sábado, 27 de diciembre de 2014

CAP.CCCLVI.- Quién sabe.


27 de diciembre por la mañana. Superado el primer tramo de festejos navideños. Los niños han empezado a ver – por décima vez – el episodio VI de la Guerra de las Galaxias, aquél en el que Dark Vader dice aquello de “Luke, soy tu padre”; cada vez les gusta más la película, incluso son capaces de reproducir en Wooki los diálogos de Jabba the Hut.

En casa los festejos empezaron con un bautizo el 21 de diciembre, siguieron con el cumpleaños de uno de los niños el 23, la nochebuena, la navidad y el día de San Esteban. En estas condiciones es complicado seguir pensando en comida.

Durante las últimas semanas me ha tocado tomar decisiones, unas importantes, otras no tanto; al final la vida se reduce a decidir si el día de navidad has de cocinar pescado o carne. Hace algunos días tomé una decisión profesional  importante, se la comuniqué a la familia y a los amigos, la decisión en realidad era una “no decisión”. Uno de mis amigos me respondió acudiendo a un breve cuento japonés, la historia de unos campesinos, padre e hijo, estaban labrando en el campo cuando se les escapó el único caballo que tenían; el hijo desolado le dijo al padre: “Padre, qué mala suerte tenemos, somos pobres y lo único que teníamos, un caballo, se ha escapado”; el padre, que normalmente estaba en silencio, le dijo: “Hijo, quién sabe”. Durante varios días siguieron labrando en el campo, esta vez a pie. Al cabo de varias semanas regresó el caballo en compañía de la yegua; el hijo, contento, se dirigió de nuevo a padre: “Padre, qué suerte tenemos, ayer no teníamos nada y hoy tenemos dos caballos”. El padre rompió su silencio y le dijo: “Hijo, quién sabe”. Esa misma tarde el hijo decidió que el caballo siguiera sirviendo para las tareas del campo, la yegua, sin embargo, le serviría para pasear por el pueblo; le colocó una manta sobre el lomo y se dispuso a montarla; la yegua dio unos pasos y se encabritó, tirando al chico al suelo con la mala fortuna de que se partió una pierna. Tendido en el suelo se dirigió a su padre: “Padre, qué mala suerte tenemos, ahora que tengo partida una pierna no podré ayudarte en el campo”; el padre, con la ceremonia de rigor le dijo:” hijo mío, quién sabe”. Mientras el hijo se recuperaba de las fracturas pasaron por el pueblo las levas del emperador, necesitaban chicos jóvenes para ir a la guerra; los oficiales entraron en la casa de los campesinos, vieron al chicho en la cama con la pierna maltrecha y vieron que no podía alistarse en el ejército.

Me he pasado este primer tramo de las navidades pensando que “quién sabe” sin mis decisiones han sido acertadas o no, con estas dudas existenciales me he puesto a cocinar.

De los platos que me ha tocado preparar estos días quién sabe si el más navideño sea un capón relleno. El capón es un pollo castrado y cebado con grano. Encargué un capón de tres kilos, de piel intensamente amarilla. Las recetas tradicionales aseguran que hay que cubrir la piel con lonchas de panceta. El tiempo de asado es de 40 minutos por quilo en un horno a 180/200 grados. Yo lo cociné a fuego un poco más suave – 140º - y no lo albardé con tocino, me ocupé de ir mojando la piel con el caldo que iba supurando.

Mientras se calentaba el horno puse en un bol 150 gramos de carne picada (2 partes de cerdo y una parte de ternera); a esa carne le añadí una butifarra de cerdo, un huevo crudo y 150 gramos de pan duro remojado en leche, sal y pimienta. Dejé que la carne se reposara un poco y tomara temperatura – llevaba un día en la nevera y estaba apelmazada. Añadí a la mezcla 100 gramos de pistachos pelados y crudos; también 150 gramos de castañas pilongas que había tenido a remojo durante 24 horas para que se ablandaran. Mezclé todo bien hasta que quedó una gran bola de carne, añadí a la mezcla unas gotas de aceite aromatizado con trufa y rellené el capón sin apretar mucho ya que la carne al cocinarse aumenta el volumen. No necesité coserle el culo al capón, me bastó con encajarle una manzana que hizo las veces de tope. Salpimenté la piel del capón, la froté con un poco de aceite aromatizado con trufas y metí el bicho en el horno poco más de dos horas; cada 20 minutos abría la puerta del horno y remojaba la piel del capón con la grasa que iba supurando.

