miércoles, 29 de marzo de 2023

Capítulo DXCIII.- Camino a Santiago.

En unas horas marcharemos tomaremos un vuelo para Santiago de Compostela. El viernes a primera hora de la mañana iniciamos un tramo del camino de Santiago. 120 kilómetros. El tramo mínimo para que convaliden la peregrinación. No soy hombre de fe. No me recuerdo con fe y poco o nada espero en ese sentido de la ruta que iniciaremos. Me parece mucho más importante pasar ocho días sin el ordenador (queda en casa) y con el teléfono móvil perdido en el fondo de la mochila. A las 11 de la mañana nos recogerá en el aeropuerto de Santiago una furgoneta que nos dejará en Sarria. Calculamos etapas de 20/25 kilómetros, no mucho más. El equipaje viajará por su cuenta de hotel en hotel para no hacer muy pesada la marcha. Algún amigo que ha hecho el camino del derecho y del revés, desde Francia, Extremadura, Inglaterra, Barcelona y más allá, sólo o acompañado, distintos tramos del camino, me llama, con sorna, “turigrino”. Tiene razón en tomarme el pelo. Mi falta de fe hace que cualquier sacrificio que supere lo razonable quede excluido. Nada de albergues masificados, duchas colectivas, misas reparadoras o reflexiones con extraños. A lo sumo cruzaré un saludo o una sonrisa cuando me cruce con algún guiri que camine tan despistado como yo. No me preocupa lo de caminar. Muchos días, casi sin querer, hago quince quilómetros caminando a buen ritmo por la ciudad. Es cuestión de no agobiarse, disfrutar de la ruta. No creo que vaya a batir ningún record pendiente, ni he hecho promesa o propósito alguno para llegar a la meta. Sólo desconectar, disfrutar del lujo de la desconexión, acompañado por la familia más cercana, que espero que no quede embargada de ningún tipo de misticismo. Ahora en casa estamos en pleno zafarrancho de maletas. Intentando no olvidar las tiritas de la mejor calidad, todo tipo de analgésicos y calcetines sin costuras. Lo demás es prescindible. La cocina huele a tortilla de patatas, la cena de hoy. La que sobre irá a bocadillos para mañana. Están desperdigadas por la mesa barquetas con frutos secos y chocolatines. He seleccionado ya las lecturas para las horas muertas, llevamos referencia para poder cenar correctamente en cada una de las paradas. La idea es desayunar con fundamento, empezar a caminar antes de las 10 y evitar paradas largas a mitad de cada etapa. Llegar a destino con tiempo de descansar, ducharse y cenar pronto, como si fuéramos alemanes. En cinco días cumpliremos con el objetivo de entrar en Santiago a pie, conseguir la última certificación, la que nos convierta formalmente en turigrinos por la mínima, y alquilar un coche rumbo a Fisterra, donde pasaremos tres días más, ya sin las botas de montaña, paseando por el punto en el que durante muchos siglos acababa el mundo. En mi mochila llevo una biografía de Juli Soler, quiero también terminar un libro que cuenta la historia de los principales falsificadores de arte del mundo, un libro muy entretenido que empieza recordando que el cuarenta por ciento de las obras de arte del Met de Nueva York son falsas y que de los tres mil cuadros que pinto Camile Corot, cinco mil están colgados en paredes públicas y privadas de Estados Unidos. He guardado también una novela de un escritor argentino, criado en Suecia que escribe en inglés sobre los millonarios que causaron el crack del 29. Una combinación explosiva. Llevo más de una semana escuchando compulsivamente la Trinchera Pop de Iván Ferreiro, me tiene completamente hipnotizada su voz nasal, sus letras rebuscadas, llenas de citas y referencias que sólo nos hacen sonreír a los que tenemos más ya hemos cumplido los cincuenta años. Yo, como él, vivo rodeado de fantasmas elegantes que dicen lo que sienten y me hacen pensar. Reviso un libro de recetas de Jamie Oliver que me acaban de reglar, se titula Uno y lo dedica a recetas sencillas. Sueño con llegar a Galicia por reencontrarme con las patatas, con los huevos, con las berzas y las masa hojaldradas de las empanadas. Hay bocados mucho más nobles o selectos, pero menos sorprendentes. Estaré más de una semana en la que probablemente no podré cocinar, aunque pienso cargarme de ideas para un futuro, sea el que sea. De momento, me he enredado con una receta que podría ser, sin problemas, la de un potaje de cuaresma a la que dos o tres pequeños detalles convierten en un plato exótico. El potaje de cuaresma lleva garbanzo, berza o espinaca y bacalao. Es un guiso sobre el que he escrito en otras ocasiones. El nuevo plato es una shashuka de garbanzos, un plato que imagino que es de corte indio. Se necesitan 30 gramos