jueves, 17 de agosto de 2023

Capítulo DC.- Latigazos de verano.

Si hace una semana hablaba de verano a latigazos, ahora creo que me toca escribir sobre los latigazos del verano. Avanzo plácidamente hacia el ecuador del mes de agosto. He hecho ya algunos kilómetros. Quedan todavía bastantes por recorrer. Amanece en la ciudad, en cualquier ciudad. Me he acostumbrado a ver amanecer en muchos sitios. Esta vez el calor es seco, llevadero. Estos últimos días he creído estar a punto de encontrar un hilo que me permitiera escribir un capítulo estructurado del diletante en verano. Superado el ferroagosto, las vírgenes de agosto, el aniversario de la muerte de Elvis (46 años ya. Cada vez canta mejor), el horrible atentado de las Ramblas en Barcelona… Viajamos a Burdeos, largo camino en coche. A medida que avanzaban los días avanzaba en mi ignorancia, cada vez sé menos. Puede parecer una provocación, pero no me gustó especialmente el vino de Burdeos o, por ser más preciso, no tuve la ocasión de encontrar un vino en Burdeos que me gustara de verdad. Viajar con niños con propicia grandes experiencias ni gastronómicas ni enológicas, además, el vino por aquellos territorios llega a tener precios prohibitivos. Cada vez que entraba en una tienda o en el vial de un supermercado tenía la sensación de que me estaban engañando. Comprar un vino por debajo de los 10 euros en la Gironda/Dordoña sólo puede llevar al fracaso, vinos con un punto ácido, mal calibrados, sin personalidad ni encanto. Descubrí que no sabía prácticamente nada de los vinos de Burdeos, del modo en el que se construyeron. Tampoco sabía gran cosa de Leonor de Aquitania. Visitamos una bodega cerca de la casa en la que estábamos. Un chateau impresionante, escondido en medio de un bosque. Varias generaciones de vinateros de origen alemán que todavía residían en la mansión. La guía un tanto apresurada, sin especial encanto, pese a esforzarse. Aprendí mucho sobre la dificultad de construir un buen vino. El que probamos en la cata no lo era o, por lo menos, no me lo pareció, pese a todas sus laureadas plasmadas en la etiqueta. No tuvieron el detalle de sacarnos un poco de queso o de embutido para ennoblecer lo poco que bebimos. Tuvimos que robar algunas piezas de una cata anterior. He de decir que la compañía de la visita a las bodegas no era la idónea. Con nosotros caminaba una pareja joven que había llegado en moto desde Andorra (más de 350 kilómetros a pleno sol) y dos matrimonios de edad madura y cara de haber triunfado en esta y en otras vidas, dispuestos a comprar tres o cuatro cajas de vino antes de haberse mojado los labios. La cuestión era poder llegar a Barcelona y después a Menorca alardeando de haber comprado el “mejor de los vinos de burdeos”, pese a que lo que compraron no superaba los 20 euros la botella. Nos dieron a probar un rosado que no servía ni para lavarse los pies, un tinto joven ácido como una carga de napalm y la cosecha del 2020, anodina, como un funcionario público francés de una ciudad de provincias. En los anaqueles reposaban añadas gloriosas a precios prohibitivos. Puede que al contratar un tour de baratillo nos sacaran los saldos. En todo caso, fue de agradecer la explicación técnica del complejo proceso de coupaje del vino en función de los años y la meteorología. Al final, el mejor de los vinos probados en la zona de Burdeos fue un rosado de intenso olor floral tomado casi helado en una barraca de la zona de Cap Ferret, acompañado por un inmenso e intenso plato de ostras, mirando a la bahía una mediatarde húmeda y soleada. Mientras el mundo dormía la siesta nosotros nos bebimos un par de copas y docena y media de ostras. Incrementando nuestra ignorancia, pues poco sabía de la historia y tradición de los vinos de la zona, menos sabía de la nomenclatura y clasificación de los bivalvos. Sólo puedo decir que el rosado me supo a gloria y que las ostras tomadas en el puertecillo, junto a los viveros, con un golpe de limón, pan negro y mantequilla, las disfrutamos. Lo mejor del viaje a Burdeos han sido las ganas de regresar a la zona en otro tiempo y en otra circunstancia. También una casa de comidas destartalada, a pie de carretera, cerca de Saint Emilión, donde tomamos una crema de puerros y un confit de pato bastante potable (el vino de la casa, pese a estar enclavado en lo más lujoso del terruño de Saint Emilión, era digno de la mejor de las gaseosas (también es verdad que el menú cerrado no superaba los 14 euros)). Queda para el siguiente viaje el estar en disposición de probar algún vino que me reconcilie con Burdeos, poder comer tranquilamente en alguno de los restaurantes que aparecen en las guías más selectas o poder investigar a cerca del lugar donde quedó escondida la cabeza de Francisco de Goya, puesto que nos lo devolvieron decapitado cuando reivindicamos su cuerpo doscientos años atrás. También es verdad que en España no tenemos la tradición de los panteones de figuras ilustres y que, salvo los reyes, que terminan en el pudridero de El Escorial, es resto de españoles ilustres yacen olvidados en cementerios sin ningún encanto, por lo que casi es mejor que Goya siga reposando en Burdeos. Estando de ruta por el sur de Francia pensé en escribir algo sobre la salsa bordalesa, sin recordar que muchos años atrás (en 2012) ya había hecho mis pinitos con aquella salsa (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/12/cap-ccx-introduccion-la-cocina-epilogo.html). Aquel descubrimiento frustró mis expectativas sobre el Diletante paseando por los viñedos del Medoc. Para llegar a la salsa bordalesa primero tenía que dorar al horno unos huesos de ternera, después hacer un caldo largo con los huesos, verduras y una pieza de magro; desgrasarlo, filtrarlo y