domingo, 20 de agosto de 2023

Capítulo DCI.- Sobreentendidos y malentendidos alrededor de la ensalada.

Es una pena que todavía no haya podido/sabido solucionar mis problemas para poder insertar de nuevo imágenes en mis capítulos del blog, especialmente en jornadas como la de hoy, en la que empiezo la receta con un cuadro. Así que, quien quiera revisar el cuadro elegido tendrá que viajar a Instagram (#undiletanteenlacocina). Todavía no sé muy bien qué cuadro surgirá. El punto de partida es cualquiera de las composiciones abstractas de Kandinsky, aquellas que numeraba bajo la referencia Composición. Dudo si terminaré como una de las composiciones más geométricas o finalmente me precipitaré a las que terminan siendo brochazos de color. Está amaneciendo. Es domingo, penúltimo domingo de agosto. No tenía previsto escribir nada hoy, pero al despertar, al hacer inventario de las tareas pendientes del día, ha surgido una pequeña chispa que me ha colocado, de repente, ante una de las composiciones de Kandinsky. Hoy para comer (seremos muchos) prepararé una ensalada. En principio nada complicado. Decir que vas a hacer una ensalada es como no decir nada y decirlo todo a la vez. Una ensalada es un contenedor en el que cabe casi cualquier cosa. Las palabras terminadas en ado/ada suelen ser sustantivos o adjetivos vinculados a un verbo. Pido en google un listado de palabras que terminen en ADA y me aparecen: Afincada, vinculada a afincar. Derribada, vinculada a derribar. Desarmada, vinculada a desarmar. Agarrotada, vinculada a agarrotar. Desarreglada, vinculada a desarreglar. Ensalada debería estar vinculada a verbo ensalar (poner sal a algo), pero, curiosamente, la RAE no admite el verbo ensalar y me remite al verbo ensalzar, así que no sé si hoy terminaré ensalando o ensalzando. Ensalada es una palabra fantástica, capaz de tener personalidad propia, sin necesidad de contar con un verbo que la respalde, aunque debería reivindicarse el verbo ensalar para describir la acción de preparación de una ensalada. El sustantivo ensalada sólo se emplea en su forma femenina (podríamos reivindicar el ensalado, cuando los componentes que lo formen sean principalmente masculinos), por lo tanto, es una palabra que no genera ninguna tensión de género pues la palabra ensalada no presupone que quien prepare dicho plato deba ser necesariamente de sexo femenino. Hay cierta tendencia a considerar que ensalada es sinónimo de lechuga. Grave error, la lechuga tiene personalidad suficiente como para no conformarse con ser una mera ensalada. Tanto en español como en inglés, francés, italiano, turco, eslovaco o chino simplificado (lo he consultado en google), casi todos los idiomas del mundo vinculan el sustantivo ensalada a la acción de salar. La etimología gastronómica considera que el término ensalada proviene de la costumbre romana de sazonar algunas hierbas o plantas antes de ingerirlas. Los primeros aliños eran salmueras, mezclas medidas de agua con sal. Ahora, sin embargo, es posible, incluso recomendable, preparar una ensalada sin sal, aprovechando los elementos salobres a combinar, sin necesidad de aportaciones añadidas. Puede que hoy sea más importante el aceite, pero a nadie se le ocurre cambiar el nombre de ensalada por enaceitada. Por lo tanto, hemos de asumir cuando empezamos a preparar una ensalada (en realidad cuando empezamos a hacer el ejercicio mental de tener que pensar en una ensalada, porque ponerse a discurrir sobre el sentido de la palabra ensalada cuando hay una docena de comensales hambrientos esperando en la mesa es una chorrada monumental), estamos tomando la parte por el todo, incluso más, podríamos afirmar que, al utilizar el término ensalada, es una ínfima parte del todo la que se adueña del plato, convirtiéndose la sal, incluso aunque esté ausente, en la reina y señora del plato. Del mismo modo en el que puede concebirse una ensalada carente de sal, sin que eso nos lleve a una contradicción insalvable (no sé si René Descartes y su aplastante lógica cartesiana permitirían hablar de una ensalada sin sal). También podría concebirse una ensalada que no llevara verduras crudas como base principal. Preparar una ensalada sin sal y sin verduras crudas llevaría a una doble contradicción terminológica que, sin embargo, no ha planteado ningún debate epistemológico. ¿Qué es lo peor que le puede suceder a una ensalada? A mi juicio, lo peor que le puede suceder a una ensalada es ser anodina, contentarse con ser el acompañamiento triste a un bocado triste. Nada más deprimente que esas hojas de lechuga pochas, junto a un gajo de tomate deslucido y unas tiras de cebolla apagadas junto a un filete a la plancha. Es cierto que mucha gente, gente sin criterio, sin tiempo o sin ganas, se acoge a esa idea de que una ensalada es un trámite funcionarial, degradando el significado y el significante de la ensalada. Antes de empezar a hacer una ensalada, por modesta que sea, conviene cerrar durante unos instantes los ojos, abrir un corto periodo de reflexión y preguntarse (mejor no hacerlo nunca en voz alta, para que nadie pueda pensar que estamos locos) qué quiero, que busco en una ensalada. Puede ser una indagación en abstracto, es decir, una reflexión ontológica sobre el ser en general y las propiedades que debería tener una ensalada ideal; pero casi mejor si la indagación se reduce al momento concreto, es decir, a lo que quiero y busco con una concreta ensalada. Esas reflexiones casi filosóficas pueden ocupar una décima de segundo, un big bang Lemaîtreano que permita conformar el mundo de la ensalada en un brevísimo instante. No es necesario ocupar varias horas del día a conformar la ensalada que vamos a tomar a mediodía. Habrá quien, legítimamente, diseñe una ensalada a partir del sabor; no deberíamos poner ningún obstáculo a quien construya su ensalada a partir de la superposición de sabores. Tampoco deberíamos condenar a las penas del infierno a quien entienda que la ensalada es un haiku japonés, reduciendo los ingredientes a la mínima expresión (hoja