jueves, 13 de abril de 2023

Capítulo DXCIV.- Caminar por Galicia.

Hasta ahora me identificaba como caminante urbano, un «flâneur». Caminar por el campo no me producía especial emoción, puede que la irregularidad de los caminos, las subidas interminables o las pendientes pronunciadas y llenas de pedruscos me desalentaran. Sin embargo, la experiencia de caminar por Galicia, siguiendo el rastro del Camino de Santiago, ha sido especial. Nunca fue persona de fe, una pena ya que me toca seguir buscando respuestas sin aceptar textos sagrados, pero he de reconocer que en el Camino hay un elemento espiritual, un factor de locura colectiva que lleva a miles de personas a transitar por el norte de España rumbo a Compostela. Seguramente el trabajo de las autoridades turísticas fomentando la ruta con todas sus comodidades ayuda al éxito de la ruta, pero ese factor emocional de búsqueda de un tiempo a ritmo distinto, marcado únicamente por pasos más cortos o más largos, según la edad y las ganas de los caminantes, va envolviéndote hasta no tener otra preocupación que la de llegar a destino. Dicen que para hacer el Camino hay que marcarse un propósito. En mi caso, el único propósito era el de no perder paso ante mis hijos y mi mujer, mucho más jóvenes, mucho más livianos y mucho más en forma que yo. El objetivo era no perderlos de vista en las cuestas, hay que decir que ellos, cortésmente, me esperaban cuando los remontes eran más pronunciados. Por lo demás, fueron más importantes los despropósitos que los propósitos. La tarea de despojarse de prejuicios, ver como pasaba el tiempo, como superábamos los hitos que puntualmente nos avisaban de los kilómetros hasta Santiago. 120 kilómetros en total, aunque mi marcador de pasos, que estaba un tanto desacompasado, aseguraba que había caminado más de 150 kilómetros, puede que así reconociera que mi esfuerzo era mayor. El éxito de esta caminata de más de cien kilómetros estuvo en la organización, en la comodidad de saber que no había que arrastrar mochilas sobrecargadas y que al final de la jornada nos esperaba el mejor de los hoteles posible, con una buena ducha, espacio e intimidad para derrumbarse sin tener que darse codazos con otros peregrinos. Ya dije que podían llamarnos pijigrinos o turigrinos, acepto encantado el apelativo. También ayudó el tiempo. La primavera se había asentado ya en Galicia. Salvo los primeros días en los que lloviznó en algún tramo, el resto de jornadas fueron de sol deslumbrante, cielos despejados e incluso calor, hasta el punto de que alguna mañana nos descamisábamos a pocos minutos de la salida. No hemos querido/podido/sabido entablar lazos de amistad con nadie, aunque cruzáramos algún salido cómplice con otros caminantes que seguían día a día nuestra ruta y nuestro ritmo. Como íbamos los cuatro con nuestras charlas, silencios, piques y chistes, no teníamos necesidad de compartir experiencia con nadie más. Probablemente hablar del paisaje gallego obliga a acudir a una retahíla de lugares comunes casi tan transitados como el propio camino. En mi caso el factor determinante fue el agua, la presencia de agua en cualquier instante. A veces en forma de rio caudaloso encajonado entre viñas, rio de fondo oscuro que contrastaba con el verde intenso de las orillas. Otras veces riachuelos o hilillos de agua casi imperceptibles, alimentados por infinidad de fuentes que brotaban de cualquier recodo. Esa humedad permanente hacía que el suelo casi siempre estuviera mullido, cómodo de pisar. Al no llover mucho no había mucho barro, pero sí esa capa de tierra mojada, hierbajos, ramas, raíces e hojas caídas de todo tamaño y color. Las cuatro primeras jornadas discurrieron entre bosques de castaños, robles, carballos y pinos. Los troncos de casi todos ellos quedaban forrados por una capa de musgo verde muy viva. Los eucaliptos, especie invasora y con menos encanto (a mi juicio), daban, sin embargo, más altura a algunos tramos del paseo y sus troncos, descascarillados, dejaban tramos