martes, 1 de diciembre de 2015

CAP.CCCLXXVIII.- Quenelles con regusto a Paul Bocuse.


El pasado mes de julio viajamos a Lyon para cenar en el restaurante de Paul Bocuse, el Albergue del Puente de Collonges. Me ha costado mucho animarme a escribir sobre la experiencia por un lado por respeto, no hay en el mundo un cocinero que haya cumplido cincuenta años en la cumbre, por otro lado con miedo de caer en lugares o referencias comunes.

No soy crítico culinario ni quiero convertirme en crítico culinario, al final la vista a este restaurante o a cualquier otro no deja de ser una visión o percepción subjetiva en la que juegan la situación de los comensales, la actitud con la que se acude a la mesa. Habrá quien diga que Bocuse dejó de ser Bocuse hace muchos años, pienso que cuando uno cumple noventa años – setenta y cinco tras los fogones – uno puede convertirse en quien le dé la gana, incluso puede decidir dejar de ser Bocuse.

Yo viajé emocionado a Lyon, cené emocionado y la emoción sigue, aunque al final fuera reproducir un menú seguramente diseñado hace 20 años. Seguramente sucede lo mismo con una obra de teatro clásico, cuando alguien quiere ver el Mercader de Venecia o el Sueño de una Noche de Verano espera que se declame bien el verso y que el director no se empeñe en dejar su impronta de genialidad haciendo que Shakespeare sea ininteligible. Por eso cuando uno acude a Bocuse intenta disfrutar de la versión más académica del maestro, no a alguien que bajo el escudo de Bocuse intente hacer algo distinto.

Toda experiencia tiene su pequeña peripecia y el viaje a Lyón la tuvo. La cena en Bocuse fue un regalo de unos amigos, un bono para cenar en Bocuse que debía consumirse en el plazo de un año, los meses avanzaban y no había manera de encontrar, apuramos hasta casi la caducidad del bono – algo imperdonable – por lo que al final encajamos el viaje a las puertas de vacaciones del verano, en plena ola de calor.

Nuestros amigos en el último momento cancelaron el viaje por unas piedras en el riñón, al final todo el esfuerzo de coordinación se fue al garete.

El aeropuerto del Lyón es sorprendentemente grande, no deja de ser una de las principales ciudades de Francia, un aeropuerto en obras que terminó por ser incómodo ya que mientras adaptan las instalaciones los corredores y salas de espera son laberintos de aluminio y uralita, lo más inhóspito para un día de calor.

Reservamos para cenar un sábado a primera hora de la noche, primera hora francesa, es decir, a eso de las siete de la tarde; salíamos de Barcelona esa mañana con el único objetivo de visitar Bocuse, no había otras necesidades o prioridades. Llegamos a media mañana y buscamos un transporte público que nos llevara al centro de la ciudad, los franceses no lo ponen fácil, primero había que coger un autobús que te dejaba en un polígono industrial donde había que esperar a la llegada de un tranvía.

Media hora de espera al autobús a pleno sol del mediodía y otra media hora más de espera al tranvía pueden alterar los ánimos de la persona más paciente, pese a todo aguantamos el tirón con dignidad aunque el tiempo avanzaba y no llegamos al centro de Lyón hasta pasadas las tres y media de la tarde, hambrientos como hienas.

La ciudad estaba casi desierta, era un ejercicio de temeridad cruzar las calles a pleno sol, todo cerrado. Hasta ese momento habíamos aguantado el tipo soñando que un coqueto bistró en el que pudiéramos tomarnos una ensalada y una jarra de cerveza. En el centro no había nada abierto, ni coqueto ni descocado. Todo cerrado, nos aventuramos a entrar en un restaurante en el que se veía algo de bullicio y nos echaron con cajas destempladas porque era una fiesta particular.

Los minutos seguían pasando y, finalmente, en un centro comercial buscamos donde caernos muertos bajo un anhelado aire acondicionado. Buscar una experiencia gastronómica decente en un centro comercial es casi imposible, después de varias opciones que podían atentar contra nuestro estómago y dejarlo de punta durante todo el fin de semana, llegamos a la conclusión de que lo menos malo era un Mac Donald siempre y cuando nos tomáramos una ensalada sin mucho condimento, evitábamos hamburguesas, sándwiches con salsas acidulantes y otras mixturas.

Así que a eso de las cuatro de la tarde nos sentamos en un Mac Donald entre adolescentes que venían como pasaba la tarde, nosotros con nuestro equipaje de mano y a las puertas de Bocuse.

Ensalada rápida, agua con gas y huida rápida hasta el hotel en taxi para poder atemperar cuerpo y espíritu de cara al atardecer.

El hotel, lejos del centro, era uno de los que recomendaba la propia web del restaurante, un hotel pequeño, nuevo, en un barrio periférico, luminoso y silencioso cerca de uno de los ríos. Desde la calle del hotel se adivinaban las arboledas que conducían al recodo de la carretera en la que se situaba el restaurante.

El hotel lo regentaban unos chicos jóvenes, no muy animosos, nos avisaron que a eso de la media tarde abandonaban la recepción y que cualquier movimiento en el hotel debíamos hacerlo por nuestra cuenta, valiéndonos de la tarjeta magnética. Les dijimos que teníamos reserva en Bocuse y que necesitaríamos un taxi a última hora de la tarde, nos comentaron que había un servicio a precio cerrado gestionado por el restaurante que nos saldría más a cuenta que un taxi.

Nos desplomamos sobre la cama del hotel, la digestión de una ensalada, incluso siendo del Mac Donald, no es una tarea complicada. Dejamos la habitación en completa obscuridad y dormimos como benditos.

Costó un poco arrancar pero al filo de las siete de la tarde estábamos en perfecto estado de revista, con la ilusión y el estómago intacto. A la puerta del hotel nos esperaba un audi de alta gama, color negro, cristales tintados y un conductor ataviado con un traje impecable, parecía que iba a ser él quien disfrutaría de la reserva de Bocuse y no yo que no me había afeitado y lleva una chaquetilla de verano con más arrugas que un acordeón.

La parafernalia del conductor justificaba el coste del transporte, nos llevó como flotando sobre la carretera, atravesando un bosque que seguía la línea del rio. En pocos minutos bajando una pequeña ensenada aparecía el restaurante, una bombonera de color rojo que seguía manteniendo el encanto de los viejos restaurantes de carretera franceses, los restaurantes de carretera españoles no tienen ese glamour y se contentan con seguir ofreciendo cintas de cassette con los éxitos de El Fari o de los Chunguitos.

Al conductor nos dijo que nos recogería dos horas y media más tarde pero que si había alguna demora podríamos localizarle en un número de móvil. La tarjeta que deslizó entre los dedos era propia de un embajador.

En la puerta nos aguardaba un portero vestido con un trajecillo rojo, como de botones de hotel art decó, nos animó a fotografiarnos bajo el soportal del restaurante, bajo el flamante cartel que anunciaba la casa de Paul Bocuse. Aquella introducción no auguraba nada bueno y, si persistían en el interés porque nos sacáramos fotos tal vez debíamos advertirles que habíamos venido a comer.

Nos condujeron por pasillos que daban a salones decorados como si fuera el palacete de los Guermantes, suelos de maderas nobles, paredes con fotos de Bocuse en distintos momentos de su vida, sin abusar de celébrities, y con algunos cuadros de paisajes de la zona. Mesas sólidas, impecables, elegantemente vestidas, separadas unas de las otras con distancia suficiente como para que no molestaran las conversaciones de los comensales vecinos. Gente de todo pelaje, desde aquellos que sin duda cenaban todos los sábados en Bocuse como de quienes acudían como un peregrinaje. A nuestro lado una mesa con un matrimonio hindú con una hija adolescente, más preocupada porque le trajeran hielo para la cocacola que por la comida.

Bocuse ofrece distintos menús cerrados y una carta que no hace sino reproducir los platos de los menús. Nada de degustación, ni de propuestas largas y estrechas, el esquema era de toda la vida: un entrante, un primero, un plato de fuerza, quesos y postres, así como algunos entretenimientos para el café. La carta de vino escueta también, apenas una cuarentena de referencias y la posibilidad de aceptar las recomendaciones del somelier – el vino se factura a parte del menú y en Francia eso puede convertirse en una decisión de altísimo riesgo.