de lechuga sin cortar, tira de cebolla fresca, brizna de cristal de sal, dedal de vinagre e hilo de aceite de oliva). Incluso podríamos convivir con quien convierte la ensalada en una pequeña sinfonía de crujidos. Del mismo modo en el que he podido afirmar que en la ensalada la parte más ínfima se convierte en el todo, permitiendo que un levísimo toque de escamas de sal permite llamar ensalada a cualquier receta, podría llegar al paroxismo de aceptar que la parte de la parte más ínfima de un todo pueda llegar a convertirse en elemento esencial de la ensalada. Me explico, hay quien considera que el elemento principal de una ensalada, de cualquier ensalada, no son los cuerpos sólidos depositados en un gran cuenco, sino los elementos líquidos que conforman el aliño. Aliño viene de la palabra latina alineare, ordenar, por lo que la manera más propia de aliñar una ensalada sería no mojarla con ningún líquido, no mezclar ninguno de sus ingredientes, sino alinearlos ordenadamente en función de tamaños, de valor económico del producto (precio/gramo), de la importancia o peso que el ingrediente pudiera tener en la ensalada… Yo he de decir que últimamente me gusta preparar ensaladas en las que no mezclo ningún ingrediente, los coloco ordenadamente sobre una gran bandeja y permito que cada comensal se construya su propia ensalada, incluso su propia ensaladilla. Del mismo modo que podría identificarse una escuela clásica de la ensalada, empeñada en la búsqueda de un canon ensaladil que, necesariamente, tendría que conducir al mundo grecorromano, hay tendencias barrocas, incluso manieristas, que retuercen el concepto ensalada hasta permitirse ensalar cualquier bocado. Si tuviera que establecer una escala de valores en el arte de ensalar pondría, en primer lugar, el producto base, bien asumiendo que la ensalada es un haiku o bien entendiendo que se trata de un poema épico en el que es posible poner cien cañones por banda para que la ensalada pueda empopar a toda vela. En mi caso el arte de ensalar tiene también algunos elementos o factores cromáticos, lo que me obliga a buscar contrastes y matices incluso mínimos que suelen traerme algún disgusto familiar (hay personas en mi entorno que no soportan el pimiento, sin tener en cuenta el impacto estético que tienen unas tiras brillantes de pimiento rojo asado en una bandeja). Los equilibrios y medidas en sabores y colores generan en mi caso alguna tensión, pues suelo utilizar medio pepino, dos tercios de pimiento, medio tallo de apio, un cuarto de cebolla… sin añadir al recipiente principal, dejando en la nevera un reguero de pequeñas piezas de verdura casi inservibles que pueden llegar a producir algún TOC. Dado que mi formación e ilusión culinaria es irremediablemente afrancesada, doy casi más importancia al aliño que a los productos principales, convirtiendo muchas veces el aderezo en la razón principal (ética y estética) de la ensalada. Considero que el aliño es tan importante que me siento más cómodo considero que el aliño en realidad viste o arropa al resto de ingredientes, convirtiendo esa vestimenta en un ritual casi más complejo que el de elegir y preparar las piezas de verdura que quiero ensalar. Llegados a este punto, espero que alguien comparta conmigo la idea de que una ensalada, una buena ensalada, debe aspirar a convertirse en cualquiera de las combinaciones en apariencia abstractas de Kandinsky quien, en realidad, nunca dejó de ser un ordenado profesor de derecho mercantil. Mi ensalada de hoy no sé si terminará pareciéndose a la desordenada composición VII o a la rectilínea composición VIII. Espero acordarme de hacer una fotografía del resultado final. Empiezo transgrediendo el dogma de la ensalada, no voy a utilizar como base ninguna verdura, sino pasta de colores en forma de lirio. Como somos muchos a comer voy a hervir casi un kilo de pasta de color verde, rojo y blanco. Puedo hervir a primera hora, al dente, echarle un chorrito de aceite (otro anatema) para que no se apelmace cuando se enfríe. Sobre la base de la pasta de colores, colocada en la fuente más grande que encuentre por la casa, pondré unas bolitas de mozzarella (reclamo para los niños), unos tomates cherry cortados por la mitad (el tomate no es verdura, sino fruta), así garantizo un primer golpe de color rojo; será inevitable un segundo golpe de color rojo con los restos de un bote de pimientos asados; más unos lomos de caballa en aceite (reservaré el aceite para construir la vestimenta); más unas pocas aceitunas; más dos huevos duros cortados en rodajas (guardaré un huevo duro más para la vinagreta); más unos dados, no muchos, de salmón ahumado; más dos cogollos de lechugas cortados en juliana fina (por fin algo de verdura de verdad, más que nada por introducir un punto de verde intenso en el plato). No podrían faltar los dados de zanahoria que sirven para que el plato cruja, además de incorporar el color naranja. También pondré medio pepino pelado y cortado en dados. El aliño pasa a ser una ensalada en sí misma. En un bol más pequeño pondré el huevo duro que me sobraba, bien picado, cuatro pepinillos encurtidos, cortados en minúsculos prismas, un puñado de alcaparras, cuatro anchoas en aceite, una cebolleta cortada en briznas minúsculas, una cucharada de mostaza de Dijon (hasta el último momento no decidiré cuál de los cuatro distintos tipos de mostaza pondré), dos yemas de huevo adicionales y el aceite de oliva que quedaba en la lata de caballa, más el aceite de las anchoas, más un chorrito adicional del mejor aceite de oliva que encuentre en la casa. Con paciencia y con la ayuda de un tenedor iré mezclando los ingredientes que arroparán la ensalada. Si tengo suerte (la tendré), conseguiré que los aceites liguen con las yemas de los huevos (tanto la yema hervida como las dos crudas). Añadiré un golpe de pimienta, unas briznas de eneldo, puede que un toque de salsa valentina (o de soja). Y conseguiré que la vestimenta quede cremosa, casi como una salsa tártara que arrope cariñosamente la pasta y el resto