Pasadas las dos horas pinché las articulaciones de la pata del capón con la punta de un cuchillo, comprobé que el líquido que goteaba no era rosado, le di otro pinchazo profundo en una pechuga, el líquido era también transparente. El capón estaba asado y dispuesto a ir a la mesa. Dos días después todavía queda capón en el horno, hoy repetiremos fiambre de ave.

Puesto que la parábola que me indicó mi amigo era japonesa he buscado un cuadro de un museo de Japón, concretamente del museo de Osaka, el cuadro es un dibujo de Cezanne titulado: “preparación para un banquete”, muy apropiado para estas fechas.

lunes, 15 de diciembre de 2014

CAP.CCCLV.- Relaciones peligrosas en torno a la escudella, la carn d'olla y el cocido.


DANGEROUS LIAISONS – relaciones peligrosas -. Se acerca la navidad y toca planificar menús. Este año por fin me voy a animar a hacer la comida típica de Cataluña el día de navidad: La escudella y la carn d’olla.

El plato no tiene mucha complicación pero trasladarla al territorio de la diletancia tiene un problema, más que nada porque hace pocas semanas que hice una entrada recuperando la receta del cocido madrileño. Son recetas que parecen muy similares pero cuando se estudian en profundidad se da cuenta de lo importante que son los matices.

La relación entre el cocido y la escudella puede considerarse una relación peligrosa. He encontrado un cuadro de Rene Magritte que describe perfectamente las inquietudes que puedes generar este tipo de comparaciones.

Lo primero que hay que advertir que lo que en Madrid es el cocido, con todos sus vuelcos, se define como una unidad, mientras que la escudella y la carn d’olla definen un solo plato bajo dos rúbricas, la escudella es la sopa y la carn d’olla el despiece de la carne cocinada para hacer el caldo.

He revisado muchas recetas de escudella, de entre todas me quedo con la que recopila Narcis Comadira. Sirva como referencia su descripción de la sopa: “grassa, opalescent, aromática y reconfortant” – grasa, opalescente, aromática y reconfortante -. La escudella de navidad lleva unas caracolas grandes de pasta, llamadas galets.

Las verduras que lleva el caldo son, en palabras de Comadira: Las patatas mantecosas, como de marfil;  col como malaquita apastelada, garbanzos como topacios, el grito anaranjado de la zanahoria. Las carnes también tienen su reflejo poético: el negro luciente de la butifarra, el rosado de las carnes, desde el tierno y translucido de la panceta hasta el más terroso de la ternera, pasando por el rosado primaveral de la gallina o del brazuelo del cordero.

Solo de este primer destello aparecen nuevas diferencias entre el cocido y la escudella: La catalana no tiene cocido y sustituye la morcilla por la butifarra negra.

Sistematizados los vegetales de la escudella son: patatas, garbanzos, col, puerro, zanahoria, un trozo de nabo, una xirivía, un ramo de perejil, un par de dientes de ajo y un troncho de apio. En cuanto a las carnes, los cuatro evangelista: brazuelo de cordero, morcillo de ternera – aquí le llaman peixet o conill de la reina – costilla o cola de ternera, morro, papada o pie de cerdo – aquí hay otra diferencia ya que la escudella con esas piezas del cerdo sale mucho más melosa -; de las ave la gallina – a poder ser pechuga -, pero aguanta todo tipo de volatinera como el pollo, el pato, la oca o la paloma torcaz; más los huesos de ternera – huesos con tuétano y de rodilla -, la panceta entreverada; la butifarra negra y blanca y la famosa “pilota”, que es una especie de albondiguillas hechas con carne picada de cerdo y ternera, miga de pan empapada en leche, un huevo, ajo y perejil, incluso una pizca de canela.

Se hacen bolitas pequeñas.

En otro recetario tradicional indican que el hervido necesita por lo menos cuatro horas, más un día entero de reposo. Recomiendan que los garbanzos no se cuezan hasta que el hervido no lleve al menos una hora y que las butifarras y las pilotas estén menos de una hora cociendo. Las cantidades, en función de los comensales, no importa si sobra porque al día siguiente las sobras sirven para hacer canelones.