completos cubiertos de cortezas finas y alargadas. EL agua, la humedad, marcaba el resto del paisaje. Hacía llevadero el sol del mediodía y acogía todo tipo de pájaros. Yo, medio en broma medio en serio, decía a mis hijos que los sonidos del bosque eran, en realidad, una banda sonora que la junta de Galicia había encargado a Max Richter. Al pasar por alguna de las aldeas, de las pequeñas concentraciones de casas rurales desperdigadas a lo largo del camino, el paisaje se domesticaba. Iniciado abril las camelias estaban desaforadas y dejaban el suelo lleno de capullos enteros de tonos rosáceos, bermellones, azulones y blancos. La camelia, una flor extraña en parajes más secos, allí campaba a sus anchas, convirtiéndose, junto a los arroyos, en el hilo conductor de cada caminata. Las jornadas programadas no fueron muy largas. El día que más caminamos fueron 30 kilómetros, pero como los hacíamos casi del tirón llegábamos a los hoteles reventados, con la fuerza justa para descalzarnos y desarbolarnos sobre la cama. Yo todavía acopiaba restos de mis fuerzas para tomarme una cerveza, incluso algún gintonic de primera hora de la tarde para no desorientarme, porque el monte puede llegar a embrutecer; por eso creía indispensable pedir una copa de cerveza o de ginebra con algún fruto seco que me devolviera a mi ser urbano. Así podía absorber mejor las experiencias campestres de la mañana y asumir también los rigores del resto de la jornada. Costaba incluso quitarse los calcetines y era necesario que pasara al menos una hora antes de plantearse entrar en la ducha. Era como si la mugre y los sudores del día fueran una especie de capa protectora que te mantuviera con vida. Esas horas de galbana eran las mejores para leer, aunque hay quien prefería revisar fotografías para subirlas a Instagram o, simplemente, dejarse seducir por los videos «random» del TikTok. Estábamos autorizados a descabezar algún sueño, revisar correos electrónicos, contestando sólo los más urgentes, o compartir algún comentario por wasap. Acciones básicas para no terminar de embrutecernos y salir de nuevo a caminar antes de que cayera la tarde. Desayunábamos fuerte y por el camino casi no nos deteníamos. Llevábamos en las mochilas algún fruto seco, chocolate y poco más. Los días de más apetito podíamos parar a tomar un bocadillo al salto, pero nada de buscar mesones a mesa y mantel, eso quedaba para el destino. Reservábamos a primerísima hora, casi como si fuéramos alemanes. En alguna ocasión nos tocó esperar a que abrieran la cocina. Cenábamos como leones hambrientos, pendientes de que no quedara en el plato ni una sola patata, porque, irremisiblemente, cualquiera de los bocados que pedíamos llevaban esas patatas gallegas que son una perdición. Fritas, hervidas, en tiras, en rodajas, aliñadas con aceite y pimentón, empapadas del guiso caldoso de carne o de pescado, en tortilla o en puré, la patata reinaba allí donde llegábamos. Casi todas las patatas que probamos superaron la prueba de sabor y de textura casi perfecta. Casi todas ellas conservaban el toque ligero a turba, a cámaras sin luz, a terrones de barro y arcillas, a corteza de árbol húmeda. Patata, siempre patata, con pulpo, con ternera hervida, con lomo de cerdo adobado, con pescado. Nadie discute que Galicia tiene el mejor pescado, marisco insuperable, carnes tiernas y sabrosas, verdura de ensueño, pero al final lo que queda en el inconsciente es la pelea por el último trozo de patata que quedaba en la bandeja. Chafarlo bien para que absorbiera los restos de una salsa o de cualquier grasa. Las patatas y el pan. Patatas y pan compensaban cada paso dado en el camino, cada duda sobre si una rampa o remonte terminaría por retirarme de la aventura. Saber que en el pueblo me esperaba un cesto con los chuscos de pan recién cortados era suficiente para apretar los dientes y mantenerse en la ruta. Probamos platos muy sabrosos, pero si tuviera que elegir uno para este capítulo del diletante elegiría sin duda el único