de elementos sólidos. Como soy consciente de haber mezclado muchos ingredientes que pueden provocar tensiones entre los comensales, no condicionaré mezcla alguna, más que nada para evitar una reacción curiosa, casi freudiana, que hace que en muchas ocasiones un ingrediente que no nos gusta, por mínima que sea su presencia, nos lleve a rechazar un plato (cuantas veces no he escuchado a un niño o a un adulto decir que no probará ese plato porque lleva alcaparras, que no le gustan, o porque le repite el pepino, aunque le caiga en el plato una pizca mínima). En esta ocasión mi ensalada debería ser servida/comida en plato llano, permitiendo así que los ingredientes queden bien acomodados, espaciados, combinados de modo aleatorio. Creo que mi aderezo además de ser muy sabroso jugará el papel de un lienzo sobre el que poder colocar el resto de elementos, por eso recomendaré que los comensales primero pongan una generosa cucharada del aliño, que la extiendan bien y que, sobre ese lienzo de color marfil vayan colocando los elementos sólidos, que los combinen a su gusto. Una vez hecha la composición, pueden añadirle un poco más de aliño para que termine de darle sabor. Así he llegado al final de esta entrada en la que he traicionado todas y cada una de las reglas básicas de una ensalada ortodoxa. En primer lugar, porque no he puesto nada de sal, luego nada hay ensalado en el plato. En segundo lugar, porque la base no es de verduras frescas, la presencia de los cogollos de lechuga es testimonial. En tercer lugar, porque la vinagreta no lleva vinagre, por lo menos no añadido, creo que los pepinillos, las aceitunas y las alcaparras dan suficiente acidez al plato. Si me acuerdo, a mediodía haré una foto para comprobar a qué combinación de Kandisky se acerca más a mí no/ensalada.

jueves, 17 de agosto de 2023

Capítulo DC.- Latigazos de verano.

Si hace una semana hablaba de verano a latigazos, ahora creo que me toca escribir sobre los latigazos del verano. Avanzo plácidamente hacia el ecuador del mes de agosto. He hecho ya algunos kilómetros. Quedan todavía bastantes por recorrer. Amanece en la ciudad, en cualquier ciudad. Me he acostumbrado a ver amanecer en muchos sitios. Esta vez el calor es seco, llevadero. Estos últimos días he creído estar a punto de encontrar un hilo que me permitiera escribir un capítulo estructurado del diletante en verano. Superado el ferroagosto, las vírgenes de agosto, el aniversario de la muerte de Elvis (46 años ya. Cada vez canta mejor), el horrible atentado de las Ramblas en Barcelona… Viajamos a Burdeos, largo camino en coche. A medida que avanzaban los días avanzaba en mi ignorancia, cada vez sé menos. Puede parecer una provocación, pero no me gustó especialmente el vino de Burdeos o, por ser más preciso, no tuve la ocasión de encontrar un vino en Burdeos que me gustara de verdad. Viajar con niños con propicia grandes experiencias ni gastronómicas ni enológicas, además, el vino por aquellos territorios llega a tener precios prohibitivos. Cada vez que entraba en una tienda o en el vial de un supermercado tenía la sensación de que me estaban engañando. Comprar un vino por debajo de los 10 euros en la Gironda/Dordoña sólo puede llevar al fracaso, vinos con un punto ácido, mal calibrados, sin personalidad ni encanto. Descubrí que no sabía prácticamente nada de los vinos de Burdeos, del modo en el que se construyeron. Tampoco sabía gran cosa de Leonor de Aquitania. Visitamos una bodega cerca de la casa en la que estábamos. Un chateau impresionante, escondido en medio de un bosque. Varias generaciones de vinateros de origen alemán que todavía residían en la mansión. La guía un tanto apresurada, sin especial encanto, pese a esforzarse. Aprendí mucho sobre la dificultad de construir un buen vino. El que probamos en la cata no lo era o, por lo menos, no me lo pareció, pese a todas sus laureadas plasmadas en la etiqueta. No tuvieron el detalle de sacarnos un poco de queso o de embutido para ennoblecer lo poco que bebimos. Tuvimos que robar algunas piezas de una cata anterior. He de decir que la compañía de la visita a las bodegas no era la idónea. Con nosotros caminaba una pareja joven que había llegado en moto desde Andorra (más de 350 kilómetros a pleno sol) y dos matrimonios de edad madura y cara de haber triunfado en esta y en otras vidas, dispuestos a comprar tres o cuatro cajas de vino antes de haberse mojado los labios. La cuestión era poder llegar a Barcelona y después a Menorca alardeando de haber comprado el “mejor de los vinos de burdeos”, pese a que lo que compraron no superaba los 20 euros la botella. Nos dieron a probar un rosado que no servía ni para lavarse los pies, un tinto joven ácido como una carga de napalm y la cosecha del 2020, anodina, como un funcionario público francés de una ciudad de provincias. En los anaqueles reposaban añadas gloriosas a precios prohibitivos. Puede que al contratar un tour de baratillo nos sacaran los saldos. En todo caso, fue de agradecer la explicación técnica del complejo proceso de coupaje del vino en función de los años y la meteorología. Al final, el mejor de los vinos probados en la zona de Burdeos fue un rosado de intenso olor floral tomado casi helado en una barraca de la zona de Cap Ferret, acompañado por un inmenso e intenso plato de ostras, mirando a la bahía una mediatarde húmeda y soleada. Mientras el mundo dormía la siesta nosotros nos bebimos un par de copas y docena y media de ostras. Incrementando nuestra ignorancia, pues poco sabía de la historia y tradición de los vinos de la zona, menos sabía de la nomenclatura y clasificación de los bivalvos. Sólo puedo decir que el rosado me supo a gloria y que las ostras tomadas en el puertecillo, junto a los viveros, con un golpe de limón, pan negro y mantequilla, las disfrutamos. Lo mejor del viaje a Burdeos han sido las ganas de regresar a la zona en otro tiempo y en otra circunstancia. También una casa de comidas destartalada, a pie de carretera, cerca de Saint Emilión, donde tomamos una crema de puerros