Fuimos a lo sencillo una botella de champagne, Taittinger, y yo una copa de burdeos suelta para acompañar los quesos.

Yo elegí de primero una crema de marisco con una quenelle de pescado, de segundo una lubina en hojaldre con una salsa suave que no lleva a ser tártara. Los guisos hechos sobre una base de mantequilla, parece mentira que en su día Bocuse fuera el principal adaptador de la cocina clásica francesa a gustos más ligeros, ahora Bocuse se había convertido en clásico y sus guisos demasiado contundentes para el gusto moderno. Sin embargo sabor, textura, producto y salsas exquisitas, de imposible mejora, cada bocado obligaba a una reflexión sobre lo que la comida y el comer suponen para un diletante. Recetas reproducidas durante miles de ocasiones, en miles de almuerzos o de cena, varias generaciones habían quedado cautivadas por la delicadeza de los platos y quien acudía a Bocuse no aceptaría otros platos que no fueran aquellos que en su día disfrutaron sus padres y sus abuelos. La fiabilidad de la cocina bien hecha y de un servicio ahormado con la disciplina y el rigor de los servicios de hace treinta o cuarenta años.

El carro de quesos era un delirio, el de postres mucho más. Resultaba imposible tomar una decisión y el camarero sonreía ante nuestras dudas, estaba dispuesto a dejarnos probarlo todo.

Los quesos obligaron a una segunda copa de burdeos y tras el último de los postres nos ofrecieron una vuelta por las cocinas, impolutas, llenas de baterías centenarias, seguramente no se cocinaba en ellas. La restauración no deja de ser un negocio, lo que no impide que a veces se consigan emociones y Bocuse sigue emocionando aunque sea ya un nonagenario completamente ajeno a su empresa. Sin embargo nada más bajar del avión y entrar en el aeropuerto de Lyon una gran fotografía del maestro anuncia que la región del Ródano- Alpes es su territorio, son sus dominios.

No era tarde cuando salimos del restaurante, allí estaba el flamante conductor, impecable, con las puertas del coche abierta, como si fuéramos los principales comensales del local aquella noche. Por unos segundos me sentí como un burgesón satisfecho dispuesto a comerse el mundo, le pedí al chofer que nos llevara al centro de la ciudad a un local en el que pudiéramos tomar una copa, ¿una discoteca?, nos preguntó, algo más tranquilo, le respondí. Nos llevó a una terraza céntrica, medio vacía, antes de que bajáramos del coche se aseguró de que el encargado del local le garantizara la comisión. EL conductor nos cobró dos euros más de lo que nos había cobrado por el trayecto de ida, las copas ni eran especialmente baratas, ni el local especialmente elegante pero nosotros estábamos encantados de estar y ver Lyon, de disfrutar por fin de algo de fresco.

Regresamos al hotel dando un largo paseo a lo largo del rio hasta llegar al hotel pasadas las doce de la noche, satisfechos y con ganas de haber explorado la ciudad. El influjo de Bocuse nos impidió fijarnos otras prioridades más allá de prepararnos y disfrutar de la mesa, para otra ocasión queda su museo de bellas artes y el rincón dedicado a los pintores contemporáneos, entre ellos Bacon y una ibérica alegoría a las corridas de toros.




A la mañana siguiente paseo, desayuno ligero y regreso al aeropuerto, menos de 24 horas en la ciudad.

Cualquiera de los platos que probados, cualquiera de las bandejas que vimos pasar atesoraban el talento y destreza de decenas de años en los fogones, quizá por lo sencillo y especial de entre todo lo probado me quedaría con las quenelles de pescado que acompañaban a la crema de marisco.

Las quenelles son una especie de croquetas hechas con nata y claras batidas que, en vez de freírse, se escaldan en agua hirviendo para que dar como ligeras nubes de masa con sabor a pescado.

La pasta de la quenelle se hace con 200 gtramos de pescado crudo, 100 de leche con una pizca de harina – como la masa de la bechamel -, 100 de mantequilla, 3 cucharadas de nata cruda, un huevo entero, dos claras más, una pizca de sal y otra de pimienta.

La receta se inicia como una bechamel hecha con la mantequilla, la harina, la leche y el pescado desmigado. Sal y pimienta. Se cocina a fuego muy suave para que espese.

En el tramo final de la bechamel se incorpora la yema de huevo. Se baten a punto de nieve las tres claras y cuando la masa esté a temperatura ambiente se mezcla con las claras  batidas.

Con ayuda de dos cucharas se forman las quenelles, pequeños bloques de masa. Se trabaja con cuidado, mojando primero las cucharas en aceite para que no se peguen.

Se escalfan en agua hirviendo, agua abundante salada con generosidad. Se van haciendo las quenelles una a una sumergiéndolas en agua hirviendo y esperando a que rompa a hervir. Se escurren con cuidado y se depositan en el plato para servir como acompañamiento.

Poco más que contar de la experiencia de Bocuse, sólo el deseo de regresar con los amigos que finalmente no pudieron viajar, agradeciéndoles a oportunidad de peregrinar hasta Lyon.

domingo, 8 de noviembre de 2015

CAP.CCCLXXVII.- La necesidad de un relato.


LA NECESIDAD DE UN RELATO.-

Hace algunos años surgió la posibilidad de viajar a Centroamérica a dar una clase, finalmente no pudo ser pero durante algunos meses me vi envuelto en los preparativos para el curso que me tocaba coordinar. Recuerdo algunas reuniones para darle algo de sentido al curso. Una vez cenando en casa un amigo que nada tenía que ver con mi profesión se ofreció para dar una de las clases, la que fuera, lo importante era viajar. Mi amigo era comercial de una fábrica de muebles de cocina, decía convencido que él podía hablar de cualquier cosa, sólo necesitaba que le pusieran en un folio las tres o cuatro ideas que debía defender, el sustento legal de las mismas y poco más, lo demás de hecho – decía – era relato, puro relato. Lo importante en la vida era tener un relato, el ritmo o la cadencia de palabras que le permitieran hilvanar cualquier historia.

Como ya digo al final no pudimos concretar el viaje a Centroamérica y me quedé con las ganas de asumir el riesgo de llevar a alguien completamente lego en materias jurídicas para dar una clase, seguro que su relato hubiera sido fascinante y que en su exposición hubiera sido más preciso y acertado que muchos de los prestigiosos profesionales de currículo deslumbrante.

La cocina sin un relato que le dé sentido no deja de ser pura mecánica, una rutina relativamente sencilla de ejecutar, por eso en ocasiones aunque pueda disponer de cientos de recetas sin embargo el relato no aparece y pierde sentido la posibilidad de escribir.

Según y como una menestra puede ser o el plato más aburrido del mundo o convertirse en una aventura, todo depende del relato.

La menestra no deja de ser un conjunto de verduras hervidas. Si paseas por la zona de congelados de un supermercado podrás encontrar bolsas de verduras con la leyenda “menestra” escrita con palabras vistosas. La operativa es sencilla, basta con poner una olla con agua a hervir y volcar el contenido de la bolsa, dejar transcurrir los minutos que indican las instrucciones, escurrir el hervido y llevarlo a la mesa con un chorro de aceite.

La menestra es un guiso de verduras y hortalizas normalmente servido con trozos de carne o jamón, el origen de la palabra menestra es italiano, minestra, palabra que se utiliza para hacer referencia a un caldo normalmente de verduras. Llega aquí la primera sorpresa porque en Italia para la minestra es fundamental el caldo – la famosa minestrone – y, sin embargo, en España la menestra es verdura escurrida, sería un anatema que la menestra se presentara en un plato hondo con dos dedos de caldo, seguramente un navarro o un riojano caería fulminado antes de presentar una menestra caldosa.

El relato no se detiene en la etimología. Podríamos ir a una verdulería comprar verduras y hortalizas de temporada, picarlas y ponerlas a hervir todas de golpe, eso seguiría sin ser una menestra y seguramente la rabia e indignación de un navarro o de un riojano sería todavía mayor si se encontrara sobre la mesa una bandeja con verduras hervidas sin ningún tipo de sentido.