Se separa el caldo de la verdura y la carne, al caldo se le incorpora la pasta – hay quien cuece la pasta a parte ya que al tratarse de piezas muy grandes necesitan mucho tiempo de cocción lo que reduce mucho el caldo. Apenas tocan cuatro o cinco galets por plato. La carne y la verdura, garbanzos incluidos, van en bandeja aparte.

El conflicto no es solo entre Madrid y Cataluña ya que otras comunidades tienen platos similares, me han dicho que los valencianos hacen un cocido al que añaden embutidos especiales de navidad.

Lo dicho, relaciones peligrosas.

martes, 2 de diciembre de 2014

CCCLIV.- Carlos Casagemas se encuentra una revista de cocina en un rincon oscuro del Museo Nacional.


Son las diez de la noche y voy en un AVE de regreso a casa. Había cogido el tren de ida a Madrid a la una y media, llegué a la ciudad a las cuatro y cuarto, di un paseo hasta la sede en la que debía dar una clase a la cuatro y media, terminé la clase a  las nueve menos cuarto, otro paseo a la estación y regreso a casa.

Poco más de cinco horas de viaje total,  cuarenta minutos paseando cerca del retiro y una clase de casi cuatro horas dedicadas a hablar de instituciones preconcursales y refinanciaciones para un grupo de 12 personas.

Cuando me invitan a este tipo de envites – maratones expositivos sin mucho sentido – suelo utilizar una táctica infalible: facilito el correo electrónico a los asistentes, les pido que no tomen nota y me comprometo a acabar la clase en poco más de dos horas seguidas, así la gente puede dedicar las tardes a cosas más útiles, o a pasear, o a besar a su pareja, o a hacer la compra para preparar una cena especial. Si no tienen que tomar notas de lo que les cuento y les resuelvo las dudas por medio del correo electrónico consigo amortizar una parte importante de las horas y me dedico a pasear por Madrid, a entrar furtivamente al Prado para ver aunque sea durante unos minutos las Meninas.

Hoy, sin embargo, no he podido aplicar mi infalible técnica de escaqueo, no había caído en que mi intervención era la inauguración de un curso que se prolonga durante varios meses. Así que yo he llegado apurado al lugar al que me habían convocado – los paseos por el Retiro en las tardes luminosas de diciembre tienen el riesgo de detener el tiempo – y ya estaban en la calle esperándome. Serios y encorbatados, pensando que les había dejado colgados y que había perdido el tren.

Mi falta de previsión ha hecho que esta mañana no me afeitara y que viajara en vaqueros, con una camisa vieja de rallas y una chaqueta vieja pero cómoda. Cuando he llegado al centro el director del curso me ha presentado a un magistrado del tribunal supremo que asistiría a la sesión inaugural, todos los asistentes iban de punta en blanco y yo con la barba cana de un par de días, la mochila llena de trastos y la placidez de haberme dejado llevar por el parque.

Siguiendo la consigna de los dibujos animados preferidos de mis hijos – los pingüinos de Madagascar – he utilizado la frase salvadora: “Cucos y coquetos”, y me he puesto a agradecer a los organizadores la amable invitación, me he sentido honrado de haber sido elegido para dar la sesión inaugural, les he comentado que imponderables de última hora me han impedido acudir con la vestimenta orgánica que requería la ocasión, he contado una anécdota leve para arrancar mi exposición y me he dado cuenta de que mientras el coordinador del curso estuviera en la sala sería imposible escaquearme o arañar unos minutillos de ocio. Así que me he calzado las más de cuatro horas de sesión intentando que no se me durmiera el respetable. Solo me han dado 10 minutos a media sesión para ir al baño, circunstancia que han aprovechado los organizadores para plantearme algunas dudas sobre el programa y el desarrollo docente, no mi sesión, sino sesiones posteriores que finalmente no tenían bien cerradas.

He salido escopeteado hacia la estación pasadas las nueve menos cuarto con intención de pasear de nuevo hacia la estación, esta vez sin animarme a atravesar el Retiro a oscuras.

Paso rápido, mirada al frente y el tiempo justo para coger el tren.

Por la mañana en la estación había cogido una revista de cocina navideña, llena de fotos espectaculares con todo tipo de sugerencias para las fiestas. Mi pasaje de vuelta no llevaba incorporada la cena por lo que he tenido que hacerme con unos sándwiches en el bar del tren, sándwiches y una cerveza no del todo fría; ni siquiera he tenido opción de poder tomar algún bocadillo caliente porque el horno tarda un cuarto de hora en calentar.