y un confit de pato bastante potable (el vino de la casa, pese a estar enclavado en lo más lujoso del terruño de Saint Emilión, era digno de la mejor de las gaseosas (también es verdad que el menú cerrado no superaba los 14 euros)). Queda para el siguiente viaje el estar en disposición de probar algún vino que me reconcilie con Burdeos, poder comer tranquilamente en alguno de los restaurantes que aparecen en las guías más selectas o poder investigar a cerca del lugar donde quedó escondida la cabeza de Francisco de Goya, puesto que nos lo devolvieron decapitado cuando reivindicamos su cuerpo doscientos años atrás. También es verdad que en España no tenemos la tradición de los panteones de figuras ilustres y que, salvo los reyes, que terminan en el pudridero de El Escorial, es resto de españoles ilustres yacen olvidados en cementerios sin ningún encanto, por lo que casi es mejor que Goya siga reposando en Burdeos. Estando de ruta por el sur de Francia pensé en escribir algo sobre la salsa bordalesa, sin recordar que muchos años atrás (en 2012) ya había hecho mis pinitos con aquella salsa (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/12/cap-ccx-introduccion-la-cocina-epilogo.html). Aquel descubrimiento frustró mis expectativas sobre el Diletante paseando por los viñedos del Medoc. Para llegar a la salsa bordalesa primero tenía que dorar al horno unos huesos de ternera, después hacer un caldo largo con los huesos, verduras y una pieza de magro; desgrasarlo, filtrarlo y dejarlo reposar. Con aquel caldo hacer una semiglasa rehogándola con una nuez de mantequilla, una cucharada de harina y dos chalotas picadas. Añadir el caldo y dejar que redujera a más de la mitad, para conseguir una salsa densa y oscura, una salsa española, que serviría de base para la bordalesa con el vino de la zona. Todo para conseguir un hilo, una base mínima sobre la que colocar una pieza jugosa de ternera pasada por la plancha (tal vez por el horno). Tras la visita a Francia regresé con nuevas dudas: Apenas hay recetas con pasta. Tampoco he encontrado platos reseñables con arroz. Es verdad que las patatas y las verduras son estupendas, pero no haber incorporado con normalidad el arroz o la pasta creo que es un error. Eso sí, sólo por sus patatillas de un solo bocado y su mantequilla aderezada con cristales de mar merece la pena el afrancesamiento. Regresamos a España vía Burgos, con parada incluida para que los niños pudieran ver de cerca la catedral. La visita a la ciudad no nos llevó ni al cordero asado ni a los vinos de la zona. Todavía quedaban muchos kilómetros hasta nuestro destino y un lechazo unido a una buena botella de vino de la ribera nos habría noqueado (aunque yo me tomé, también de menú, un plato de pochas con sus sacramentos y un bocado de morcilla del lugar). Avanzan los días de agosto sin un hilo conductor claro, sin un relato que estructure estas primeras semanas, sólo latigazos que apuntan caminos que no se podido o no he sabido explorar. Quedan, pues, tareas pendientes por el sur de Francia, también por la Castilla más profunda. Rutas y viajes pendientes que espero poder retomar. Hicimos parada en Madrid, casi desierta, lleva de turistas y de asfalto a punto de derretir. Madrid, pese a todo y pese a todos, es una parada grata, aunque sólo sea por poder dar un trago de su agua y visitar un museo (esta vez el Sorolla, en un paseo fugaz), un espectáculo de magia, largos paseos por avenidas incandescentes y tiempo para pensar, quizás en elefantes. En los latigazos de lectura de estos días he descubierto (Sigo profundizando en mi ignorancia) que hay elefantes que mueren de pie y que pueden pasar hasta diez días a pie firme antes de caer derrumbados sus más de 70 toneladas de pesada vitalidad. Leí ese comentario en una crítica (más bien una evocación) de una vieja película de la que casi nadie se acuerda, París-Texas. En su momento aquella película desértica parecía un tótem cultural, llamada a marcar la historia del cine, ahora sólo la recordamos nostálgicos de más de cuarenta años. Descubrir que los elefantes pueden permanecer en pie durante varios días después de muertos me generó cierta inquietud, también alguna frustración ya que era de los que creía (marcado por el cine de aventuras añejo) que los elefantes viejos caminaban solos a los cementerios de elefantes, lugares mitológicos en los que se amontonaban huesos y colmillos, convirtiendo los valles en los que descansaban en codiciadas minas de riqueza. Mis lecturas veraniegas además de servir para reflexionar sobre la muerte y la apariencia de la muerte, para descarrilar el mito de la infancia sobre expediciones a la búsqueda de los cementerios de paquidermos, me llevaron a un documental de National Geografic en el que explica, con más detalle del necesario, lo que sucede y a quien alimentan 70 toneladas de carne paquidérmica en descomposición. Pese a mis esfuerzos, lo cierto es que no he encontrado ninguna receta hecha con carne de elefante digna de este blog. Descartadas las salsas bordalesas y los guisos de paquidermos, mis opciones gastronómicas quedaban reducidas ya que cualquier manipulación de las ostras puede considerarse un sacrilegio (aunque barajé escribir sobre lo bien que combina la carne de la ostra con el tocino, o el juego de los bivalvos con cítricos y hierbas mentolada). Los dulces del sur de Francia no me sedujeron (ni el canelé ni las galletas macarons que no probé). Podría haberme lanzado a algún plato con foie o un guiso de pato, al final descartados. En el último instante encontré la solución a este latigazo del verano, un bocado afrancesado, sencillo, sabroso, dulce. Unas galletas moscovitas, originarias de Asturias (Pastelería Gayoso). Para hacer las moscovitas se necesita: 100 g. de almendra Marcona cruda y picada 100 g. de azúcar glas. 100 g. de nata o crema de leche para montar. 