Las peleas llegan cuando tratamos de identificar las verduras y hortalizas que debemos combinar. La marquesa de Parabere propone usar medio kilo de guisantes, un manojo de espárragos, puerros, cebollitas nuevas, una coliflor pequeña, alcachofitas, 2 lechugas, patatitas y un puñado de setas – cierto es que la divina marquesa habla de una menestra a la bilbaína que de anima con algo de carne (un pollo, lomo de cerdo, ternera lechal, lomo de cerdo curado, jamón serrano, sesos de cordero o de ternera y mollejas de ternera) -. La marquesa no puede servir, por lo tanto, como referente de la menestra ya que la abundancia de piezas de carne harán que la verdura quede como mera comparsa o guarnición.

Si consultamos otro clásico de mi casa – esta vez las 1080 recetas de Simone Ortega – el resultado no es mucho mejor, primero porque distingue entre la menestra de verduras verdes y la de verduras corrientes; la primera lleva judía verde, alcachofa pequeña, guisantes, cebolletas medianas, lechuga pequeña, jamón serrano picado y huevos duros para adornar. La de verdura corriente lleva zanahoria y nabo.

En la web recetas de rechupete incluyen la zanahoria y coliflor.

Jose Carlos Capel al hablar de la mejor de todas las menestras – la de Green and More – desgrana los siguientes ingredientes: 24 alcachofas, 275 gr de guisantes pelados, 275 gr de habitas frescas peladas, 18 espárragos pelados, 8 ajos frescos pelados, 200 gr de jamón serrano poco salado, 100 cl de aceite de oliva virgen, sal (http://blogs.elpais.com/gastronotas-de-capel/2013/03/la-mejor-de-las-menestras-paso-a-paso.html).

Tras estas referencias podemos llegar a la conclusión de que cada cocinero le puede poner a la menestra lo que le venga en gana, que la menestra tolera prácticamente de todo. Esta conclusión dificulta grandemente la posibilidad de identificar una receta canónica de la menestra.

Partiendo de lo anterior y por lo que respecta a mi memoria gastronómica he de decir que no concibo una menestra que no lleve espárragos blancos hervidos especialmente para la ocasión, algunos guisantes, pencas de borraja o de cardo, corazones de alcachofa, jamón serrano cortado en trocitos y huevos duros cortados por mitad. Creo que por razones estéticas incluía un puñado de judía verde perona y puede que una zanahoria para conseguir algo de contraste de color.

El siguiente paso tampoco es pacífico, se trata de decidir el tamaño en el que ha de picarse la verdura. Con los guisantes no hay problema. Respecto de las alcachofas si son pequeñitas bastará con partirlas por mitad y, a poder ser, presentándolas con un par de dedos de rabito. Las puntas de espárrago han de ser por lo menos de cuatro dedos de largo, la penca de acelga, de borraja o de cargo cortada trasversalmente, presentándola como rectángulos de 4x3 centímetros. La judía verde en tiras finas y la zanahoria en rodaja no muy gruesa. He visto algunas fotografías en internet que ponen los pelos de punta porque llaman menestra a un conjunto de verduras picadas en juliana fina que quedan como una guarnición de restaurante de los años setenta; en otras fotografías la verduras se presentan casi enteras, no caben en la boca de Gargantúa.

La gracia de la menestra debe ser su armonía y el tamaño de las piezas no debe ser un asunto menor.

Hagamos lo que hagamos en casa – las prisas son siempre malas consejeras -, lo cierto es que una menestra para ser considerada como tal debe llevar cada verdura hervida por separado, cada una tiene su punto de cocción y sus reglas para evitar que se oxide, por lo tanto habrá que ir hirviéndolas por separado – acompaño la referencia de un blog donde indican los minutos de cada cocción y algunos trucos, como el de poner un pellizco de bicarbonato para que quede fijado el color de modo más intenso y sumergir las verduras una vez hervidas en agua con hielo para parar en seco la cocción (http://www.tobegourmet.com/2013/05/como-hacer-una-menestra-perfecta.html).

Ahora está de moda la verdura al dente, un punto crujiente. Seguramente nos pasamos con  la dureza de la verdura, la menestra debe tener su punto de hervido que permita que las verduras liguen con facilidad, no se trata de un plato de crudités.

Afrontamos la recta final con otra duda existencial sobre la salsa que debe acompañar el plato. En alguna de las recetas que he tuneado ligan las verduras con una crema ligera bien de guisantes, bien de calabacín, bien de espárragos. Yo no soy muy partidarios de cremas que puedan solapar el sabor de las verduras por eso creo que si se opta por la crema ha de ser muy suave, muy poco especiada y, a ser posible, sin leche ni similares.

La receta tradicional lleva un sofrito con un poco de aceite, unos trozos de jamón serrano picado muy fino – no mucha cantidad para que el jamón no domine el plato -, una cucharada de harina para ligar la salsa y un par de cacillos del agua de cocción de alguna de las verduras que no amargue mucho – o las judías verdes o los guisantes -. Un caldo untoso que moje un poco el plato y sirva para cubrir las verduras permite potenciar los sabores de todas las verduras. Dos huevos duros partidos por mitad de adorno y el plato a la mesa.

Recuerdo una menestra memorable en el restaurante de Palencia, en el centro, creo que el restaurante de un hotel de los de toda la vida, allí escurrían cada pieza de verdura y luego la pasaban por huevo y harina para sofreír ligeramente cada pieza por separado. Lo dicho, memorable.

Hay cientos de reproducciones de cuadros con verduras, sin embargo he elegido un cuadro de Pierre Auguste Renoir, por lo que leo en los periódicos hay una fuerte corriente de opinión que quiere expulsarlo de los museos por aburrido, por no aportar nada a la historia del arte, por ser un artista sobrevalorado.

Yo tengo mucho que agradecer a Renoir, he disfrutado mucho con sus cuadros, algunos de ellos sin una delicia para el diletante, sino que se lo digan a estos remeros y al detalle de la sobremesa. Gestos llenos de vida y de emoción, eso es el arte.  

miércoles, 21 de octubre de 2015

CCCLXXVI.- Querida Carmen - o como convertir el blog en un consultorio gastronómico.


Esta mañana he recibido un correo electrónico de una amiga, parecía bastante apremiada, por lo visto tiene una cena de cierto compromiso este fin de semana – unos amigos de su novio – y le han entrado algunos agobios existenciales.

Arguiñano suele recomendar que cuando hay invitados en casa es preferible no asumir riesgos. La he dado un par de ideas deprisa y corriendo, le prometí que le mandaría un correo un poco más completo cuando tuviera un poco de paz.

Al principio pensé copiarle alguna de las recetas que ya tenía recopiladas en “El diletante” pero a mediodía, aprovechando un tiempo muerto, me he escapado a ver la exposición de la Fundación Mapfre titulada el triunfo del color, una excusa más o menos banal para traer medio centenar de cuadros impresionistas y postimpresionistas a Barcelona, desde Manet hasta Picasso - http://www.fundacionmapfre.org/fundacion/es_es/cultura-historia/nuestras-salas/exposicionesbarcelona/default.jsp -. La exposición es una gozada sobre todo para una ciudad como Barcelona, huérfana de impresionistas, exponen cuadros del Museo d’Orsay y l’Orangerie, entre ellos un autorretrato de Van Gogh y unas tahitianas de Gauguín aunque al final sorprenden sobre todo los cuadros de pintores menores, tal vez porque son menos accesibles.

Por eso he elegido Vuillard para ilustrar esta entrada, aunque he hecho una pequeña trampa y he seleccionado un cuadro que no está en la exposición pero es tan hermoso que merece la pena ser poco riguroso. Se titula Final del Desayuno con Madame Vuillard.

Poder disfrutar de un parón biológico durante un par de horas, desconectar de las rutinas y poder reordenar la vida va siempre bien. De hecho me he recorrido dos veces la exposición – sólo había parejas de jubilados y algún turista despistado – y después he cruzado la acera de la calle Diputación para comer en un restaurante de los que se pusieron de moda en la ciudad hace un par de años – Monvinic -, tienen un menú de 19 euros que incluye dos medios primeros, un segundo, postre, agua y una copa de vino especialmente seleccionada; he entrado con cierto recelo, más que nada porque me mosquean los sitios en los que las cartas están directamente en inglés, sin embargo poco a poco me he ido acomodando mientras leía un artículo sobre Marcel Proust, por lo visto investigando los borradores de En Busca del Tiempo Perdido han descubierto que en una primera versión la escena de la magdalena se construía a partir de una tostada con miel, en una segunda versión era una galleta, finalmente se impuso la esponjosa magdalena. No sé qué hubiera sido de la historia de la literatura moderna de haberse decidido don Marcel por la tostada, hubiera sido una catástrofe seca y crujiente.

