jueves, 26 de septiembre de 2019

Capítulo CDLXXXV.- A la salud de Molly Wizenberg

Me gustan los libros de cocina, sé que ahora es tiempo de blogs y de Instagram, que el papel no está de moda, pero pocas cosas hay tan placenteras como la de leer un libro en papel.
Colecciono recetarios de todo tipo, libros de técnicas culinarias, de cocineros consagrados, de artistas metidos a cocinillas, libros de aventuras y desventuras en la cocina, revistas, recetas sueltas, notas, cartoncillos con anotaciones, ediciones autopublicadas… Casi todo tiene cabida en mi biblioteca de la cocina siempre y cuando tenga algo especial, aunque sea un detalle ínfimo.
Guardo elegantes ediciones de libros clásicos, ejemplares de coleccionista que voy comprando a base de esfuerzo y de constancia, algunos son caros. A veces me equivoco, que le voy a hacer, y caen en mis manos libros infames que aún y así termino guardando y hasta les cojo cariño.
Con mi afición tengo la suerte de que familiares y amigos cuando no saben que regalarme me compran un libro de cocina (o sino un reloj swacht, que también acumulo).Pero me produce mayor placer comprarlos en los mediodías anodinos en los que hay que hacer tiempo hasta que los niños salgan del colegio.
Los paseos por librerías, por grandes almacenes, incluso por puestos callejeros dan sorpresas gratas. Hay veces que compro dos o tres libros y los guardo a la espera de una ocasión propicia para la lectura, aunque hayan de pasar varios meses, me gusta tenerlos inventariados y saber que en cualquier momento podré consultarlos. Suelo leerlos a ratos muertos, de manera desordenada, sin un plan preconcebido.
Hace unos meses llegó a mis manos el libro “Un hogar en la cocina” Historias y Recetas, de Molly Wizengerg. Lo compré por impulso, sin consultar su contenido. Lo compré en Documenta el  19 de marzo de 2019 (los de esta librería ponen una pegatina y un sello para identificar lugar de compra y fecha). Ni siquiera lo hojeé. Me gustó la fotografía de la cubierta, en la línea de las fotos que ponía la bloguera de las Recetas de la Felicidad.
Lo he tenido en la estantería más de seis meses hasta que me he animado a empezar a leerlo, como lectura de baño, nada más empezar con la lectura me he quedado encantado porque no es un libro de recetas al uso, no es una cocinera famosa. Es una chica joven, mucho más joven que yo. Las recetas no son especialmente originales. Por lo que he ido viendo se trata de una recopilación de entradas de su blog, que se llama Orangette, en inglés.
Ya desde el prólogo explica algo que le decía su padre y que nosotros repetimos en casa: “En casa comemos mejor que en la mayoría de los restaurantes”.
Otra frase del prólogo con la que me he identificado “No es que supiésemos cocinar especialmente bien o que siempre comiésemos manjares”, después afirma que la vida familiar se construye en la cocina.
Con estos mimbres no era difícil que me enganchara al libro desde la primera página, me da un tanto igual que las recetas sean originales, lo que me resulta encantador es el punto de vista aunque me queda un punto de frustración porque esta chica lo que demuestra es que es una diletante en la cocina, lo que me quita a mi algo de originalidad, qué le vamos a hacer, de vez en cuando va bien un baño de realidad.
La edición del libro en español la hace la editorial colandcol (www.colandcol.com) en la colección “La petit Madeleine. Colección de Gastromemorias”. Merece la pena visitar la web y ver sus publicaciones, todo un vicio, todo un descubrimiento.
Seguramente en los próximos días le robaré a la Srta. Wizenberg alguna receta. De momento me he empapado de su filosofía, he abandonado la búsqueda de recetas sofisticadas (me estaba estudiando una receta de langosta Thermidor para otro lío en el que ando metido) y me he animado a escribir sobre la cena que le he preparado a los niños esta noche, noche de machos. Les había propuesto hacer un intensivo de carne roja y patatas fritas, pero ellos, que son prudentes y equilibrados, me han dicho que preferían pasta, han tenido deporte toda la tarde y querían hidrato.
Les he preparado una carbonara, hace cinco años que escribí sobre la carbonara (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/06/capcccxxiii-la-abdicacionclaudicacion.html), me sigo manteniendo fiel a mis principios, nada de crema de leche.
La carbonara de hoy no ha sido, sin embargo, nada canónica. En vez de panceta he comprado un kilo de costilla de cerdo que me han partido en taquitos, con su huesecillo en medio. La he rehogado en su propia grasa.
Cuando ha empezado a sudar le he añadido un puñado de piñones (150 gramos), piñones chinos porque a fin de mes hay que mirar el gasto. Piqué una cebolla en juliana y he dejado que se rehogara en la grasa.
Mientras se hacía el sofrito he puesto un poco de sal, de pimienta y, anatema manchego, una cucharada de comino.
Estaba la salsa al amor del fuego, sin prisas para que la carne no se arrebatara, pero con cierta alegría de la llama para que el cerdo quedara bien hecho y dorado.
En otra olla grande he calentado agua para hervir la pasta y en un bol inmenso, el más grande que tengo por casa, he batido tres huevos, una pizca de albahaca, otra más generosa de orégano. Como no tenía Pecorino, le he puesto Emental, no es muy ortodoxo, lo sé, pero a las siete y media no estaba para salir zumbado hacia el italiano de guardia a la búsqueda del Pecorino soñado.
He terminado de ofegar el sofrito con una cucharada del caldo en el que he hervido la pasta (tagliatelle). He volcado la pasta humeante sobre el huevo, que ha empezado a cuajar ligeramente. He removido con ayuda de una cuchara y un tenedor. Sobre la pasta empapada en huevo el puesto la salsa, la carbonara de la sierra me decía el carnicero.
Hemos comido hasta quedar satisfechos, mientras tanto los niños me han contado cómo había ido el día, sin novedades. Luego hemos visto un poco la televisión y sobre las nueve y cuarto se han marchado a la cama.

La carbonara les ha gustado, no sé cuánto tardaré en repetirla. No sé si Molly Wizemberg habrá hecho alguna vez un plato de carbonara. Solo sé que cuando descubro algo que me gusta me acuesto mucho más contento, que no es poco. Me he puesto un ínfimo dedo de whisky y me sentaré un rato a ver una película. Dejo el logotipo de la editorial, todo un ingenio, y un cuadro de Henri-Edmond Cross.
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martes, 17 de septiembre de 2019

Capítulo CDLXXXIV.- Es difícil hacer predicciones, sobre todo del futuro.