20 g. de harina de trigo 150 g. de chocolate (preferiblemente en virutas, preferiblemente más de un 65% de cacao). Papel de horno. Ponemos en un cazo al fuego, llama muy baja. Incorporamos la nata y el azúcar, sin parar de remover y evitando que hierva la nata. Cuando el azúcar se disuelva añadimos las almendras picadas y la harina tamizada. Seguimos removiendo hasta que se integren todos los ingredientes (si removemos con unas varillas la masa tomará algo de aire y eso ayudará a que la galleta quede más esponjosa). Distribuimos pequeñas porciones de masa sobre papel de horno. Una cucharada para cada galleta, aprovechamos la misma cuchara para aplanarlas un poco, han de formar una superficie redonda y plana. Mantenemos distancia entre galleta y galleta ya que cada pieza se extenderá unos centímetros con la cocción. Ponemos el horno a 170º. Ocho minutos bastarán para que se cuezan las galletas. Antes de sacarlas, todavía calientes, esparcimos las pepitas de chocolate, que quedarán adheridas a la superficie. Dejamos enfriar en un lugar seco (la galleta terminará de secarse, la gracia es que sea un bocado crujiente). Acompaño la receta con un golpe fresco de Sorolla, un buqué de flores que podrían pasar por francesas (Instagram: #undiletanteenlacocina). Poco más para este latigazo de mediados de agosto.

lunes, 7 de agosto de 2023

Capítulo DXCIX.- Verano a latigazos.

El verano avanza a latigazos. Se suceden días extremadamente calurosos con jornadas en las que baja diez o doce grados el termómetro, el día permanece encapotado y parece que vaya a llegar una tormenta que no termina de romper. Lejos quedan aquellos veranos en los que el sol se instalaba en el cielo el 24 de junio y permanecía inamovible hasta finales de agosto, encadenando días despejados y radiantes. Se acercan el ferragosto, los días centrales del mes en los que las ciudades grandes quedan abandonadas, a merced de turistas despistados. Calles desiertas, tiendas cerradas a cal y canto. He de decir que la tercera semana de agosto siempre me ha seducido, aunque me pillara fuera de casa, durante unas horas era capaz de instalarme en la calma chicha del ferragosto más plomizo, abstraerme del mundanal ruido. 15 y 16 de agosto, como el sábado de Gloria y la mañana temprana del 1 de enero son espacios en los que el tiempo se detiene, en los que parece que no quedara un alma sobre la superficie de alguna de las zonas habitadas del planeta. Esos espacios de no-tiempo son ideales para recargar pilas, para pensar en el futuro, o simplemente para afrontar tareas absolutamente absurdas y personales, esas que nadie quiere entender, por eso no suelo compartirlas. Como aperitivo a estos días del próximo ferragosto he leído el artículo de Marta D. Riezu titulado Diario de Agosto (https://www.elle.com/es/living/ocio-cultura/a44731130/diario-de-agosto-marta-d-riezu-4-agosto/), muy recomendable para diletantes que aprovechan las tardes de verano para revisar a Éric Rohmer o alguna comedia de Bertolucci (alguna intentó, sin mucho éxito). Ferragosto es el momento ideal para tareas destinadas al fracaso, como la de intentar ordenar y sistematizar los cientos de recetas de este blog (he conseguido un Excel con poco más de doscientas, voy a latigazos, como los de este verano), o intentar pasar a limpio las notas que tomé durante el viaje del año pasado a la costas oeste norteamericana (un cuaderno de tapas duras lleno de frases inconexas), o empeñarme en comprar un mapa grande de Grecia y de sus islas para situar sobre el terreno la larguísima relación de tropas que organizó Agamenón para la Guerra de Troya (Canto II de la Iliada, que empieza enumerando a Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio, que capitaneaban a los beocios… Y así hasta más de mil naves que, a 50 soldados en cada nave, da un contingente de más de 50.000 guerreros). Sobre la mesa del salón ordeno los libros que querría leerme durante este mes de agosto, algunos están ya muy avanzados, otros todavía por desempaquetar. Leo a latigazos, sin mucho orden, sólo por placer, contagiado con la Euforia de disponer de tiempo libre y la Euforia, que es el poemario último de Carlos Marzal, donde recuerda, no sé si preocupado o feliz, que va a cumplir sesenta años sin haber llegado todavía a los dieciocho. Igual que amontono libros, acumulo recetas, tanto las hechas como las que espero poder hacer en algún momento. La cuestión es poder aprovechar este tiempo de transición, este no-tiempo del mes de agosto que sirve igual para ver y reírme con el nuevo capítulo de la guerra de sexos que propone Barbie, como para bucear en películas viejas en las que mis hijos se desesperan por la falta de ritmo. Estos últimos días he recalado en una no-receta, en la pelea por conseguir una salsa casera que pueda competir con la salsa industrial que acompaña a las ensaladas cesar de los restaurantes. He conseguido que en casa aprecien la sencilla combinación de ingredientes que llevan a una salsa Cesar casi de las que venden prefabricadas en los supermercados. Los ingredientes son sencillos, yo he hecho algún pequeño ajuste. El punto de partida es una mayonesa muy clara. Para la mayonesa yo utilizo un huevo a temperatura ambiente, 250 gramos de aceite (50% oliva, 50% girasol), una cucharada de mostaza en grano, una cucharadita de wasabi, una pizca de sal y la ralladura en esta ocasión de una lima, en vez de un limón. Hecha la base de la mayonesa (si añado un huevo más saldrá más cremosa, más clarita), pico cuatro anchoas en aceite, un golpe de salsa perrins, 40 gramos de queso parmesano rallado y otro golpe de pimienta blanca reciente molida. Termino de envolver estos ingredientes e integrarlos en mi mayonesa, con eso consigo que mis hijos prefieran las ensaladas cesar caseras (con eso, con poca lechuga, mucho costrón de pan, mucha lámina de queso parmesano suplementaria y una pechuga hermosa de pollo hecha a la brasa por cabeza). Así celebro la proximidad del ferragosto, con algo de desorden, cierta querencia al «fare niente» y un cuadro de Diaz Olano titulado Agosto, que colgaré en Instagram (#undiletanteenlacocina)

jueves, 3 de agosto de 2023

Capítulo DXCVIII.- El Bulli/Miramar. Julio 2023.