El servicio extremadamente atento, te ofrecen una Tablet con la carta de vino por si resulta muy pesaroso el tiempo de espera. Mientras comía he decidido no mandarle a mi amiga el correo electrónico en privado, sino por una entrada en el blog. Me da cierto morbo convertir este espacio en un consultorio gastronómico. Así que allí me lanzo.

Querida Carmen, siento no haber podido ser un poco más preciso esta mañana en mis recomendaciones, el trabajo apremia y queda feo que me dedique a dar consejos de cocina.

El menú que le propongo es un poco más completo y complejo que el que le he anunciado esta mañana, aunque creo que puede quedarte aparente. Intentaré ser lo más preciso en mis indicaciones y medidas, buscaré alternativas para que no se te complique mucho el trasteo en la cocina.

Esta es la minuta de la cena:

          Aperitivo.- Hummus.

          Entrantes.- Crema de setas.

                              Ensalada de otoño.

          Plato principal.- Rape alangostado.

          Postre.- Obleas de manzana.

Bien que mal todas las recetas están en distintas entradas del blog, pero no te voy a condenar al suplicio de revisar las casi 400 entradas que llevo ya registradas.

Para el hummus necesitas 300 gramos de garbanzos, lo ideal sería que pudieras hervirlos con unas cuantas verduras pero como sé que eso no siempre es fácil, puedes comprarlos o bien en el mercado – las conservas escurridas -, bien de bote.- Si los compras de bote cuida de escurrirlos bien, la salsilla que llevan no te sirve para nada, incluso los puedes aclarar un poco con agua.

Por los garbanzos en una jarra en la que quepa bien la batidora, ponles una pizca de sal, otra pizca de pimienta, el zumo de medio limón y 75 gramos de pepitas de sésamo – si no tienes sésamo a mano puedes usar pipas peladas, bien de girasol, bien de calabaza -. Enchufa la batidora y convierte los garbanzos en una pasta, ve añadiendo aceite de oliva poco a poco, como si fuera una mayonesa, para que la pasta vaya trabando y quedando cremosa, no muy líquida – si el aceite de oliva te resulta muy fuerte puedes hacerlo con aceite de girasol.

Cuando quede batido a tu gusto – cremoso -, pica un poco de cebollino o de menta fresca y mézclalo con la pasta.

El hummus lo puedes servir con pan de pita, con tostadas calientes o con bastoncitos de zanahoria cruda.

La crema de setas es muy de temporada, aunque si no consigues buenas setas o están muy caras te aconsejo – aquí parezco la señorita Francis – que compres setas de esas que vienen desecadas, un paquetillo con 150 ó 200 gramos de setas desecadas es suficientes, yo compro un bote de moixernons que salen estupendos.

Si optas por las setas desecadas las tienes que meter en un bol con agua templada durante 45 minutos. Mientras se hidratan y sueltan caldillo puedes ir avanzando la receta.

En una cazuela pones 100 gramos de mantequilla y dos cucharadas soperas de aceite de oliva. Pones el fuego suave y mientras se deshace la mantequilla limpias y pelas dos puerros, los cortas en rodajas finas y los pones a rehogar hasta que queden transparentes. A medio guiso le añades un poco de sal y de pimienta, también una pizca de comino.

Cuando los puerros queden completamente rehogados, casi se tienen que deshacer, añades dos patatas hervidas peladas y sigues removiendo.

Llega el turno de las setas, si son de las deshidratadas las escurres – conserva el agüilla que han soltado – y las incorporas al sofrito. Sigue removiendo. Cuando todo esté bien integrado coges la batidora para ir trabando la crema, añade primero el agüilla de haber hidratado las setas, después un poco de caldo de verdura o de pollo – lo ideal sería que hubieras podido hacerlo tú, pero si vas pillada de tiempo puedes usar uno de los precocinados, intenta que sea de la marca Aneto porque los demás saben mucho a industria.

De nuevo tienes de decidir el punto en el que quieres que quede la crema, si la prefieres más densa – tipo puré – o más ligera. Verás que en los recetarios tradicionales suelen añadirle un poco de crema de leche o de nata de cocina, queda más cremoso, pero no le añadas más de 250 mm – un brick pequeño -. Yo si la crema es consistente prefiero no ponerle nata, pero va en gustos. Prueba el punto de sal y de pimienta, no conviene que quede muy fuerte.

Cuando vayas a servirlo a la mesa ten preparada la guarnición:

  1. Unos taquitos de foie gras – que sea bueno -.
  2. Pela y corta en daditos unas manzanas ácidas – de las amarillas que no sean terrosas – para que no se te oxiden y puedas cortarlas con tiempo las puedes conservar en un tupper rociándolas con el zumo de medio limón.
  3. Un poco de perejil muy picado.

Como servirás la crema caliente los taquitos de foie se desharán un poco y ligarán con las setas a la perfección.

La manzana le da un contrapunto ácido al plato, que lo aligera un poco, además le da un contrapunto de color.

El perejil tiene una función eminentemente estética, contrasta con el pardo de la crema y el blanco de la manzana. A la gente le da cierto confort ver verde en las cremas.

EL segundo entrante es una ensalada de otoño, muy sencilla.- Escarola picada, dos dientes de ajo muy picaditos, una rama de apio que sea tersa, no muy basta, límpiala bien y la picas muy fina. Desgrana una granada y añádele o unas lonchas de jamón de pato o unos lomos de anchoa en conserva. Para la salsa usa una yema de huevo, una cucharada de mostaza cremosa – no la que venden en grano – la cucharada de café o de postre, no sopera. Bate la yema y la mostaza, añádele poco a poco el aceite, aquí puedes batir con un tenedor, como si hicieras una tortilla. Ponle una pizca de sal y alguna especia – orégano por ejemplo -. Ya tienes la ensalada. Sobre esta base puedes cambiar el jamón de pato por anchoas, por arenques, por mollejas de pato, higaditos de pollo fritos … Lo que pilles. Tampoco le va mal algún fruto seco – con moderación -, por ejemplo un puñado de nueces o unos piñones.

Llega el turno del pescado. Compra un rape hermoso, que te saquen los lomos. Si la pescatera o pescatero es buen profesional te los sacará enteros y te ofrecerá atarlos – diciéndole que vas a hacer rape alangostado seguro que sabe cómo hacerlo -; suelen atar los lomos con cuerda blanca de algodón que los deja bien prietos.

Cuando llegues a casa pon los lomos en un recipiente grande para que escurran. Antes de empezar a manipularlos sécalos con un  poco de papel de cocina, hay que intentar que tengan la menor agua posible.

Pon en un plato plano un poco de sal y pimentón rojo en polvo – del de toda la vida, preferiblemente de Murcia, que no sea picante -. Embadurna bien los lomos de rape en el pimentón hasta que queden completamente rojos.

Pon a calentar una plancha con un chorrito mínimo de aceite. Cuando esté bien caliente pasa los lomos por la plancha, dándoles vueltas con cierta agilidad, se trata de que se hagan bien y que no se queden pegados a la plancha. En 6/8 minutos estarán hechos, en función del grosor del lomo.

Retira los lomos y déjalos reposar en un plato, se han de enfriar un poco y la carne del rape terminará de compactarse.

Cuando hayan perdido el calor quítales el cordel con el que los habían atados. Verás como el rape queda con las marcas de la cuerda, la carne se parece mucho a la de la langosta. Corta los lomos en rodajas de cierto grosor – para que no se deshagan – y ponlos sobre una bandeja. En función de la previsión de hambre de los comensales los puedes servir acompañados con unas patatas hervidas pequeñas – si andas agobiada de tiempo cómpralas ya hervidas, las venden en tarros de cristal -, si vas a utilizar patatas hervidas escúrrelas bien en agua y pásalas por una sartén con 50 gramos de mantequilla y una pizca de pimienta blanca. Las cortas por la mitad de guarnición con el rape.

