Ayer
por la noche cenamos en la Casa de los Lirios, cuarta etapa de la Sociedad
Gastronómica de Can Cufa. Envidio a las personas con capacidad para encontrar
la palabra precisa con la que definir alguna cosa o lugar, esa precisión no
suele estar reñida con la sencillez, lo que hace más meritoria esta tarea, que
a personas como a Flaubert le podían llevar días.
En
el lenguaje de las flores el lirio es un símbolo del amor y visto un lirio en
un primer plano puede afirmarse que es un símbolo del más carnal de
los amores. Curiosamente la cena discurrió sin quererlo entorno al amor, de
hecho una de las parejas invitadas anunció que, por fin, se casaban. De ahí que
empezando por el final deje aquí un lirio negro de Georgia O’Keeffe.
Dicen
que el diablo está en los detalles y probablemente la frase tenga sentido ya
que platos en apariencia sencillos entrañaban elementos extremadamente
complejos hasta terminar por ser imperceptibles. Así las cosas empezamos con
unos vasitos de agua prácticamente transparente, producto de la destilación
paciente de varios kilos de tomates. Horas de trabajo condensadas en un vasito
de agua que había que tomar acompañada de un trocito de pan mojado en aceite
con una escama de sal que bien podía ser Maldón o de la Camorra – la hija de nuestros
anfitriones se atabaló y equivocó el origen de una de las sales que en realidad
era de la Camarga.
Los
aperitivos fueron en el porche, ya oscurecido, viendo llegar una borrasca que
finalmente nos respetó puesto que no rompió a llover hasta que no regresamos a
casa.
Junto
con el agua de tomate los aperitivos se completaron con unos rollitos de salmón
ahumado rellenos de queso gorgonzola – la cocinera no dio muchos datos pero el
queso seguro que estaba suavizado con algún otro queso cremoso -, unas cocas de
parmesano adornadas con virutas de jamón y tallos de cebolleta confitada.
El
rey de los entrantes fue un corazón de alcachofa con un relleno de champiñones –
una picada en de luxe – y muselina de ajo. Un plato muy del siglo XIX como las
copas de cava con la que acompañamos al aperitivo. Las copas en cuestión –
herencia de la abuela del anfitrión – tenían la forma mítica del pecho de
Madame Pompadour. Luego se demostró que el champagne ganaba en sabor si se
tomaba en la copa alargada y estrecha, la copa aflautada; sin embargo la cavidad
pectoral de la referida madame aunque determine que el caldo pierda parte de su
bouquet, puede que gane en morbidez.
Pasamos
al salón dejando las copas Pompadour al relente de la noche. Ya en la mesa el
primer plato fue una crema de tomate y pimiento asado, suavizada con una pizca
de azúcar y queso mascarpone, llegó a adornada por unos daditos de mozzarella y
albahaca fresca picada.
Tras
la crema unos guisantes del Maresme a la catalana. No sabía que este plato
solía guisarse con licor. Abrimos una ventana de discusión ya que había quien
los ahogaba con anís, con anisete, incluso con orujo blanco. La cuestión era
que aquellos guisantes con butifarra negra tenían un punto alcohólico que
rectificaba ligeramente el dulzor del plato. Con los guisantes llegó el pan y
con el pan las primeras ensopadas, dicen que si en una primera cita en la cena
la chica moja pan en la salsa se abren serias expectativas eróticas. Todas las
comensales hicieron acopio de miga de pan.
Dos
fueron los platos de fuerza, el primero unos chipirones en su tinta, el
txipirón es lo suficientemente importante como para merecer una referencia
particular. Después se puso en marcha la parrilla para unos solomillos con
salsa de setas y patatas laminadas. He de indicar a Ferrán que para los cocineros
profesionales el puesto más duro es el de la parrilla, sino que se lo digan a
Anthony Bourdain, que escribió un libro divertidísimo a partir de sus
experiencias como parrillero en un restaurante popular de Nueva York.
Los
postres demoledores, no todo el mundo pudo con ellos. Primero un mousse de
chocolate con un coulis/culín de frutos rojos, la jalea de fresitas y azúcar empapaba
generosamente una crema densa de chocolate que, por sí sola, daba sentido a la
comida.
Después
una bandeja sobre la que habían construido una pirámide de fresas del Maresme,
fresas recogidas esa misma mañana, que no habían pasado ni por nevera ni por
cámara alguna. Para los más audaces llegó un bizcocho al “amor” de naranja, una
pieza que algunos emborrachamos con una copa de Lustau San Emilio de Pedro
Ximenez, parte de la presencia imperial del bizcocho, presentado en forma de
corona, se debía a la sustitución del yogurt natural por un yogurt de galletas
de la casa La Lechera.
Pasada
la una y media de la madrugada abandonamos como pudimos la Casa de Los Lirios,
huyendo de un tormentón que rompió sobre las dos de la mañana.
Dejo aquí dos imágenes
finales de lirios, menos explícitos que los de doña Georgia. El apunte es de
Leonardo Da Vinci, el bodegón de Claudio Bravo. Más de seis siglos separan un
cuadro del otro.
Buena cena diletante, me quedo con los chipirones, y esas fresas recién cogidas, no os cuidáis nada mal. El bodegón muy bonito, aunque el lirio no es mi flor preferida. Jubi
ResponderEliminarSiempre consigues arrancarme una sonrisa, esta vez carcajada con la sal de la Camorra
ResponderEliminarHola. El bodegón es una réplica realizada por mi, Diego Varas, de una obra de Claudio Bravo. Acá la imagen de la pintura terminada: https://fbcdn-sphotos-c-a.akamaihd.net/hphotos-ak-ash2/380150_10150524044617250_952977359_n.jpg
ResponderEliminar