Hoy he cumplido 54 años. No es un número redondo, de los que exigen una celebración por todo lo alto, pero tiene su encanto. Si los números tienen música, sin duda este 54 va acompañado de algún allegro ma nom troppo propio de los números pares.

Dado que gran parte de la vida social se desarrolla ahora en las redes, quiero agradecer a todos los que me han felicitado por distintas vías virtuales colgando una receta.

Hace un par de días, para empezar la celebración, me di una vuelta virtual por la galería Malborough, había visto anunciada una exposición de Abraham Lacalle en Madrid, no podía acercarme y no me quedó más remedio que navegar por la red. Había un cuadro que me gustó especialmente, la siesta, pedí información, estaba vendido, de todos modos, el bolsillo no me daba para este capricho, una pena.
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Es difícil hacer predicciones, sobre todo del futuro. Esta es una frase que atribuyen a un premio novel de física danés. La cita me pareció divertida, especialmente para intentar ilustrar la inevitable reflexión sobre el futuro que suele sobrevolar los aniversarios.

Es complicado hacer un pronóstico sobre lo que será el futuro, depende de factores que son incontrolables, principalmente la salud.  A veces pensando en el futuro va pasando el presente sin darse cuenta, eso tampoco parece conveniente. Por eso prefiero hablar de futuros y no de futuro.

Para intentar metabolizar bien lo de cumplir años me he escapado esta mañana a comprar unos bogavantes. Este verano, en Iraklia, una isla de las Cícladas que tiene poco más de 180 habitantes, vimos en la carta un guiso de pasta con bogavantes, los niños quisieron probarlo, yo les dije (en plan padre de veraneo) que mejor esperar a llegar a casa para estos platos. Al final se tomaron un plato de gambas con pasta que les supo a gloria. Todo sabía a gloria en Iraklia, no es más sitio para perderse entre la docena larga de casas, las tres playas a las que se accede a pie y la cordillera en la que dicen que descansaba el gigante Polifemo (no es la primera isla griega en la que cuenta la leyenda que vivía el hijo de Poseidón).

Recuerdo que aquel día, hace poco menos de tres semanas, aunque parezca que está en el pasado remoto, les conté que los restaurantes normalmente engañaban con este tipo de platos, pensados para los turistas. Les dije que utilizan bogavantes congelados o canadiense y les expliqué las diferencias entre un bogavante del Canadá y uno del mediterráneo. Los bogavantes canadienses suelen se de caparazón más oscuro, tienen menos sabor (el agua es muy fría y eso es malo para el marisco) y vienen muy trajinados, con las carnes de las pinzas muy menguadas. Mis hijos se rieron a carcajadas de mi y empezaron a hacer bromas sobre si los bogavantes me hablaban (el hombre que hablaba con los bogavantes) y me explicaban su periplo vital.

Con estos mimbres, me he animado a hacer un guiso de bogavante y pasta; como me queda algo de sentido común he tenido claro que conviene guisarlos juntos, pero no revueltos y que mejor si el crustáceo se toma primero, sin guarnición y, si queda hambre, se toma la pasta.

He comprado dos bogavantes pequeños, poco más de un kilo entre los dos. Los he abierto por la mitad, he reservado el juguillo que destilan al quebrarse. EN una cazuela grande he puesto un chorrito de aceite de oliva, cuando estaba bien caliente, casi humeante, he puesto los crustáceos a crepitar para que tomaran color rojizo, he añadido una pizca generosa de sal y un poco de pimienta molida dejando que se doraran un poco.

Los he sacado y reservado en una bandeja. Bajé el fuego y sobre los restos de hacer los bichos he picado en juliana dos cebollas hermosas, las he meneado bien para que se engrasaran. He comprado eneldo freso para aromatizar el sofrito.

Cuando la cebolla empezaba a atontarse, he añadido 300 gramos de tomatitos pequeños, son como los cherry, un poco más alargados y dulces, he visto a muchos italianos hacer las salsas con ellos. Dudé si añadir un poco de vino blanco, como iba con prisas al final he preferido hacerlos sin alcohol.

Con el fuego muy bajo he ido rehogando la cebolla y el tomate, sudaban bien, dejando una salsa que empezaba a espesar. Rectifiqué de sal, también de pimienta, le añadí el agüilla de los bogavantes y fui removiendo con mimo, dejando que fuera quebrándose la fina piel de los tomates.

Mientras tanto en una cazuela grande he puesto agua a hervir con sal, mucha agua porque quería cocer 700 gramos de tagliatelle. Mientras cocía la pasta he añadido a la salsa una sepia grande cortada en tiras finas, con las tripas de la sepia para darle sabor y textura a la salsa. Puse un momento los medios bogavantes para que terminaran de cocerse y añadir algo más de gusto a la salsa.

Antes de escurrir la pasta, he añadido un poco del agua de cocción a la salsa, he subido el fuego y después he puesto los tagliatelle en la salsa, he meneado bien, para que se mezclaran y le he puesto un poco más de eneldo fresco.

Puse los bogavantes en una bandeja a parte, secos, humeantes. Medio bicho por comensal.

Cuando terminaron de pelearse con el crustáceo llegó el momento de la pasta, bien empapada, sabrosa y ligera. Todos repetimos de salsa (no está el bolsillo para repetir de bogavante).

De postre un flan con una vela, así termina el día de mi 54 cumpleaños. Los niños ya en la cama y yo recuperando el ritmo del Diletante, intentando vislumbrar que traerá el futuro, si no ha llegado ya sin avisar.

viernes, 23 de agosto de 2019

Capítulo CDLXXXIII.- Caro Grilli


«Caro Grilli,

Ricordi quell’estate a Mallorca?

Furono vere vacanze, erevamo

Giovani e belli, mettiamo, tutti,

Els grans i sobretot les nenes, adolescents,

La teva Guglielmina i la Laura, la nostra

Neboda, les dues una mica somnàmbules,

Absents dins del sol que cremava

I dins de la boira de la seva edat

Tan incerta. Che sarà, che sarà…

cantava jo en silenci, mentre les mirava

mig nues a la platja, les seves pells de pètal,

els pits incipients, les natges torbadores,

tot el cabdell d’infinites, merevelloses, falses,

promeses de futur…

¿Recordes Felanix, sec i silenciós,

amb totes les persianes tancades als migdies

i aquella olor de pa calent i de saïm

que sortia del forn del carrer del mercat?

¿Recordes el batec del mar a s’Arenal

i aquella sorra fina enganxada a la pell

i els tamarells polsosos?

¿Recordes la cuineta de la casa del Port on preparaves “menjar de gallina”

Un vespre, i l’endemà, per venjar-te

De les critiques de la Dolors i de les nenes,

Ens vas sorprendre amb un pastís

de melanzane inoblidable?