Aseguran las malas lenguas que el pasado 12 de julio, a una hora impropia para un probo funcionario, un sujeto de más que mediana edad, entrado en kilos y aparentemente feliz, se estaba bañando desnudo en una playa del Alto Ampurdán. No puedo asegurar que fuera el diletante, tampoco puedo negarlo, sólo cabe afirmar que se encadenaron una serie de acontecimientos climáticos y emocionales que fácilmente podrían llevar al más recto de los profesionales del derecho a despojarse de todas y cada una de las prendas de vestir para zambullirse durante unos instantes en la cálida y cristalina costa cercana al Cabo de Creus. Dejarse llevar durante unos instantes por el ritmo cansino de las olas y asumir que las duchas no funcionarán (restricciones de agua) y puede llegar a ser incómoda su osadía. De nuevo toca hablar de pequeñas transgresiones que sirven para neutralizar crisis de más envergadura. Aquel miércoles tenía reserva para visitar el museo del Bulli, la #bullifundation. Había decidido ir solo, tenía miedo de que la experiencia me defraudara. He pasado momentos muy especiales entorno al Bulli, alguno lo he contado en este blog, otros muchos quedan en la memoria, a la espera de que se den las circunstancias narrativas para contarlo. Hace un par de años regresé a la cala Montjoi, el edificio estaba todavía en obras, era un espacio sin forma definida, un proyecto con más sombras que luces. Recuerdo que fuimos paseando por el camino de ronda, que nos bañamos desnudos en calas minúsculas, entre erizos y rocas. Era un día de calor, de principios de julio. Paseamos hasta el final de la playa y tomamos unas sardinas a la brasa con una ensalada en un chiringuito, con vistas al Bulli. Nos dimos otro chapuzón y luego descabezamos un sueño a la sombra de unos tamarindos. En esta ocasión regresé solo, inquieto, pensando que visitar el museo me sabría a poco. Cuesta pensar que en el espacio ocupado por el que fue durante años el mejor restaurante del mundo ahora sólo hay un par de máquinas de vending para comprar una bolsa de patatas, unas galletas o una bebida fría. Paseé por las instalaciones, más por nostalgia que por curiosidad. Disfruté de las fotos viejas, de los recuerdos de las primeras brigadas, de los primeros menús, me quedé absorto ante los vídeos, escuché con más o menos atención la audioguía, hice alguna instantánea con el móvil, me paré frente a los expositores en los que descansaban platos, vasos y cuberterías de todo tipo. Supongo que cada visitante que acuda al nuevo Bulli buscará y encontrará cosas distintas. Superado el ruido de la inauguración, creo que será difícil que alguien decida ir exprofeso al museo, salvo algún romántico como yo. Lo normal es que las instalaciones se conviertan en uno de los hitos recomendados a turistas de la zona, gente a la que cada vez el Bulli le pilla más lejos. Encaja mal el turisteo de chancla y sangría de la zona con la clientela habitual del restaurante, sobre todo en sus últimos años. Me cuesta creer que la Bullifundation se convierta en un santuario de la liturgia foody. No dudo que haya muchas personas, yo entre ellos, dispuesto a recorrer medio mundo para disfrutar de un menú degustación en el rincón más apartado del universo, pero me cuesta más pensar que esos mismos peregrinos se animen a recorrer carreteras sinuosas para encontrarse con una fría máquina expendedora de fruslerías envasadas. Resulta divertido que tres o cuatro de los viejos camareros del restaurante se ocupen ahora de vigilar las salas y te ofrezcan un vaso de agua con gas, no muy fría, a la salida. Pero no me quiero poner gruñón, crítico o cascarrabias; siguen siendo muchas las anécdotas y aventuras en torno al Bulli, alguna de ellas propias, otras ajenas pero incorporadas ya a mis recuerdos. El Bulli y su entorno fueron algo más que un mero restaurante, algo más que una moda más o menos pija. Cuando pienso en el Bulli pienso en un proceso creativo complejo, en la culminación de un camino iniciado mucho tiempo antes. Es el esfuerzo por integrar la comida y la gastronomía la cultura de una civilización, un esfuerzo por convertir la comida en algo más que una necesidad fisiológica. Ya sé que hay mucha gente que considera que comer es una necesidad que debe satisfacerse de modo rutinario, sin prestarle mayor atención. Respeto a quien piensa o siente así, como respeto a quien visita una ciudad y decide no entrar en ningún museo, son opciones personales. Quien no disfrute de la comida o de según qué tipos de alimentos seguramente pensará que el Bulli no es sino un gran ejercicio de publicidad, una experiencia frívola sujeta a una campaña de marqueting apabullante. Yo soy de los que creo que la comida, cualquier comida, por sencilla o poco elaborada que parezca, responde a un sistema de codificación social, económico y cultural muy complejo. Creo que uno de los elementos que determinó el salto de los homínidos al hombre fue la necesidad/habilidad de manipular los alimentos. La civilización empieza cuando el primer mono decide manipular una pieza de fruta, una verdura o una presa de caza sometiéndola al frío del agua fresca o al calor de un fuego improvisado. Manipular los alimentos, condimentarlos, combinar unos con otros, aunque fuera de forma muy rudimentaria, fue un paso tan importante