Si ves que hay mucha comida cambia las patatas por unas judías verdes hervidas – pocas -. En todo caso prepara una mayonesa para acompañar al rape – aquí sí que sería una blasfemia que comparar la mayonesa de bote.

De postre unas tartaletas de manzana. Compra un paquete de las bases de empanadilla de la cocinera. Coloca cada una de las obleas en la plancha del horno – ojo porque para que no se peguen tendrán que utilizar o bien papel satinado o bien papel de plata previamente espolvoreado con abundante harina.

Pela y corta en láminas varias manzanas – las que van mejor son las tipo fuji, pero si no las tienes a mano puedes usar las ácidas que utilizaste para la guarnición de la crema.

Ve cubriendo cada una de las obleas con las láminas de manzana pelada hasta que quede completamente tapada la superficie de la oblea. Espolvorea sobre la manzana un poco de canela y un poco de azúcar – preferiblemente morena, pero si no la tienes a mano tampoco pasa nada.

Precalienta el horno hasta los 200 grados. Cuando esté a la temperatura recomendada mete la bandeja con las obleas cubiertas. Vigila porque en 10 minutos tienes hechas las tartaletas. La masa a de queda consistente, verás que se abarquillan un poco y se tuestan los bordes de la masa, ya están a punto.

Si tienes un poco de mañana puedes ponerlas en el horno cuando vayas a servir el segundo plato y así llegarán calientes a la mesa. Si te supone mucho trastorno te las dejas hechas a última hora de la tarde y las sirves a temperatura ambiente. En este caso puedes regarlas generosamente con ron o con coñac y flambearlas cuando vayan a la mesa. A la tartaleta de manzana le liga bastante bien una bola de helado de vainilla – la de Hagen Dag con nueces de macadamia es perfecta -.



Por descontado que el diletante permanece de guardia durante las próximas horas por si te surge algún problema.

Si tienes cierta habilidad puedes imprimirles la minuta de la cena y colocar – con el efecto “agua” el cuadro de Vuillard. Yo para escribirte estas recomendaciones he estado escuchando un disco peculiar, es un disco que grabaron hace 25 años Yo Yo Ma y Bobby Mc Ferrin, una combinación absolutamente imposible entre un cantante vocal de jazz y un violoncelista clásico, puedes encontrarlo en you tube: https://www.youtube.com/watch?v=PPSGj9dpvTM.

Lo dicho, a disfrutar.

jueves, 15 de octubre de 2015

CCCLXXV.- Vuelta a las rutinas diletantes.


He terminado el ciclo de Marçel de Manayent, quince capítulos en 9 meses, no pensé que me costaría tanto. Si he de ser sincero los últimos capítulos los he dilatado un poco para decidir qué hacía con el Diletante.

Las pequeñas «nouvelles» que he ido insertando durante estos años me han servido para descongestionar el día a día, suponían un esfuerzo inicial de planificación pero me permitían durante unos meses seguir un plan trazado en cuanto a cuadros y recetas que no estaba sujeto al devenir cotidiano. En el ciclo de Marçel de Manyanet las recetas las he sacado principalmente de un libro titulado Tota la Cuina Catalana de la A a la Z publicado por la revista Cuina. Las pinturas son de un paisajista norteamericano, Leonard Wren - http://www.leonardwren.com/.

Durante estos meses he seguido manteniendo mi actividad como cocinilla, han entrado nuevos trastos en la cocina – algunos muy útiles -, he visitado grandes templos del comer y he descubierto restaurantes modestos que, sin embargo, me han ilusionado casi tanto como los consagrados. Ha seguido viniendo gente a comer y a cenar a casa, he seguido leyendo e investigando. He hecho pan, mucho pan, y me ha dado cierta obsesión por la repostería, disciplina en la que por cierto no soy especialmente hábil

Pese a todas estas novedades lo cierto es que me he estado replanteando el sentido del blog, creo que hay cientos de páginas webs dedicadas a la cocina la mayoría vulgares, sólo unas pocas realmente útiles y sorprendentes. En casa decimos que tras la “burbuja” inmobiliaria toca ahora la burbuja gastronómica, todo el mundo se atreve a escribir o hablar sobre cocina, no hay más que ver el sencillo tutorial sobre rosas de manzanas que fue visitado por más de ciento sesenta millones de personas – yo ya he ensayado la receta y puedo asegurar que funciona (http://verne.elpais.com/verne/2015/10/09/articulo/1444379568_195051.html). Es imposible ser originar. Yo mismo me he aburrido de alguna de mis recetas y ando en crisis con los sabores, hasta el punto de que estoy introduciendo algunas variaciones a las recetas cotidianas para evitar rutinas.

Los últimos meses algunos amigos me han comentado, casi pidiéndome disculpas, que habían dejado de visitar con asiduidad el blog, supongo es complicado pedir fidelidades para este tipo de páginas que no dejan de ser ligeras, se ha reducido sensiblemente el número mensual de visitantes y yo mismo he reducido la frecuencia de las entradas, no era fácil hacer dos o tres entradas a la semana. En estas situaciones viene bien recordar la frase con la que Stendhal dedicó una de sus novelas: “To the happy few”, algo así como “para los felices pocos” o “la inmensa minoría”, que es el término finalmente acuñado.

Asumiendo que el blog pueda no ser original, disculpándome por ser a veces poco preciso con las recetas y no haber sido capaz – de momento – de incluir fotografías o vídeos explicativos de mis técnicas de cocina, al final he llegado al convencimiento de que he de seguir escribiendo este blog no tanto por la incidencia que pudiera tener «hacia afuera», sino fundamentalmente por la trascendencia que tiene «hacia dentro», durante estos años el blog me ha servido como una especie de diario personal en el que la cocina ha sido una excusa para escribir y reflexionar sobre muchas cosas, me ha ayudado a poner orden en mi trastienda y por medio del blog he canalizado angustias e inquietudes. En alguna ocasión he comentado la justificación que daba García Márquez a su profesión de escritor – escribía para que le quisieran -, yo me he dado cuenta que escribo fundamentalmente para mí mismo, el hecho de publicarlo o colgarlo en la red tiene, claro está, un componente narcisista, pero también sirve como disciplina, la posibilidad de que te lean terceros, algunos muy cercanos, otros totalmente desconocidos, exige cierta sistemática e impone algunas líneas rojas que creo que son muy útiles.

En fin, reanudo las viejas rutinas del diletante, no sé cuánto tiempo durará esta aventura, no sé cuánto tiempo tardaré en embarcarme en otro ciclo narrativo parecido al ya iniciado en otras ocasiones. Reanudo viejas rutinas sin un plan preconcebido, sin un proyecto claro, con la única voluntad de seguir escribiendo con la excusa de la cocina.

Espero que viejos amigos se reenganchen a mis peripecias, conservar a los lectores de los que no tengo referencia alguna, quien sabe si conseguiré nuevos seguidores. A todos les pido disculpas por mi peculiar manejo de los signos de puntuación, por la anarquía en la elección de los temas, por la mezcolanza de realidades y ficción. No en vano soy un diletante, por lo tanto desordenado, disperso, superficial y subjetivo, tremendamente subjetivo.

Mientras cerraba el ciclo del pobre Marçel, mientras él se recuperaba de sus heridas y yo buscaba nuevas fuentes de inspiración, preparé una receta que me ha devuelto a la ilusión por escribir, era una receta sencilla que hice hace unas semanas para un festejo familia, una sopa de fideos. Es un plato que me hubiera gustado hacer en el campo, aprovechando una mañana calurosa de verano.

Para cocinar este guiso de fideos marineros me puse música, ópera, Nabucco. No es que sea muy aficionado al “bell canto”, me falta disciplina, aunque a veces me hipnotiza lo fastuosa que llega a ser la ópera. Ahora en octubre en Barcelona programan el Nabucco de Verdi, los precios son escandalosos, casi es más barato marchar a Milán y sacar entradas para ir a la Scala.

Cabreado porque no podía sacar entradas para ver el Nabucco me puse la ópera a todo volumen en la cocina mientras preparaba un caldo de pescado hecho con un tomate partido, un puerro, cuatro zanahorias, un nabo, media chirivía y una rama de apio; claro ésta que el caldo debía llevar pescado, compré casi medio kilo de pescado de roca debidamente eviscerado y unas galeras.