Giovani e belli eravamo, Giuseppe,

E la vita ci guardava ancora

con una confortevole pietà.

Quella pietà aveva un nome, illusione.»

Estos versos son parte de un poema de Narcís Comadira, una carta homenaje a su amigo Giuseppe Grilli en el poemario Manera Negra (edicions 62, Barcelona 2018). Estos párrafos condensan todo lo que debiera ser un verano en el Mediterráneo.

Estoy a más de siete mil kilómetros de casa, unos pocos más de las playas de Felanix, de las de Mallorca, que fueron las playas de gran parte de mi vida. Sin embargo, todas y cada una de las sensaciones, imágenes y olores son idénticos.

Estamos en una casa en mitad de un olivar, una casa de dos plantas en un cercado con algunos olivos, perales, un laurel incipiente y matojos de albahaca. Los niños han cogido erizos de mar que se están secados apoyados en un murete al que le da el sol gran parte del día.

Abrimos todas las puertas y ventanas de la estancia para que nos sacuda la brisa. Aquí no hace calor, tampoco frio, sólo el viento suave que hace que las mañanas y las tardes sean llevaderas, muy llevaderas.

Normalmente me levanto antes de que amanezca, bajo al salón y me lanzo sobre un sofá que es mucho más cómodo que mi cama; allí leo un rato, también escribo y, si los dioses me son propicios, en un rato vuelvo a enganchar la ola de sueño y descanso hasta pasadas las nueve. Si el azar no me es propicio, que no suele serlo, bajo a la playa a ver amanecer y luego me tomo un café en la panadería, que abre a las siete. Todos los badulaques de la zona abren a esa hora: el frutero rastafari que ordena los tomates y los melocotones, el supermercado que hay a pie de carretera y que recibe a los proveedores que llegan de la capital y descargan de pequeñas furgonetas frigoríficas. Las dos pescaderías de un puerto cercano a las ocho están en marcha, colmados a pie de calle con los pescados expuestos en cajones de polispán, sobre camas de hielo picado. Muchos de los pescados tienen todavía el escorzo de la muerte reciente y boquean. Las sardinas y los boquerones brillan como joyas, los pargos, los dentones, las corvinas, los besugos y los meros son una bendición, como lo son los verdeles, las caballas, los cabrachos y tras especies que me cuesta identificar.

Nuestra casa está a diez minutos de cualquiera de estos puntos, también de la playa, de una gran playa de arena fina en la que nunca cubre que está orientada a un monte sagrado que enfada sobremanera a las chicas, a nuestras chicas, que amenazan con invadir la península cercana y romper con la disciplina misógina que el monte arrastra desde hace más de un milenio; yo les digo que tienen razón, pero que no tiene sentido que para quince días rompamos con las reglas de varios siglos, que tiempo tendremos de enderezar las cosas.

Aquí, a siete mil kilómetros de nuestra casa, de las playas que fueron nuestras, nos sentimos como en casa, mejor que en el hogar, con el que hablamos de vez en cuando gracias a la precisión de internet que me permite leer todos los días los periódicos y comprender lo ajeno y banal que resultan muchas de las noticias que hace algunas semanas me agobiaban.

Hemos viajado con un cargamento de medicamentos que no utilizamos, aquí no duele la cabeza, no hay acidez de estómago, no es necesario tomar otra cosa que no sea el sol, el mar y la brisa. Viajar con medicinas que no utilizamos nos da tranquilidad, nos hace sentir sanos y fuertes, incluso más jóvenes de lo que somos. Sólo necesitamos tiritas y Betadine porque los niños tienen los pies llenos de cortes y llagas de explorar sobre las rocas.

Casi por casualidad, sin haberlo concertado, hemos coincidido con amigos queridos, con los que hemos compartido atardeceres, puestas de sol maravillosas. Hemos bebido vinos baratos, de menos de tres euros, que sonrojarían al mejor de los gourmets y que aquí, a pie de arena, nos saben a gloria. Hacemos las excursiones con un cuchillo, un sacacorchos, vasos de papel y platos de plástico. Cualquier recodo nos sirve para hacer un parón y dar unos bocados. Uno de los días tuvimos durante horas semisepultado un melón a merced de las olas para que refrescara y, cuando cayó la tarde, los niños se lanzaron sobre la fruta como si hubiera sido regalada por los dioses.

El poema de Comadira juega con todas las sensaciones y sentimientos de estos plácidos días, nos quedan pocos veranos con niños dóciles, los nuestros están en edades en las que todavía nos quieren, luego vendrán tiempos distintos en los que marcarán distancias y dejaremos de ser maravillosos. Ayer, sin embargo, seguimos siendo felices pescando pulpitos, mientras unos veraneantes del pais nos increpaban y nos llamaban sádicos porque los queríamos dejar secando al sol. Las madres se enzarzaron en un conflicto internacional porque una señora cogió a los niños de espaldas y lanzó uno de los pulpos al mar entre insultos indescifrables. Después pescamos otros tres pulpos que hoy habré de cocinar.

A veces comemos en una taberna de las que sirven pescado y ensaladas a pie de arena, otras veces vamos con una bolsa frigorífica en la que guardamos bocadillos y sandía cortada, la sandía que nos vende el rastafari, que pesa más de diez quilos y que es dulce como un atardecer. No quiere vendernos medias sandías porque considera que es un desperdicio, así, los días transcurren a bocados de sandía y a caricias de tomates que huelen dulces y sabrosos, aunque lleven cuatro días descansando en el frutero que hay en el salón, porque los tomates nunca deben ir a la nevera. De hecho, escribo con un tomate a mi lado que me sirve de inspiración.

Yo lucho por cocinar en la casa, dispongo de horas de sobra durante la mañana para comprar y para cocinar. Voy colgando algunas de mis incursiones en la cocina en Instagram. De vez en cuando escalivo unas berenjenas que, antes, han reposado durante media hora en agua con sal. Las berenjenas son maravillosas si las rellenas con carne picada y una pizca mínima de nuez moscada, mezcladas con su propia pulpa y un sofrito de cebolla.

La señora de la casa nos ha dejado unos botes de mermelada casera, miel y una botella con litro y medio de aceite de oliva, de las olivas de la zona. Nos ha advertido que las vallas de la casa tienen que estar siempre cerradas para que no se cuelen las cabras que pacen por la zona y que transitan a mediodía, cuando más golpea el sol.