que no probamos allí, la caldeirada gallega. Sé que fue un error no pedir una caldeirada, más que nada porque el producto y el agua de Galicia son casi imposibles de conseguir en otras tierras, donde el pescado no tiene la textura y el sabor de las piezas capturadas en la costa gallega y del norte de Portugal. Al hablar con algún cocinero me decían que la caldeirada sólo necesita tres pescados, sin embargo, la receta en la que he trabajado, la de la Marquesa de Parabere, combina hasta cinco tipos distintos (imagino que la divina marquesa, que cocinaba para ricos, prefería la abundancia). La receta que ofrece la Marquesa en su libro propone 250 gramos de rape, 250 de merluza, 200 de rata de mar, otros 200 gramos de mero y 225 de cabracho (pescado que durante años se conocía como polla de mar, sin que diera lugar a ningún chiste). Parece claro que si los pescados son frescos y de la costa gallega el éxito está asegurado. Utilizar pescados de otras latitudes puede generar melancolía. Con esa materia prima, los condimentos no son complicados: 3 decilitros de aceite de oliva (lo que viene siendo un chorro generoso), 250 gramos de cebolla (una pieza hermosa), 30 gramos de harina (una cucharada sopera cumplida), 3 dientes de ajo,2 ramas de perejil, media hoja de laurel, pan, sal, pimienta y una cucharada de vinagre. La marquesa inicia la receta, muy escueta, desescamando y limpiando el pescado, hasta quedar las piezas impolutas. Recomienda poner el pescado, la cebolla picada, los dientes de ajo cortados en láminas finas, las hojas de perejil, el laurel, la sal, la pimienta, la harina y el vinagre macerando durante una hora y media, para luego poner un litro y medio de agua fría. Llevar la olla a ebullición y dejar que todo cueza durante 20 minutos (una vez rompe a hervir). Para luego separar las piezas de pescado y servirlas sobre el caldo y unas rodajas de pan. Con todo el respeto a la Marquesa y todo el cariño que le tengo, creo que el plato exigía algo más de trabajo, aún a riesgo de abandonar la receta canónica, si es que la hay. Como complemento al plato, que responde a las lógicas de cualquier guiso de pescado blanco, creo que primero salpimentaría las piezas de pescado y las pasaría por la cazuela, con una cucharada de aceite. Daría vuelta y vuelta a cada pieza de pescado, menos de un minuto. Picaría cebolla, ajo y perejil para empezar a gestionar un sofrito ligero. Un poco más de aceite y cuando empiece a chisporrotear al reaccionar a los restos líquidos del pescado iría sofriendo el ajo, la cebolla y el perejil, a fuego suave. Mientras tanto, en un cazo hondo, improvisaría un caldo rápido de pescado con las cabezas, las espinas y barbas de los pescados que irían a la caldeirada. Media cebolla, un puerro, dos zanahorias y la hoja de laurel. Poco más. Con 25 minutos de cocción tendríamos un caldo muy aparente. Se pueden hervir en ese caldo dos o tres patatas que luego podrían ir al guiso. Una vez estuviera rehogada la cebolla con su compañía, pasaría a tostar la cucharada de harina y, cuando la harina estuviera tostada, añadiría la cucharada de vinagre (incluso podría sustituirla por una copita de vino blanco gallego, o puede que un jerez). Removería bien para que la mezcla quedara sedosa. Añadiría las tajadas de pescado y, de inmediato, el litro y medio de caldo de pescado. Creo que los 20 minutos que propone la marquesa son más que suficientes para que el caldo trabe bien y el pescado termine de hacerse. Lo llevaría a la mesa con las patatas hervidas en vez del pan. Rodajas generosas de patata bien empapadas en la salsa. Un golpecillo de nada de pimentón justo después de servir las raciones en el plato y una botella de albariño para que el pescado no navegue solo. Es complicado encontrar un pintor gallego, pero en mi buceo por la red he descubierto a un pintor de Betanzos, José Seijo Rubio, que tiene un cuadro de un sanatorio marítimo en Oza que bien valdría una caldeirada. Todo un descubrimiento, como caminar por Galicia.