martes, 28 de julio de 2020

Capítulo DXLIX.- Costa Brava.

Costa Brava.
Visité por primera vez la Costa Brava a principios de los años 90 del siglo pasado, playas increíbles, una costa escarpada donde los pinos llegaban hasta el mar, pero era ya una zona masificada, cara e incómoda, especialmente en verano. Hablan de un tiempo, anclado en los años 50 y 60, en el que los parajes debieron ser maravillosos. No me cabe la menor duda, pero esos tiempos se malograron, explotaron casi hasta el último centímetro de costa y pueblos como Rosas son ahora un amasijo de ladrillos y de coches atascados.
Tengo muchos amigos que tienen casa a lo largo de la Costa Brava, más de cien kilómetros de costa que empiezan en Tossa y terminan casi en Francia. A lo largo de la costa hay sus categorías, las zonas más populares y las más selectas, aunque todas han estado saturadas durante años, al límite de su capacidad. A partir de finales de julio y hasta mediados de septiembre es un territorio intransitable.
Hubo unos años en los que caí en la tentación de veranear por allí, muy al principio, buenos recuerdos, mezclados con cierto agobio. Mucha vida social, mucho trasiego en coche.
Después las escapadas se espaciaron, buscando momentos tranquilos, fuera de temporada alta. Fines de semana en junio, o a principios de julio. Siempre para ver a amigos, visitas muy concretas, alguna de un solo día, lo justo para disfrutar de un paseo en barca o una comida en cualquier de los restaurantes maravillosos de la zona.
Quedan ya lejos los viajes fugaces al Bulli y las noches durmiendo en el hotel de la playa de la Almadraba. Las paradas casuales en els Tinars para sorprenderse con su larguísima carta y sus maneras afrancesadas, hubo una vez que fui capaz de comer y cenar el mismo día en Els Tinars. También acudí les Panolles, que estaba en la misma carretera, apenas a un kilómetro de Els Tinar.
También recuerdo las visitas a un restaurante de interior, escondido en un bosque, creo que se llamaba el Molino, contaban que había sido de Joan Manel Serrat, comida sencilla pero con un punto sofisticado. Hubo un verano que nos escapábamos a un pueblecito de interior donde había un restaurante, llamado del Teatre, en el que cocinaba un chico formado en el Bulli.
Me casé en la Costa Brava, en el hotel San Jorge, donde me prepararon una tarta especial a partir de una receta vasca.
Años después, con los niños, comimos en un txiringuito cerca de Tossa al que sólo podía llegarse en barca… Cientos de recuerdos que sólo demuestran que voy haciéndome viejo. Si me devolvieran todo el dinero que me he gastado en la Costa Brava puede que pudiera comprarme un apartamento allí, en alguna de las playas por encima de Palamós. A los progres les gustaba la parte más cercana a Francia, de modo que cuanto más progre eras más te acercabas a Port Bou. Había un grupo de militantes de Iniciativa per Cataluña, el antiguo PSUC, que veraneaban en Llansá.
Eran otros tiempos, otros hábitos, otras circunstancias.
Pese a lo que pueda parecer, no he frecuentado mucho esa Costa, sólo escapadas esporádicas. Me siento mucho más mallorquín o griego que de Girona.
Este año hemos vuelto por la Costa Brava en este julio extraño en el que casi todo estaba cerrado o medio vacío. Los pueblos y las playas tenían un aire fantasmagórico. No han recuperado el espíritu salvaje de mediados del siglo pasado. Los pueblos languidecen con los bloques de apartamentos cerrados y carteles de alquiler o venta.
