Llegó el jueves siguiente y
con él llegó Gladys y el compromiso pendiente. Ella prefería el sábado al
viernes ya que algunos viernes prolongaba su horario de trabajo y se quedaba
cuidando a unos niños por la noche. Germán reservó en un restaurante que recordaba
cercano a la ronda de Dalt, un chalecito de madera enclavado en una zona
residencial que se llamaba La Balsa, seguramente porque su estructura recordaba
al casco de un viejo barco varado entre árboles y enredaderas; no estaba muy
lejos de la casa de Germán, por lo que si la noche no quedaba muy fría no
descartaba poder regresar dando un paseo.
El sábado por la mañana
Germán se acercó al mercado a buscar pescado para la primera de las recetas de
“pez” que les había dado Luz; era inevitable sentir que con su encuentro con
Gladys traicionaba a Luz, atraído por la carnalidad y desenfado de Gladys
apartaba el sueño de seducir a su profesora por la casi absoluta seguridad de
acostarse con Gladys sin que hubiera incertidumbres sobre la seducción dado que
la imagen del gesto invasivo de la entrepierna en el portal le permitía augurar
una fácil tarea de seducción.
Seducir, acostarse, Gladys,
Luz, pescado … Germán amaneció inquieto ese sábado ya que era su primera cita
romántica en décadas, la cita romántica de un cincuentón a quien le resultaba
más sencillo jugar a ser un enamoradizo adolescente que espiaba en secreto a la
mujer deseada, que a la de una persona normal dispuesta a inicial una relación
convencional. Seducir, acostarse, Gladys, portales y entrepiernas; una partida
de póquer ganada, una inyección extra de dinero que le permitía invitarla a un
restaurante en vez de organizar una cena en casa, escenario que le hubiera
generado mucha más inquietud a German.
Seducir, acostarse, Gladys,
póquer, una cena romántica … Germán no podía descuidar algunos detalles como el
de ducharse y afeitarse el sábado – algo poco habitual ya que cuando no le
tocaban niños solía abandonarse frente al televisor para ver pasar las horas
del fin de semana -, elegir una camisa que le sentara bien, puede que incluso
estrenar la colonia que sus hijos le habían regalado las pasadas navidades y no
olvidarse de comprar preservativos. Germán nunca había comprado preservativos,
con Olga nunca había hecho falta, con Carmen era ella la que se ocupaba de
guarnir sus ocasionales encuentros, eligiendo no sólo los preservativos, sino
también colocándoselos a él como una fase más de su mecánico ritual. Germán
sabía que en muchos supermercados se vendían profilácticos, pero le quedaba un
atávico temor a que en un super fuera de peor calidad o estuvieran caducados;
además le daba cierto reparo tener que soportar la risilla de la cajera cuando
tuviera que pasar por el lector los condones con un paquete de arroz y unas
acelgas.
Prolongó el paseo por los alrededores
del mercado escrutando con discreción las farmacias hasta dar con una en la que
los dependientes no fueran mujeres; cuando por fin encontró la farmacia
adecuada se acercó al mostrador para con un susurro pedir una caja “normal” de
preservativos, había estado ensayando ya que no sabía si decir una caja normal
de preservativos o una caja de preservativos normales.
Tuvo mala fortuna Germán ya que
el dependiente tras su bata impoluta resultó ser un tanto amanerado y se le
escapó un:
- hay, vaya, sábado, sabadete … No lo querrá con sabor a frutas. -
Germán se puso de todos los colores y apenas pudo articular un:
- Normales, normales.
- Te pongo mejor unos extrasensitive que te irán como un guante,
espero que vengas a verme otra vez para contarme cómo te han ido.
Germán
escapó como pudo sin tan siquiera recoger las monedas del cambio; guardó la
bolsa de la farmacia entre la de las verduras y marchó caminando a casa pensando
que todo el mundo le miraba. El día se estabilizaba con un sol frio de
noviembre que animaba a la gente a salir a la calle.
Germán
colocó sobre la mesa de la cocina los ingredientes para elaborar la receta de
la semana, un rape a la panadera; encendió el horno para que se fuera
calentando – 180º - y sacó una fuente de cristal de pirex con una tapa también
de cristal.
