El
Turista Accidental era una novela de Anne Tyler que probablemente tenga 30
años, la excusa narrativa de la novela es contar la historia de un redactor de
guías de viaje para ejecutivos, un redactor que normalmente ni conoce ni
contrasta la información, pese a ello las guías tienen éxito. Puede que yo me
encuentre bajo el síndrome del Turista Accidental, acabo de regresar de Granada
– viaje familia -, el jueves vuelo a Vigo, duermo en Pontevedra, el viernes
regreso a casa. A la semana siguiente salto relámpago a Palma y luego tres días
a Cerdeña. No creo que tenga tiempo ni tan siquiera de hojear las guías.
Tengo
unos amigos con el don de que allí donde viajan se alojan en los mejores
hoteles, comen en restaurantes de ensueño y lo hacen todo de manera muy económica,
nadie como ellos a la hora de viajar; yo no tengo la misma suerte, en ese sentido
si me dejo guiar por el síndrome del turista accidental termino cenando solo en
restaurante, rodeado de camareros atónitos y enfadados por haber alterado su rutina.
Este
fin de semana en Granada las gitanas se tomaron puente porque no ha dejado de
llover, el único elemento exótico eran los subsaharianos vendiendo paraguas por
las esquinas y el granizo, que lanzó a las críos a la calle, convencidos de que
llovían caramelos.
Ayer
lunes, cuando las temperaturas se desplomaron por debajo de los 10º, me encomendaron
preparar comida para 17 ó 25 personas, no estuvo claro el número de comensales
hasta la misma hora de comer. La encomienda entrañaba el reto adicional de
hacer la compra en medio de un puente, fuera de mis lugares habituales, lejos
de los mercados. En principio debía ser un arroz pero la incertidumbre sobre el
número de cubiertos y la hora de la comida me llevaron a preparar unos fideos
con los primero que encontré en el supermercado que había abierto frente al
hotel, apenas media hora para comprar y convencerles a todos de que las recetas
del diletante no me impedían preparar un “perol”.
Los
peroles camperos poco tienen que ver con las rutinas del turista accidental,
los peroles son una combinación de improvisación y osadía, preparados normalmente
en situaciones complicadas y esta lo era ante la mirada de rigurosa de
experimentadas cocineras que apuntaban: “Niño, me parece que los trozos de
carne son demasiado grandes”, “niño, no crees que sería mejor calentar primero
el caldo”, “niño, utilizas caldo en vez de agua”. “Niño ¿ Y la pimienta ?, ¿No
le pones pimienta?”.
A
eso de las once y media de la mañana el diletante, ayer en funciones de “niño”,
entró apresurado en un supermercado de Granada, un centro elegido casi al azar,
sujeto a la única casualidad de encontrarse frente al hotel en el que estábamos
alojados; el reto hacer un arroz para 17/25 personas, cifra a determinar en función
de imponderables de última hora. Descartado en primer lugar el pescado tanto
por el temporal como por el puente, cualquier pieza que proviniera del mar
llevaba varios días confinada en una cámara, algo intolerable para cualquier
diletante, salvo que pretenda preparar un arroz al amoniaco.
Vértigo
de última hora, tras pasearme por el corredor de los arroces me decidí por unos
fideos gruesos, de los que tienen un agujerito en el centro. Como base una
plancha de pollo troceado y un conejo que se vendía entero y confinado en un
plástico retractilado, elegidas con urgencia algunas verduras, vedado el pimiento
porque no gustaba a uno de los comensales, reducidos al máximo los productos
porcinos ya que el aperitivo anunciaba un homenaje al mejor de los colesteroles,
a base de chorizos a la plancha y morcilla hervida. Las verduras empaquetadas
en polispán.
Por
dudar hasta del lugar donde debía cocinar ya que la previsión inicial era
guisar en el campo, en un cortijo – ubicación natural de cualquier perol que se
precie -, finalmente las lluvias intermitentes y el frio inusual de últimos de
abril me condujeron a los bajos de una casa en un pueblo cercano a Granada, con
un infernillo de gas instalado a media altura y una paella alta de hierro
colado, grande como una plaza de toros.
