Hubo
un tiempo pasado, no mejor ni peor que el actual, sencillamente distinto, en el
que disponía del tiempo suficiente como para perderme en las librerías buscando
títulos magnéticos, libros que no me atrevía en muchas ocasiones a leer porque
me resultaba más grato imaginarme su contenido y quedar frustrado si el desarrollo
de esos títulos majestuosos se desinflaba con desarrollos planos.
La
increíble y triste historia de la cándida Erendina y su abuela desalmada; la
Insoportable Levedad del Ser, Historia universal de la infamia, los Placeres y
los días, Memorias de un amante casposo…Con el paso de los años muchos de esos
libros he terminado por leerlos, incluso por quererlos casi tanto por si
contenido que por su título.
En
esos mismos tiempos, ya digo no mejores/no peores, simplemente distintos,
disponía de algo de tiempo para leer poesía; pretendía hacerlo de modo más o
menos sistemático, intentando abarcar a los autores fundamentales en sus libros
de cabecera, pero lo cierto es que hube de contentarme con las poesías más
sencillas, me ha resultado más grato, puede que más fácil, hacerme con poemas
breves, casi juguetones, y no con las largas sagas o relatos poéticos. Debo
tener un alma altamente dotada para la poesía pero con poca disciplina.
De
aquellos tiempos queda una culturilla más o menos aceptable, mantengo cierta
curiosidad y todavía me siento con ánimos de descubrir en vez de releer, dado
que sigo pensando que es mucho más interesante lo que me queda por aprender que
lo aprendido.
Los
aeropuertos y los aviones, igual que los mediodías, son los espacios más
propicios para esas viejas aficiones, de ahí que para el viaje de mañana haya
preparado un pequeño set de lectura – 40 minutos de espera en aeropuerto y 25
de vuelo Barcelona-Palma-Barcelona, salgo sobre a las 13, regreso a las 20 y
entre medias he de dar una clase.
Realidad
y deseo, como la obra contenedor de Cernuda, es una referencia ideal para el
viaje de mañana. El deseo, intenso, es el de poder pasear, intentar ver los frescos
de Barceló en la Catedral, presentarme por sorpresa en casa de viejos amigos,
coger un coche para escaparme a Sineu, al restaurante del Teatro a probar un
plato de frito. Sin embargo la realidad, real – como no podría ser de otra
manera – me obliga a una rutinaria comida en la que habré de prescindir del
vino (me toca dar clase a las 16’15), dudo que pueda disponer de tiempo para un
paseo.
Realidad
y deseo son una combinación casi tan recomendable como los dry martinis, tres
partes de seca realidad y una de vermut pizpireto, con una aceituna.
Creo
que si soy capaz de mantener activo este blog durante el tiempo suficiente –
que mido en décadas – podré terminar por hacer una entrada gastronómica que conecte
con cada uno de esos títulos magnéticos de mi adolescencia y quien sabe si con
nuevos títulos magnéticos que pueda encontrarme en esta fase ajetreada.
Creo
que el tumbet, o el tombet, mallorquín es un referente claro de lo que puede
ser realidad y deseo en los fogones. Nunca fui muy aficionado al tumbet ni en
un plato ni sobre un folio en blanco. El tumbet no deba de ser un remedo más o
menos grosero de los pistos y las rattatuies, una combinación más o menos armónica
de verduras rehogadas en un fondo de tomate.
Descrito
así el tumbet, con todo los respetos para sus amantes, no deja de ser un
pariente grueso y desasosegado de esos pistos menudos y melosos. Tumbet, por lo
tanto, sería un plato real, excesivamente real, con sus piezas grandes
empapadas en salsa de tomate.
Sin
embargo el deseo de tumbet, el que no me comeré mañana, lo he encontrado en un
recetario navideño olvidado en los anaqueles de la cocina, el recetario de navidad
de Albert Cogul, de Pages Editores.
Mi
realidad y deseo de tumbet, menos agrio de lo que fue Cernuda sobre todo en su
exilio americano, se ha convertido en un milhojas un poco más armónico, que
sirve de base a una gamba roja, lo suficientemente sabrosa, fresca e intensa
como para que sólo una gamba justifique la estructura del plato.
