sábado, 22 de diciembre de 2018

Capítulo CDLXIV.- Sopa de cebolla a mayor gloria de Jaume Plensa.


El día 10 de diciembre, lunes, fui a ver la exposición de Plensa en el Macba. Plensa se ha convertido en tendencia y los fines de semana se organizan colas infinitas. Las modas corren el riesgo de quemar a los artistas, debe ser muy gratificante que todo el mundo hable de Plensa, que abras un periódico o revista, enciendas la tele o escuches la radio y se hable de Plensa, que se le vea pasear con su barba canosa y su hablar pausado sobre el arte y la necesidad de pensar, de reflexionar. En definitiva, en plena Plensificación marché a ver la exposición de Plensa en el Macba.

Fui solo, casi como si se tratara de una expedición que preparara una futura visita con los niños.

Escapé a mediodía, aprovechando la hora de comer, huyendo de las aglomeraciones. Un luminoso lunes de diciembre, un lunes templado, con vocación de viernes de primeros de abril, esos días en los que hay un puntito de calor y apetece salir a la calle en mangas de camisa.

Trabajo en un barrio colonizado por los chinos, no solo tiendas y almacenes, también bancos, agencias de viajes y gestorías. Incluso la tienda de fotocopias de enfrente de mi despacho tiene los carteles en chino. El barrio se divide entre comerciantes chinos (peluquerías, salas de masajes, bares) y pisos de alquiler para turistas. Los turistas caminan despistados por las calles, siguiendo a pies juntillas sus googles maps y arrastrando maletas imposibles que van tropezando con cagadas de perro que se enganchan en las ruedas de los troleys.

Por las aceras circulan ejecutivos de medio pelo en patinete eléctrico, repartidores en bicicletas cargados con mochilas que casi les sepultan y señoras mayores que caminan decididas arrastrando sus carros hacia el mercado. Caminar por la acera es una actividad de riesgo, sometida a permanentes atropellos, así que es mejor caminar por el asfalto, los conductores son más respetuosos con las normas de tráfico y más amables con los viandantes que caminamos pegados al filo, sabedores de que ningún aparatejo con ruedas se atreverá a pegarse tanto al vértice afilado de la acera como para poner en riesgo su equilibrio y su estabilidad.

Del barrio chino pasé a una ronda ancha, la de San Pedro, territorio casi completo de los turistas, llena de cafeterías y restaurantes. En Barcelona es más fácil tomarse una empanadilla argentina, un ramen o una bandeja de sushi que una buena ensaladilla rusa y unas croquetas.

A medida que te acercas a la plaza de Cataluña más intenso es el flujo de turistas, más despistados, más sobrecargados de maletas, más vulnerables. Desde allí salen los autobuses al aeropuerto, también algunas excursiones. Ser turista en Barcelona es una actividad dura, están sometida a la presión de los vendedores de todo tipo, a los ganchos callejeros para contratar escapadas inhumanas, como la de pasar por Montserrat, Vilafranca del Penedés, el Museo Dalí de Figueras y el outlet de la Roca en un autobús que hace la ruta en 16 horas. Solo un sicópata sería capaz de diseñar una tortura de ese calibre.

En plaza de Cataluña aparecen los primeros rasgos de la modernidad, los primeros modernos. Uno sabe que accede a la modernidad porque se incrementa el tráfico de patines y monopatines por la acera, hay latas de cerveza tiradas por casi todas partes, restos de sandwiches y boles de plástico con ensalada y pasta que rebosan las papeleras y contenedores, terminando desparramados por los suelos. La zona que va colonizando la modernidad es sucia, aunque hemos conseguido que la comida sea orgánica. Imagino que dejar tirado sobre un murete de la plaza de Cataluña un bol de plástico con ensalada de Kale, cilantro y semillas de sésamo es más gratificante que dejar el mismo bol de fideos con tomate.

Circular entre modernos es una actividad incluso de mayor riesgo que la de pasear por el barrio de los chinos. Los modernos circulan en bicicleta escuchando música ambient por los cascos, se saltan los semáforos y aprietan el timbre si obstaculizas su paso por la acera. Han colonizado las aceras y lo demuestran dando empellones a los transeúntes e insultando a los turistas, porque para ser moderno hay que insultar a los turistas y culparles de todos los males de la ciudad, son agentes gentrificadores, aunque no tengan ni pajolera idea de lo que significa realmente gentrificación.

El territorio de la modernidad mantiene la suciedad urbana, intensificada con pintadas de pretendido valor artístico en contenedores, puertas de establecimiento y muros llenos de desconchones. Hay pintadas que alcanzan el grado de graffitti y tienen cierta gracia estética, pero la mayoría son meros borrones, manchas oscuras que ayudan al caos.