Peló y
picó en rodajas de un dedo de grosor tres zanahorias y dos puerros; después
sacó de la bolsa dos calabacines y un par de tomates de ensalada. A Luz le
salían los trozos más o menos regulares, Germán tenía que concentrarse mucho
para conseguir cierta armonía.
Engrasó
la bandeja con un chorrito de aceite y dejó la verdura formando un tapiz de
colores; salpimentó todo y añadió unas hebras de azafrán, cortó por la mitad un
limón y roció las verduras con un poco de zumo antes de meterlas en el horno;
todavía no había alcanzado la temperatura necesaria pero iba bien que se fueran
rehogando.
Luz
les había dicho que debían calcular poco más o menos 15 minutos de la verdura
en el horno, tapada para que no perdieran mucha humedad; de vez en cuando
convenía sacar la bandeja del horno y remover un poco la verdura, incluso engrasarla
un poco más con un poco más de aceite.
Germán
había comprado una cola de rape de casi un kilo, tal y como indicaba la profesora
se la habían cortado en dos lomos y cada lomo en rodajas gruesas; el rape
conserva mucha humedad que hubo de reducir secándolo un poco con un par de
servilletas de papel. Salpimentó cada medallón y sacó de nuevo la bandeja del
horno para colocar el pescado sobre la verdura ya cocinada, diez minutos más
serían suficientes para que se hiciera el pescado en la bandeja sin la tapa. Lo
sacó del horno y espolvoreó sobre el pescado pan rallado, lo espolvoreó con
generosidad, mojó el pan con el zumo del medio limón que quedaba y cambió el
horno a función grill para que se tostara el pan y la verdura; apenas tres
minutos para que quedara una capa dorada que podía ir directamente a la mesa.
Germán
se encontró de pronto con dos problemas: Había cocinado para seis comensales y todavía
no era la una del mediodía; sin embargo aquel plato tenía tan buena pinta que
se sirvió una ración generosa y se puso a comer.
Una
larga siesta y una insustancial película a media tarde hicieron que la espera
fuera mucho más fácil de llevar; había quedado con Gladys en la puerta
principal del centro municipal en el que recibían las clases; antes de salir se
duchó de nuevo y se afeitó; dudó entre tres o cuatro camisas y al final eligió
una con dos virtudes nada desdeñables: El estampado era discreto y el tejido
disimulaba razonablemente las arrugas, evitando con ello un planchado de
urgencia.
Había
anochecido ya. Rebuscó en el armario hasta dar con una vieja chaqueta de pana y
sobre la chaqueta se puso un chaquetón que le llegaba casi hasta las rodillas.
Salió de camino al punto de encuentro, quedaba más de una hora para las nueve
pero prefería esperar allí mismo; antes de salir rescató de un viejo bote
metálico sus ahorros del póquer, revisó que todo quedara en orden en la casa:
la cama hecha, el salón con los cojines mullidos, sin vasos ni papeles sobre la
mesa. La cocina recogida, el pescado sobrante en un tupper, fregados los
cacharros y en la nevera una botella de ron, unos refrescos de limón, unas
ramitas de hierbabuena fresca, un gran paquete de hielo picado y la esperanza
de que Gladys se animara a prepararle unos mojitos con la luz en penumbra y el
viejo disco de los dire straits sonando suavemente. Por si las moscas sacó del
cajón de la mesilla de noche un par de preservativos por si al final el ansiado
encuentro se producía en algún otro lugar, aunque recordaba que el tránsito en
la casa de Gladys no había rincones que garantizaran la intimidad.
Gladys
llegó diez minutos tarde, cuando Germán desesperado había empezado a perder la
esperanza; vestía unos ajustados pantalones de color fucsia, una casaca verde
pistacho, el pelo suelto y los labios pintados de un imposible carmín a juego
con el pantalón; afinaba los ojos con una levísima línea de rímel. Sobre los
hombros un abrigo de paño de color beige y una sonrisa tremenda. Germán se
instaló en una primavera permanente que no pudo romper ni siquiera el leve contacto
mejilla con mejilla gélida en el apunte de un beso que aplazaban para un
momento posterior. Con un gesto seguro Germán paró un taxi y le dio la
dirección del restaurante.
A
medida que se acercaban a una zona de chalets ajardinados aumentaba la emoción
de la pareja; Germán había derivado la conversación para romper el hielo a la
cocina y le había descrito con detalle como había guisado el rape a la
panadera.