de anacardos sin sal, un manojo de cebolletas, dos cucharitas de pasta de curri, una cucharada de leche de coco, 100 gramos de espinaca tierna, 4 huevos y 2 cucharadas de yogur natural. Además de 400 gramos de garbanzo cocido. Añado de mi cosecha una cucharada de cominos en grano y aceite de oliva. La receta la compila Jamie Oliver. Empieza tostando los anacardos en una sartén. Yo los tostaría con un poco de aceite y un golpe de sal. Mientras toman color se limpian y cortan en juliana las cebolletas (un manojo suele llevar tres o cuarto, conviene aprovechar una parte del tallo verde). Se limpian también las espinacas, si son tiernas, no hace falta cortarlas. Se añade la verdura a la sartén y se rehoga a fuego bajo. Cuando la cebolleta quede transparente se incorpora la pasta de curri y la crema/leche de coco. Si queremos que quede caldoso puede ponerse más de una cucharada. Si los garbanzos están previamente cocidos, se pueden incorporar en cuanto la verdura esté suficientemente atontada. Se dejan cociendo a fuego bajo tres o cuatro minutos, no mucho más (Oliver recomienda chafar algunos garbanzos para que el plato tome un poco de cuerpo). Es el momento de tomar los huevos, pueden estar duros o sólo pochados, en función de cómo apetezca disfrutar de la yema. Las dos cucharadas de yogur se deshacen en el guiso. Se rectifica de sal y pimienta y pueden llevarse a la mesa. Puestos a mistificar, he elegido un cuadro de Corot, de esos que no sé muy bien si son buenos o falsos.

martes, 7 de marzo de 2023

Capítulo DXCII.- Comer solo/Sólo comer.

Comer solo. Sólo comer. Parece que regresa la discusión académica sobre la necesidad de acentuar en algunas ocasiones la palabra solo, en función de que se utilice como adverbio o como adjetivo. Hace algunos años la RAE decidió que dejara de acentuarse en cualquier caso y, por lo que indican los diarios, ahora vuelve a acentuarse en algunos casos. He de decir que, en mi caso, ajeno a peleas, había seguido con las tildes en los términos que aprendí en la escuela, más que nada por inercia y, con la misma inercia, seguiré con mis acentos, asumiendo que nunca terminé de curar mi dislexia infantil, entre otras razones porque en mis tiempos de escuela no se había diagnosticado la dislexia, éramos simplemente del pelotón de los torpes o despistados. Creo que ya he tenido la oportunidad de escribir sobre el placer de comer solo, tanto en casa como fuera de ella. Comer solo es un placer del que no conviene abusar porque, si se convierte en hábito, deja de ser un placer y se convierte en rutina. A los que nos gusta comer la comida tiene una indudable dimensión social. Reunir entorno a una mesa a un grupo de amigos, a la familia o a simples conocidos para que disfruten de un buen menú, de buenos vinos y de un rato de tertulia es una satisfacción grande, puede que de las más grandes. Pero despistarse algún día para terminar sentado y solo para tomar un nuevo plato o para volver a enfrentarse a una receta soñada, elegir el vino sin tener que preguntar a nadie y dejar que transcurra el tiempo frente a un plato también puede dar alegría. Conozco a mucha gente a la que le incomoda comer solo, amigos y familiares que cuando llegan a casa y no tienen con quien compartir la mesa convierten el momento de la comida o la cena en una rutina triste, se contentan con lo primero que pillan en la nevera, encienden la televisión para que les acompañe cualquier ruido o revisan maquinalmente las redes sociales mientras apuran un platillo pocho y normalmente frio. No es mi caso, comer solo no es nunca sólo comer. En alguna ocasión voy al mercado para elegir la mejor pieza de carne o pescado, me preparo un arroz a mi gusto, elijo los mejores quesos y no me genera ningún remordimiento buscar en la bodega la última de las botellas de un vino que me satisfaga. Tampoco tengo problema en reservar en un buen restaurante, mesa para uno (lo hago sobre todo cuando me toca viajar). Me siento tranquilamente, reviso la carta y dejo que mis caprichos gastronómicos, los más íntimos, se hagan realidad. Hace unas semanas pude reservar en un restaurante clásico de mi ciudad (no tengo el hábito de dar nombres, no soy un crítico gastronómico ni me gano la vida como influenciante). A principios de febrero terminaba la temporada de caza y se reducían las opciones de tomarme una liebre a la royal, uno de mis bocados preferidos. Hay en Barcelona algún restaurante que anuncia la royal de liebre, pocos, suele ser un plato del menú restaurantes cercanos a zonas de caza y probarlo ha sido en ocasiones un peregrinaje. Reservé para un viernes a