Las cabras más atrevidas se encaraman a la valla y comen los brotes tiernos de los arbustos de nuestro jardín. El padre de la casera riega el césped dos veces al día, al amanecer y al anochecer, cuesta que la hierba enganche y el jardín es irregular, lleno de calvas y accidentes. El camino que hay desde la puerta de entrada hasta la de la casa es una aventura de hormigas laboriosas y gordas como aceitunas negras, hay alguna avispa, pocas moscas y un ejército de pequeños saltamontes que se escabullen a nuestro paso y nos dan escolta.

En el jardín hay un cenador que nos niños utilizan para jugar a las cartas, pasan horas jugando y voceando. Yo me he empeñado en preparar una fideua, tarea imposible a tanta distancia, pese a que los productos aquí y allí son los mismos. Me sorprende que con ingredientes y culturas comunes haya algunos escalones gastronómicos insalvables.

Yo he viajado con un botecito lleno de azafrán, no descarto hacer otra paella o guiso similar en los próximos días. Aquí es imposible encontrar fideos finos, he conseguido una pasta italiana que puede hacer las veces del fideo grueso y pequeño.

Compré gamba fresca, de la blanca, que aquí casi regalan, un par de calamares pescados unas horas antes y unas rascasas, cuatro, que todavía boqueaban. He preparado el caldo hirviendo unos tomates, unas cebollas y una especie de apio salvaje, mucha zanahoria y unas hojas de laurel que he robado del huerto.

45 minutos hirviendo, me ha quedado caldo para hacer una sopa de arroz esta noche.

Hice el sofrito tradicional, a base de cebolla, tomate y zanahoria que he dejado pochar hasta que quedó como una mermelada. Le puse los dos calamares cortados en tiras para que se rehogaran con la verdura.

En una cazuela a parte rehogué durante un par de minutos las gambas, luego las pelé, reservé los cuerpos y utilicé cabeza y cáscaras para enriquecer el caldo.

Nacaré los fideos en una sartén, con un chorro de aceite, y luego los añadí al sofrito.

El primer golpe de caldo, templado, lo puse con unas hebras de azafrán infusionadas. A fuego medio, aquí las cocinas son eléctricas y es un suplicio, fue incorporando el caldo caliente a los fideos, como si fuera un risotto. No he encontrado almejas en ningún sitio y los mejillones son tristes y deslucidos, así que mi guiso no lleva concha.

En el tramo final puse unas judías verdes de las que me había encaprichado y las gambas peladas. Dejé que cocieran dos minutos y llevé la olla la mesa.

Aquí no hay paelleras, tampoco hay morteros, así que guisé con lo que pude, sin posibilidad de majadas ni de aliolis, tampoco pude extender los fideos, más de un kilo, sobre la paella para que se cuezan in extenso.

Preparamos una ensalada de tomate con un queso local y con pepinos. También unas berenjenas asadas y el vino barato y fresquito. De postre una gran bandeja de sandía y unos helados que compraron en un badulaque de carretera. También asomó alguna tableta de chocolate. A eso de las cinco de la tarde marchamos hacia la playa para ver caer el sol.

Caro Grilli erevamos giovani e belli, sobre todo los pequeños.
España, Francia, Italia y Grecia tienen una conexión muy especial, aunque no en todos estos países sea posible hacer una fideua. Matisse ha sido quien mejor ha captado la luz y el color en común de estos países.
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domingo, 11 de agosto de 2019

Capítulo CDLXXXII.- Fideua en Benicarló.

