martes, 11 de julio de 2023

Capítulo DXCVII.- Una Vida no tan Simple.

Pequeñas transgresiones. Ayer por la noche, lunes, fui al cine, a las diez. Estaba solo, absolutamente solo. Era la última sesión en la última de las salas. En la nevera de los helados quedaba un cucurucho de nata y fresa que no pasaba por su mejor momento. Pese a mis ansias de helado no me atreví a pedírselo al chico que gerenciaba las ocho salas desiertas y olvidadas. Imagino que le daría rabia tener que esperar hasta medianoche, no poder cerrar el local. Casi nadie va al cine un lunes por la noche, no hay descuento alguno, ni los más golfos se plantean salir por Barcelona un lunes de julio por la noche, y menos para ver una película española. Mi otra opción era ver el debate entre Feijoó y Sánchez. Una película, cualquier película era mejor alternativa. Fui a ver “Una Vida no tan Simple”, de Félix Viscarret. Mi mujer está en Alemania, uno de los niños está en un campamento de surf en Cantabria y el otro duerme en casa de su abuela porque trabaja durante la semana y prefiere estar lo más cerca posible del despacho (vivimos a la otra punta de la ciudad). Una Vida no tan Simple era la mejor de las opciones. Una película española fuera de los circuitos, con críticas moderadamente positivas. Una comedia costumbrista de gente a la que le cuesta hacerse mayor. Ya no se hacen comedias para adultos, ni aquí ni en casi ningún sitio, excepto en Francia, donde de vez en cuando consiguen construir una comedia que no sea infantil, ni noña. La película me gustó, me gustó mucho, tal vez porque la vi solo y pude reír, hablar conmigo mismo y con los personajes. Moverme a gusto en mi asiento, beber agua sin temer molestar a nadie. Las salas de cine, incluso las más pequeñas, tienen el encanto de los cuartos oscuros, la magia de las pantallas. La televisión, por grande que sea, no deja de ser televisión, aunque veas la mejor de las películas. Me gustó la película, me gustaron los personajes peleándose por intentar dejar a un lado la vulgaridad y la monotonía. Me gustaron los pequeños enredos sentimentales que se tejían entre los protagonistas. La trama era mucho más leve que la de las películas de Çesc Gay, sus personajes no eran tan grandielocuentes. A su manera Una Vida no tan Simple es una película de niños, no en el sentido de las comedias de y para niños del último Santiago Segura (un clásico en mi casa), sino una comedia de adultos en la que los niños juegan, muy a su pesar, un papel capital, juegan como lastre o como boya, en función del momento vital de cada personaje. Mientras veía la película chateé con un amigo, un compañero de universidad. Ambos estamos más cerca de los 60 que de los 50, así que la película nos coge un poco lejos. Para bien o para mal ya hemos pasado o evitado esas crisis vitales que niños pequeños, responsabilidades familiares asumidas a regañadientes y pequeñas crisis emocionales. Ver la trama de la película con cierta distancia ayuda a metabolizarla mucho mejor. No creo que sea una película menor, por lo menos no es mucho menor que cualquiera de las películas que he visto durante los últimos años. Me gustó más que cualquiera de las que hace unos meses ganó los premios Goya. Fue una pena que el proyeccionista no cuidara un poco mejor la proyección, las imágenes se veían sin mucho brillo, como sumidas en una neblina que creo que no era intencionada (aunque la película se rodó en Bilbao el director había elegido días y espacios luminosos). Me gustó la pequeña transgresión de ir al cine una noche de lunes del mes de julio, no tener que consensuar con nadie la película, tampoco la hora. Dejar que se apagaran las luces y que me contaran una historia no muy cercana, por lo menos en el tiempo. Me hubiera quedado dos horas más si el director y guionista hubiera querido contarme alguna cosa más de sus personajes, sin necesidad de que se embarcaran en grandes aventuras, sólo sobreviviendo, sosteniendo el juego de planos y contraplanos que en muchas ocasiones hacían que los diálogos fueran casi monólogos, porque el director no era muy dado a los contrapuntos, era difícil conseguir capturar cual era la reacción de los personajes a las reflexiones que recibían de sus contrarios. Una buena comedia suele ser una comedia de amor, va bien que tenga algo de enredo, algún gag visual y alguna situación patética. Todo eso lo atesora discretamente Una Vida no tan Simple, que podría llamarse Una Película no tan Simple, porque la aparente sencillez de la historia esconde algunas capas más profundas sobre lo complicados que podemos llegar a ser pese a las aparentes rutinas. Los personajes secundarios son fantásticos, medidos al milímetro. Casi todos ellos tienen un punto estrambótico que podría convertirlos en ingobernables, sobre todo por la aparente normalidad y estabilidad de la pareja principal, que es un ejemplo de aparente equilibrio. En el guion hay horas de estudio, guiños muy sutiles a películas de Wilder, de Lubitsch, a las películas de la Nouvelle Vague, también a