Hemos podido circular sin atascos, hemos podido acudir a viejos restaurantes sin tener que reservar con medio año de anticipo. Hemos paseado por el camino de ronda sin el agobio de tener que apartar a turistas alemanes resoplando.
Fuimos primero con los niños al Hotel San Jorge, celebramos los diez años de la boda. Uno de los camareros nos reconoció. Cenamos en el hotel, en la terraza, tranquilos, mirando a un mar de azul profundo. Nos supo a gloria lo que nos pusieron, no queríamos más que tomar un poco de vino y descansar bajo los pinos cuando ya anochecía.
Semanas después marché solo con mi mujer. Los niños estaban de campamento y pudimos huir tres días a la zona de Rosas y Llansá. Dar un largo paseo por los senderos que discurrían paralelos a los acantilados. Bañarnos desnudos en calas minúsculas, haciendo equilibrios entre rocas. Dejando que el agua fría nos despejara.
Llegamos hasta la cala Montjoi, donde el Bulli se ha convertido en una mole en obra permanente. Sigue el camping y la terraza del Club Mediterranee, donde se sigue comiendo razonablemente bien.
Dormimos una siesta bajo los pinos y quisimos fotografiarnos en la puerta del viejo Bulli, habían quitado el cartel con la silueta del perro, en su lugar hay un gran panel que describe en lenguaje frio y forense las características de la obra que  seguramente no acabará nunca.
Aprovechamos ese viaje para comer en el Miramar, un sitio que tenía eternamente pendiente y al que nunca me había decidido a ir. Comimos de maravilla, el servicio excelente. Platos hechos con mucho mimo, pequeños bocados que toman elementos prestados de la cocina de la zona, también del legado de Ferrán Adriá, con sus espumas y sus salsas densas.
Recuerdo un suquet de salmonete que me devolvió a los viejos sabores marineros.  Apenas dos bocados de pescado y dos cucharadas de salsa con muchísima sabiduría. Un sitio al que volveré por la comida y, sobre todo, por el servicio. Han sabido reaccionar y dimensionarse para volver a ser un restaurante familiar. La parte del largo menú que tenía que ver con la Costa era maravillosa, la de carnes correcta y usaron en los postres el mejor cacao que he probado en la vida. Pocas veces he salido de un restaurante de este estilo con una sensación tan buena, pocas veces he tenido esa sensación de pequeña felicidad.
Les mandé un correo electrónico dándoles las gracias y pidiéndoles la receta de un estofado de espardeñas. Es la receta que reproduzco, todo un honor el que contestaran mi correo.
         Guiso de tendones y espardeñas
          Tendones de ternera 0,320 kg
          Chalotas 0,050 kg
          Mantequilla 0,025 kg
          Remoja de pilpil 0,200 kg
          Espardeñas 0,070 kg
         Previamente, limpiar los tendones, blanqueándolos y luego cocinándolos en agua durante 4 – 5 horas hasta que queden tiernos, desespumando de vez en cuando. Sacarlos del agua y enfriarlos. Acabar de limpiarlos de la parte exterior más grasosa y sin textura. En una cocotte pochar en blanco la chalota, en brunoise fina, junto a la mantequilla. Agregarle los tendones cortados en mirepoix y dejar pochar 10 minutos. Ir añadiendo la remoja, poco a poco, cocinando suavemente el guiso. A  media cocción añadimos al guiso las espardeñas cortadas a 1 cm de largo. Cocinar agregándole remoja hasta conseguir una buena melosidad. Arreglar la sal una vez que esté en su punto. Para guardar, pasteurizar a 80Cº por 30min.
Como la Costa Brava ha dejado de ser catalana, elijo un cuadro de Sorolla, que era valenciano y fue capaz de robar parte de la luz al mediterráneo.
España no puede pagar la luz de Sorolla | Cultura | EL PAÍS