Encendido
el fuego lo primero poner un poco de aceite y dos cabezas de ajo cortadas por
la mitad y 200 gramos de taquitos de jamón curado. Cuando empezó a chisporrotear
añadí el pollo troceado y el conejo mal cortado que dejé rehogando después de
bajar el fuego. “Niño, no son muy grandes los trozos de conejo”. Retiré la
cabeza y los menudillos, a veces sofrío un poco el hígado, el corazón y los
riñones para hacer una picada con un poco de pan duro, unas almendras y el ajo
frito, pero me dio pánico que amargaran las vísceras.
Mientras
se guisaban las carnes piqué menudas dos cebollas, un par de calabacines en
daditos, una berenjena, dos manojos de espárragos verdes y media col lombarda
que pesqué casi por casualidad en el supermercado y que me hizo gracia. Los espárragos
y la col lombarda además de darle color al guiso le darían cierta profundidad
de sabor.
La
carne tenía que quedar bien guisada ya que para evitar nuevos comentarios me
había comprometido a deshuesarla y desmenuzarla entre los fideos.
Cuando
anuncié a las observadoras de la ONU con no me atrevería a guisar un arroz sino
unos fideos los comentarios fueron demoledores: “Niño, Pues a mi me gusta más
el arroz, qué le vamos a hacer”; “¿ qué es entonces, niño, una fideuá ?”. Yo
defendía la opción del fideo campero ya que la fideuá responde a otros cánones.
Retiré
la carne a una bandeja para que perdiera un poco de temperatura. Añadí primero
la cebolla, después el calabacín picado. Me había olvidado de comprar zanahorias,
muy socorridas y con el punto de dulzor necesario para suavizar cualquier
plato. Como los despistes nunca vienen solos no supe localizar la pimienta en
la cocina y en el supermercado había comprado un bote de eneldo – absolutamente
inadecuado para mi guiso – en vez de los cominos; así pues mis únicas especias
aliadas fueron el tomillo y el romero, excusa perfecta para un perol campero.
Mientras
daba vueltas a mi perol, semiencorvado, por la mesa iban apareciendo platos de
jamón y de queso, remojones con tomate, pimiento, aceitunas, cebolleta, naranja
y bacalao; los susodichos choricillos a
la plancha y varias morcillas que por la zona se preparan hervidas, con un poco
de pan, yo monté un par de pedacillos en patatas fritas y me hice un pincho. De
modo indiscriminado se abrían botellas de vino tinto, un bidoncillo de vino
blanco fresco, cervezas de la alhambra y otras artesanas de trigo y de cebada –
densas y sabrosas como cervezas que yo sólo recordaba de Inglaterra -.
Sofrita
la cebolla y el calabacín añadí las especias que pude, la berenjena, media col
en juliana – “niño, nunca había visto echarle col de esa a un perol de fideos” –
y los espárragos troceados. Tenían que remover de vez en cuando para que no se
requemara el fondo de la sartén, entre tragos de cerveza y aperitivos varios.
Cuando
templó la carne empecé a deshuesarla discretamente, las observadoras de la ONU
no podían descubrir que era la primera vez que lo hacía, debía manejarme con la
destreza de quien habitualmente hubiera hecho ese plato. Deshilachadas la carne
la reincorporé al perol; todavía no eran las dos de la tarde. Sobre la encimera
de la cocina tres paquetes de medio quilo de fideos. “Niño, no es pronto para
echar los fideos”. La cuestión era tostarlos primero, subir un poco el fuego
del infernillo, apartar las verduras para dejar al descubierto la superficie metálica
de la sartén, donde dorar los fideos. Fuego al máximo para que se tostarán en
pocos segundos. Después tuve que mezclarlos con la verdura rehogada, la carne
desmigada y los taquitos fritos de jamón; aquello empezaba a tomar cuerpo.
Llegaron
los últimos comensales – finalmente 19 – y con ellos empezaba la fase final de
mi guiso; de nuevo fuego alto para añadir el primer litro de caldo – un preparado
comprado a toda prisa en el súper que mezclaba parte de caldo de pollo y parte
de verdura -. El primer litro debía empapar rápido todo el combinado, luego
bajé el fuego y fui regando con cierta parsimonia los fideos para que no
quedaran secos. Sé que hay una polémica mundial a cerca de si debe removerse el
fideo o no, pero con un perol que pesaba varios quilos con una cantidad
importante de verduras, carnes y fideos el riesgo de que la superficie quedara
dura me animó a remover con brío cada vez remojaba la pasta.