A mí me gusta rehogar el pescado con un poco de aceite antes de añadir el agua, creo que así sale más sabroso. Dejé que todo sudara bien antes de cubrirlo con agua, puse una pizca de sal y un hatillo de plantas aromáticas de ese que venden en el supermercado – buqué garní.

Cuando empezó a hervir yo aproveché para pasar por una sartén medio kilo de cigalas, no muy grandes. Las salpimenté y apenas las tuve un par de minutos en el fuego, lo justo para que perdieran la palidez. Dejé que se templaran un poco antes de pelarlas, fui echando las peladuras del marisco en el caldo de pescado ya hirviendo y reservé las colitas.

Cuando el caldo estaba a punto – no dejo que hierva más de una hora para que no se saturen los sabores y no quede muy fuerte -, me puse a hacer el sofrito. Estrenaba una picadora, había pedido para mi cumpleaños una picadora Mulinex de las de toda la vida, la del un, dos, tres picadora Mulinex. Regalo viejuno donde los haya.

Quería haber picado un poco de cebolla y unas zanahorias, en el último momento pensé que podría irle bien también una patata pelada para darle un poco de cuerpo al caldo.

Cuando me disponía a estrenar la picadora llegó a la cocina, como una turba de infieles, uno de mis hijos dispuesto a ayudarme con los nuevos artilugios. Le dejé que partiera la zanahoria en pedazos para que cupiera bien en el vaso de la picadora, puse media cebolla, la patata en cuartos y un trozo de pimiento verde. Mi hijo estaba empeñado en poner en marcha la picadora, le di cuatro indicaciones de seguridad y algunos consejos prácticos que no siguió. En vez de picar los ingredientes los convirtió en un puré rojizo, en una pasta líquida y cruda. Son riesgos de utilizar pinches en la cocina.

En una olla grande puse a calentar un poco de aceite de oliva y decidí ver cómo reaccionaba el aceite al entrar en contacto con mi puré de verdura. El aceite no estaba muy caliente, evité así que me saltara a la cara al añadir el puré acuoso. Mi sorpresa fue que el aceite se fue haciendo con la situación y a base de pequeñas burbujitas de calor fue sofriendo el puré de verdura que fue tomando un color menos viscoso y fue ganando consistencia. Mi pinche removía con cuidado con la cuchara de palo y decía ufano que su picada de verduras estaba quedando estupenda.

Le retiré de los fogones y le puse al mortero para que machacara dos dientes de ajo, una pizca de sal y abundante perejil. Se cansó rápido de la mano del mortero y marchó de la cocina para seguir viendo sus dibujos.

Terminé de darle al mortero y añadí el ajo y el perejil a mi sofrito, ya consistente. Cuando todo se había mezclado bien bajé el fuego al mínimo y añadí el caldo de pescado debidamente colado.

Por efecto de la patata y de la zanahoria el caldo empezó a tomar cierta consistencia, creo que me salieron casi tres litros de fumet de pescado – éramos muchos a la mesa -. Cuando el caldo empezó a hervir otra vez añadí medio kilo de fideos gruesos, en 7 minutos estaría a punto la sopa.

Corté las colitas de cigala, recuperé los lomos de pescado hervido sin espinas y en el tramo final de la cocción los incorporé a la sopa. Apagué el fuego de inmediato y mientras reposaba le añadí un poco de perejil fresco picado. El plato ya podía ir a la mesa, justo cuando en Nabucco arrancaba el “Va, pensiero”.

Había comprado una botella de vino blanco de alella, uva pansa blanca, un poco untosa en boca, un vino que ligaba bien con el caldo de pescado.

En casa aquel día de postre tocaba pastel de chocolate, sin embargo de cara al blog y en la medida en la que esta sopa de pescado estaba soñada para una comida de verano, me acordé de un pastel de higos comido hace poco más de un año en casa de unos amigos. Era un pastel de higos hecho a base de higos, sólo higos recién cogidos, muy maduros. Mis amigos pelaron los higos con cuidado, los cortaron en láminas y fueron poniendo capas en un bol de cristal, un gran bol en el que iban cuidadosamente colocando las láminas de higo hasta cubrirlo por completo. Una vez cubierto con ayuda de un plato de postre presionaron un poco para que compactara y lo guardaron en la nevera. Al llegar los postres colocaron el bol sobre un plato, le dieron la vuelta y quedó media esfera perfecta de color granate. El pastel se tomaba acompañado con un poco de nata montada. Un plato sencillo y muy efectista.

El postre de higos me ha venido a la memoria gracias a un cuadro que se exhibe estos días en el Museo Nacional de Cataluña, en una muestra de bodegones y naturalezas muertas de la edad de oro española, un bodegón de Pedro de Camprobín, un pintor barroco al que no conocía, especializado en pintar flores, adscrito a la escuela de Sevilla. En Barcelona exponen un vistoso plato de higos que sirve como portada al catálogo de la exposición.

viernes, 9 de octubre de 2015

CAP.CCCLXXIV.- Pequeña muerte por chocolate (y 15)


15. CONVALENCENCIA.



Perdí el conocimiento en el hotel, apenas tengo recuerdos de las primeras horas, sólo algunas imágenes aisladas, destellos de consciencia: el ruido de la ambulancia, el olor del perfume de Jess cuando se me acercaba, los destellos de las luces del corredor que llevaba al quirófano y sobre todo voces, muchas voces que apenas podía identificar.

No sé cuántos días pasé inconsciente, quizás fueran sólo horas, pero a mí me pareció una eternidad. Finalmente desperté en la habitación de un hospital, no había amanecido, intenté incorporarme, de hecho levanté unos milímetros la espalda pero una intensa punzada me dejó de nuevo clavado en la cama. La habitación estaba en penumbra y fuera, en el pasillo, no se oía trasiego alguno. Estaba solo en la habitación con una vía de suero en la vena del dorso de mi mano derecha, una pinza que controlaba el ritmo cardiaco me oprimía el dedo índice de la mano izquierda, iba suministrando datos a una pantalla; me habían sondado y llevaba un aparatoso vendaje en el hombro, el foco de todos mis dolores.

Recordaba haberme agobiado en la habitación del hotel por el hecho de que me asesinaran en calzoncillos, ahora la situación era mucho más ridícula, estaba semi vestido con aquellos batines de celulosa verde que dejaban las posaderas al aire, completamente inmovilizado y un tremendo escozor de espalda producido por el roce del hule que protegía el colchón.

Me quedé en duermevela intentando ordenar los recuerdos, intentando reconstruir lo sucedido en los últimos días.

Sumido en mis meditaciones me sobresaltó la entrada de una enfermera gruesa y hacendosa que comprobó que seguía vivo, me hice el dormido mientras cambiaba la bolsa de la sonda y cuando se acercó para revisarme el vendaje susurré un «buenos días» que la sacó de sus rutinas.

«Coño. Ya se despertó el héroe del día». Fue su único saludo, subió unos dedos la persiana para que entraran las primeras luces del día y salió rápidamente de la habitación dejando la puerta abierta; supongo que quería que viera que dos policías custodiaban las puertas. Cruzó con ellos unas palabras en voz baja y siguió con sus rutinas.

Uno de los policías se asomó a comprobar que había recuperado la consciencia. «¿Estoy detenido?». Pregunté. «No, le estamos protegiendo; se ha convertido en el héroe del día, como dice la enfermera, la prensa anda loca por sacarle unas fotos y unas declaraciones. La juez de instrucción ha decretado el secreto del sumario. Supongo que a lo largo de la mañana vendrá algún superior aponerle al día de lo sucedido».

«¿Llevo mucho en el hospital?» Seguí con mi interrogatorio. «Hoy ha hecho su segunda noche aquí». Cortó de súbito cualquier diálogo y marchó de nuevo al pasillo. «El caporal Caballero vendrá enseguida a informarle, creo que ya le conoce». Cerró la puerta y volví a quedar solo.

Me resultaba complicado medir el tiempo, puede que diera alguna cabezada antes de que terminara de amanecer y la enfermera regresara con el desayuno. Los policías seguían en la puerta, me vigilaban de reojo, pero seguían enfrascados en sus conversaciones.

