Pensaba que una sola entrada cubriría
suficientemente mis aventuras portuguesas, sin embargo uno de los comentarios
de esta semana me ha animado a seguir escribiendo sobre Oporto aunque más que una
historia se trate de una no historia, me explico, recibí un mensaje en el que
me reclamaban la receta del pastel de Belem, también conocido como pastel de
nata, a lo largo de mis cuatro días en Oporto había probado esos pastelillos,
riquísimos, sin embargo no le había dedicado ni un segundo en la entrada pasada
y le debía una entrada.
Soy un tipo goloso, muy goloso, hasta el punto
de que cuando veo alguna pieza que pienso que me puedo gustar ya de antemano
pido dos raciones de golpe, la primera para saciar mi ansia de dulce y la
segunda para degustarla con cierta tranquilidad; suelo hacerlo habitualmente
cuando voy a Palma y pido ensaimadas en Can Joan de S’Aigo, la primera
ensaimada la tomo con tantas ganas que casi no la disfruto.
La primera de las mañanas que desayunamos
en Oporto no caí en esos pastelillos y me tomé un sándwich de jamón y queso así
que la segunda mañana pedí directamente dos tartaletas, convencido de que me
encantaría, como así fue.
La no historia de mi relación con esos
pastelillos sin embargo no tiene que ver con ese desayuno, sino con lo
vivido/no vivido en el aeropuerto cuando regresábamos.
El lunes pasado a eso de las cuatro y media
de la tarde, después de comer y de descansar un rato en el hall del hotel,
iniciados nuestra marcha hacia el aeropuerto de Oporto cargados de bultos, con
los niños inquietos; cuando uno decide viajar con vuelos baratos parece que le
invada una ola de austeridad en le obliga a afrontarlo todo de modo barato por
lo que decidimos ir al aeropuerto en metro – años antes tuvimos una muy mala
experiencia en París intentando ir en taxi al Charles de Gaulle.
Ir a un aeropuerto en metro cargado de
mochilas y maletas de mano – lo que permiten estos vuelos – y con los niños
revoloteando por todas partes es una experiencia que obliga a cierto equilibrio
zen, sobre todo si la espera en la estación ha de superar la media hora y hay
20 paradas hasta la terminal.
Llegamos con margen al aeropuerto, pasamos
todos los controles sin perder la sonrisa, ni los pantalones, ya dentro de la
terminal, cerca de la puerta de embarque, organizamos lo que debía ser la cena
de los niños – un cacaolat y unos bocadillos de jamón y queso -; en la mesa de
al lado una ejecutiva inglesa que había superado ampliamente los cuarenta años se
peleaba consigo misma, tenía pegado a la oreja un móvil de última generación que
sujetaba con un equilibrio increíble ya que tenía las manos ocupadas en el teclado
de un ordenador ultraligero que manejaba con destreza. Mi nivel de inglés no me
permitía interferir en la conversación, que sin duda era profesional ya que
antes de regañar a su interlocutor consultaba unas tablas excell – no creo que
ni tan siquiera el ejecutivo más frío de la city londinense fuera capaz de
sintetizar sus laberintos emocionales en una tabla excell.
Como digo no entendí ni “j” de lo que
pudiera discutir por teléfono a eso de la media tarde del lunes, lo que sí que
me fijé es que sobre la mesa había una novela de Julian Barnes – la última -,
un café con leche y dos pastelillos de belem intactos.
El hecho de que leyera a Barnes era un
elemento positivo, la elegante delgadez, el manejo de los aparatos y la firmeza
de sus palabras – seguro que su interlocutor quedó aterrado sólo por el tono,
dudo que fuera su hijo, su amante o asimilado -, también eran sugestivos, el
café y los dos pastelillos aventuraban la presencia de una golosa compulsiva. Quedé
en guardia pendiente de captar el instante en el que devorara el primero de los
pastelillos y, acto seguido el segundo; sin embargo mi espera se vio frustrada
ya que apenas mordisqueó el borde de uno de los pasteles y lo devolvió al
plato. Apagó el teléfono, cerró el ordenador sin cuidar de clausurar los
programas y marchó disparada hacia la cola de entrada a su vuelo de regreso a
Londres.