La
Balsa estaba escondida entre muros de piedra, se subía al salón principal por
una escalera exterior ya de madera que llevaba a los comensales casi hasta la
copa de los árboles que protegían una amplia galería acristalada llena a
rebosar pese a la crisis.
Nada
más entrar, en una mesa junto a una amplia barra de bar, les recibió con sorpresa
Olga, que cenaba con Ricard.
Germán
no se apercibió de la presencia de su ex hasta que no escuchó repetido dos
veces su nombre:
- Germán, Germán. Qué sorpresa !!!! Y además acompañado !!!
Germán
se mantenía atónito, sin capacidad para articular una palabra, a duras penas
pudo besar a Olga:
- No sabía que seguías viniendo a la Balsa, nuestra Balsa. Hoy
Ricard y yo celebramos nuestro aniversario.- Germán se sintió ajeno, extraño.
- Olga, te presento a Gladys, una amiga.- Ricard se incorporó para
besar a Gladys y extendió sin mucha convicción la mano para tendérsela a
Germán.
- Me hace mucha ilusión que hayamos coincidido… Y que todo sea tan
normal… Los niños se han quedado con mis padres ... Nos encantaría que compartierais
mesa con nosotros, aunque supongo que buscaréis un poco de intimidad.
Gladys,
sin perder la sonrisa, se dirigió a Olga con absoluto desparpajo:
- Te hacía mucho más mayor… No os levantéis por favor, se os va a
enfriar la cena – sobre la mesa había un plato de jamón de bellota y una
ensalada de setas.
A
Germán le tranquilizó comprobar que ninguna de las mesas de alrededor quedaba
libre y que serían conducidos a otro salón. El jefe de sala aguardaba
pacientemente a que terminaran los saludos para conducir a German y a Gladys a
su mesa; se había formado un pequeño revuelo y decenas de miradas se dirigían
hacia el cuarteto. Los cuatro incorporados, marcando ligeramente las distancias
físicas, Gladys echó un brazo sobre el hombro de Germán y lo atrajo hacia sí;
ella olía a magnolias, Olga a violetas, siempre había olido a violetas.
- Encantada – dijo violetas.
- Un placer – contestó magnolias -.Si no tenéis prisa podemos compartir
el café.
- No podremos – terció Ricard -, los padres de Olga están ya muy
mayores y antes de las doce hemos de recoger a los niños.
- Una pena – intervino Germán -. Ricard, como tiene hijos más
mayores, ha superado esta fase – se dirigió a Gladys.
Todos
volvieron a cruzar mejillas y abrazos mientras el maitre les trasladaba con el
gesto cierta incomodidad ya que había otra pareja aguardando en la puerta.
Pasaron
a otro de los salones y apenas tuvo tiempo de excusarse ante Gladys:
- Qué casualidad.
- Seguro que no lo has hecho a posta, tienes el gesto
descompuesto, mi viejo; pensándolo bien ya la he conocido. Ella se ha quedado
helada.
No
habían hilvanado la conversación cuando en la mesa que había junto a la que les
habían asignado cenaba Luz con un matrimonio mayor. Luz estaba de espaldas,
cuando el mestre de sala retiraba ligeramente la silla para que se sentara Gladys
los respaldos de los asientos se rozaron levemente y Luz se giró sobresaltada.
- Qué sorpresa – de nuevo sonaron las mismas palabras -. Mis
alumnos favoritos.
Se
incorporó y se dirigió al matrimonio mayor, sus padres.
- Son Gladys y Germán, van a mis clases de cocina en el Casal de Lesseppes.
Son mis padres – se dirigió a sus alumnos -. Cenareis bien, aquí trabaja mi
hermano, lleva un par de años en la cocina y se nota su mano. Las crepes de
marisco son estupendas y si no sois muy tiquismiquis los riñones guisados los
bordan.
- Cenen, cenen, por favor – pidió Germán -. A Gladys y a mi nos ha
encantado conocerles, seguro que en su casa se debe comer de maravilla.
- No sabéis la ilusión que me hace que haya salido una pareja de
las clases – sonrió Luz -; no descarto pedir un sobresueldo como celestina.
El
maitre contemplaba sorprendido la nueva coincidencia y les acercaba unas
cartas.