Empiezan vacaciones, espero que el Diletante recupere el ritmo.

sábado, 4 de julio de 2020

Capítulo DXLVIII.- Homenaje a unas judías verdes.

Revisaba estos días el blog y he encontrado muy pocas recetas que tengan como base las judías verdes, es curioso porque rara es la semana que no me toca preparar un plato de judías verdes con patatas, para tomar con un chorreón generoso de aceite o con mayonesa.
Suelo utilizar con frecuencia las judías como guarnición o como ingrediente para algunos sofritos, escondidas entre tiras de calabacín, apio, puerros o cebollas.
Si voy al mercado me gusta comprar las judías perona, que son las más sabrosas, aunque a veces los tenderos se suben a la parra y las colocan por encima de los 6 euros el kilo, un asalto a mano armada.
Los supermercados tienen una judía  verde plana, muy larga y un poco leñosa, está muy bien de precio y si se camuflan un poco se pueden comer, aunque no sepan a nada.
Luego están las redondas, de orígenes exóticos. Es duro pensar en el precio de origen de alguna de estas judías cuando merece la pena traerlas desde Kenia para competir por apenas 4 euros kilo con las españolas.
Nos hemos acostumbrado a tomar malas judías verdes, insípidas, casi polispán. Casi son más sabrosas algunas judías las judías verdes congeladas.
Me molesta mucho encontrarme hebras de judía cuando como, se quedan enganchadas en la parte final del paladar, cuesta tragarlas y pueden amargarte una comida.
Judías verdes y pechuga de pollo a la plancha, comida del lunes, después de haber cometido algún abuso durante el fin de semana. Comer judías verdes con un chorro de aceite aquieta las malas conciencias, parece que tomando verdura expías todos los pecados.
Hay un ritual vinculado a la judía verde, una letanía casi perdida, la de pasar la tarde  mondando las vainas con un cuchillo afilado.
Me relaja preparar las judías verdes, colocarme con dos platos, uno para las hebras y el otro para las vainas limpias, cortarlas por la mitad y después longitudinalmente para que queden todas de un tamaño regular, no más largas y no más anchas que mi dedo meñique.
Me gusta que queden un poco crujientes, sumergirlas unos segundos en hielo después de hervirlas durante 2 ó 3 minutos. Hacerlas al vapor para que conserven el sabor y la tersura.
Ayer tocaba preparar judías verdes, un paquete de medio kilo de los se super, unas judías insípidas, bastas, llevaban tres o cuatro días secándose por la encimera de la cocina, no encontraba el momento de prepararlas.
Inmerso en la nueva normalidad, gestionado el trabajo y las obligaciones domésticas con cierta habilidad (me levanto pronto, trabajo hasta las 8 de la mañana, luego gerenciamos desayunos y llevamos a los niños a que hagan un poco de deporte, de regreso desayuno en el mercado y doy una vuelta para buscar inspiración).
Las judías de ayer tuvieron suerte, un puñado de gambas, una sepia y medio kilo de almejas podían convertirlas en una comida digna.
Pelé y piqué dos cebollas, juliana fina, dos zanahorias y medio calabacín que rondaba melancólico por la cocina. Busqué una paella amplia, puse un chorro de aceite y el fuego al mínimo para que fueran pochando. Removía de vez en cuando para que no se pegaran. Un poco de sal, 4 pimientas que me regalaron la semana pasada, el regalo enviado por una amiga de Agramunt, una caja con multitud de especias aromáticas que me alegraron la semana. Pimienta verde, pimienta blanca, pimienta roja y pimienta negra. Generoso el molinillo con las tres, un poco de orégano y una pizca de comino. Sofrito suave, sin prisas, dejando que se convierta casi en una compota.
Mientras se atontaban las verduras fui mondando las vainas, cortándolas ceremoniosamente. Puse una olla con abundante agua y dos cucharadas de sal. Fui lanzando las hebras al agua que calentaba, soy de los que cree que echando las hebras el hervor gana sabor.
Mientras tanto el sofrito iba a su ritmo, sudando. Abrí un hueco en la paella para rehogar unas gambas enteras, no muy grandes, rojas, sabrosas. Aparté la cebolla y la zanahoria y coloqué sobre la plancha las gambas, subí el fuego y empezaron a crepitar. Dos minutos, no más, saqué las gambas y reorganicé la verdura, que empezó a tomar el saborcillo de la gamba.
Aparté las gambas en un plato, dejé que enfriaran para poderlas pelar bien.
Abrí una caja con tomates pera cherry, las puse en el guiso, no quería que se terminaran de deshacer.
Terminé de pelar las judías, las coloqué sobre un recipiente para hervirlas al vapor, sobre el agua con las hebras, tapé la olla y las dejé tres minutos, no más.
El pescadero me había preparado una sepia bien fea, la cortó en tiras finas y dejó la salsa aparte. Corté la bolsa de intestinos de la sepia y lo mezclé con el guiso.
Subí un poco el fuego, la verdura era una compota olorosa y picante. Añadí una cucharada de maicena, un chorro generoso de vino de Jerez seco y me puse a remover el guiso para que la salsa engordara.
Pelé las gambas, chafé sobre un colador las cabezas y las cáscaras para que terminara de exprimirse bien el jugo.
El agua de hervir judías me fue bien para que el guiso tuviera caldo. Fuego vivo. Puse las judías verdes, que eran la excusa de la comida, puse también las almejas (grandes, carnosas) y las gambas peladas. Tres o cuatro minutos, no mucho más. EL tiempo justo para que abrieran las conchas y se amalgamaran bien los ingredientes.
El plato iba con una guarnición de arroz basmati hervido en los restos de agua de las judías, con una corteza de limón, unos granos de pimienta, otros de cardamomo, laurel y semillas de comino.
Era un plato construido a partir de un triste paquete de judías verdes.

El cuadro que acompaña a las judías verdes es la de un pintor fauvista inglés, un artista que consolidó su obra en las primeras décadas del siglo XX. Un campo de judías en Letchworth, aunque me gusta mucho más una imagen cotidiana de una cocina inglesa. El pintor se llama Spencer Gore, un descubrimiento a explorar, con obra en la Tate Gallery.
The Gas Cooker', Spencer Gore, 1913 | TateThe Beanfield, Letchworth', Spencer Gore, 1912 | Tate