Por un instante pensé que vencería el “yo”
goloso de mi espiada ya que volvió sobre sus propios pasos, me dedicó una
sonrisa casi imperceptible y apuró los restos de café con leche que quedaban en
el vaso de plástico. Los pastelillos quedaron sin tocar, ni siquiera hizo el
gesto de envolverlos en una servilleta para tomarlos en el avión.
Tal había sido el grado de complicidad
alcanzado que no me hubiera importado recoger sus pastelillos de belem para
comérmelos yo en el avión, incluso el ligeramente mordisqueado, sin embargo
aquel acto reflejo – que probablemente hubiera realizado de viajar solo – me
ponía en riesgo de recibir severas reprimendas, además de suponer un mal
ejemplo para mis niños.
Por lo tanto mi posible historia de
pastelillos robados a una ejecutiva londinense quedó en una no historia.
De lo que no me cabe duda es que los
pastelillos de Belem merecían no sólo la receta, también merecían una entrada
para contar esta no historia, aunque ello me obligara a un ejercicio de
documentación mucho más sencillo de lo que preveía al inicio.
Los pastelillos de belem son una marca
registrada que dispone de su propia página web - http://www.pasteisdebelem.pt/ - en el
que cuentan la historia de este bocado, aunque no su receta: En el inicio del
siglo XIX, en Belém, cerca del Mosteiro dos Jerónimos funcionaba una refinería
de caña de azúcar asociada a una pequeña tienda de comercio variado. Como
consecuencia de la Revolución Liberal ocurrida en 1820, todos los conventos de
Portugal se cerraron en 1834, expulsando a todos los trabajadores y el Clero.
En una tentativa de supervivencia, alguien del Monasterio puso a la venta, en
aquella pequeña tienda de comercio, unos pasteles llamados "Pastéis de
Belém". En aquella época, la zona de Belém, quedaba lejos de la ciudad de
Lisboa y el recorrido era asegurado por los barcos a vapor que llegaban a esa
zona. Aún así, la imponencia del Mosteiro dos Jerónimos e de la Torre de Belém
atraían a los visitantes, que en seguida se acostumbraban a saborear los
deliciosos pasteles originarios del Monasterio. En 1837 se dio inicio a la
fabricación de los "Pastéis de Belém" en las instalaciones anexas a
la refinería según la antigua “receta secreta” originaria del convento. Desde
entonces, esta receta es transmitida y conocida exclusivamente por los maestros
pasteleros que los fabrican de modo artesanal en el “Taller del Secreto”. Esta
receta se mantiene inalterable hasta hoy en día. De hecho, es por medio de una
exigente elección de ingredientes que, la única y verdadera fábrica de los
¨Pastéis de Belém", proporciona hoy el sabor de la antigua pastelería
portuguesa.
La no historia se anima porque no hay nada
mejor para una receta que descubrir su origen religioso, estos antecedentes
clericales incrementan el morbo.
Llegados a este punto de mí no historia
podía tener la opción de cerrarla con una “no receta”, sin embargo con el
primer intento de búsqueda me llegó la inspiración de uno de los blogs que
suelo visitar casi a diario, el del Comidista, un profesional en esto de la
información sobre comida y alimentos. Tunear una receta del Comidista era todo
un honor, sobre todo teniendo en cuenta que me lo crucé hace unos días en el
Barrio de Gracia de Barcelona, él salía de un restaurante con un grupo de
amigos, yo me encontraba en una situación absolutamente incómodo y ajena a mi
personalidad diletante ya que me estaban filmando unos periodistas que me
obligaban a permanecer serio, circunspecto y mirando al objetivo durante varios
minutos. Por descontado que aunque cruzamos las miradas – dudo que él pensara
que estaba cruzándose con el diletante -, no articulé ni siquiera un gesto de
saludo, pese al respecto y consideración que tengo por su blog.
