martes, 9 de junio de 2015

CAP.CCCLXIX.- Pequeña muerte por chocolate (10)


10. DIDIER MON AMOUR.

 

Tal y como había prometido, a las once de la mañana estaba en el aeropuerto, pendiente de la llegada de Jessica. Aproveché el tiempo de espera para intentar construir un relato verosímil de lo sucedido en su ausencia, ocultando la aparición del testamento, omitiendo mis visitas clandestinas al domicilio de Montes y advirtiéndole de los futuros compromisos judiciales. Mi relación con Jessica había sido breve pero intensa, lo suficientemente intensa como para saber que era una mujer imprevisible.

Se hizo esperar, llegué incluso a pensar que en el último momento se había arrepentido de su promesa; estuve cerca de media hora viendo salir jubilados con el inconfundible paquete de ensaimadas que delataba su aeropuerto de origen, cuando ya parecía que no quedaba nadie por salir apareció ella embutida en un ajustadísimo traje de chaqueta de piel color blanco roto, la melena al viento, posiblemente más clara de lo que estaba antes de partir, parecía que hubiera sacado el traje de un imposible pase de modelos de principios de los años ochenta del siglo pasado, una especie de Barbarella que solo se movía con soltura cuando se colocaba en los extremos.

Me fijé en que había adelgazado y que se había deshecho del cojín con el que había fingido un precipitado embarazo, eso me tranquilizó, parecía haber pasado página; puede que hubiera pasado tantas páginas como para haberse olvidado de Montes, de mí y de sus ansias de heredar.

Siendo sorprendente su estampa, mucho más lo era la compañía, salía colgada del brazo un hombre mucho mayor que ella, un tipo de piel bronceada, amplia sonrisa de dientes blanqueados, pelo canoso y revueltos como los de un adolescente probablemente latente en el cuerpo de un hombre con pinta de haber vivido mucho y bien. El sujeto llevaba un traje de corte clásico, en color crema, camisa abierta hasta el tercer botón, por supuesto sin corbata, el pecho bien poblado de pelo entrecano sobre el que destacaba una gruesa cadena de oro. Sacaba varias cabezas a Jessica, que, a su lado, parecía una niña recién salida de la escuela. El modo en el que salían abrazado ponía de manifiesto que la suya no parecía ser una relación casual.

Al verme Jess se sonrió, luego sonrió a su acompañante y, sin soltarle, me dio dos sonoros besos en las mejillas. «Didier, este es Marcelo, Marcelino, mi abogado en Barcelona, un encanto, seguro que os lleváis bien». Didier me saludó cortésmente en un español macarrónico, de un macarronismo que sólo son capaces de conseguir los franceses. Se llamaba Didier Fecault.

Jess me preguntó si llevaba coche, le dije que no, que iríamos en taxi; me dijo que tenían reserva en el hotel Vela, junto al mar, que si no me importaba acompañarles hasta allí. Por el camino me comentó que le había salido trabajo en Palma de Mallorca como relaciones públicas de un importante hotel de la ciudad, un hotel que había comprado un millonario ruso que estaba convencido de que Palma sería la nueva Montecarlo; allí había conocido a Didier, un empresario luxemburgués que se había tomado unos días de descanso; el hotel se estaba especializando en tratamientos anti-estrés, pensados sobre todo para ejecutivos y «gente de alto standing», aquella palabra en boca de Jessica tenía unos contornos un tanto turbios.

Didier no hacía otra cosa que sonreír y apretar fuertemente a Jess contra su torso semidesnudo. Él se había brindado a acompañarla a Barcelona para cerrar definitivamente el asunto Montes, recoger cuatro cosas, despedirse de los últimos amigos y regresar rápidamente a la isla a organizar su nueva vida. Didier estaba buscando una villa en Mallorca, compra, no alquiler, sus negocios le permitían pasar largas temporadas en la isla, donde necesitaba un lugar en el que poder recibir a sus amigos y clientes, Didier le había propuesto a Jess convertirla en su asistente personal, asistente, no asistenta.

Montes, Barcelona y yo mismo nos habíamos convertido en prescindibles. Le dije que teníamos que charlar con cierta tranquilidad sobre su situación legal, que no podíamos despachar el asunto en el coche. Me contestó que llegaban muy cansados, que la noche anterior habían tenido compromisos importantes y que viajaban prácticamente sin dormir, me aseguró que si le esperaba en el hall del hotel en cuanto colocaran el equipaje me dedicaría unos minutos.

Después de atravesar toda la avenida del puerto antiguo, cuando parecía imposible que quedara carretera asfaltada, llegamos a la entrada del hotel Vela, un hotel imponente que parecía construido sobre el mar. Como era previsible, me tocó pagar el taxi con todos sus recargos. Salieron hacia la recepción sin tener en cuenta que el equipaje estaba en el maletero, pagué la carrera, pedí un recibo por si en algún momento podía justificar gastos, y fui arrastrando las dos maletas y los chaquetones de la pareja. Por el hotel sólo pululaban rusos, orientales y algún norteamericano, mi presencia era absolutamente exótica, con mi traje oscuro y mi corbata discreta.