Los perros siguen cagando a sus anchas por las callejuelas que llegan al Macba (en realidad son los dueños de los perros los que cagan por animal interpuesto colonizando así los espacios urbanos). Es curioso el fenómeno de la colonización de las calles, hay una competición a muerte entre los que circulan sobre artilugios de dos ruedas, los pintamonas (no llegan ni siquiera a la categoría de graffiteros), y los paseantes de canes cagones. Además están las meadas contra muro o arbolillo moribundo, las latas de cerveza King Side a medio vaciar, desparramadas por la calle, y otros restos más o menos orgánicos que hace que la suela de los zapatos se quede pegada al firme de la calle, dando la sensación de caminar por chapapote.

Pese a todos los pesares y rigores de la modernidad, lo cierto es que es un placer pasear por la ciudad a mediodía, un lunes templado de diciembre, esquivar todo tipo de obstáculos para llegar a la plaza del Macba, la plaza de los Ángeles, un espacio que vocación de ser relajante, aunque se crucen cientos de skeaters dispuestos a hacer todo tipo de malabarismos sobre las aristas del mobiliario urbano. Tandas o rondas de skeaters con sus gorrillas de colores y sus cascos escuchando música funk piden paso para practicar sus acrobacias.

La plaza tiene un agradable olor dulzón a porro recién liado y encendido. Los dioses son siempre favorables a quienes pueden fumarse un poco de “maría” un lunes a las dos de la tarde. Una calada de “maría”, un trago de cerveza y el solecillo en la cara, ideal para sestear contra las paredes del museo.

El museo, gracias a dios, vacío. La vida está en la calle. Si tuviera talento para la fotografía habría hecho una serie super cool de fotos urbanas que hubieran vendido la imagen una Barcelona cosmopolita y amable. Unos chicos salen del instituto que hay frente al museo con las carpetas cargadas de banderas esteladas. Se unen a la fauna de la plaza y le dan una nota de color amarilla, roja y azul. Viejas con lazos amarillos transitan con sus carros cargados, de regreso del mercado.

A mis 53 años me doy cuenta de que nunca he sido moderno, nunca lo seré, estoy fuera de órbita, aunque pasee con pantalón vaquero, camisa blanca desaliñada y zapatillas de tenis. Aunque esa mañana no me haya afeitado y tenga los pelos revueltos por el aire. Ser moderno es una actitud y a mí me falta actitud.

Entro, por fin al museo, nadie visita los museos los lunes y menos los museos de arte contemporáneo. Hay cuatro guiris despistados deambulando por las salas, seguro que son estudiantes de Bellas Artes de alguna universidad europea en pleno Erasmus.

Los empleados del museo pese a estar absolutamente ociosos, renuncian a la amabilidad. Me reciben con extrañeza, una extrañeza que se intensifican cuando saco mi carnet de familia numerosa. Me piden el DNI para comprobar que no he falsificado o robado el carnet que me permitirá entrar gratis a la exposición, deben pensar que los que tenemos familia numerosa estamos obligados a pasear los sábados con nuestra larga prole. Miran la foto de mi DNI, me miran a mí, juguetean con los carnet y, por fin, expiden el salvoconducto que me permitirá visitar la exposición. Me hacen dos serias advertencias iniciales: he de dejar mi mochila en consigna y tengo que adherirme una pegatina a la camisa para estar permanentemente identificado. Como el Macba es un museo de arte moderno la pegatina es una tira o lengüeta azul intensa que no desentona con mi ropa.

Para poder dejar la mochila en la consigna he de entrar a la exposición, pero el vigilante que revisa mi entrada me dice que no puedo pasar sin haber dejado antes la mochila. Dispara un lector de códigos de barras sobre la entrada, se franquea una valla de aluminio y metacrilato, una cancela parecida a la de un corral. Entro en el recinto. El guardián me recuerda que he de dejar la mochila, que no puedo detenerme a mirar la primera de las esculturas con el morral al hombro. Obediente, marcho hacia la consigna sin fijarme en otra cosa que no sea el indicador. No llevo suelto para poder cerrar la taquilla que me asignan. Miro a mi guardián, que no me ha quitado ojo de encima, y le comunico que no tengo monedas. Me devuelve la mirada con expresión de que no es su problema. Él guarda silencio, yo también. He depositado mi mochila de colores en la taquilla, lleva el ordenador del trabajo, pero estoy dispuesto a correr el riesgo en un edificio en el que no hay prácticamente ni un alma. Bueno soy yo con los retos de los vigilantes jurados de los museos, no saben a quién se están enfrentando.

