Esta
entrada debería de haberse llamado (post) historia sarda ya que en origen
pensaba que podría contrastar si mi imaginaria evocación sarda se había
correspondido con la realidad 30 años después. Sin embargo una vez en la isla
la planificación cambió por completo.
Cerdeña
es la segunda isla en tamaño del Mediterráneo, solo superada por Sicilia, esa
aseveración, planteada en abstracto, podría hacer pensar en una isla grande,
inabarcable, sin embargo en realidad la distancia mas larga de punta a punta
supera en poco los 200 kilómetros lo que supone una trayecto de algo más de un
par de horas, eso si sin autopistas; por lo que un turista continental debería
de poder recorrer sin grandes esfuerzos la practica totalidad de la isla en dos
o tres jornadas. Los sardos, como cualquier isleño, considera que la isla, su isla
es infinita y que cualquier desplazamiento, por pequeño que sea es un
sinsentido, sobre todo si supone cambiar de comarca y visitar algún punto que
fuera más allá del punto del horizonte al que alcanzara nuestra vista.
Imbuidos
por esa disciplina insular decidimos no alquilar un coche - "non tene
sentito arrendare una maquina",
aseguraba Renato, uno de nuestros anfitriones -, tampoco un motorino - troppo
pericoloso -, incluso la bicicleta era innecesaria. Como consecuencia de
nuestra disciplina en tres jornadas anduvimos 30 kilómetros largos entre calles
de empedrados irregulares, arcenes arenosos de carreteras estabas, playas de
arena increíblemente blanca, caminos rocosos, bancos de algas ... Cualquier
pavimento matinales que ha terminado por arrasarnos las plantas de los pies y
dejarnos la musculatura de las piernas al borde de la fractura ( hoy lunes mis
músculos parecen de cristal).
La
primera de las cenas, improvisada a medianoche, consistió en una variedad de
quesos sobre todo de oveja y embutido - muy finas en todos los sentidos las
lonchas de tocino entreverado, una delicia para el paladar y un hachazo para
las arterias -; el vino tinto excelente, las variedades de uva tinta muy
afrancesada y el blanco excesivamente influido por la monotonía del cabernet,
de modo que no fue difícil decantarme por los tintos, especialmente los de la
bodega Sella e Mosca, que tiene entre sus pequeñas joyas un vino llamado
Diavolo, en homenaje al himno de una brigada militar que supongo que debió ser
salvajemente sacrificada en cualquiera de las batallas que asolaron a la isla
durante siglos.
El
resto de comidas giraron en torno al pesado, muy gustoso y fresco. La comida
bajo la luz diáfana del sol Mediterráneo, sea el bocado que se sea, gana
enteros si se toma en días claros y de azules chirriantes.
El
primero de los almuerzos convencionales fue a base de mejillones y almejas con
una salsa no muy suerte de tomate y cebolla, después un risotto tan contundente
que hube de buscar refugio en una perdida sala de reuniones mientras los
ponentes de la tarde fatigosamente desgranaban sus disertaciones. Risotto de
pescado, vino en abundancia y un sorbete de limón afogatto con grappa son
demoledores para estructuras tan frágiles como la mía, dispuestas a dejarse
llevar por casi cualquier tentación de paladar.
La
siesta improvisada ante la mirada solemne del retraso de un presidente de todo
lo presidenciable - Francesco Cossiga, sasarés universal - y la de un premio
Nobel de biología de mediados del siglo pasado velaron por la paz de mi
cabezada, que duró a penas media hora, más otra media para el paseo y una coca
cola que permitiera afrontar con cierta dignidad el tramo final de la jornada
que nos había llevado a Cerdeña.
A
la noche cena oficial en Il tuguri, en Alguero, un restaurante minúsculo
regentado por don Benito, un sardo socarrón, formado en saturnales suizos,
excelente dominador de cualquier idioma, simpático y elegante como el más
laureado de los chefs franceses, solo su corta estatura le alejaba de los
grandes santones de la cocina gala.
Su cocina detallista y particolare se basaba
frutos de mar, manejados con destreza. Una cocina muy delicada, en apariencia
simple. Defendió como plato estrella una pasta blanco/nera adornada con pizcas
de pez raya, un plato que aseguraba que había cautivado al mismísimo Rey de
España cuando hace años hizo una escapada "particolare" a Porto
Cervo, los dominios del Agha Khan. Sin embargo un pequeño botón hecho a partir
de un carpaccio de pulpo sobre un disco de tomate el que más me llamó la
atención.