Mal empezamos. Había localizado una cita estupenda para arrancar esta entrada, era una cita de Manuel Vázquez Montalbán sobre el verano, la recogía Jorge Wagensberg en un libro de aforismos. Como no estoy en casa no puedo consultar el libro y, por lo tanto, la cita no es literal.
Una de las características del verano, por lo menos de mis veranos, es que casi nunca estoy en casa, por una u otra razón desde finales de junio hasta principios de septiembre no paro mucho por casa y eso hace que las condiciones de trabajo sean un poco precarias, siempre me falta el libro que quiero citar.
Durante el verano acarreo una mochila con el ordenador, llena de libros que nunca termino de leer y de carpetillas con papeles que nunca termino de ordenar, son las tareas que vas dejando para el verano y que, finalmente, no terminas de cumplir, por eso me gustaba la cita de Vázquez Montalbán que decía, poco más o menos, que eran necesarios muchos veranos para poder afrontar todas las tareas pendientes. El verano se convierte así en el cajón en el que se van acumulando todas aquellas cosas que no puedes hacer durante el año y que relegas al mes de agosto aún a sabiendas de que lo normal es que no consigas terminar aquello que no has terminado durante el resto de los meses, por eso a algunas personas el verano les genera cierta frustración.
El mundo moderno evoluciona de manera poco razonable. Ya nadie hace vacaciones de un mes, ni siquiera los niños a los que apuntamos a todo tipo de actividades estresantes para llenar su tiempo de ocio y convertir los veranos en un período casi más estresante que el resto del año ya que terminan haciendo un horario más severo para completar su formación en idiomas, en habilidades artísticas o disciplinas deportivas. Por razones que no vienen al caso, la mayoría de los niños han dejado de disfrutar de esos largos períodos de vacaciones que arrancaban a finales de junio y terminaban a mediados de septiembre que eran básicos para su formación como personas, mucho más importantes que las clases de ciencias sociales o de química. Durante los largos veraneos infantiles los niños aprendían a gestionar el tiempo y, sobre todo, a gestionar amplios espacios de libertad.
Hubo un tiempo en el que los niños podían extender su período estival de descanso durante 15 semanas porque sus madres no trabajaban o porque tenían abuelos en el pueblo que se hacían cargo de la canalla durante los largos días de canícula. Hay una novelilla de Rosa Regás muy divertida sobre los abuelos y el verano.
En estos tiempos en los que es necesario trabajar hasta el último segundo y en los que los abuelos han dejado de vivir en los pueblos, los veranos han dejado de ser los amplios territorios de indisciplina de los niños.
A pesar de todos los pesares, mis hijos son unos privilegiados, primero porque tienen abuela con casa en el pueblo, segundo, porque sus padres disponen de un régimen de vacaciones más amplio que los del resto de los mortales. Durante los últimos años, como nos han bajado el sueldo y nos lo tienen congelado, cada vez que hemos querido negociar con el ministro de turno para recuperar poder adquisitivo sólo hemos conseguido que se nos amplíen los permisos y las vacaciones, hemos cambiado retribución por tiempo de ocio, aunque no dispongamos de dinero suficiente para poder disfrutarlo.
Mientras que el resto de trabajadores han recortado sus vacaciones a la mínima expresión, de modo que ya es un lujo disponer de 15 días durante el mes de agosto, en nuestro caso las vacaciones son de mes completo, al que puedes incorporar, por delante o por detrás, algún permiso, eso nos permite estar mucho más tiempo con los niños y no tener que derivarlos a actividades de relleno.
En la medida en la que se reduce el tiempo de ocio estival al mínimo indispensable, muchas de esas tareas pendientes que quedan para el verano se convierten en frustraciones para el resto de año, es imposible completar todos los objetivos marcados para el veraneo cuando se reduce a una quincena ramplona de la que hay que quitar el primero y el último de los días para garantizar los desplazamientos, hay que eliminar un par de días más porque son de adaptación al nuevo medio, bien porque haya que hacer una compra monumental para comer durante esos días, bien porque extrañes la cama y la almohada y no hayas podido pegar ni ojo en el arranque de las vacaciones. Hay también uno o dos días perdidos porque amanece nublado, o con mucho viento. Otro día perdido porque uno de los niños tiene gastroenteritis o le ha picado una medusa y hay que llevarle al ambulatorio. Vas restando días a partir de las incidencias y, al final, el veraneo se queda en casi nada, o en nada si además hay que tener el teléfono activo y cobertura de internet por si hay alguna incidencia de última hora en el trabajo.
Todos esos peros, propios de la vida moderna, en mi caso los he podido bandear gracias a que disponemos de un período de vacaciones más amplio lo que permite cumplir con alguna de las tareas pendientes y evitar así la frustración. Este verano mi tarea pendiente principal era leerme los Buddenbrook, de Thomas Mann, a última hora cambié de opinión y preferí leerme Moby Dick, hubo un momento, a finales de julio, que creí que sería capaz de leerme los dos libros (dos tochos de más de 800 páginas cada uno), pero ahora, agotado el primer tercio del mes de agosto, me dio cuenta de que sólo podré con Moby Dick, por lo que aliviaré de peso la mochila dejándome a los Buddenbrook en casa. Estoy aliviando las severas peripecias de los balleneros con algunos cuentos de Alice Munro, con alguna novelilla leve de las que casi se leen de un tirón en la piscina. Por necesidades que no vienen al caso, también he metido a última hora el Tractatus de Wittgenstein, porque de lo que no se puede hablar es mejor callarse, Zorba el Griego de Kazantzakis, porque me gusta leer algo sobre Grecia mientras estoy en ese país, y un librillo de poesía por si me da por ponerme lírico.
Así discurre el verano, con una mochila cargada de libros que sé que no podré terminarme y con el ordenador a cuestas para poder escribir un rato mientras la familia duerme.
Es curioso que los veraneos no suelen ordenarse o calificarse de modo lógico, salvo los veranos que coinciden con olimpiadas o el verano en el que ganamos el mundial de futbol. La mayoría de los mortales no hablan del verano del ’17, o del verano del ’98, sino de algún accidente o incidente que identifica aquel concreto verano porque hiciera especial calor, o porque estuviera nublado la mayor parte de los días, o el verano de las trombas de agua. Este verano seguramente lo recordaré por ser el del cambio climático, no porque haya cambiado el clima justo durante este mes de agosto, sino porque los periódicos advierten de manera machacona que el cambio climático ha hecho que al menos el mes de julio haya sido el más caluroso de la historia y agosto vaya por el mismo camino.
Yo no sé si este verano es el más caluroso de la historia, yo creo que en la costa mediterránea todos los veranos son de calor, excepto uno hace 20 años que se pasó nublado todo el mes de agosto, a partir de los 26 grados la humedad es imposible de llevar, sobre todo para los que sudamos mucho, y eso convierte las noches en un suplicio porque me cuesta conciliar el sueño y, pasadas cuatro o cinco horas, me despierto empapado en sudor, adherido a las sábanas. Durante todo el mes de julio y lo que llevamos de agosto he visto amanecer casi todos los días después de haber dado todo tipo de vueltas. Los días en los que los dioses me han sido propicios, he conseguido dar una cabezada pasadas un par de horas después de despertarme, pero la mayor parte de las veces desde las cinco o las seis de la mañana llevo en danza, lo que me permite avanzar a velocidad de crucero en la mayor parte de mis lecturas y abordar muchas de esas tareas dejadas para el verano, a las 9 de la mañana, cuando se va despertando el resto de la familia, llevo muy avanzadas gran parte de mis deberes.