Cuando comprueba que he dejado la taquilla abierta y me dirijo a la exposición me da un toque suave sobre el hombro para advertirme que la taquilla no puede quedar abierta con la mochila dentro. Le digo que a mi no me preocupa, que estoy convencido de que él vigilará para que no me la roben. Me dice que no es posible dejarla allí y que me dirija a la taquilla o a la tienda del museo para obtener cambio y poder depositar la moneda que me permita cerrar.

Intento salir por donde he entrado, me indica que se sale por una cancela distinta, que no está muy lejos. Intento entrar en la tienda del museo, pero salta la alarma cuando me acerco a la valla que da acceso a la tienda. El guarda me indica que estoy intentando entrar por la salida de la tienda, que tendré que dar un rodeo para entrar por la entrada. En la tienda la dependienta charla tranquilamente por el móvil, ajena a mi disputa.

Al final, cumplo con el protocolo, soy un chico obediente, salgo del recinto dando un pequeño rodeo, entro en la tienda y saco un billete de diez euros. La dependienta me sonríe, primera sonrisa en el Macba, abre la caja registradora y descarga un montón de monedas. Estaba dispuesto a comprar un lápiz y una goma para justificar mi visita, la chica sigue sonriéndome y me dice que no hace falta.

Salgo de la tienda con mi puñado de monedas y mi mochila al hombro. Allí sigue el guardián, esperando a que deposite protocolariamente la mochila en el cajón, a que introduzca la moneda y cierre con llave. Cumplo con el ritual y me doy cuenta de que nadie ha comprobado qué llevo en la mochila. Supongo que para los responsables del Macba es mucho más peligroso que explote una mochila bomba frente a una de las esculturas de Plensa que si lo hace en la consigna. En el fondo hay una falta absoluta de seguridad, aunque el guardián puede descansar tranquilo porque ha conseguido que me ponga la etiqueta sobre la camisa, en un lugar visible en todo momento y mi mochila reposa en un armarito cerrado con llave a la entrada de la exposición.

No ha sido fácil llegar y acceder a la exposición. Estaba prácticamente solo, todo el Macba para mí. Se había anunciado tan a bombo y platillo la antología de Plena que pensaba que todo el museo se habría consagrado a la gloria del escultor. Mi sorpresa fue que Plensa solo estaba en la planta baja.

Plena es un escultor que luce, sobre todo, en grandes espacios abiertos, en grandes extensiones que permitan disfrutar de las obras desde la distancia, empaparse de los grandes formatos y luego aproximarse poco a poco para llegar a disfrutar de los pequeños detalles. En el interior del museo los grandes formatos se ahogan un poco, quedan apresados entre muros blancos, muy fríos.

Hay una gran esfera de hierro forjado, construida a partir de signos musicales. Una estructura grande, superior a dos metros, en la que los signos y partituras se entrelazan formando una cancela. Pienso que este tipo de esculturas exigen, por lo menos, dos visitantes para que uno pueda hacer la foto mientras el otro hace monerías tras la esfera, como si formara parte de la escultura. Como paseo solo me pierdo el momento Instagram, no hay nadie para que me pueda hacer la foto inmortalizando el momento.

En una de las salas principales hay unas grandes vigas de madera que hacen la función de contrafuertes imaginarios que sujetaran los muros. Es una sala muy larga y estrecha, el efecto visual de las grandes vigas de madera da sensación de gran profundidad de campo. Agachándose, se puede circular entre las vigas. De nuevo pienso que lo original sería que alguien me hiciera una fotografía desde el otro lado de la sala, mientras yo saludo asomando el torso por encima de la viga. Sigue sin haber nadie allí, me marcho frustrado.

En otra sala hay, suspendidos desde el techo, varios gongs dorados y unas grandes mazas que deben servir para golpearlos. Recuerdo, hace años, haber visto una exposición con esos gongs, en el Macba hay muchos menos de los que recuerdo haber visto. No me atrevo a golpearlos con la maza, no hay nadie a quien asustar o sorprender. Mi guardián lleva pinganillo en la oreja y debe estar escuchando la radio.

El muy espiritual la sala decorada con portalones altos de madera. También sorprende un largo corredor con líneas de letras forjadas y suspendidas en hilos de nylon, parecen cortinas que esconcen poemas que hay que leer en vertical. Me detengo a intentar descifrar algún verso. Me cruzo con los primeros visitantes.

En una sala en semipenumbra hay un platillo suspendido en el aire, del techo cae cada pocos segundos una gota de agua que se estrella contra el platillo haciéndolo sonar. En el suelo un balde metálico evita que el agua se desparrame. Las gotas, poco a poco, van colmando el barreño, el sonido del platillo rompe la quietud cada pocos segundos. Un foco ilumina desde el suelo el platillo y proyecta sobre el techo la sombra de una medialuna de color dorado. Me quedo unos minutos en la sala escuchando y mirando al techo. Consulto mi teléfono móvil para comprobar que Plensa había preparado un montaje con decenas de platillos suspendidos sobre decenas de cuerdas, golpeados por miles de gotas de agua que caían, finalmente, en decenas de barreños.