mediodía, aprovechando que mi mujer estaba de viaje. Llamé antes para confirmar que quedaba liebre, me dijeron que todavía tenían en carta unos raviolis rellenos de la royal, noticia más que suficiente para empezar a salivar. Reservé pronto, horario casi europeo, a la una y media. Dejé mi teléfono como referencia y, poco antes de la hora prevista, me presenté en el restaurante. Yo también había regresado esa misma mañana de viaje y no había podido deshacerme de la mochila cargada con todos mis pertrechos. No soy habitual de ese restaurante, por lo que no supieron muy bien si era un turista o un crítico gastronómico camuflado. Los comedores solitarios generan inquietud en muchos restaurantes, sobre todo si llegan pronto y se dedican a contemplar los más mínimos detalles. No suelo quejarme cuando salgo a comer o a cenar fuera, pero me molesta mucho si, como comedor solitario, me colocan en una mesita apartada, cercana a la cocina o a los baños, como si fuera una presencia incómoda. En esta ocasión tuve suerte, me colocaron en la sala principal, en una esquina desde la que dominaba una gran parte del resto de mesas. Elegí un restaurante clásico de mesas amplias, sillas pesadas, maderas nobles en las paredes, manteles y servilletas de hilo, luz natural (el restaurante tiene un patio ajardinado que estaba en obras. Durante la comida los operarios siguieron trabajando, lo que llevó a que hubiera más ruido del deseable, compensado con la excelsa imagen de un orondo albañil en cuclilla permanente, intentando fijar unas losas modernistas en el suelo de la terraza a base de martillazos y lija; en su posición semiinclinada ofrecía a la clientela del restaurante una visión nada salaz de sus lorzas y del canal de acceso a la zona del nalgamen, señalizado con algo de vellosidad que quedaba expuesta dado que la camiseta no terminaba de cubrir la franja de frontera entre la espalda y lo que dejaba de ser espalda. Toda la pretendida elegancia burguesa del restaurante quedaba frustrada por aquella visión perturbadora del trabajador manual. Como no tenía otra cosa que hacer, fui controlando sus maniobras y mirando de reojo a los comensales que iban llegando al salón y que, como en mi caso, no podían apartar su atención del canal de la mancha). Estuve un buen rato solo. Llegué a pensar que el restaurante había pasado de moda y que sería el único cliente de aquel soleado viernes de febrero. Pedí una cerveza pequeña y me identifiqué, era el de la liebre royal que había llamado a media mañana. Me trajeron la carta, unas patatas fritas (cuatro o cinco en un bol) y unas aceitunas gruesas muy bien aliñadas. Una de las ventajas de la soledad en esos momentos es que no hay ninguna cortapisa a la hora de elegir. No hay que compartir plazos, ni escrutar precios, ni buscar equilibrios de ningún tipo. Podía elegir los raviolis de liebre como primer plato y buscar un segundo más suculento o al revés, dejarme la liebre como plato principal y encontrar un entrante de mi gusto. Le di varias vueltas a la carta antes de elegir. Viernes a mediodía, hambriento y solo. Mediodía luminoso, templado. Sala llena de contrastes. Camareros correctos y atentos a mis requerimientos, no tenían otra cosa que hacer hasta ese momento. Pedí como entrante una crema de erizos, era también temporada, y pregunté sobre el tamaño de la ración de la liebre royal, tres raviolis con su salsa, un pequeño bocado para un tragón. Después de la crema de erizo vino el ravioli, también como primer plato, me dejé como plato principal unos pies de cerdo rellenos de boniato. Llegó el sommelier con la carta de vinos. Aunque suelo ser pantagruélico, moderé mis impulsos (más que nada porque a media tarde tenía que llevar a uno de los niños a un partido de baloncesto y no quería quedarme dormido y babeante en la grada). Me ofrecieron vino por copas y opté por un borgoña tinto, el precio de la copa rozaba lo prohibitivo, pero no había nadie para discutir conmigo. Tuve, además, la suerte de que abrieran la botella para mí. El responsable del vino, todo un profesional, trajo dos copas, la primera para la cata inicial y la segunda, de borgoña (como mandan los cánones) para disfrutar de aquel vino de estructura perfecta. Mientras llegaba mi comanda me pusieron, detalle de la casa, un vasito con una crema de verduras (mandaba el puerro y la chirivía), coronada con perlas de aceite. La copa de borgoña me acompañó con los dos primeros bocados, para los pies de cerdo llamé de nuevo al sommelier y le pedí que me pusiera una copa de Aalto, un vino de la ribera del Duero con un poco más de cuerpo y más intensidad. De nuevo me