Trueba. Pero no pretende ser una película culta ni culterana. De hecho, se ve como una comedia romántica de tono costrumbristas, sin estridencias. Incluso con un ligero hilo de conflicto intergeneracional, con una pizca de mala leche, porque se cumple con el rito de que cada generación parece que defraude a la anterior. No es una película perfecta, no existen las películas perfectas, pero sí que resultó ser la película adecuada para una calurosa noche de lunes del mes de julio en Barcelona. Volviendo para casa, dando un paseo por el trópico nada utópico de la ciudad asfixiada, llegué a la conclusión de que, si la pareja protagonista hubiera cuidado un poco más las comidas, sus tensiones y dudas se hubieran disipado o, cuanto menos, dulcificado, porque en la película se come mal, francamente mal, algo sorprendente cuando se descubre que fue rodada en Bilbao. Los protagonistas viven en una casa sumida en el caos, marcada por unas mesas centrales llenas de migas, de platos y vasos vacíos, sin ningún encanto. Nada apunta a que se interesen por la buena comida, pese a que sí tienen preocupaciones estéticas, educativas, sanitarias, filosóficas, éticas … Sólo en un instante, mientras dan de cenar a los niños, se ven unos filetes empanados en un tupper y una ensalada que tiene toda la pinta de haber dormido durante días en una bolsa de plástico. Si Isaías y Ainhoa hubieran dedicado media hora a la cocina habrían podido salvar algún que otro mueble emocional. Bastaba con que hubieran dedicado unos minutos a preparar una focaccia que llenara la casa de olor a tomillo, a romero, a un buen aceite de oliva, a tomates secos y panceta cortada a daditos. La focaccia hubiera encajado a la perfección en la historia de encuentros y desencuentros, porque es una masa efímera, de las que hay que disfrutar al instante, evitar la fermentación larga. Para hacer la masa de una focaccia (un pariente rústico de la pizza) se necesitan dos tipos de harina: 200 gramos de harina de fuerza y 300 de harina común (la de fuerza tiene más gluten y aguanta mejor la fermentación, también las grasas). Más 25 gramos de levadura de panadería. 50 gramos de un buen aceite de oliva y 300 gramos de agua templada. Una cucharadita de sal y otra de azúcar. Con estos ingredientes se hace la masa, que queda muy líquida, casi como un fluido pegajoso que parece que no amalgama. No hay que amasarla mucho, sólo mezclar los ingredientes (arrancando con el agua tibia y la levadura prensada para que se deshagan bien). Cuando están bien mezclados los ingredientes se deja reposar la masa en un bol, durante 20 minutos (conviene que el bol sea grande y que la masa repose con holgura ya que tiene que duplicar su volumen). Queda muy líquida y cavernosa. No hay que preocuparse. Mientras la masa disfruta de la primera fermentación (bol cubierto con film), se engrasa bien una bandeja de paredes altas, a poder ser cuadrada. Se engrasa con aceite de oliva (no hay que reparar en gastos). Da tiempo a preparar un sofrito a base de panceta cortada en dados, cebolla picada, tomates secos y rehidratados contados en tiras, sal, romero, tomillo y una pizca de orégano. No hace falta que se rehoguen del todo, ya que el compango se colocará a su debido tiempo sobre la masa y se horneará. Una vez la masa haya duplicado su volumen, se vuelca sobre la bandeja engrasada de paredes altas. Se distribuye bien la masa y se vuelve a cubrir con film durante 15 minutos más, para que la fermentación se recupere del meneo del primer vuelco. Pasado los diez minutos hay que pringarse los dedos con aceite y presionar sobre la masa para que queden pequeños huequecillos y cráteres, como si fueran la orografía irregular de la arena de la playa. Sobre esa superficie irregular se distribuye el sofrito con la panceta. No hay que sobrecargarlo mucho; se esparce la carne y la verdura dejando pequeños espacios sin tapar. Pueden ponerse unas pizcas de queso para fundir (mozzarella) y añadir un poco más de romero, tomillo y orégano. Se serpentea una aceitera para dejar un nuevo rastro de aceite sobre la masa. Todo ha de volver a reposar cubierto durante 15 minutos más. Así la fermentación sigue con sus vaivenes. Mientras tanto, el horno ha de estar a 220 grados. La masa ha de cocer al descubierto durante 20 minutos (conviene vigilarla ya que el punto de cocción es fundamental, la masa ha de quedar hecha, pero esponjosa). Se puede clavar la punta de un cuchillo en el centro para comprobar que no quedan restos de masa harinosa en el filo. Si la superficie se tuesta mucho, los últimos minutos pueden ser de horneo cubierto con papel de horno o de aluminio. No hay que sacar la masa de golpe del horno. Se puede dejar entreabierto y apagado para que pierda poco a poco el calor sin derrumbarse la masa. La cocina, la casa entera olerán a romero, a tomillo, a aceite de oliva, a miga horneada y a grasa de cerdo tostada. Se come caliente, cortando la focaccia en porciones cuadradas del tamaño de un damero. Una receta no tan simple para una historia no tan simple.