Fuera, en el jardín, hay unas esculturas metálicas, sentadas sobre el césped artificial, rodeando entre las piernas los troncos de los árboles. Son figuras humanas, sentadas, esculpidas en metal, parece bronce, sobre la piel han pegado, en realidad fundido, letras. Las esculturas tienen los ojos cerrados, invitan a la meditación.

Vuelvo al interior, a una sala en la que hay un gran cubo formado con ficheros de oficina metálicos, y otra sala más con los bustos de madera y de fibra de caras de niñas y mujeres con los ojos cerrados. Plena domina la perspectiva y consigue que, a medida que te alejas de las esculturas, los rostros parezcan mucho más humanos. Caras plácidas que invitan a quedarse mirándolas, jugando con las distancias. Sigo sin hacer fotos. En esa sala hay algún visitante más. 
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Las esculturas humanas de Plensa son las que más éxito tienen. Me gustan, pero me gustan más las esculturas humanas de Antonio López, 
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también disfruto con los chinos sonrientes de Juan Muñoz. En una de las plantas superiores del Macba hay una composición de chinos sonrientes de Juan Muñoz, esculturas sin pies, anchadas en suelos de hormigón.
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Aprovecho la paz del mediodía para darme, de nuevo, una vuelta por la exposición. El guardián me vigila desde la entrada, he de amortizar todo el esfuerzo que me ha costado entrar. Me paro de nuevo en cada una de las salas. La exposición me ha gustado, salgo un poco frio, pensaba que sería mucho más majestuosa, más grandiosa. Lo que más me ha gustado es la fotografía que reproduce, a tamaño real, el taller de Plensa a las afueras de Barcelona, parece el taller de un forjador desordenado.


Abandono el territorio de la modernidad por una calleja estrecha y sucia, mucho más parecida a la realidad de edificios que se desmoronan, callejones con olor a amoniacos reconcentrados y a viejos desdentados que buscan el sol.

Plensa invita a la meditación, es un artista plácido que se adapta a cualquier paladar, controla todos los lenguajes y es capaz de decir mucho a muchas personas distintas, en este sentido es un artista ideal para visitar con niños, sobre todo si dejan tocar y jugar con los montajes.

Camino hacia casa, me paro en un macdonalds para tomarme una hamburguesa, es la manera de sacudirme tanta modernidad mojando las patatas congeladas sobre salsa barbacoa. Cojo el autobús que me deja frente a mi casa, veinte minutos para meditar, cerrar los ojos como los rostros de Plensa.

La meditación me lleva a pensar en comida y en cocinar, qué le vamos a hacer, soy poco espiritual. Pasan los días, barajo distintas recetas para acompañar a Plensa. Al final, recuerdo que nunca ha escrito sobre la sopa de cebolla, pensaba que sí. La sopa de cebolla tal y como yo la preparo es, casi, como una escultura, me sale francamente bien, así que me animo a preparar una sopa de cebolla en honor a Plensa y a la modernidad, con todas sus aristas.

La base de una sopa de cebolla, de cualquier sopa, es el caldo. Los franceses hacen el caldo para la sopa de cebolla especialmente concentrado, muy oscuro. Yo preparo la sopa de cebolla con un caldo más ligero, un caldo básicamente de pollo, sin jamón.

Si queremos que el caldo sea un poco más oscuro se pueden tostar unos huesos en el horno (caña y rodilla), también los muslos de pollo, con piel. Yo prefiero hacer el caldo con pollo, en vez de con gallina, también prefiero los muslos y contramuslos en vez de las carcasas.

Para el caldo cojo la olla más grande de casa, enciendo el fuego, pongo un chorro de aceite, un tomate pequeño, partido por la mitad. Pongo a dorar dos huesos, una pieza de 500 grm de carne de ternera (morcillo – peixet en catalán), cuatro muslos, una pizca de sal, unas bolas de pimienta, unas semillas de comino también. Dejo que la carne se tueste bien, sin que se queme. Apago el fuego una vez se ha dorado la carne. Añado 4 zanahorias peladas, 2 puerros, unas ramas de apio, nabo pelado y chirivía pelada (pelo las verduras para luego poder preparar un puré de aprovechamiento). Compruebo que la olla no esté muy caliente y la lleno bien de agua fría y dos hojas de laurel. Compruebo que la olla no esté muy caliente porque si se añade el agua con la carne y los huesos muy calientes se arrebatan y pueden requemarse.