Didier hizo una seña a un mozo para que recuperara sus maletas y le indicó el número de habitación. Jess me aseguró que en cinco minutos estaría conmigo, que marchara hacia la cafetería, hacia allí fui y los cinco minutos se convirtieron en más de dos horas, tiempo suficiente para tomar un café, deambular nervioso por el hall y desear que se hubieran quedado en la isla, que me hubieran dejado plantado en el aeropuerto, hubiera sido menos embarazoso y mucho más barato porque cada café con pastas, acompañado de un botellín de agua mineral costaba la friolera de quince euros.

Jess bajó a la cafetería acompañada por Didier, seguían adheridos el uno al otro, tenían pinta de haber retozado, descansado y aseado juntos, se les veía resplandecientes, tan resplandecientes como suelen parecer quienes acaban de tener un encontronazo carnal. Además tenían apetito, un apetito voraz, propio también de quienes han dedicado parte de la mañana al fornicio.

Jess me dijo que le hacía ilusión que Didier conociera la cocina de Higini, el amigo de Montes, me comentó que acababan de hacer una reserva para tres personas, se sentía gentil, me aseguró que durante la comida podría ponerla al día de los asuntos legales. Didier no dejaba de hablar por el teléfono móvil, el suyo era un francés rasposo, con un punto autoritario, explosivo, no sabía quién estaba al otro lado de la línea, pero tenía claro que no quería encontrarme en el lugar de quien estaba recibiendo tan severa reprimenda.

Como no podía ser de otro modo, me tocó pagar el taxi de subida hacia el restaurante, mientras Jess hacía arrumacos a su nuevo acompañante, a quien llamaba «mon amour», Jess había dejado de ser Jess de Montes y pasaba a ser Jess de Fecault.

Higini nos esperaba a la puerta del local, probablemente Jess le había mandado un mensaje anunciando la inminente llegada, puede que quisiera impresionar a Didier. Higini, ignorándome, se deshizo en halagos hacia sus nuevos clientes, recordó lo mucho que añoraba a Montes y lo importante que había sido para la cocina de la ciudad; Didier asentía sin dejar de sonreír.

Jessica no nos dejó consultar la carta, pidió los platos preferidos de Montes, incluido el vino, los vinos por ser más precisos, aunque abrimos boca con un champagne francés que contó con la aprobación del mismísimo Didier. Tras unos aperitivos sencillos a base de jamón, esqueixada y buñuelos de bacalao, unas almejas a la marinera y unos camarones, llegó el primero de los platos de cuchara, unos garbanzos con callos y espardeñas – cigrons, capipota i espardenyes en palabras de Higini -, una combinación imposible entre legumbres, casquería y bivalvos marinos.

El cocinero se incorporó a la mesa, se sirvió una copa de champagne y se brindó a explicarnos cómo hacer aquel plato.

La casquería la componían fundamentalmente tripas de ternera, cabeza y patas de ternera guisadas y deshuesadas como si fueran unos callos. Había que sofreír un diente de ajo laminado, una cebolla picada, medio pimiento rojo, una pizca de guindilla, una ramita de apio, laurel, cuatro tomates pelados y despepitados, sal y pimienta; fuego muy suave, hasta confitar la verdura, cuando estuviera confitada se añadía un quilo de cap i pota hervida, cortada en dados no muy grandes, se subía una pizca el fuego y se añadían 250 cc de vino blanco que fuera bueno, un punto ácido si era posible. Cuando hubiera evaporado el alcohol  se cubría con agua y se dejaba hervir una hora. Pasada la hora se retiraba la cazuela del fuego y se pasaba la carne a un molde para que reposara hasta cuajar.

Del día anterior tenía unos garbanzos hervidos en verdura – Higini reconoció que los mejores garbanzos eran los de Pedrosillano, aunque eso supusiera traicionar la tradición catalana -. Una vez cocidos se retiraba toda la verdura y se dejaban los garbanzos en el caldo.

Para presentar el plato se pasaban por la sartén muy caliente media docena de espardeñas, apenas un minuto sobre la plancha, no más. Se calentaba el guiso de garbanzos y cuando estuvieran calientes se incorporaban las espardeñas, unos dados de la cap i pota, que con el calor del guiso de garbanzos iban perdiendo la consistencia gelatinosa hasta mezclarse con el caldo. Si se quería resaltar la cap i pota y las espardeñas los garbanzos podían convertirse en puré con un chorreón de nata y aceite de oliva para montarlos como si fuera una especie de crema. El plato llegaba a la mesa adornado por unas hojas de perejil, aunque Higini aseguraba que un poco de rúcula salvaje tampoco combinaba mal. Recordaba haber comido ese plato con unos garbanzos fritos como en tempura, adornando una pequeña corona de puré de legumbres sobre la que se colocaban tres espardeñas y unas tiras de cap i pota, todo adornado con pétalos de flores. Una mezcla al filo de lo imposible.