Apuradas ya las primeras semanas, pocas novedades gastronómicas, por lo menos pocas reseñables. Aprovechamos este fin de semana para cambiar maletas, hacer lavadoras y prepararnos para el salto a Grecia, este año exploraremos las playas de Sinthonia. Antes hemos estado por la costa de Tarragona y hemos llegado hasta Valencia. Días tranquilos en las playas del delta del Ebro.
En una de las excursiones llegamos a Benicarló, orientados por unos amigos, fuimos a comer al Cortijo, un clásico de la ciudad con un amplio salón y un servicio excelente. El Cortijo es uno de esos restaurantes de toda la vida que cuidan el producto y al cliente. Fuimos con los niños que se pusieron camisa para la ocasión, llevan todo el verano en bañador y camiseta. Pedimos de entrantes una ensalada de bogavante, un revuelto de bogavante y unas navajas a la plancha; de plato principal una fideuá de pulpo, langostinos y alcachofas, de postre unas crepes suzette, un volcán de chocolate y un souflé Alaska. Todos los platos excelentes, ejecutados según los cánones tradicionales, una comida de llorar de felicidad.
La fideuá que tomamos merece una parada. Espectacular. He revisado las entradas del diletante (ocho veranos ya escribiendo) y he encontrado cuatro o cinco recetas de fideos con marisco.
Hasta la fecha, había optado casi siempre por utilizar el fideo grueso, el ligeramente curvado con un agujerito en el centro, me manejaba bien con este tipo de fideo que requiere una cocción más larga y que me resulta más sabroso. El fideo fino, el cabello de angel, me parecía más insulso y, además, me daba miedo pasarme de cocción y convertir el plato en un bloque compacto de pasta amalgamada.
Después de mi experiencia de Benicarló creo que voy a darle una oportunidad al fideo fino, no sé si al 00, al 01 o al 02, pero después de probar esta pasta en el Cortijo creo que merece la pena el intento.
La fideua suele ser más agradecida que el arroz, menos traicionera, aunque tiene sus reglas.
Primera regla. El caldo de pescado tiene que ser más sabroso que el que habitualmente se emplea en las paellas. El tiempo de cocción del fideo es más reducido que el del arroz y el grado de absorción del sabor de la pasta es inferior al del arroz.
Segunda regla. El caldo de pescado que se utiliza para la fideuá tiene que estar hirviendo cuando se incorpora a la pasta.
Estos últimos días he consultado varias recetas de fideua en webs de confianza y me ha sorprendido que muchos cocinillas reconozca, sin complejos, que utilizan caldos de pescado precocinados, incluso alguno recomienda los del Aneto. Yo sigo pensando que no cuesta nada hacer un fumet casero con pescado de roca y alguna verdura. En mi caso me gusta hacer el caldo con un tomate entero y me gusta también sofreír previamente la verdura, las espinas y las cabezas del pescado que utilizo para el caldo. En el video recetas de El Periódico (On Barcelona, Nando Jubany) recomiendan una cocción corta, que no llegue a los 45 minutos.
En función de los gustos, se puede añadir al caldo, una vez colado, bien unas hebras de azafrán, bien un golpe de pimentón dulce. Le dará color al plato e introducirá matices en el sabor del caldo.
Tercera regla. El sofrito de la fideua tiene que quedar bien seco, sin humedades. Los sofritos que recomiendan de base suelen ser sencillos, muy potentes de sabor, hechos a base de ajo (dos dientes), cebolla (media cebolla), un tomate rallado y laurel. El ajo y la cebolla han de picarse muy finos, de hecho en la fideua de El Cortijo apenas se notaban. Se tienen que rehogar en la propia paella a fuego muy suave, removiendo constantemente para que no se quemen. Cuando la cebolla y el ajo están bien sofritos se ralla el tomate y se deja sudando bien la verdura hasta que elimina toda el agua. Para que la verdura pierda bien el agua conviene poner la sal casi desde el principio. En algún recetario de los consultados incorporan al sofrito también zanahoria picada, incluso una cocinillas de fiar (Mónica Escudero) dice que su madre le echaba un vaso de vino tinto.
Cuarta regla. Conseguido el sofrito seco y meloso, toca sofreír los animalillos que lleve el fideo. En el Cortijo sofrieron pulpo y langostinos. En las fideuas tradicionales suelen sofreír calamar o sepia y gambas. Algunos consejos: (1) Bien las gambas, bien los langostinos, se sofríen enteros, ligeramente (un minuto por cada lado), luego se retiran y se pelan para añadirlos al final de la cocción, Las cabezas y las peladuras se pueden añadir al caldo de pescado para que gane intensidad. (2) La sepia o el calamar se sofríe después, bien limpio y picado en trozos no muy grandes. En caso de utilizar sepia puede añadirse el intestino de la pieza, los pescaderos eufemísticamente llaman a los intestinos la salsa, viene en un receptáculo muy parecido al que contiene la tinta, es de color parduzco. Se pica previamente en una tabla y se añade al sofrito, es una pasta viscosa que puede dar cierto reparo estético, pero que le da un sabor definitivo al plato. (3) La sepia o el calamar quedan ya incorporados al sofrito, no hay que retirarlos.
Tras añadir la sepia conviene probar el plato para poder equilibrar la sal.
Quinta regla. Hay que sofreír los fideos antes de añadir el caldo. La técnica es la del nacado, se trata de que los fideos queden ligeramente y uniformemente tostados, el plato ganará en color (no hay nada más triste que una fideua pálida), también en sabor. Ojo porque si se tuestan más de la cuenta los fideos o se requema el ajo el plato saldrá amargo.
En algunos recetarios recomiendan nacar los fideos con un chorro generoso de aceite y ajo antes de hacer el sofrito, incluso he visto quien realiza este proceso en una cazuela aparte.
Sexta regla. Toca añadir el caldo de pescado caliente. Tres partes de caldo por cada parte de fideo (250 gramos de fideo, ¾ de litro de caldo). Se reparte bien el caldo por la paellera a fuego vivo, mezclándolo completamente con el sofrito.
La manera de que el fideo no quede apelmazado es utilizar una paellera grande, en la que el fideo se extienda bien, quedando una capa muy fina de pasta.
En función del tipo de pasta, el tiempo de cocción es más o menos breve. Utilizando fideo del 00 (cabello de ángel) o del 01, el tiempo de cocción será de 7 o 9 minutos, no mucho más. La primera parte de la cocción, los primeros 5 minutos, puede hacerse a fuego vivo. El último tramo puede hacerse al horno, colocando la paella en la parte baja del horno, a 210º grados para que no se corte el hervor conseguido. Antes de poner la paella en el horno se añaden las gambas peladas y, si se quiere, la alcachofa (imagino que en El Cortijo utilizaron trozos de alcachofa en conserva ya que no era temporada), no conviene echar mucha alcachofa para que no se coma el sabor del langostino y de la sepia.
Al terminar la cocción en el horno el fideo queda tieso, levantado, termina de absorber el caldo y presenta ese aspecto inhiesto y pinturero de las fideuas levantinas. Si no se dispone de horno, se consigue el mismo efecto tapando la paella en los dos o tres minutos finales.
Séptima regla. Normalmente la fideua se sirve acompañada de alioli casero, el alioli le da más sabor al plato, pero es verdad que el ajo, que en el alioli es muy potente, termina por solapar todos los matices del sofrito y del marisco.
Si el caldo es sabroso y el sofrito se ha trabado bien, creo que se puede prescindir de la salsa.
Hay que llevar la paella de inmediato a la mesa, el fideo pierde calor rápido y la pasta perder su punto convirtiéndose en engrudo. El fideo ha de quedar suelto y seco para que el plato quede bien.
Octava regla. En la fideua menos suele ser más. Si lo que queremos destacar es el fideo y su sabor, no conviene llenar la paellera de todo tipo de verduras y frutos de la mar.