El
fideo tiene una ventaja indiscutible sobre el arroz de que no se pasa y es
mucho menos exigente en cuanto al punto de cocción, permite rectificar sobre la
marca y si no nos pasamos con el caldo al principio puede llegar con dignidad a
una mesa tan amplia como la nuestra.
Tramo
final, hay que apagar el fuego y cubrir con un paño seco la paella para que los
vapores terminen adecentar los fideos. Todos en la mesa expectantes.
Raciones
medidas – suelen quedar más buenos del final, por lo que quien se reserva y
repite puede disfrutar las porciones más sabrosas -. Silencio y principio y
luego la aprobación general, incluidas las observadoras de la ONU, que incluso
repitieron.
Fue
un día divertido, los niños entretenidos, jugando con plastelina y deslizándose
con una maleta con ruedines por la rampa de un aparcamiento, una maleta que los
niños heredaron de su hermana, que tenía por lo tanto más de 15 años.
Larga
sobremesa hasta el anochecer, casi al final vi los mejores cuadros de los
últimos días, un retrato de Camarón y el Sprint final de una carrera de
caballos.
Días
estupendos en Granada, pese al frio, pese a los atracones, pese a que apenas
pudimos ver unos segundos el retablo barroco de la iglesia de San Juan de Dios,
pese a que hubimos de aplazar la visita a la Alhambra para otra ocasión puesto
que el frio y la lluvia son los peores acompañantes para esa visita.
Muchas
de las cosas que disfrutamos son ajenas a las guías del turista accidental, es
una suerte; quedaron pendientes algunos hitos – el Diamante no había abierto el
domingo por la mañana a las 12, por lo que me quedé sin volver a probar las
mejores berenjenas fritas del mundo.
Probablemente
el turista accidental estaría recopilando recetas de judías verdes para purgar
todos los excesos del fin de semana, sin embargo el diletante no podía dejar
pasar la ocasión de reseñar una comida memorable.
Como
postre una pequeña broma de Bansky a propósito de las espigadoras de Millet, un
paso más para la terapia de recuperación.
"Niño", yo a eso le llamo fideos a la cazuela, seguro que con tanta "chicha" estarían de muerte y los granadinos debieron quedar bien serviditos. ¡Ea! pues hoy a descansar que es primero de mayo, y con tanto viaje, pronto nos agotas el recetario, no se si de turista accidental o de correcaminos. Las recetas improvisadas también suelen salir muy bien. A seguir probando con ellas. Una fiel seguidora
ResponderEliminarMe has hecho reir mientras leía tu aventura, porque preparar comida sin saber el número de comensales y saliendo a comprar a toda prisa y en día de fiesta, es toda una aventura, me imaginaba la escena y de verdad eres "irrepetible", admiro tu paciencia ¿de quién la has heredado "niño"? seguro que lo pasaríais muy bien y comeríais mejor. El cuadro muy bonito. Jubi
ResponderEliminarDiletante, recién llegada de Berlín he leído tu entrada y sólo voy a decir una cosa, se que no es apropiada para un Blog de cocina y que debía alabar tu receta y tu cuadro pero............NIÑO, ME HE DESCOJONAO DE RISA!!!!!!!
ResponderEliminarLSC
Hay expresiones que hacen fortuna y NIÑO ha sido una de ella, como en su dia fue Nachete. Así que desde hoy mismo el tratamiento correcto para el diletante sera NIÑO.
ResponderEliminarchupipandi
Niño, después de un ´montón de tiempo entro directamente en el blog, lo he ido siguiendo por los mails pero no me había entretenido. Por fin hoy, acabado parte del trabajo a estas horas me dedico a la lectura de tus historiadas recetas que me encantan.
ResponderEliminarYo también refrío los fideos antes de ponerle el caldo y confieso que muchas veces uso caldo envasado, te saca del apuro