acompañaron los hados y empecé botella. Los ravioli de liebre royal eran correctos, una pena que hubieran tenido que congelar las piezas para conservarlas durante días y quedara en la carne guisada ese rastro aguado de viudo triste que guardan los guisotes cuando pasan con el congelador. La salsa que cubría la pasta era una salsa española de las de pedir pan para no dejar rastro en el plato. Los pies de cerdo deshuesados y rellenos eran maravillosos, perfectos. Los acompañaban con una pieza pequeña de boniato braseado. El Aalto y los pies de cerdo guisados se entienden a las mil maravillas, yo dejé que se armonizaran. Empezó a llegar gente al restaurante. Las primeras conversaciones robadas, las primeras discusiones sobre la elección del vino o sobre la necesidad/oportunidad de compartir los primeros. Aquel viernes el restaurante estaba poblado de parejas entradas en años (los viernes ya no hay comidas de negocio). Alguna pareja se quejó del ruido de la obra. De mi evaluación precipitada del contexto de aquellas parejas puedo asegurar que pocos se aventuraban a llevar al amante a un local consolidado y frecuentado por la cada vez más agotada burguesía catalana. Todo parejas estables, no muy ruidosas, nada de arrumacos o de besos que anuncian tardes más carnales. Quedaba un poco de vino en mi copa y ese último trago marcó mi opción de postre. Primero una combinación de tres quesos, el primero de lo que llaman “del país”, el segundo un francés y de cierre un inglés contundente, a mi juicio el mejor. El vino no sólo superó su partida con los pies de cerdo, sino también con el Stilton. Todavía me quedaba hueco para un sorbete de naranja sanguina y para un café. Molesté de nuevo al responsable de vinos y licores. Dejé que me cantara la propuesta de espirituosos. Opté por un whisky escocés con un punto ahumado. Por suerte con los licores no fueron tan generosos como con los vinos y eso evitó que llegara perjudicado a casa. Pedí la cuenta y pagué con la misma diligencia y satisfacción que había comido. Dejando en el restaurante la duda de si era, en realidad, un inspector camuflado de una guía de prestigio. Caminé hacia la boca del metro, todavía no habían dado las tres de la tarde. Podría descabezar un sueño y recuperarme para la sesión deportiva. Pensaba que como receta de referencia de este capítulo de mi diletancia solitaria escribiría sobre los pies de cerdo, pero al salir de la boca del metro me encontré con el mercado todavía abierto y en uno de los puestos de pescado unas relucientes huevas de merluza. No pude evitar la tentación y entré en casa con mis huevas de merluza. Al día siguiente prepararía una ensaladilla. En casa la hueva de merluza no genera ni pasiones ni emociones, por lo que podría disfrutar de ellas de nuevo solo. Guardé las huevas en la nevera, me quité el abrigo y me derrumbé en el sofá, con una vieja película en marcha de las que hacen compañía sin molestar. Descabecé un sueño de casi cincuenta minutos y desperté en perfecto estado de revista. A la mañana siguiente saqué las huevas de la nevera, dejé que se atemperaran unos minutos antes de escaldarlas en el agua en la que había hervido poco antes unas judías verdes. El agua tenía una pizca de sal, las hebras de las judías, unas bolas de pimienta y un par de hojas de laurel. Apenas estuvieron las huevas tres minutos en el agua hirviendo. Rápidamente las saqué y las sumergí en agua con hielo. Después las escurrí y las sequé bien. En un bol piqué una zanahoria pelada, en pequeños dados, media cebolleta, unas aceitunas carnosas, un puñado de alcaparras gruesas, unas tiras de tomate seco y unas ramitas blancas de apio. Quedaba un resto generoso de mayonesa casera que ligó, con un poco de sal y un golpe de eneldo, las huevas en rodajas no muy gruesas y una lata de cangrejo (del bueno) para terminar de rematar. Preparada la ensaladilla para mí, dejé también preparada la comida para el resto de la familia y así pasó aquel fin de semana, plácido y tranquilo, con el recuerdo de mi comida solo, no que no había sido sólo una comida. Había elegido inicialmente el cuadro para acompañar mi experiencia en alguna esquina olvidada de mi memoria, en concreto, había elegido un bodegón de Helena Sofia Schjerfbeck, parece una artista costumbrista, pero de mirada borrosa, a un paso corto de la abstracción sin estridencias. Pero en el último momento he cambiado de opinión (capricho de un comedor solitario) y he encontrado un paisaje urbano de Fidelia Bridges, una pintora norteamericana a caballo entre el siglo XIX y el XX. Ligera y sensible, reina de las flores y ramas quebradizas.