He
de explicarme, e intentar se más descriptivo que intuitivo. Lo primero
conseguir unas gambas rojas frescas, hermosas. Si son cuatro comensales serán cuatro
las gambas que se hayan de colocar sobre una sartén amplia, de buen metal,
engrasada con un chorrito de aceite de oliva. Si los hados me son propios
podría intentar esa gamba en texturas que ponían en El Bulli, una gamba
sencilla en la que la cabeza quedaba frita y crujiente como una patatilla
frita, sin embargo el cuerpo – desprovisto de cáscara – quedaba casi crudo.
En
esa misma sartén ligeramente engrasada, habría que añadir un poco más de aceite
antes de freír tres o cuatro dientes de ajo chafados sin pelar con un golpe de
puño, con cuidado de no arrebatarlos.
Para
el tumbet tradicional cojo una receta de Caty Juan – ya citada en otras entradas -, una
receta que arranca con un punto poético imprevisto: “Cortar las berenjenas a
rodajas. Poner sal y que lloren su amargura treinta minutos”. Para mi tumbet
tanto las berenjenas como las patatas – dos piezas de cada – hay que cortarlas
en rodajas finas, de ahí que no sea una licencia poética usar una mandolina.
Del
aceite se retiran los ajos y en el aceite chispeante se añaden un quilo de
tomates maduros lavados y troceados. Se baja el fuego y se añade un poco de sal,
la consabida cucharilla de azúcar y pimienta. Se tapa para que no evapore el
agua y se deja confitar.
En
otra sartén se fríen las patatas en esas rodajas finas, se escurren y reservan.
Se fríen también las rodajas de berenjena, se escurren y reservan. Se cortan en
aros un par de pimientos rojos, de los grandes – hay que lavarlos, desgranarlos
y eliminar las nervosidades internas de color blanco -, se fríen en ese mismo
aceite y es escurren con el mismo cuidado que el resto de elementos.
Con
un aro metálico se monta el tumbet, un aro no muy ancho que se eleve cuatro o
cinco dedos sobre el plato. Con cuidado se coloca una primera capa de patata
fritas, un leve rastro del tomate frito, una capa de berenjena frita, otro
rastro de tomate, se encajan dos o tres anillos de pimiento; sobre el pimiento
se repite la operación de patata-tomate-berenjena-tomate-pimiento. La gracia
está en que quede un mil hojas regular, una torre que después de desmoldada ha
de culminarse con un rastro final del tomate frito, que empape las paredes del
pilar, y el diente de ajo quebrado y refrito. Sobre la torre asentar una gamba con
la cabeza hacia arriba, con la habilidad suficiente de que todavía le quede
algo del líquido de la cabeza, que pueda mezclarse con el tomate. Es un plato
de los que ha de dar pena aplicar el cuchillo en el que todo dependerá de la
frescura y presencia de la gamba, y de la solidez del mil hojas.
Un plato soñado como este,
fruto del deseo, debería servirse sobre un mantel que reprodujera la naturaleza
muerta con berenjenas de Matisse, un cuadro que creo que duerme en L’Hermitatge
– espero que Dexter Gordon sepa corregirme si hierro la referencia.
Dear Dil.
ResponderEliminarEl cuadro de referencia está en Grenoble (Francia), no en San Petesburgo.
Cuida el jet-laj espiritual y revisa la receta ya que me extraña que este tipo de salsas de tomate prescindan de la cebolla.
Saludos.
Dexter Gordon.
El cuadro de Matisse precioso y el plato de tumbet muy elaborado, el que comíamos en Mallorca era muy sencillo pero estupendo las fuentes eran impresionantes y dábamos buena cuenta de ello, con las gambas rojas tiene que estar de "rechupete", aprovechando que hoy viajas a las Islas, seguro que has aprovechado para degustar algo especial. Jubi.
ResponderEliminarEste chico, supongo que chico, el tal Dexter me está tocando los .......
ResponderEliminarDemocráticamente impresentable soy, ya lo se, pero me he tomado un vino y ya se sabe, los que toman vinos y los niños dicen lo que piensan.
LSC
¿Por qué será que coincido contigo? Jubi
EliminarDexter parece que sabes de cuadros pero no de cocina española, la receta de hoy no es salsa de tomate, viene a ser un pastel de verduras que es delicioso
ResponderEliminarQue alegre el cuadro