Mientras desayunaba llegó mi madre, cuando me descubrió despierto echó a llorar, no podía articular palabra, gimoteaba mientras repetía «mi niño, mi niño» como un mantra. Le dije que estaba bien, que no se preocupara y que me contara lo que supiera. No sabía nada aunque guardaba en el bolso un manojo de periódicos desordenados en los que sin duda detallaban las circunstancias y razones que me habían llevado al hospital. Le pedí que me leyera la prensa, me contestó que descansara, que había perdido mucha sangre. Se derrumbó sobre el sillón de la habitación y poco a poco fue recobrando la serenidad. Yo cerré los ojos para intentar seguir poniendo en orden los recuerdos.

No tardó en venir Caballero, entró acompañado por uno de mis escoltas, saludó a mi madre con familiaridad y buscó una de mis manos para saludarme. Me preguntó que cómo estaba, le dije que razonablemente bien, despierto y animado. Se sentó en un butacón cerca de la cabecera de la cama y me puso al día de los acontecimientos, el relato no era complicado. Jéssica bien, no había sufrido ningún daño; Rafaelito había sido detenido tras el incidente, se había derrumbado en comisaría y confesado ser el autor de la muerte de su padre. La prensa andaba alborotada de nuevo con la tragedia de la familia Montes y merodeaban el hospital buscando alguna declaración, de ahí la presencia de policía en el pasillo, la primera noche se había colado un fotógrafo y había publicado una fotografía mía inconsciente en la cama, rodeado de tubos y con la leyenda: «El héroe del Hotel Vela».

Caballero comunicaría a la jueza de instrucción que yo había recuperado la consciencia y en breve me tomaría declaración, seguramente se desplazaría la comisión judicial al hospital para que les ayudara a reconstruir los hechos. No había ninguna acusación contra mí, tampoco contra Jess, aunque era inevitable todo el trámite de instrucción. Caballero me dijo que mi vida no corría ningún riesgo pero que la estancia en el hospital no sería corta, había perdido mucha sangre y tenía una herida de bala en el hombro izquierdo, una herida que requería cierto cuidado. Antes de marchar me trasladó un ruego del abogado de Montes, quería visitarme a la mayor brevedad. Le dije al caporal que no había ningún problema pero que prefería no entrevistarme con Mateu hasta que no hubiera declarado ante la juez.

Las horas en el hospital eran aplastantemente monótonas, mi madre no sólo recuperó la templanza, sino también su afición por la televisión, me sometió a los programas más casposos y sensacionalistas de todas las cadenas, saltaba de uno a otro canal rastreando las noticias y las tertulias en las que comentaban, entre otros sucesos, el asesinato de los Montes. Ante tanta basura no me quedó más remedio que fingir un sopor permanente que me permitía estar con los ojos cerrados, intentando aislarme.

La comisión judicial vino a visitarme aquella misma tarde, fue un interrogatorio monótono, la jueza la Fourcade seguía siendo una mujer fría y distante, pero había abandonado parte de su agresividad. Mateu, el abogado de Montes, no quiso hacerme ninguna pregunta, la fiscal tampoco. Mateu anunció que su cliente reconocía todos los hechos y que aceptaría la condena que propusiera el fiscal. Al terminar la declaración pidió autorización a la juez para conversar a solas conmigo, adujo que siendo ambos abogados quería comentar algunas cuestiones prácticas sobre el caso.

Su propuesta era sencilla, estaba negociando con fiscalía una sentencia de conformidad, Rafaelito tenía asumido que pasaría al menos treinta años en prisión y casi recibía la noticia con alivio ya que eso le liberaba de la constante presión de su madre y de Desideria, quien por lo visto había sido la principal inductora del crimen. La tarea de Mateu era evitar que doña Helena y Desideria hubieran de sentarse en el banquillo. Buscaba mi discreción, la mía y la de Jessica, me rogaba que no hiciera ninguna declaración ante la empresa, que no me dejara atraer por ofertas carroñeras y que evitara que Jessica aprovechara el tirón mediático de la noticia. Como contraprestación a nuestro silencio la familia Montes retiraría cualquier cargo contra Jess, asumiría todos los gastos y perjuicios ocasionados por los hechos, incluida la tremenda factura pendiente del hotel y mis honorarios, honorarios que cubrirían en la cantidad que yo considerara oportuno, sin discusión alguna.

Marchó Mateu y volvió a entrar la juez, esta vez a título particular, para preocuparse por mi estado de salud y para rogarme que le informara si la familia Montes me intentaba someter a algún tipo de extorsión. Le agradecí el detalle y le aseguré que el encuentro con Mateu había sido de pura cortesía, que en modo alguno me había presionado, más bien al contrario, se había puesto a mi disposición.

Cuando se restableció la rutina en la habitación regreso mi madre ávida de chafarderías sobre el procedimiento judicial, despaché sus requerimientos como pude y le pregunté por Jess, me dijo que, con autorización de la juez, había regresado a Mallorca. Me anunció que al día siguiente vendría su madre a visitarme.

Me escudé en mi deber de confidencialidad y en el secreto del sumario para evitar dar respuestas concretas a los cientos de preguntas que me iba haciendo mi madre, mucho más severa que la jueza. Me escurría como podía hasta que llegó Covadonga, había cerrado durante unas horas la Santina y me traía un tupper, bromeó a cerca de lo mal que se come en los hospitales, me regaño porque hacía varios días que no pasaba por el restaurante, «ahora que te codeas con gente importante», me recriminó entre sonrisas. Enseguida enhebró conversación con mi madre, no era complicado empezar a comentar mis aventuras, desventuras y sucesos. Quedó sobre la mesilla el tupper, me resultaba imposible alcanzarlo. Covadonga seguía de cháchara comentando que nunca se imaginó que un tipo esmirriado, como yo, se atreviera a abalanzarse desnudo sobre un tipo desequilibrado y armado.

Carraspeé para recordarle que había venido a visitarme a mí, y, sobre todo, que tenía un hambre atroz.

Recuperó la fiambrera y destapó unos centímetros para que pudiera olerla. Era una pasta blanca de olor dulzón,«menjar blanc»; ante mi cara de extrañeza me reprochó que «moviéndome en el mundo de los grandes chefs» no supiera qué era el menjar blanc. Traía unas cazuelillas vacías y unas cucharillas metálicas envueltas en una servilleta, conocía bien las limitaciones del hospital. Aclaró que era una crema de almendras, plato típico de la zona de Tarragona.

Yo me lancé sobre mi ración como un lobo, mi madre también dio buena cuenta al manjar, de hecho mi madre llamaba al plato «manjar blanco». Tras algunos titubeos consiguió sacarle la receta.

Se necesitaban 300 gramos de almendras crudas, preferiblemente del tipo marcona, 100 gramos de almidón – se puede sustituir por arroz, aunque se corre el riesgo de que quede como un arroz con leche -, una ramita de canela, un litro de agua, 150 gramos de azúcar, la piel de un limón y una pizca de sal.

Se escaldan las almendras en agua hirviendo para poderlas pelar bien – si se compran peladas no es necesario escaldarlas -. Se pican las almendras lo más fino posible y se dejan  reposando en un litro de agua tibia durante dos o tres horas, conviene no meter el recipiente en la nevera.

A la mañana siguiente se cuela el agua con las almendras con un colador de malla muy fina – los puristas dicen que debe filtrarse con ayuda de un trapo fino -. Se consigue aproximadamente un litro de leche de almendras.

Se pone la leche de almendras en una cazuela al fuego, cuando temple la leche se añade el azúcar, la rama de canela, la piel de limón y la pizca de sal. Se deja infusionando a fuego lento.

En tu tazón con un poco de agua se disuelve el almidón y se remueve hasta que vaya cogiendo cuerpo. Se incorpora el almidón poco a poco a la leche de almendras y se remueve hasta que quede una crema espesa, de textura parecida a unas natillas.

Se retira la canela y el limón, se deja enfriar la mezcla primero a temperatura ambiente, cuando enfríe se pasa a una nevera tapando la cazuela con un plato, para que el menjar no coja olores.