Durante la comida Jess no paró de hablar, fue explicándole a trancas y barrancas cada uno de los platos a su acompañante. Didier no dejó de beber, el alcohol parecía no tener ningún efecto sobre su organismo, mezclaba palabras sueltas en francés y castellano, algunas risotadas y arrumacos galantes a su pareja.

Llegaron los cafés y con ellos unas copas de armañac, Higini volvió a incorporarse a la tertulia, dispuesto a dar cuenta de los licores.

Yo tuve que aprovechar un momento en el que Didier hubo de salir al exterior a atender una llamaba para informar a Jéssica que al día siguiente a las 10 de la mañana tenía que presentarse en el juzgado de instrucción, tenían que tomarle declaración, le advertí que la exmujer de Montes había presentado una denuncia por allanamiento de morada, sustracción de documentos, coacciones, amenazas y estafa, esa denuncia obligaba a Jess a acudir asistida por abogado. Me puse digno, creyendo que ella prescindiría de mis servicios y pediría el asesoramiento de cualquiera de los cientos de abogados que sin duda rodeaban a Didier y a sus negocios. Jessica me rogó que no le comentara nada a Didier, que no le diera muchos detalles sobre las gestiones que tenían que hacer al día siguiente en el juzgado, de hecho le dijo que los trámites que debían realizar eran los referidos a la renuncia de la herencia, porque Jess estaba decidida a renunciar a su herencia para que Didier tuviera claro su voluntad de desvincularse de Montes y de todo lo que había significado en su vida. Así de generosa era Jessica, hube de advertirla que si no preparábamos bien la declaración corría el riesgo de verse imputada por delitos graves y que no me extrañaba que incluso la familia de Montes le llegara a imputar la muerte del afamado gastrónomo. «Imposible», sentenció. Didier volvía a incorporarse a la mesa, en un breve a parte Jessica me dijo que esa misma tarde me llamaría para preparar con tranquilidad su declaración, donde lo negaría todo, además me pidió que pasara a recogerla sobre las nueve de la mañana por el hotel, así tendría tiempo de desplazarse con tranquilidad a los juzgados.

Tras los cafés y las copas, Didier se fumó un tremendo puro saltándose todas las normas y prohibiciones sobre tabaco en espacios públicos, llegó el momento de pagar. Didier desplegó varias tarjetas de crédito, todas ellas desconocidas o no reconocidas por las terminales del restaurante. Didier protestaba como un oso furioso, ahora sí se notaban los efectos del alcohol en su rostro y en su habla; para aplacar a la bestia Jess propuso a Higini que le aceptara una especie de pagaré que firmaría allí mismo sobre una hoja en blanco y que se comprometía a convertir en dinero a lo largo de ese mismo día. Higini, que sin duda había pasado por trapacerías similares en vida de Montes, se mantenía firme, incluso amenazó con llamar a la policía.

Al final, cómo no podía ser de otra manera, me tocó a mí hacer frente a la factura, tremenda factura marcada por una relación de vinos, champagnes y licores, que, por sí solos llegaban a los setecientos euros. Jess me entregó el pagaré que había redactado, un pagaré que incluía una generosa propina que también tuve que afrontar para conseguir que Higini se tranquilizara.

Jess y Didier marcharon hacia la parada de taxis, abrazados como dos adolescentes enamorados, los ojos de Didier lanzaban destellos alternativos de ira y de lujuria, aunque puede que en el viaje camino del hotel cayera dormido, sobre los brazos de su amante, salvo que dispusiera de recursos químicos artificiales para remontar el vuelo.

Yo conocía ya la ruta de vuelta hacia mi casa, el largo paseo que me permitiera resituarme y buscar la manera de sacudirme de la maldición de Jess. Había acumulado razones suficientes como para dejar a Jess en la estacada pero había dos obstáculos que me impedían abandonarla, el primero, que la mayor parte de los delitos que le imputaban en realidad los había cometido yo, por lo tanto, me interesaba tenerla cerca, tenerla controlada para evitar así que pudieran salpicarme las acusaciones; el segundo obstáculo era la curiosidad por descubrir quien había sido el asesino de Montes y qué papel juagaba Jess en todo aquel tinglado. Además me convenía buscar el modo de recuperar el dinero que había ido adelantando, taxis incluidos.

Probablemente el amado Didier terminaría comprando alguna acuarela de Leonard Wren, era uno de los caprichos de su dama.
Resultado de imagen de leonard wren