Dejo que el caldo hierva tranquilo durante un par de horas, a fuego suave una vez ha roto a hervir. Si se añade una cebolla entera, sin pelar, el caldo sale un poco más oscuro, de color caldero.

El caldo conviene hacerlo un día antes de la sopa, así reposa y se desgrasa bien. A los franceses les gusta un caldo más concentrado, más oscuro, por eso utilizan mucha más carne, el hatillo de especias (bouquet garni) e incluso un chorro de coñac o de vino generoso.

Olvidamos el caldo, que ha de estar reposado, desgrasado y frio. Nos ponemos con la sopa de cebolla. Para 6 personas necesitaremos 120 gramos de mantequilla, una cazuela grande y 6 cebollas (yo uso las de Figueras, que son un punto más dulces, pero cualquiera sirve. Si se usan cebollas rojas la sopa saldrá más oscura).

Olla de nuevo grande, fuego muy suave. La pieza de mantequilla y un chorro generoso de aceite. La mantequilla debe deshacerse bien, sin oscurecerse. Se le añade una pizca de sal, otra de pimienta, se pelan y se cortan en juliana o en aros fijos todas las cebollas, que han de rehogarse a fuego muy suave, han de sudar bien, hasta quedar transparentes. Conviene removerlas con frecuencia, para que se vayan atontando y convirtiéndose casi en una mermelada. Los franceses le añaden una cucharadita de azúcar para que se doren un poco más. Si queremos que la sopa sea un pelín más espesa se le puede añadir una cucharada de harina a la cebolla antes de añadir el caldo, remover la harina bien para que se tueste un poco y se integre con la cebolla formando una masilla que luego se irá disolviendo con el caldo.

Con el fuego al mínimo se empieza a añadir el caldo de pollo reservado. Yo lo añado cazo a cazo, removiendo y comprobando que se integra bien con la cebolla. Soy de los que añado también poco a poco el queso rallado, prefiero emmental o gruyere en vez de parmesano, el parmesano es muy potente y solapa el dulzor de la cebolla.

Voy añadiendo el queso en pequeñas cantidades y el caldo. El queso quedará como filamentos que se van pegando a la cebolla.

Con un litro de caldo se pueden preparar 6 raciones de sopa.

Se pone el caldo con la cebolla y el queso en cada uno de los cuencos en los que se vaya a servir. Si queremos ser equitativos con todos los comensales habrá que repartir bien la cebolla y el queso, que se quedan al fondo de la cacerola.

Una vez servida la sopa hay que dejarla enfriar bien para mi receta (en la receta tradicional se ponen unas rebanadas de pan tostado y cubiertas de queso), la mía va con hojaldre y al horno, en vez de pan.

Para montar el hojaldre, que es la nota escultural de mi receta, hay que hacer con ayuda de una de las cazuelas, unas obleas de hojaldre, del tamaño de la boca de la cazuela o cuenco en el que se sirva la sopa. Se han de extender o ampliar los círculos de hojaldre un poquito, basta con extenderlos con los dedos, han de quedar un poco más anchas que el cuenco.

Se baten dos huevos en un plato, bien batidos.

Se moja, con ayuda de un pincel, la boca de cada uno de los cuencos de sopa, con la sopa ya dentro, fría. El huevo batido sirve para que se pegue bien el hojaldre al cuenco.

Se pega la tapa de hojaldre sobre la boca del cuenco, fijándola bien a las paredes exteriores del cuenco, que ha de quedar bien sellado.

Se enciende el horno y se precalienta, a 180º (de todos modos, hay que comprobar la temperatura recomendada que aparece en el precinto del hojaldre), se pintan con huevo las tapas de hojaldre que cubren los cuencos, con la pintura de huevo la cobertura queda más brillante. Se puede espolvorear un poco de queso rallado sobre el hojaldre, pero no mucha cantidad, porque la gracia es que el hojaldre suba bien.

Cuando le hojaldre haya subido y se haya dorado bien (10 ó 15 minutos), se sacan los cuencos y se llevan directamente a la mesa.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Capítulo CDLXIII.- Can Qfa 3.0 Receta de rabo de vaca vieja.


En unas horas reanudamos los encuentros de Can Cufa después de muchos meses (muchos más de los necesarios/deseables/razonables) sin encontrarnos todos, una verdadera tragedia. Iniciamos un nuevo ciclo (Qfa 3.0), con nuevos retos y nuevo formato. Cada pareja se compromete a llevar dos platos, así aliviamos a los anfitriones de parte de sus responsabilidades, y, además, la comida es temática.

Para volver a arrancar nos han convocado en la Casa de los Lirios, allí hemos tenido sesiones memorables y yo me he dado cabezadas en la terraza, acurrucado entre las mantas, también memorables. Los meteorólogos anuncian un domingo agradable, puede que la temperatura llegue a los 18º y, si hace un poco de sol, el mediodía puede ser espectacular.