Aquí va el link del Comidista – no quiero
que se ofenda si lo pirateo sin más - http://blogs.elpais.com/el-comidista/2012/11/pasteles-de-nata-belem.html.
Esta es la receta:
Ingredientes
◦3 cucharadas de maizena
◦300 ml de leche entera
◦100 ml de nata líquida
◦150 g de azúcar
◦5 yemas de huevo
◦1 vaina de vainilla
◦Azúcar glas y canela para espolvorear
(opcional)
Preparación
1. Mezclar la harina con 50 ml de leche en
un bol grande hasta que quede homogéneo.
2. Poner a hervir 100 ml de agua con el
azúcar y la rama de vainilla cortada por la mitad longitudinalmente. En el
momento en el que hierva este almíbar, retirar del fuego.
3. Mientras, calentar el resto de la leche
con la nata. Cuando esté bien caliente, antes de que hierva, añadirlo a la
leche con la crema de maizena y mezclar bien.
4. Sacar la vaina de vainilla del almíbar e
ir añadiéndolo a la mezcla anterior poco a poco sin dejar de remover con
rapidez.
5. Cuando la crema anterior se haya
templado un poco, incorporar las yemas de huevo y mezclar. Cubrirlo con
plástico que quede pegado a la crema y reservar.
6. Precalentar el horno a temperatura
máxima (260 grados).
7. Estirar la masa de hojaldre con un
rodillo hasta que quede bien fina. Cortar con un cortapastas redondo que tenga
más o menos el tamaño de los moldes. Acostar en ellos los discos y, con los
dedos mojados en agua, aplastar la masa sobre el fondo y los bordes para que
quede lo más fina posible. No importa que sobresalga un poco de masa por los
bordes.
8. Rellenar 3/4 partes de los hojaldres con
la crema (no pasarse por aprovecharla toda porque con el calor subirá y
rebosará).
9. Hornear unos 8-10 minutos hasta que el
hojaldre esté hecho y de color marrón. Dejar enfriar unos minutos, desmoldar y
pasarlos a una rejilla. Como mejor están es templados, pero se pueden comer
fríos, espolvoreados si se quiere con azúcar glas y canela.
Aquí va mi tuneo, en vez de masa de hojaldre
creo que puede salir más ligera con la masa de empanadilla de la cocinera, soy
un fanático de esta masa.
Para cerrar la entrada lo suyo hubiera sido
un nuevo cuadro de la fundación Serralves, sin embargo después de buscar varias
reproducciones en el museo llegué a Perejaume – que tiene una obra en la fundación
-, de ahí a Perico Pastor y buscando bodegones de Pastor llegué a una pintora:
Lillian Frantín, y con ella a su web - http://www.lilliafrantinstudio.com/paintings.html
-; cualquiera de los cuadros de esa web merece una receta, no descarto robarle
algún cuadro más.
En mi infancia fuí muy golosa, pero de eso hace muchos años, en cambio el chocolate negro me encanta, quizás sea debido a mi "maravilloso vicio del tabaco", pero un pastelillo de esos puede que me comiera. El cuadro me ha encantado y ahora me meteré en Google para conocer su obra. Siempre me descubes algo. Jubi.
ResponderEliminarGracias Dile por la receta.
ResponderEliminar¡Todo un respetable padre de familia y tus peripecias a lo Winni de Poo casi te delatan!
A mí también me contaron que los monjes,que de todo sancan provecho, usaban las claras para almidonar sus sotanas y con las yemas sobrates hacían los pastelitos de Belem comercializándolos desde la época a la que tú haces referencia.
En principio la receta no parece complicada. La haré con la masa de empanadillas, máxime si la recomienda un Diletante, pues algo tendrá ¿no?...
admiro su estoicismo para no dar cuenta de los pastelitos aeroportuarios. los que se compran en la pastelería en belem, recién hechos, son espectaculares. he visto que en la calle princesa de madrid, frente al corte inglés han puesto una pastelería con productos portugueses, aún no he ido, pero sospecho que ahí los hay. gracias por la entrada.
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