En el restaurante El Cortijo había unos bodegones de autor no definido, hablamos con el dueño que nos dijo que podían ser obra de un pintor llamado Guillen, que seguramente eran copias porque los originales los tenía a buen recaudo, nos indicó que en la próxima visita ya recordaría quien era el autor, incluso el precio. Si alguien puede facilitarme información lo agradeceré.


domingo, 28 de julio de 2019

Capítulo CDLXXXI.- Sobre los mejillones y la inteligencia necesaria para pactar.

«Hay muchas más maneras de competir que de cooperar, por eso se necesita más inteligencia para pactar un acuerdo que para vencer en una competición».
Estoy preparando y preparándome para el veraneo, organizo lecturas, tareas, papeles… Mientras tanto estoy leyendo, a saltos, el libro de aforismos de Jorge Wagensberg, Sólo se puede tener fe en la duda, publicado pocos meses antes de que muriera.
Una de las ventajas de leer aforismos es que siempre encuentras la frase que encaja con tus necesidades o con tu estado de ánimo.
Hay períodos del año en los que te ves con ánimos y fuerzas para embarcarte en las más arriesgadas aventuras, en otros momentos te contentas con pequeños detalles, casi imperceptibles, la cuestión es ir gobernando cada circunstancia con habilidad, con cierta distancia, ni las cumbres ni los valles son definitivos.
No sé dónde he leído que hay cocineros japoneses que consagran toda su vida a un solo plato, hasta conseguir la perfección; es una filosofía completamente distinta a la de aquí, en la que los cocineros modernos te apabullan con medio centenar de bocados en su menú degustación, atrás quedan los tiempos en los que la gente era capaz de peregrinar a la otra punta de España sólo para disfrutar del modo en el que una cocinera de un pueblo perdido de Santander escabechaba unas truchas salvajes.
Sumergido en estas disquisiciones, pendiente de que terminar de hacer la primera tanda de maletas para la primera parte de las vacaciones, me he dado cuenta de que el Diletante andaba un poco abandonado, no por falta de ideas, siempre bullen recetas y platos por hacer o probar, sino por cierta dispersión, propia de los días previos a las vacaciones, cuando es complicado establecer prioridades.
Hace poco más de un año pensaba que aprovecharía este agosto para leerme, por fin, los Buddenbrook, meses después encontré una nueva traducción de La Cartuja de Parma, finalmente creo que me voy a leer otra vez Moby Dick si encuentro una edición decente en inglés.
Así de disperso ando.
Con estos mimbres he optado por despedir el mes de julio copiando una receta de una amiga, unos mejillones con un pesto especial. Nos propuso este plato hace un par de semanas, vinculado a la película Avanti, de Billy Wilder, una película muy divertida de las que es muy complicado ver pese a todas las plataformas habidas y por haber.
Supongo que si fuera uno de los cocineros japoneses que estoy descubriendo, no me costaría mucho dedicar mi vida al mejillón o a cualquier otro molusco. Prefiero los mejillones medianos, los que son más grandes me resultan demasiado bastos. Recién cogidos, bien cerrados, bien limpios. Hay que pegar un ligero tirón para quitarles la brizna estropajosa que asoma entre las valvas.
Se pica en juliana fina una cebolla hermosa, un par de chalotas una pizca picantes también van bien, incluso un par de puerros. Se pone la cebolla a sofreír en una cacerola grande y alta, con un chorro generoso de aceite de oliva y una guindilla.
Cuando la cebolla esté atontada se añade un vasito de vermut blanco y una cerveza buena, en la receta no hay más especificaciones, pero creo que debe ser una cerveza tostada e intensa que pueda competir bien con el dulzor del vermut.
La incorporar los alcoholes conviene subir un poco el fuego para que se evapore rápido y queden solo los matices de sabor. En esa salsa se lanzan los mejillones, sal, pimienta y un vasito de agua. En alguna ocasión había comentado que si se pone una cucharada de harina sobre los mejillones quedan mucho más carnosos.
En cuanto se abran los mejillones se apaga el fuego y se tapa la cacerola, para que se terminen de cocinar en el propio vapor.
Aparte, en un mortero se prepara un pesto con un diente de ajo, dos gajos de tomate seco, cuatro o cinco nueces, unas hojas de rúcula y 50 gramos de queso parmesano recién rallado. Se maja bien con un poco de aceite para trabar bien el pesto, que es de sabor más intenso que el que hago habitualmente.
Ahora toca la parte trabajosa: Se coge un mejillón, termina de abrirse desechando la cáscara vacía. Sobre cada valva de mejillón se pone una cucharadita mínima del pesto y otra del fondo del sofrito con la cebolla, el vermut y la cerveza. Es un aperitivo que se come cogiendo con la mano la concha del mejillón, se despacha de un bocado. Sorprendente y exquisito, sencillo y especial. Ideal para una comida de verano, con la ventaja de poderlo tomar con cerveza o con vermut. Lo importante, que el pesto no invada y solape los matices del mejillón y del sofrito borracho, por eso hay que ser comedido con el pesto.

Dos cuadros de mejillones, el primero de Van Gogh, el segundo un detalle del Bosco, el de EL Bosco puede tomarse como una alegoría de lo que ha ocurrido estos días en este país.
Resultat d'imatges de Van gogh musselsResultat d'imatges de miquel Barceló mejillones

lunes, 15 de julio de 2019

Capítulo CDLXXX.- Almodóvar en los fogones(apuntes de Can Cu/Fa 3.0. escena final)