Llevo días despertándome pronto, nada nuevo, y he aprovechado para cocinar y asumir mi parte de reto.

La convocatoria por wasap fue un pequeño caos, como todas las convocatorias masivas por wasap en las que se cruzan mensajes y respuestas, no deja de ser una forma moderna del juego de los «cadáveres exquisitos» (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2011/08/cap-xliii-cadaver-exquisito.html). Hubo un momento en que corrimos el riesgo de encontrarnos con seis cremas de setas de temporada. Al final, se puso un poco de orden y se distribuyeron los platos, eso sí, manteniendo la incertidumbre ya que lo único que se pedía a las parejas de comensales era definir si prepararía un entrante, un primero o un segundo, lo del postre de setas no deja de ser un reto de alto riesgo.

En mi caso, anunciamos un segundo y un postre. Como segundo plato le di muchas vueltas, incluso baraje hacer un escabeche de setas y pescado, aunque al final me decanté por un plato que ya he preparado en otras ocasiones (siempre igual, siempre distinto).

La comandancia de Can Qfa 3.0 reclamaba documentar las recetas, a poder ser en formato electrónico, por eso he roto mi rutina de diletante y he preparado una nueva entrada muy cercana a la última de ellas, aún a riesgo de quedarme sin ideas o de que alguno de los Qfos lea el blog esta misma mañana y se rompa parte del misterio.

He preparado un guiso de rabo de vaca estofado con múrgulas y puré de patatas.

Como he prometido ser un chico ordenado y disciplinado, voy a desarrollar con detalle los pasos de la receta:

I. ¿PORQUÉ UN GUISO DE RABO DE VACA?

Lo adecuado sería preparar un estofado de rabo de toro, pero, Huston, tenemos varios problemas: El primero y principal es que en diciembre no hay corridas de toros en España, tendríamos que viajar a América para enganchar alguna corrida y eso, de improviso, es inviable. Las ferias taurinas en España empiezan con la Magdalena en Castellón a finales de febrero y no era cosa de demorar todavía más el encuentro.

El segundo problema es que en Cataluña han prohibido las corridas de toros desde hace algunos años, lo que convierte la tauromaquia una actividad clandestina, lo que tiene su encanto. Los catalanes que a principios de los años setenta marchaban a Perpiñán a ver El Último Tango en París, han de viajar ahora, en pleno siglo XXI a ver la última corrida en Zaragoza.

Podría haber elegido rabo de ternera, que sí se encuentra en los mercados, o rabo de buey, pero hace tiempo que me han asegurado que el buey ya no existe y que lo que comemos en realidad es vaca, vaca vieja.

Por lo tanto, el jueves pasado compré casi cuatro quilos de rabo de vaca vieja, muy vieja, dos rabos largos y robustos de vaca anciana. No hay que asustarse porque los rabos venían convenientemente pelados y cortados en tacos.



II.PREPARATIVOS. PRIMER ASALTO A LA VACA.

El rabo de una vaca vieja no puede domeñarse de modo sencillo. El rabo atesora experiencia, conocimiento, larga vida y, sobre todo, la dureza del azabache. Así que la primera parte del ritual era la de someter a la vaca (al rabo, quiero decir) a un severo maceraje.

El jueves por la tarde puse los rabos en un gran bol, los salpimenté (pimienta de Jamaica por si hay algún exquisito entre los lectores), le añadí una pizca de canela (sin pasarse), una cebolla en cascotes y unas hojas de laurel. Cubrí el recipiente con vino tinto hasta que los rabos quedaron sumergidos, un vino levantino, hecho a base de uva bobal, que tiene cuerpo y encanto.

Tapé el cacharro para que no oliera toda la cocina a vinazo y dejé que los taninos del vino disciplinaran la vieja carne de vaca, la hicieran menos indómita.



III. SEGUNDO ASALTO VACUNO.

El viernes a mediodía me dispuse a rescatar los restos del rabo, comprobé, con cierto alivio, que el vino no había roído la carne y el hueso de mis piezas de carne. Me esperaban alegremente tenidas de bermellón.

Escurrí con cuidado cada una de las secciones de los rabos de las vacas. Soy de los que no aprovecha el vino de la maceración, normalmente se oxida después de tantas horas a la intemperie.

Saqué la más grande de mis cacerolas, puse la carne, una cebolla sin pelar, un puerro, un tomate partido por la mitad, tres o cuatro zanahorias, dos ramas de apio y un nabo hermoso. De nuevo algunas bolillas de pimienta (jamaicana de nuevo), más laurel y una pizca de comino. Cubrí bien de agua fría y lo dejé hirviendo.