como el de codificar los primeros sonidos y conseguir que, a partir de sonidos guturales, se fuera organizando un sistema organizado de comunicación. Del mismo modo que el lenguaje ha evolucionado, ha ido incorporando herramientas, construyendo frases complejas para expresar conceptos o sensaciones complejas, la cocina y la comida han seguido un camino similar. No diré yo que la cocina sea una de las bellas artes (aunque hay argumentos sólidos para defender que la cocina y la comida se ha integrado históricamente en el mundo del arte y de la cultura), pero sí que defiendo firmemente que detrás de cualquier comida, incluso de la que pudiera afrontar alguien a quien no le gustara la comida más allá de la mera supervivencia, es un ejercicio de creación o reflexión complejo, repleto de factores sociales, económicos y culturales acumulados durante siglos de experiencia colectiva. Una decisión tan maquinal como la de tomar un huevo y decidir si lo batimos para preparar una tortilla o un revuelto, si lo cascamos para freírlo sobre un medio graso y caliente, o si lo hervimos para que se solidifiquen con mayor o menor intensidad sus fluidos viscosos, o si lo tomamos crudo. Si lo aderezamos con sal, pimienta, comino, hierbas de cualquier tipo; lo mezclamos con trocitos de jamón, con unas patatas, con verdura de cualquier tipo picada, dejamos que se fundan unos dados de queso, o lo endulzamos con una pizca de azúcar o con canela. Esa decisión de qué hacer con un huevo supone un árbol de decisiones que creemos tomar inconscientemente, pero que, más allá de las apetencias instantáneas en el momento de abrir la nevera, responde a todo tipo de factores preestablecidos, conscientes o subconscientes que nos sitúan en un momento y en un lugar muy determinado. Ese proceso creativo, esa estructura compleja de toma de decisiones pasará desaparecida para el común de los mortales, puede que incluso haya quien piense legítimamente que es una solemne tontería, puede concluir con el ejercicio mecánico de freír un huevo para aplacar el hambre a mediodía, o puede convertirse en un momento o bocado especial. Todo es cuestión de gustos, de perspectivas… Creo que el Bulli y sus impulsores han sido capaces de codificar de manera más o menos ordenada ese proceso creativo, ese conjunto de decisiones tomadas durante siglos, hasta catalogar 1846 recetas, 1846 platillos o bocados creados, en muchas ocasiones, a partir de un juego simple e intuitivo de mezclar sabores o de provocar sensaciones, pero, sobre todo en el tramo final del restaurante, como ejercicio más o menos intelectualizado de creación no sólo gustativa, sino también visual. Mi visita al museo del Bulli especialmente un reencuentro con ese proceso de creación; no fue sólo un ejercicio de nostalgia más o menos pija, sino la oportunidad de poder ordenar sensaciones y emociones entorno a una mesa y a lo que significa sentar a varias personas entorno a una mesa. Por eso lo que más me gustó, lo que más me emocionó fue ver el comedor vacío, con las sillas y mesas preparadas como si en unas horas el lugar pudiera volver a ser un restaurante. Creo que Adriá cierra, no sé si de modo consciente o inconsciente, un circulo temporal e intelectual muy complejo. Del mismo modo que sorprendió que cuando el Bulli fue invitado a una de las ferias de arte más importantes del mundo (el Documenta XII de Kassel) y decidió que su aportación al evento era trasladar a dos visitantes desde el pabellón de la exposición en Alemania al restaurante en el Ampordá; ahora el último giro de tuerca es visitar lo que crees que es un restaurante y que, en realidad, es un museo extraño en la que nada se puede comer. Puede que incluso en los amplios jardines que rodean el recinto se termine permitiendo que la gente traiga picnics en tupper desde sus casas, consiguiendo que El Bulli termine siendo territorio de tortillas de patata, filetes empanados o pasta fría. Como sabía que la visita a la Bullifundation me dejaría una sensación extraña, frustrante pese a todos los pesares, esa misma mañana había reservado para comer en LLançá, en el Miramar de Paco Pérez. Uno de los restaurantes que más me ha gustado y sorprendido en los últimos años. Deudor de El Bulli (como otros cientos de restaurantes alrededor del mundo), pero a la vez capaz de aportar algo más. Antes de las dos de la tarde había aparcado a las afueras de Llançá y caminaba decidido hasta la sala principal del Miramar. El Miramar tiene una de las salas más elegantes que conozco, un comedor clásico, con vistas a la playa. Es fabuloso ver a la gente transitar por el paseo marítimo con sus chanclas, la sombrilla al hombro, arrastrando niños y resoplidos. La orilla llena de colchonetas y flotadores. Matrimonios mayores untándose con desgana crema solar (a partir de una edad extender crema solar por una espalda ajena no debe generar ninguna inquietud erótica). El pez desde la pecera disfruta de los visitantes. Miramar alcanza todos mis placeres, por lo menos los de aquel martes de mediados de julio, caluroso y plomizo. Disfruté de beber sin beber, me explico, la noche anterior había dormido poco, acumulaba muchos días de cansancio y más de dos horas de trayecto hasta mis destinos, más otras tantas horas de regreso. Pese a que contaba con descabezar