Cerramos hoy la tercera ronda de comidas de Can Cu/fa, casi ocho años de encuentros gastronómicos que han ido mucho más allá de la excusa de sentarnos alrededor de unos fogones. Hemos sido capaces de superar todas las adversidades, incluidos los riesgos de las rutinas. Culminamos 15 encuentros entre comidas y cenas, menús de lo más variado y divertido. Más de 150 platos y platillos de todo tipo que nos han permitido disponer de un recetario muy amplio, casi tan variado como las anécdotas, aventuras y desventuras que forman parte de mi educación sentimental. No sólo he sumado recetas magistrales sino, sobre todo, buenos amigos. Amigos especialmente generosos, todo corazón, todo talento.
En las dos últimas convocatorias hemos cambiado las reglas del juego, ya no cocina a solas el anfitrión, cada pareja ha de llevar sus preparaciones. Unos días antes recibimos las instrucciones, no siempre sencillas de cumplir.
Esta vez teníamos que llevar un entrante, un plato de fuerza y un postre, en pequeñas raciones, para hacer una comida a base de tapas. Parecía una tarea asequible. Probaríamos un total de 15 bocados.
Los wasaps previos fueron complicando la encomienda, los platos debían vincularse a una película y, además, teníamos que mandar un video unas horas antes explicando el porqué de la elección.
No es fácil cocinar en julio. Las semanas previas a las vacaciones son un caos organizativo, por lo menos en las casas donde hay niños pequeños, el calor hace que algunas tareas sean insoportables y, además, parece que nos encontremos en puertas del fin del mundo, lo que nos obliga (absurdamente) a ponernos como objetivo tareas que, si realmente fuera el fin del mundo, carecerían de sentido.
Todos los meses de julio hago propósito de enmienda, me prometo a mí mismo que no sucumbiré a la llamada del fin del mundo y, sin embargo, todos los meses de julio me sumerjo irremisiblemente en el caos.
Costó arrancar, nadie contestaba a la convocatoria por wasap, avanzaban los días y nadie confirmaba su asistencia a la comida. Es imposible concentrarse cuando los termómetros superan los 35º y todo son ideas o propuestas difusas, que no terminan de cuajar.
Al final pensamos que Almodóvar podría darnos un poco de luz. Parece imposible, pero en casi todas las películas de Pedro Almodóvar sale alguien cocinando o comiendo algo. No todos los directores de cine cuidan el aspecto gastronómico de sus propuestas, pero Almodóvar desde sus primeras películas aprovecha para hacer referencia a algún guiso, incluso lo cocinan sus protagonistas como un elemento más de la trama.
Las propuestas narrativas de Almodóvar son tan particulares, a veces tan extremas, que es difícil caer en que todos sus guiones esconden alguna perla gastronómica. Nada de recetas estrambóticas, nada de guisos creativos y rebuscados, todo lo contrario, cuanto más radical y extraña es la trama de la película, cuanto más desaforados son los personajes, la propuesta gastronómica es más tradicional, juega como un contrapunto narrativo que funciona como una especie de ancla a la realidad. Los personajes más estrafalarios de Almodóvar tienen la virtud de preparar o comer platillos de los que prepararía mi abuela.
Con la excusa de organizar la propuesta para can Cu/Fa, hemos revisado algunas de las películas de Almodóvar, desde la primera (Pepi, Luci y Boom) hasta la más reciente (Dolor y Gloria). Alguna de ellas puede que haya envejecido mal, pero todas tienen algún destello, un instante luminoso.
Hay quien piensa que Pedro Almodóvar es un director de vanguardia, un director arriesgado y moderno. Puede ser, pero si se revisan las películas de Cukor, de Ophüls, de Minelli, de Mankiewicz, de Sirk, al final descubres que su verdadera vocación ha sido la de convertirse en un narrador clásico, un genio del melodrama. Seguramente Vicente Minelli (a quien ahora nadie reivindica) hubiera filmado muchas de las historias de Almodóvar de haber vivido en el tumultuoso fin del siglo XX y el inquietante principio del siglo XXI. Ya casi nadie ve películas viejas, ni tan siquiera se programan con normalidad en las filmotecas.
Es una paradoja que en plena era de la comunicación, cuando nos aseguran que casi todo está en la red, sea complicado conseguir ver Como un Torrente o Una Semana en Otra Ciudad (las dos de Minelli) en la televisión, ni siquiera pagando. Por eso revisar las películas de Almodóvar (que sí están casi todas en las plataformas) son una bendición del cielo, no por lo que cuentan, sino por lo que recuerdan.
Preparar los platos de can Cu/Fa para este domingo me ha permitido reconciliarme con Almodóvar, no ha sido uno de mis cineastas preferidos aunque alguna película me haya sorprendido o divertido, su mundo está muy alejado del mío y siempre hay un punto que me distorsiona, pero siempre saco partido de sus propuestas, incluso de las que han recibido peores críticas (soy de los pocos que me divertí con Los Amantes Pasajeros).
Con Almodóvar como excusa nos pusimos a pensar. No fue complicado elegir los platos, como estábamos en pleno mes de julio era evidente que tocaba el gazpacho de las Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios. De plato de fuerza descubrimos una escena de Pepi, Luci, Boom y Otras Chicas del Montón en la que Carmen Maura prepara de madrugada un bacalao al pil pil a Alaska, en medio de un diálogo delirante. Para el postre, después de plantearnos diversas opciones, decidimos que el Flan que vuelca Penélope Cruz en Volver era una baza segura.
Metidos en harina, mi objetivo era cocinar los platos de modo lo más tradicional posible, pero destacando algún ingrediente que pudiera jugar a la distorsión, un solo ingrediente que le diera un giro al plato y que pudiera hacerlo inolvidable.
Para el gazpacho tomé como referencia una vieja entrada del blog (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/05/cap-xv-gazpacho-y-despecho.html) en la que escribía y describía un gazpacho tradicional. El golpe de efecto era cambiar la mitad de los tomates que lleva la receta (6 tomates de pera), por unas picotas bien maduras (mi gazpacho llevaba 4 tomates de pera un 20 picotas despepitadas). Por aquellos de mantener un punto manchego, le añadí una cucharadita de semillas de comino. Para acompañar el gazpacho le puse de guarnición unas cerezas congeladas (2 cerezas sin hueso, partidas por la mitad y heladas), también una cucharada bien cremosa de burrata.
Para el bacalao al pil-pil también tiré de fondo de armario (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2016/10/cd-alegoria-de-la-virtud-perdida.html) aunque cambié las cocochas por unos primorosos lomos de bacalao sin espinas que compré en el mercado. Cambié las guindillas por un chile habanero cortado en tiras muy finas que le dio mucha más intensidad al pil-pil. La receta no tiene ningún secreto, pero guarda toda la magia de la cocina: 6 dientes de ajo laminados, 4 lomos de bacalao, aceite de oliva de buena calidad y el habanero. El secreto para trabar la salsa es no guisar mucho el bacalao y ligarlo cuando el aceite esté templado.
Con el flan no tuve dudas, acudí a la marquesa de Parabere (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/05/capcxlii-lotofagos.html) que tiene una receta de flan con tres huevos enteros y 7 yemas adicionales. Reduje el azúcar casi a la mitad (ella propone añadir 300 gramos de azúcar, yo me contenté con poco más de 150 gramos). Dejé infusionar durante 3 horas las cortezas de limón y una vaina de vainilla de Madagascar que compré en el Ruiz y que me entregaron como si fuera una esencia química, custodiada en un matraz de cristal. Raspé bien el interior de la vaina de vainilla, sacando la pasta parduzca y olorosa que me ha tenido todo el fin de semana con los dedos en fragancia de vainilla.
Durante la semana hemos entresacado las tres escenas de las tres películas elegidas. El método de lo más pedestre, grabando directamente frente a la televisión.
Con ayuda de uno de los niños hemos recreado en casa las tres escenas, con sus diálogos incluidos y algo de atrezzo (he recuperado una camisa de flores que hacía 15 años que no me ponía). Hemos hecho el montaje con la escena original y nuestra versión libre (yo he hecho de Carmen Maura, de Lola Dueñas y de Angel de Andrés). Mandamos los videos al anfitrión a las 12 de la mañana. Empaquetamos los platos en una bolsa térmica y pusimos rumbo a la convocatoria, última escena de can Cu/Fa 3.0.
Cocinamos, comimos, reímos y vimos llover mientras Federer y Djokovic ponían el punto épico en la pista central del All England Club.
Nos queda a todos el reto de la convocatoria del nuevo ciclo de can Cu/Fa. Nuevas propuestas y emociones para la serie 4.0. Todo está por hacer, todo por descubrir.

Y de cuadro de acompañamiento un Benjamín Palencia, pintor manchego, como Almodóvar. Como Almodóvar, parece vanguardista, pero, en el fondo, es un artista tradicional.