Una
larga mesa, que acogía a una docena larga de ruidosos comensales y la mirada
atenta del jefe del tugurio precipitaron el final de la cena sin posibilidad de
copas largas y de tentaciones complementarias. A la postre fue e agradecer.
El
día siguiente, sábado, libre, en en la libertad una larga caminata por la playa
hasta Fertiglia, una ciudad se fantasma que ordenó construir Mussolini, con un
mirador increíble sobre una bahía que nos confirmaron que era la bahía natural
más amplia del Mediterráneo, otro ejemplo más de la infinitud de nuestro
entorno.
La
comida la improvisamos en un chiringuito adecentado, casi a pie e carretera
donde nos zampamos a un primo hermano de un besugo que casi pesaba un par de
kilos, una pieza hecha sobre las brasas, con una original vinagreta hecha a
base de aceite de la isla, alcaparras encurtidas y pequeños trocitos de naranja
y limón natural, con piel incluida.
La
siesta, tras un paseo que superó entre una y otra circunstancia la quincena de
kilómetros, era obligada.
Al
atardecer paseo por el Alguero de un extremo al otro de la ciudad, sorprendidos
por los vestigios del catalán en aquella parte de la isla, un merecido gintonic
y cena a base de ensaladas, verduras, un pulpo entomatado que se anunciaba como
una ajada y unos espagueti con ajo, aceite, guindilla, perejil y un puñado
generoso e almejas.
La
"domenica" nos devolvía a la disciplina de nuestros anfitriones,
excursión por el parque natural de Porto Conte, un paseo bullicioso - se
juntaron allí varios grupos de visitantes, básicamente personas mayores -. La
caminata suponía un primer tramo e bosque y sotobosque en el que recibimos una
detallada clase de botánica aplicada, un viejo advocatto bromeaba con la guía
respecto de la que dudaba si era realmente sarda o si era una turgente toscana
camuflada. El objetivo era ver burritos blancos y pequeños caballos, pero
tuvimos que contentarnos con sus deposiciones.
La
segunda parte abría una planicie rocosa bastante abrupta, sometida a un viento
caprichoso que alborotó más de un sentido – no en vano la isla tiene un índice de
suicidios similar al de otras zonas azotadas por la tramotana -, ese tramo
llevaba a unos acantilados sobre la Cala de la Barca, un parque natural marítimo
propio de los mares del norte pero con la claridad mediterránea.
Regresamos
a eso de la una a un merendero atestado de excursionistas, con un hambre atroz
dimos buena cuenta al pan, al vino, a una ensalada con pulpo de nuevo –
cebolleta picada, tomates, aceite, sal y pimienta -, y una lubina de ración que
se confundía con una trucha, de postre una pieza de fruta. Escapamos para dar
un paseo por un puerto natural al pie del parque y a las tres y media nos
enseñaron un viejo presidio convertido en sede del parque – Tramariglia, Mariglio
era el arquitecto que diseñó en tiempos de Musolini tanto la ciudad de Fertilia
como el penal -, en el que unas salas guardaban fotos de aves y piezas
disecadas, la otra mantenía las celdas originarias y la exposición de recuerdos
de los prisioneros, había imágenes en las que era complicado distinguir a los
presos de los guardianes, ya que todos ellos departían junto con mujeres y
niños en una especie de colonia de rehabilitación que entrañaba un riesgo máximo.
Nuestra guía, ahora reconvertida en experta en relatos de presidio contaba historias
de las fugas y las anécdotas de los prisioneros más célebres, entre ellos uno
que en la década de los ochenta salió de la cárcel fingiendo ser un turista y
fue retenido por una pareja de policías que estaban de vacaciones en la isla.
Antes
de la despedida Renato nos llevó hasta el Cabo de Docia, al pie de los más de
seiscientos escalones que conducían la gruta de Neptuno y a las playas del
Lazaretto y del Trombone. En el mirador del cabo nos indicó en el horizonte el
recorrido de la vieja carretera de Bosa, una ruta de 40 kilómetros en la línea
de la costa que podría competir con la ruta que lleva de Niza a Mónaco o la
collada de Tossa.