un sueño en la playa para diluir cualquier resto de cansancio que pudiera poner en riesgo mi jornada especial, lo cierto es que no me apetecía beber mucho, pero no renunciaba a comer con vino. Expliqué mis contradicciones al sumiller, que comprendió enseguida mis deseos. Quería oler los vinos, removerlos tranquilamente sobre una copa amplia, volver a olisquearlos y acercar los labios a la boca de la copa, para mojarme la punta de la lengua como un niño pillo. Empecé no bebiendo una manzanilla muy fría, después una garnacha ligera del alto Ampurdán, un ull de llebre que me sorprendió menos y, con los postres, una malvasía. Todos de la zona. Todos aspirados más que bebidos. Los panes un vicio, capaces de arruinar la comida. No habían empezado a llegar los platos cuando ya había devorado dos piezas. Especialmente sabrosa una focaccia casera recién horneada. El servicio impecable. Chicos y chicas muy jóvenes, vestidos como si fueran acomodadores de la ópera de París. Sobrios, discretos, algo rígidos, pero atentos (no era difícil pues aquella mañana sólo se ocuparon 3 mesas). Todos formados en las reglas clásicas del servicio más tradicional, sigilosos, cada uno en su papel. Sumados cada uno de los pases, incluidos los bocados que acompañaban al café, creo que probé cerca de treinta bocados, casi todos del mar y de su entorno (no solo pescado y marisco, también algas y vegetales de su entorno). Platos en apariencia sencillos, pero de elaboración tan sofisticada que creo que tardaría semanas en poder reproducirlos. El ceremonial impecable. Un camarero colocaba primero los cubiertos, otro traía el plato y un tercero lo presentaba con una descripción escueta pero completa. En tres o cuatro bocados que consideraron principales vinieron desde la cocina los ejecutores para explicar el guiso y su elaboración. Hice fotos de todos los pases, excepto del que trajo el propio Paco Pérez, pero son imágenes para consumo propio, no quiero colgarlas. Me gustó mucho el bocado de arroz con láminas de pulpo, una esponja de algas sobre las que depositaron frutos de mar, un bao de buey de mar o el curry de camarón y zanahoria. No me importaría volver a repetir menú. Me sorprendió la alegría con la que encararon los postres, vino una repostera muy joven, más que mi hija, para presentarlos. Mientras que los platos salados eran ligeros y equilibrados, con los postres llegó un delirio controlado de azúcares, algo que a un goloso como yo le hace recuperar su fe en el género humano. Por fin una cocina moderna que no demoniza el azúcar. De entre los bocados golismeros, ganó todas las medallas un homenaje al café capuchino. El plato era sencillo, lleno de ilusión infantil. Vi como en la cocina se peleaban con una nube de algodón dulce que hilaron instantes antes de traerla a la mesa, consiguieron convertir la madeja de azúcar en una empanadilla minúscula y compacta que rellenaron con una mantequilla de café. La presentación en la mesa proponía un juego, había que mojar el triángulo relleno de crema de café en una espuma de leche, para después impregnar la punta en un polvo de cacao que formaba el tatuaje de un corazón. Para finalizar el juego había un grano de café que, en realidad, era un minúsculo bombón de praliné y café. He pasado unos días recopilando información sobre la mantequilla de café, una combinación que, pese a mi pretendida experiencia, no conocía, pese a ser un básico de la repostería. Tomo la receta de una web llamada bavette (https://www.bavette.es/tartas-y-pasteles/10091-crema-francesa-de-mantequilla/ ), donde se explican los antecedentes de la receta y sus ingredientes. Se necesitan: 150 gramos de Yemas de huevo (7-8 yemas) 250 gramos Azúcar granulado 100 gramos Agua 250 gramos Mantequilla sin sal, blanda Una cucharadita de café liofilizada (nescafé). Todos los ingredientes conviene que estén a temperatura ambiente. La receta empieza poniendo el azúcar con el agua en un cazo para que calienten hasta formar un almíbar (no se trata de hacer caramelo, sino un fluido espeso y trasparente). Mientras el almíbar sigue su curso se baten las yemas para que espumen, doblen su volumen y terminen blanqueando. Puede hacerse con batidora para que el brazo no quede derrengado. Cuando las yemas lleguen a la textura y volumen marcado, se añade poco a poco el hilo de almíbar (mejor si no está muy caliente, para que no cuajen rápido las yemas). Sin dejar de batir la mezcla, agotado el almíbar, se añade la mantequilla en pequeños cubos, sin dejar de batir. Se convertirá en una crema brillante. La crema está casi hecha, sólo queda incorporar el extracto de café, en función de los gustos. No conviene que quede muy amargo. Bastará una cucharadita de café, incluso menos. Esa crema de mantequilla y café es la que se pone en una manga pastelera para rellenar el ravioli de azúcar hilado. En un viaje reciente a Munich descubrí en una pequeña galería a un pintor (Michael Lauterjung) que pinta sencillos elementos de vajilla, utiliza maderas viejas, apenas tratadas, como lienzo. Creo que el Miramar podría comprar alguno de los cuadros de Lauterjung para decorar la sala. La imagen elegida está mi instagram (#undiletanteenlacocina). Así termina mi escapada al Bulli/Miramar, espero que no sea la última vez que ensayo esta combinación.