La cocción es larga, hay un riesgo muy elevado de que la carne quede correosa e incomestible. Conviene dejar cociendo el guiso hasta que las lascas de carne se desprendan fácilmente del hueso con ayuda de la punta de un cuchillo. En mi caso fueron casi cuatro horas que consiguieron que la cocina y toda la casa oliera a vaca escaldada.

Pasadas las casi cuatro horas de martirio apagué el fuego y, sin quitarle la tapa, dejé que reposara de nuevo. Los restos de mis rabos de vaca reposaban majestuosamente sobre un fondo de caldo parduzco, denso, graso, una sima abismal.



IV. TERCER ASALTO. VESTIR A LA VACA (en realidad a su rabo).

El sábado antes de que amaneciera, como si fuera un ritual de druidas, me dispuse a separar la carne de los huesos de la vaca. Es una tarea engorrosa, pringosa, que requiere paciencia y cuidado, hay que conseguir que no quede una brizna de carne pegada a los huesos, rebañar los pequeños trozos de cartílago que evidencian que la carne ha quedado melosa.

Las hebras de carne reposaban sobre un plato, la verdura, pelada, en un tupper, reservada para otra ocasión, el denso y oscuro caldo en la olla.

Puse una veintena de múrgulas (colmenillas) desecadas a hidratar en agua templada, eran fundamentales para el guiso.

El sábado por la mañana, ya cuando rayaba la luz del día, me dispuse a vestir el guiso.

Busqué una olla un poco más pequeña (el rabo de vaca deshuesado mengua hasta tener dimensiones razonables).

Pelé y piqué en juliana una cebolla, puse un chorrillo de aceite en la olla y dejé que la cebolla se rehogara despacito, a fuego de mimo, removiendo de vez en cuando, mientras tanto ponía un poco de orden en la cocina.

Cuando la cebolla estaba suficientemente atontada, sin llegar a dorarse (por dios, no debe dorarse en este guiso), incorporé el rabo desarbolado y removí hasta que se integrara bien en el sofrito. La carne conserva suficiente líquido y humedad como para evitar riesgos de que se pegue al fondo de la olla.

Había comprado dos piezas de foie gras de oca que abrí y añadí al guiso, dejando que se deshiciera despacio, empapando la carne, removiendo de vez en cuando, sin sufrir el fuego, dejando que la cocina volviera a inundarse de vapor.

Las múrgulas llevaban una hora larga hidratándose con el agua, que había adquirido un tono pardo y brillante. Las setas habían multiplicado casi por tres su volumen.

El agua en la que se hidrataron las colmenillas (300 cc para quien quiera precisiones), fue directamente a la olla, para que se integrara con la carne, el foie y la cebolla. También le puse dos cazos del caldo en el que se habían hervido los rabos el día anterior. Hubiera podido (estuve tentado) añadirle una copita de vino dulce, pero pensé que podrían solaparse muchos de los matices del foie y de las setas, como no sé si mis compañeros se van a poner en plan purista decidí tomarme la copa de Lustau mientras culminaba el guiso.

Ahora sí que puse el fuego un poco más vivo, para que rompiera de nuevo a hervir. Dejé que el guiso fuera recociéndose hasta que quedó muy reducido el líquido, lo justo para que la carne no quedara seca y estropajosa. Casi en el tramo final añadí las setas y las mezclé con la carne. Una vez añadidas las múrgulas no conviene que el guiso cueza mucho más, hay que evitar que se deshagan las setas, porque sino mis compañeros Qfos van a pensar que no he utilizado setas para la convocatoria de hoy.

Cuando se atemperó y reposó el guiso cerré la olla. La pobre vaca había sido sometida a todo tipo de villanías durante las últimas 72 horas, merecía algo de paz. Ha quedado en lugar fresco hasta hoy por la mañana, que será conducida a la mesa.



V. CUARTO ASALTO. La guarnición.

Llegó el domingo, de nuevo antes de amanecer (se me está poniendo cara de druida esotérico). De momento vamos a darle paz al rabo, no creo que soporte una nueva cocción.

Nada más levantarme, mientras me tomaba un té, he repasado viejas notas sobre el puré de patatas y me he acongojado cuando he leído que para muchos cocineros la receta del puré de patatas es una especie de arcano, como la madalena de Marcel Proust.

Me he puesto mi delantal francés y he recuperado la receta de Bocusse, también la de Robuchon (los dos han muerto este año y, como buena ceremonia druidrica merecen un recuerdo), después he tirado hacia lo moderno (Blumenthal y hasta los hermanos Torres), para concluir que hay tres o cuatro reglas básicas para preparar un buen puré de patatas y que, a partir de estas cuatro normas, cada uno hace lo que le sale del bolo con las medidas y los trucos.