- Veo que se sentirán ustedes realmente como en su casa. Buen
provecho.
A
German le costó romper nuevamente el hielo, Gladys movía a la perfección sus
piezas y contestaba cortésmente a cuantas preguntas o consideraciones hacía
Germán pero evitaba iniciativas, también evitaba cualquier referencia a Olga,
si había algo que le aburría sobremanera era quedar con separados que perdían
el tiempo rememorando lo mejor/peor de sus matrimonios. Germán, bloqueado por
aquel doble encuentro y por sus consecuencias en su relación con el pasado y
con el futuro, llevó la conversación hacia las razones que habían llevado a
Gladys a abandonar Venezuela; le hubiera gustado que Gladys fuera una exiliada
antichavista que se había visto obligada a abandonar su país y su carrera, sin
embargo la realidad era muchos menos glamourosa: Gladys había abandonado
Caracas con 18 años, primero marchó a Argentina, después a Brasil y, siguiendo
a un novio colombiano que le daba mala vida, terminó varando en Barcelona. Tenía
buena mano para los niños, no le importaba cuidar a ancianos; tenía algunas
nociones de enfermería y soñaba con poder tener un contrato estable y los
papeles en regla. No tenía hijos ni intención de volver a su país; vivía en una
casa con otros cinco venezolanos, la regla de oro de la convivencia en la casa
era que no hubiera líos de alcoba; ella compartía cuarto con una caraqueña un
poco mayor que ella, su compañera sí tenía hijos – 3 – y la intención de regresar.
El
vino facilitó la conversación y con la conversación Germán se fue relajando. La
espalda de Luz frente a él, su melena corta, morena; en tres o cuatro ocasiones
Germán hubo de retirar la mirada al ser descubierto por el padre de Luz, que le
devolvía un saludo cortés elevando ligeramente las cejas.
La
primera botella de vino cayó con rapidez, un vino blanco fresquito, el Perro
Verde; pidieron un poco de jamón, espárragos verdes a la plancha con salsa
romesco, las afamadas crepes de marisco recomendadas, unas supremas de dorada
salvaje con una patata Hasselback, mousse de mango y una crema de café de
postre.
Mediada
la cena Germán hizo ademán de pedir una segunda botella de vino, Gladys le
advirtió:
- Chico, te quiero entero toda la noche. - Una frase casi tan
directa como el abrupto toque de entrepierna de la primera noche.
Mientras
esperaban a los postres Olga asomó la cabeza por la sala:
- Adiós pareja.
Gladys
hizo un gesto con la mano, Germán hizo el además de levantarse, pero Olga había
desaparecido. Los movimientos en la mesa hicieron que Luz se girara por primera
vez en toda la velada.
- Es la exesposa de Germán. Hemos coincidido todos en este
restaurante tan bonito. Ya es casualidad.
Luz no
quiso seguir la conversación, regresó a su plato.
Poco
tiempo después salió el hermano de Luz a saludar a la familia:
- Es el primer momento de paz que tengo en toda la noche – se excuso.
Besó a sus padres y a su hermana y les
dijo, al postre y a los cafés son por cuenta de la casa.
Gladys
y Germán pidieron cafés; Germán le daba vueltas al modo en el que invitaría a
Gladys a dormir en su casa. Gladys reía con facilidad, contaba algunas
anécdotas sobre su experiencia de servicio en Barcelona, un matrimonio
adinerado y distante, empeñado en que aprendiera cocina catalana.
Luz y
sus padres también marcharon:
- No seáis malos - Se despidió Luz -. El jueves que viene os
explicaré como hacer las crepes de marisco.
La
sobremesa se prolongaba innecesariamente, pero Germán se veía incapaz de dar ningún
paso, aunque no quería que Gladys se incomodara con la cuenta. Germán hizo una
señal al camarero.
- Pedimos un taxi – afirmó Gladys.
- No será necesario, vivo relativamente cerca – Germán encontró la
manera de dar por sentada la invitación.
- No es tarde y me gustaría que me llevaras a bailar. Conozco un
sitio al principio de la calle Valencia, ponen una música estupenda: Cumbias,
mambos … Lo que los españoles llamáis salsa.
- Hace siglos que no bailo – Germán intentó eludir el compromiso aún
y a riesgo de que Gladys pensara que era un tipo aburrido y saliera huyendo.