dejarlo reposar. Con aquel caldo hacer una semiglasa rehogándola con una nuez de mantequilla, una cucharada de harina y dos chalotas picadas. Añadir el caldo y dejar que redujera a más de la mitad, para conseguir una salsa densa y oscura, una salsa española, que serviría de base para la bordalesa con el vino de la zona. Todo para conseguir un hilo, una base mínima sobre la que colocar una pieza jugosa de ternera pasada por la plancha (tal vez por el horno). Tras la visita a Francia regresé con nuevas dudas: Apenas hay recetas con pasta. Tampoco he encontrado platos reseñables con arroz. Es verdad que las patatas y las verduras son estupendas, pero no haber incorporado con normalidad el arroz o la pasta creo que es un error. Eso sí, sólo por sus patatillas de un solo bocado y su mantequilla aderezada con cristales de mar merece la pena el afrancesamiento. Regresamos a España vía Burgos, con parada incluida para que los niños pudieran ver de cerca la catedral. La visita a la ciudad no nos llevó ni al cordero asado ni a los vinos de la zona. Todavía quedaban muchos kilómetros hasta nuestro destino y un lechazo unido a una buena botella de vino de la ribera nos habría noqueado (aunque yo me tomé, también de menú, un plato de pochas con sus sacramentos y un bocado de morcilla del lugar). Avanzan los días de agosto sin un hilo conductor claro, sin un relato que estructure estas primeras semanas, sólo latigazos que apuntan caminos que no se podido o no he sabido explorar. Quedan, pues, tareas pendientes por el sur de Francia, también por la Castilla más profunda. Rutas y viajes pendientes que espero poder retomar. Hicimos parada en Madrid, casi desierta, lleva de turistas y de asfalto a punto de derretir. Madrid, pese a todo y pese a todos, es una parada grata, aunque sólo sea por poder dar un trago de su agua y visitar un museo (esta vez el Sorolla, en un paseo fugaz), un espectáculo de magia, largos paseos por avenidas incandescentes y tiempo para pensar, quizás en elefantes. En los latigazos de lectura de estos días he descubierto (Sigo profundizando en mi ignorancia) que hay elefantes que mueren de pie y que pueden pasar hasta diez días a pie firme antes de caer derrumbados sus más de 70 toneladas de pesada vitalidad. Leí ese comentario en una crítica (más bien una evocación) de una vieja película de la que casi nadie se acuerda, París-Texas. En su momento aquella película desértica parecía un tótem cultural, llamada a marcar la historia del cine, ahora sólo la recordamos nostálgicos de más de cuarenta años. Descubrir que los elefantes pueden permanecer en pie durante varios días después de muertos me generó cierta inquietud, también alguna frustración ya que era de los que creía (marcado por el cine de aventuras añejo) que los elefantes viejos caminaban solos a los cementerios de elefantes, lugares mitológicos en los que se amontonaban huesos y colmillos, convirtiendo los valles en los que descansaban en codiciadas minas de riqueza. Mis lecturas veraniegas además de servir para reflexionar sobre la muerte y la apariencia de la muerte, para descarrilar el mito de la infancia sobre expediciones a la búsqueda de los cementerios de paquidermos, me llevaron a un documental de National Geografic en el que explica, con más detalle del necesario, lo que sucede y a quien alimentan 70 toneladas de carne paquidérmica en descomposición. Pese a mis esfuerzos, lo cierto es que no he encontrado ninguna receta hecha con carne de elefante digna de este blog. Descartadas las salsas bordalesas y los guisos de paquidermos, mis opciones gastronómicas quedaban reducidas ya que cualquier manipulación de las ostras puede considerarse un sacrilegio (aunque barajé escribir sobre lo bien que combina la carne de la ostra con el tocino, o el juego de los bivalvos con cítricos y hierbas mentolada). Los dulces del sur de Francia no me sedujeron (ni el canelé ni las galletas macarons que no probé). Podría haberme lanzado a algún plato con foie o un guiso de pato, al final descartados. En el último instante encontré la solución a este latigazo del verano, un bocado afrancesado, sencillo, sabroso, dulce. Unas galletas moscovitas, originarias de Asturias (Pastelería Gayoso). Para hacer las moscovitas se necesita: 100 g. de almendra Marcona cruda y picada 100 g. de azúcar glas. 100 g. de nata o crema de leche para montar. 20 g. de harina de trigo 150 g. de chocolate (preferiblemente en virutas, preferiblemente más de un 65% de cacao). Papel de horno. Ponemos en un cazo al fuego, llama muy baja. Incorporamos la nata y el azúcar, sin parar de remover y evitando que hierva la nata. Cuando el azúcar se disuelva añadimos las almendras picadas y la harina tamizada. Seguimos removiendo hasta que se integren todos los ingredientes (si removemos con unas varillas la masa tomará algo de aire y eso ayudará a que la galleta quede más esponjosa). Distribuimos pequeñas porciones de masa sobre papel de horno. Una cucharada para cada galleta, aprovechamos la misma cuchara para aplanarlas un poco, han de formar una superficie redonda y plana. Mantenemos distancia entre galleta y galleta ya que cada pieza se extenderá unos centímetros con la cocción. Ponemos el horno a 170º. Ocho minutos bastarán para que se cuezan las galletas. Antes de sacarlas, todavía calientes, esparcimos las pepitas de chocolate, que quedarán adheridas a la superficie. Dejamos enfriar en un lugar seco (la galleta terminará de secarse, la gracia es que sea un bocado crujiente). Acompaño la receta con un golpe fresco de Sorolla, un buqué de flores que podrían pasar por francesas (Instagram: #undiletanteenlacocina). Poco más para este latigazo de mediados de agosto.

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