Para mi puré de patatas he lavado y pelado poco más de dos quilos de patatas nuevas, monalisa. He reservado las mondas de la patata en una cazuela para hervirlas con 750 cc de leche fresca y unas láminas de trufa desecada que compré el jueves pasado (en el mismo sitio en el que compré las colmenillas).

Mientras las mondas de patata y la trufa infusionaban con la leche, que no ha llegado a hervir al final, he lavado de nuevo las patatas antes de sumergirlas en agua fría y un puñado generoso de sal. Conviene que las patatas sean de un tamaño similar, para que se cuezan de modo regular. Los recetarios afirman que la patata cuece en 30 minutos, yo he preferido que estén 40 minutos porque eran piezas grandes.

Mientras se cocían las patatas he empezado a escribir esta entrada, por lo que, a partir de este punto, empieza la ficción.

He comprobado que las patatas estaban suficientemente cocidas (el viejo truco de pincharlas con la punta de un cuchillo para comprobar que se desliza hasta el fondo). Ahora están deposando las patatas secas sobre una fuente.

En la cazuela pequeña la leche estará terminando de infusionar con las mondas y la trufa.

Bocusse era un obseso del puré de patatas y consideraba que el truco principal era eliminar el máximo de agua de las patatas, por lo que no basta conque sequen en la fuente, hay que rehogarlas en una olla bien seca, removiéndolas sin parar para que se evaporen al máximo los restos de agua.

En esa misma olla habrá que añadir la mantequilla, aquí la doctrina se pelea ya que la proporción estándar está entre los 100 grm de mantequilla por quilo de patatas, y los 250 grm de mantequilla por quilo. Yo voy a partir de la proporción mínima (puede que incluso 75 grm por quilo) aunque no descarto rectificar en función de cómo vea que responden las patatas.  (Gracias a la mantequilla de la guarnición conectan las actividades prohibidas: del último tango en París a la última corrida en Zaragoza).

Ya en otras entradas había advertido que para preparar el puré de patatas no vale utilizar robots de cocina, tampoco conviene deshacer las patatas utilizando maniobras horizontales (es decir, ir moviendo el cucharón de madera de lado a lado de la olla apresando las piezas de patata hasta deshacerlas), la ortodoxia culinaria afirma que hay que integrar la patata con la mantequilla haciendo maniobras verticales, es decir, chafando las patatas como si se prensaran (por lo visto, tiene que ver con la reacción de las moléculas de la patata al quebrarse y obtener así una determinada flexibilidad).

Las patatas cocidas tienen que estar calientes, añadir la mantequilla en dados e ir poco a poco convirtiendo la mezcla en un magma blancuzco y denso que irá ganando untosidad a medida que se integre la grasa de la mantequilla. Conviene añadir también, poco a poco, una pizca de sal y otra de pimienta, para ir probando.

Cuando la mantequilla esté ya en modo pomada, se empieza a incorporar la leche infusionada, debidamente filtrada de impurezas, hasta conseguir la textura deseada. Al tratarse de un puré que va como guarnición se busca un punto espeso, que permita casi esculpir la masa.

(Reservaré un par de raciones de puré para que la cenen esta noche los niños, que son unos auténticos fanáticos de mis purés. Sorry Qfos).



VI. QUINTO ASALTO. Mise en place.

Tocará hacerlo en la casa de los lirios. Calentar suavemente la carne, removiendo con todo el cariño. Habrá que probarla para ajustar el punto de sal antes de emplatar un cucharón generoso y humeante de rabo de vaca con un pequeño montículo de puré.



VII. SEXTO ASALTO. La mousse de chocolate.

Ya ha amanecido, los niños empiezan a desperezarse, quieren desayunar y he de terminar de preparar el puré.

Ayer, entre maniobras culinarias, preparé también una mousse de chocolate, utilicé como base una vieja receta del diletante (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/09/capcccxl-un-verano-en-mallorca-jornada.html), eliminé de la receta el azúcar (excepto el que pueda llevar el chocolate fondante).

Mientras se deshacía el chocolate al baño maría (chocolate negro de la marca Torra, dos tabletas), le añadí dos cucharadas de cacao en polvo y otras dos cucharadas de harina de boletus edulis).

Después de dar todos los pasos de la receta, cuando la dejé en un gran bol para reposar y terminar de cuajar, cubrí la superficie de la mousse con un poco más de harina de boletus, que dejó una ligera capa terrosa y aromática a setas. Es todo un misterio saber si esta pequeña licencia micológica.

Seguiremos informando.  
Dejo unos lirios virtuales de Van Gogh para los anfitriones.   
Lirios