Aún
nos dio tiempo a regresar al hotel y caminar de nuevo a la zona vieja de
Alguero para terminar de agotar nuestras reservas físicas antes de volver al
aeropuerto.
Ya
embarcados en el avión Constantino, el otro anfitrión, me dio los detalles finales
sobre la gastronomía sarda apuntando una receta de entrañas, no muy ajena al
frito mallorquín, unas madejas de intestino de oveja que deben ser el equivalente
a los entresijos y gallinejas, un sorprendente guiso de caballo o de burrito –
me dejó perplejo – en el que es obligado macerar la carne en aceite, ajo y
especias durante 24 horas para que cedan los tensos músculos y nervosidades de
la pieza, así como una especie de paella hecha con grano de trigo seco.
La
isla infinita no puede decepcionar.
Como
complemento – contorni – una receta de Jamie Oliver que puede permitir entender
que hay otras maneras de guisar el pulpo – este ha sido el viaje sobre todo del
pulpo – más allá del modo gallego.
Un pulpo de kilo y medio, aceite de oliva,
un bulbo de hinojo, cortado en rodajas finas, una guindilla fresca sin semillas
y en rodajas finas, dos o tres tallos de perejil muy picados, una corteza de
limón cortada a tiras, sal y pimienta negra. Tres ajos pelados y laminados.
Una cazuela grande con tapa, se pone a
calentar y se echan 7 cucharadas de aceite de oliva, se añade el ajo, la
guindilla, el perejil y la corteza de un limón.
Se calienta asueto lento un par de minutos,
sin dejar que se doren los ajos. Se incorpora el pulmón entero, se mueve bien
en la cazuela para que el pulpo se impregne bien del aceite y del resto de
ingredientes. Se tapa la cazuela y se deja que cueza a fuego lento, controlando
de vez en cuando para comprobar el punto el pulpo; dice Oliver que en 15/20
minutos está tierno, no es que no me fíe del inglés pero, por si las moscas yo
o bien lo golpearía al estilo tradicional para que se ablande o, si no queremos
violencias, lo congelaría y descongelaría para quebrarle así las tensiones musculares.
Volviendo a Oliver la cocción así a fuego
lento y tapada genera el suficiente liquido como para que no sea necesario
añadirle agua o caldo.
Cuando está cocido - se comprueba el punto
del pulpo pinchando con una aguja grande que ha de entrar en la carne sin mucho
esfuerzo - se deja templar y luego en función de los gustos se le quitan las
piel y las ventosas, así como se le vacía la cabeza, el pico duro de la boca y
los ojos.
Guisado, templado y limpio se cortan las
porciones en función de los gustos o las necesidades de la cocina.
Para
la ensalada de pulpo necesitaremos un kilo de mejillones pequeños de roca,
perejil picado en abundancia, dos zanahorias picadas y cortadas en bastones
finos, un par de tallos de apio pelados y cortados en Juliana, medio bulbo de
hinojo pelado y cortado en Juliana, las puntas del hinojo para adornar y unas
judías blancas cocidas.
Si quisiéramos
compaginar la receta italiana con la gallega una posible vía sería la de pasar
por un chino las judías blancas hasta convertirlas en un puré trabado con
aceite de oliva y un poco de pimentón dulce, de modo que la ensalada pudiera
montarse sobre la base de ese puré blanquecino que evocaría a los grelos
empimentonados gallegos. Yo no puedo reprimir mi impacto sardo y le pondría a
la ensalada – lo soportan casi todo – la cebolleta picada y el tomate fresco en
daditos.
Le
he robado a la mujer de Constantino un cuadro de su galería, un paisajista
sardo llamado Aldo Risso.
Gracias por descubrirme a un pintor que no conocía, he estado buceando en su obra y me ha gustado mucho, siempre con el mar de fondo, una delicia para la vista y refleja mucha paz. El viaje interesante y el pulpo para mí como mejor a la gallega. Jubi
ResponderEliminarQue alegre el cuadro, me gusta
ResponderEliminarTengo una amiga que para ablandar el pulpo lo ponía envuelto en varias bolsas a centrifugar en la lavadora, otra opción jajjaja