Se sirve en pequeñas cazuelas con un poco de canela en polvo. Así de sencilla era la receta del menjar blanc de Reus.

Tanto mi madre como yo nos tomamos dos raciones cada uno e invitamos a Covadonga a que al día siguiente trajera algún otro platillo. Como compensación la dejé que se hiciera una foto conmigo aún a riesgo de que en pocos minutos estuviera colgada en cualquier red social.

Convencí a mi madre de que marchara con Covadonga, yo estaba bien atendido. A última hora de la tarde pasó la enfermera cambiar la bolsa de la sonda y administrarme más calmantes. En pocos minutos me invadiría el sopor.

Tirado en la cama, inmóvil, incomunicado del exterior, era complicado distinguir la mañana de la tarde, el día de la noche; estaba tan incómodo que apenas podía conciliar el sueño durante unos minutos, nunca más de una hora, después le seguía un rato de vigilia en la que todo me incomodaba. Sólo las atenciones de las enfermeras y la esporádica visita de algún médico que sacaban de la rutina. El médico me aseguraba que en una semana podría regresar a casa, aunque necesitaría hacer algo de rehabilitación para recuperar la rotación del hombro.

Al día siguiente regresó mi madre acompañada de la madre de Jéssica, doña Mercedes me llenó de besos, postrado en el lecho no pude esquivar ninguno. Dedicó muchos minutos a agradecer que hubiera salvado a Jéssica de una muerte segura en manos de aquel psicópata. «Es una pena, qué buena pareja haríais». Era imposible contactar con Jess, me aseguró, ella recibía llamadas esporádicas, siempre desde un número oculto, por lo visto protegida por la policía. No me atreví a preguntar por Didier, yo esperaba que siguiera en la cárcel.

Jess había pasado un par de días en Barcelona, alojada en el hotel. Había pasado varias veces por el hospital, pasó algunas horas a los pies de mi cama. De pronto se esfumó, como ya era habitual, aunque dejó a su madre un gran sobre cerrado a mi nombre.

Le pedí a doña Mercedes que lo abriera, calló sobre la colcha un fajo de billetes de quinientos euros y un cartoncillo con una acuarela de Leonard Wren. Al final una cuartilla manuscrita y doblada por la mitad.

Mi madre recogía los billetes desperdigados por el suelo «quince mil euros» exclamó. Le pedí a doña Mercedes que me colocara la nota en la mano que no tenía inmovilizada. Jess no era mujer de muchas palabras, lo demostraba con su despedida: «Querido Marcellino, me hubiera encantado agradecerte en persona todo lo que has hecho por mi durante estas semanas, has sido mi ángel de la guarda. Sin duda no hubiera podido salir sola de este absurdo embrollo que sólo tú has sido capaz de comprender. Digan lo que digan quise mucho a Rafael, le dediqué muchos años de mi vida y creo que le hice feliz. Montiño, como habrás podido comprobar, era un tipo peculiar, un vividor, seguro que se alegrará de haber muerto de modo tan trágico, agrandará su leyenda. Al final pude cobrar la póliza de seguro, un dineral que me ayudará a rehacer mi vida. Didier, el pobre Didier queda atrás, no sé si te pedirá que le ayudes a salir de esta. Tengo mucha vida por delante y el comisario Caballero me ha ayudado a convencer a la juez de que pueda dejar Barcelona, al fin y al cabo soy la verdadera víctima de este complot. Me gustaría ser capaz de olvidar estas semanas de pesadilla, las falsas insinuaciones, todavía soy joven. No hay dinero en el mundo que pueda pagar todo lo que has hecho por mí, acepta estos quince mil euros como compensación por los desvelos. Quédate también con esta acuarela de Wren, de todas las que has visto durante este tiempo es la única verdadera, las demás son falsas reproducciones que encargamos a un pintor callejero del Raval. Montiño era consciente de su ruina y volviendo de Estados Unidos se le ocurrió hacerse pasar por marchante de Leonard Wren, un pintor norteamericano con cierto renombre en California, compramos algunos catálogos y revisamos las referencias de la web, luego encargamos a un pintor de los que se gana la vida en las ramblas que nos reprodujera algunos paisajes, le pagábamos 100 euros por cuadro, luego Montiño los revendía por dos mil euros a sus amistades, yo me ocupaba de preparar los certificados. Puede que todo fuera una estafa, aunque al pobre Rafael este modo de ganarse la vida le parecía menos humillante que sus ya manidos sablazos; el único cuadro auténtico es esta sencilla acuarela que encargamos por medio de la página web, gracias al certificado de esa acuarela pudimos falsificar los que yo expedía. Ahora con su trágica muerte se volverán a editar sus libros y quién sabe si por fin se le reconocerá como uno de los padres de la cocina catalana moderna. Yo renuncio a todo, cuando hables con la familia de Montes diles que no les guardo rencor, me conformo con que cumplan sus condenas. Lo dicho Marcellino, millones de besos y mucha suerte. A mi madre le hubiera encantado emparejarnos pero has de ser consciente de que sigo siendo una mala influencia en tu vida».
Resultado de imagen de leonard wren

Dejé la nota entre las sábanas y le dije a mi madre que me guardara el dinero, yo no lo iba a necesitar. Le propuse que buscaran un viaje las dos amigas y que se lo costearía gracias a la generosidad de Jess. Doña Mercedes también quiso hacerse una fotografía conmigo y justo cuando realizaba la torsión de brazo que permitía encuadrar los dos rostros apareció la enfermera, que también me pidió compartir cámara y fotografía para enseñar a sus compañeros.

Sin quererlo me había convertido en un pequeño héroe, esperaba que aquella fama se diluyera con el paso del tiempo y que pudiera regresar a mis rutinas.

Parecía imposible pero al final me dieron el alta. Sólo las visitas de mi madre, loca de contenta porque en unas semanas partiría de crucero por los fiordos noruegos, y las de Caballero me sacaban de la modorra. Mateu me mandó un acuerdo de confidencialidad tan voluminoso y enrevesado que lo firmé tras haber leído sólo los dos primeros párrafos y el último. Ser un pusilánime me retribuía con 50.000 euros. Además su despacho se ocupaba de gestionar las posibles presiones mediáticas.

Al cabo de unas semanas la jueza terminó la instrucción, Rafaelito Montes aceptó el procesamiento y la pena que proponía el fiscal, una condena por la que pasaría probablemente el resto de su vida en la cárcel, a cambio respetaban a Desideria y evitaban cualquier implicación de doña Helena en los hechos. Tras aceptar la condena la fortuna empezó a sonreírle a Rafaelito, la televisión catalana le propuso protagonizar un reality que se titulaba un cocineros entre rejas, en principio 12 programas en los que el pequeño Montes daría rudimentos de cocina para mejorar la calidad de vida de los presos, todo gracias a una cámara que acompañaría al ilustre preso 24 horas al día. En poco tiempo se convirtió en un referente mediático, consiguió un reconocimiento impensable meses atrás.

Yo reorganicé mi vida haciendo lo que más me gustaba del mundo, no hacer nada, ver pasar las nubes, comer en la Santina, donde habían puesto mi foto convaleciente en un sitio de honor.

Invité a comer a mi amigo notario para recuperar el testamento hológrafo de Montes, a los postres, aprovechando la llama de un puro que se fumó mi antiguo compañero de universidad, destruimos el original y brindamos por la gloria de las mujeres misteriosas.

De vez en cuando recibía alguna llamada de quienes se identificaban como amigas de Jéssica, todas ellas envueltas en situaciones rocambolescas que necesitaban de la paciencia de un abogado atento y discreto. Líos de familia, de herencia, algún que otro delito más o menos menor. Todas ellas mujeres fascinantes que ejercían en mi la atracción de un agujero negro, todas misteriosas, egoístas, absorbentes, no todas se acordaban de pagar mis servicios aunque me permitían durante algunos días aspirar sus perfumes intensos, disfrutar de sus trajes ceñidos; me dejaban tomarlas del brazo a la salida de las notarías, de los juzgados, siempre ocultas tras exageradas gafas de sol. Yo siempre vestido con impecables trajes negros, normalmente de firma.

Al final la pequeña muerte por chocolate de Montes el miserable nos había venido bien a todos, incluso a Montiño, que había visto reeditados todas sus publicaciones.