- Si estás cansado, te dejo en tu casa y me acerco yo, he quedado
con unos amigos … Aunque si no vienes te puedes perder muchas cosas ricas – le miró
a los ojos.
Pasadas
las doce de la noche, con dos preservativos en el bolsillo del abrigo y una
botella de ron de caña en la nevera, Germán se veía abocado a una larga noche
de aglomeraciones en un local atestado de colombianos, venezolanos, ecuatorianos,
bolivianos y cubanos que se conocían todos entre ellos y giraban como
molinillos en torno a una pista de baile.
Germán
pagó y pidió que llamaran a un radiotaxi. Aguardarían fuera. Gladys cogió a
Germán de la mano.
- Aquí todos piensan que ya somos pareja – rio con estruendo.
Pese a
ser sábado apenas había tráfico en la ciudad, llegaron enseguida al local y
enseguida se vieron inmersos en el caos de conversaciones cruzadas y música a
todo volumen. Germán pasó por diversos corrillos en los que fue presentado como
un nuevo amigo de Gladys; tenía serios problemas para entender lo que le decía,
le pasaron un mojito. Él no hacía otra cosa que sonreír y saludar alzando la
copa, sentía que sus zapatos estaban cargados de plomo. Gladys le arrastró a la
pista de baile, donde improvisó unas nociones de salsa. Germán se contoneaba
como un torpe paquidermo entre aquellos caribeños volátiles. Los dientes de
Gladys brillaban en la penumbra, su boca y sus ojos parecían mucho más grandes
y vivos. Se vio enredado en una de esas ruedas absurdas en las que uno pasaba
por distintas parejas hasta perder completamente de vista a Gladys.
En
cuanto pudo regresó a la barra y desde allí localizó a corrillo en el que las
sonrisas le habían parecido más amables. Apuró el mojito entre sonrisas,
intentando seguir alguna de las conversaciones cruzadas. Si Gladys quería darle
esquinazo lo había conseguido.
Allí
quedaba solo y abandonado Germán, que en una sola noche había hecho un curso
acelerado de fatalidad. Su ex estaría regocijándose de la escena del restaurante
los pantalones color de chicle que convertían las nalgas de Gladys en el centro
de un universo carnal tenían poco que ver con las modosas formas de Olga, que
había aprendido a moverse en las teresianas y que conservaba un toque clasista
propio de quienes se había educado por encima de la Diagonal. También serían
sabrosas las especulaciones de Luz, que había descubierto que aquel cincuentón
que le hacía ojitos en las clases era en realidad un depredador, un macho alfa
dispuesto a seducir a la alumna más voluptuosa y ruidosa de la clase.
Germán
se había gastado casi doscientos euros en la cena, más los taxis, un lujo casi
imposible para su castigada economía, más las copas que llevaba pagadas. Apunto
ya de salir huyendo de aquel local se le abalanzó de improviso Gladys, que
regresaba sudorosa de la pista:
- Mi niño, no me olvido de que te había prometido hacerte un
hombre esta noche. No desesperes – le dio un largo beso en la boca que le hizo
recuperar su fe en el género humano, el plomo de los tobillos se diluyó y cogió
por la nuca durante unos instantes Gladys.
Gladys
le tomó de la mano, dispuesta a cruzar la sala directa a la calle; el recorrido
hacia el exterior resultó una tarea trabajosa, casi imposible ya que ella hubo
de detenerse en todos y cada uno de los corrillos, incluso improvisar unos
pasos de baile que parecía que le iban a devolver a la pista hasta el amanecer.
Germán revitalizó su sonrisa en la medida en la que ella no le soltaba la mano.
Ya en
la calle tardaron unos minutos en encontrar taxi, fueron caminando por la calle
Valencia, acurrucándose el uno en el otro para evitar el relente de la
madrugada. Los noviembre de Barcelona terminan siendo gélidos.
Por
cortesía Germán le dijo a Gladys que podía dejarla en su casa, que no había
ningún compromiso más allá de haber disfrutado de una buena cena y de una
velada divertida. Gladys le contestó con un beso largo y húmedo mientras que
volvió a apretarle la entrepierna, un gesto tantas veces recordado que a German
le resultó familiar.
