo lanzó sus dos últimas piezas sobre el tapete, Germán las igualó y
discretamente añadió una ficha de más. Las reglas del juego eran claras, las
apuestas no podían superar el límite marcado de los 100 euros, Gonzalo,
nervioso, reprendió a su amigo ya que sabía que al colocar una ficha más le
dejaba fuera de la partida.
Gonzalo
protestó, Germán empezaba a recoger las fichas con sus cartas tapadas, si no quedaba
ningún apostante tenía la posibilidad de ocultar su jugada. Gonzalo se desabrochó
el reloj y lo colocó encima de la mesa:
- Añado mi rolex de oro para verte la jugada.
- Ya sabes que no puedes.
El
resto de jugadores permanecía en silencio, expectante ante la tensión que había
generado Gonzalo en unos segundos.
- Aunque – prosiguió Germán – si en vez de el reloj te juegas el
libro de Chagall te aceptaré el envite.
Gonzalo
se levantó y se acercó tambaleándose a la estantería, torpemente lanzó el libro
sobre la mesa y descubrió sus cartas: Un full de nueves y damas. Germán destapó
sus dos damas y con ellas un póker que le permitía recoger no sólo las fichas,
sino también el libro dedicado de Chagall. Por primera vez en su vida podría
abandonar la casa de Gonzalo sin tener que cometer ninguna maldad clandestina.
Con los trescientos euros que finalmente había ganado invitaría a cenar a
Gladys, el libro de Chagall lo guardaría para Luz, pasaba a ser su as en la
manga.
Fue el
primero en marchar, después de haber cambiado las fichas por dinero; sus amigos
mantuvieron a raya a un Gonzalo iracundo y borracho. Esperó en la calle a que
saliera el primero de sus compañeros, que le bajó al centro de la ciudad, por
el camino comentaron con cierta sorna que por fin Gonzalo había perdido una
partida. Ya era hora.
Aquella
noche Germán soñó que sobrevolaba París con su profesora de cocina.
Este Gonzalo haces que no caiga bien e igual que sus amigos yo también me alegro de que haya perdido a las cartas.
ResponderEliminarMary Poppins sigue volando
La receta bestial estas lentejas ahora que se aproxima el frío habrá que hacerlas