Entrando
en la puerta Germán fue consciente de una incidencia final, un imprevisto que
jamás hubiera considerado, en su casa no había camas de matrimonio, de hecho
cuando alquiló el apartamento se había quedado con el cuarto más pequeño, el
espacio justo para que cupiera una cama de dimensiones mínimas y la mesilla de
noche. Los niños disponían de un cuarto más grande, con dos camas individuales
que podrían juntarse. La tercera posibilidad era la de intentar alguna
acrobacia en el sillón del salón.
Empezaron
de hecho en el salón, Germán tuvo serios problemas para poder desnudar a Gladys,
el sujetador llevaba el refuerzo de varios enganches metálicos para contener
unos pechos inusitadamente grandes, bajo el pantalón fucsia que se le había
adherido como una piel Gladys escondía una tanga ínfima. Aquel volcán de carne
en erupción era imposible de domeñar en el sofá.
Germán
arrastró a Gladys, desbocada y desnuda, al cuarto de los niños; a duras penas
pudo juntas las dos camas, empujándolas contra una de las paredes. El estampado
de las sábanas, tan infantil que incluso a los niños les resultaba ya ridículo,
no enfrió la temperatura de la envestida. Cuando parecía que no había
posibilidad de retorno Germán cayó en la cuenta de que los preservativos le
aguardaban en la otra habitación.
Hubieron
de detenerse durante unos instantes, instantes que aprovechó Gladys para
recomponerse y esconderse como pudo entre las sábanas. Germán paseaba desnudo
por la casa, dando dentelladas voraces al retractilado que protegía al
profiláctico.
- Mi niño, a ver si le vas a dar un bocado al condón y no va a
servir para nada – explotó en una gran risotada Gladys dejando de ser un cuerpo
desmelenado.
Allí
estaban los dos, a punto de que amaneciera, desnudos y excitados. German
finalmente ganó aplomo y con el aplomo pudo volver a besos y caricias más
suaves, a enterrarse entre las carnes de Gladys. El embate final duró a penas
dos o tres minutos, luego cayeron agotados.
Gladys
desparramó su cuerpo ocupando casi por completo las dos camas, cruzada como un
aspa; German se recostó plácidamente sobre el pecho de su amante y enseguida
enganchó un sueño que pensó que el embarcaría durante horas, durante toda la mañana
del domingo; sin embargo apenas permaneció dormido cuarenta o cincuenta minutos
y con la salida del sol despertó con la vitalidad de quien hubiera reposado
durante trece o catorce horas.
Le dio
miedo turbar a Gladys en su descanso, era imposible hacerse un hueco en esa
maraña de carne y sábanas desordenadas.
Marchó
al salón y se entretuvo buscando cuadros de Chagall por internet hasta dar con
uno que reflejaba perfectamente sus andanzas de esa noche.
Le dio
tiempo a ducharse, a preparar un café, incluso a comprar algo de bollería
fresca en una de las panaderías del barrio.
Gladys
dio las primeras señales de vida pasadas las once de la mañana. German entró en
la habitación con el desayuno, incluyendo un zumo de naranja.
Hicieron
de nuevo el amor, con más reposo. Apenas hablaron. Pasadas las tres de la tarde
Germán recordó que quedaba pescado suficiente en la nevera para comer, el rape
a la panadera aguantaba bien incluso hecho de víspera.
Pasadas
las cinco de la tarde Gladys le pidió si podía darse una ducha, a las siete y
media tenía que estar en casa de sus jefes para hacerle un canguro.
Cambiaron
besos, teléfonos y algunas confidencias sobre lo oxidado de sus cuerpos. No fueron
capaces de fijar en aquel instante una nueva cita.
Acercó
con el coche a Gladys a su casa – el presupuesto no daba para muchos más taxis
ese mes.
Solo en el piso de nuevo
echó a lavar las sábanas de la habitación de los niños, ordenó como pudo el
salón y los dormitorios antes de caer rendido. Su vida se estaba convirtiendo
en un circo y todavía no tenía claro el papel que le tocaba desempeñar, puede
que la de un oso melancólico dispuesto a danzar bajo el son de un violín tocado
por su domador.
Buenísimo plato de rape, es el pescado para mí más rico. El cuadro del circo de Chagall muy apropiado para el relato, el pobre Germán tiene organizado un buen circo en su vida, espero que a Gladis la de "voleto" y sea solo un mero entretenimiento. Jubi
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