Con unos emparedados de fiambre de pollo con un poco de lechuga y mostaza he empezado a hojear la revista. Muerto de hambre después de mi maratón. Tal vez hubiera sido mejor que me hubiera comprado una revista pornográfica, hubiera pasado menos envidia.

En el tren de ida había leído que en Francia se celebraba el bicentenerio de la muerte del Marqués de Sade, debatían sobre si Sade era el primer espíritu libérrimo de la ilustración o si se trataba el último y degenerado coletazo del l’Ancianne Regimen, la exaltación de todos los vicios y excesos del despotismo prerrevolucionario. El pobre Marques, menos libertino en la vida que en su obra, pasó gran parte de su vida de cárcel en cárcel, repudiado por nobles y por jacobinos. Su reivindicación es un hecho relativamente moderno y todavía hay quien le acusa de ser un mal escritor, una imputación a todas luces más dura que la de ser un pornógrafo.

Enganchado a mi remedo de pornografía, sólo culinaria, he ido dando sorbos a mi cerveza caldosa y bocados a los sándwiches correosos mientras disfrutaba de las fotos verdaderamente obscenas de lo que la revista consideraba que debía ser una mesa preparada para la navidad, platos sencillos, vistosos, una especie de Play Boy de la cocina navideña, primeros planos, piezas deslumbrantes, toda clase de lencería sobre la mesa (cubiertos, manteles, cristalería navideña) y fotos trucadas para que cualquier bocado pareciera delicioso.

Yo seguía mordisqueando el pan de molde e intentando que la mostaza no me manchara mi ya castigada chaqueta.

Puse música en el ordenador – un productor funki que responde al nombre de Mark Ronson, hizo algún arreglo para Ami Withehouse -.

Tal vez hubiera tenido que esconderme en el baño del vagón para darle un vistazo a la revista con todas sus procacidades. A mi lado pasaban pasajeros encorbatados – a estas horas el tren es un mar de corbatas y trajes oscuros – que me miraban de reojo, no sé si envidiosos de mi sándwiches o sorprendidos porque un sujeto tan desaliñado como yo pudiera estarse leyendo una revista de las que suelen dejar en las salas de espera de las peluquerías de señoras.

Con mi pelo encanecido y la barba rala nadie diría que venía de codearme con la élite de la jurisdicción y con la cátedra más refinada.

En principio pensaba que hoy le tocaba descansar al diletante, mis otras múltiples personalidades tienen tareas pendientes, sin embargo la imagen del pornógrafo marcando las páginas con las recetas más vistosas me ha despertado unas ganas enormes de escribir, puede como una especie de ejercicio onanista ante la imposibilidad de ponerme a guisar ya que el AVE ni siquiera en la zona de turista plus tiene fogones que nos permitan emular a los de top chef.

De entre todos los platos, cerca de un centenar, el que más me ha llamado la atención ha sido un pastel de pollo con nueces y champiñones, una receta no muy complicada que podría hacer las delicias del marques de Sade ya que debidamente retocada podría despertar los instintos más bajos del marqués de Sade.

La receta originaria – copiada de la revista Lecturas – refiere como ingredientes 250 gramos de pechuga de pollo deshuesada, 150 gramos de carne de cerdo picada, 50 gramos de nueces, 2 huevos, un vaso de leche, medio vaso de vino de oporto, mantequilla, 100 gramos de champiñones, aceite, sal y pimienta.

Sobre esta base he introducido algunas variantes – más que nada porque con el triquetitraque el tren me apetece enredar, he ido a buscar una segunda cerveza, no mucho más fría y queda más de una hora en que el tren llegue a Barcelona.

De momento las pechugas de pollo, cortadas en filetes, las voy a poner a macerar en ron en vez de en vino de oporto. El pollo previamente lo he salpimentado, le he puesto una pizca de canela, otra de jengibre, nuez moscada y cominos – todo en pequeñas proporciones.

Lo dejo macerando tres horas, hasta que consiga que la carne quede oscurecida por el ron – es ron moreno, añejo, no hay que ser rácano con los licores que sirven para macerar.

Escurro la carne bien, reservo una parte del jugo, y salteo el pollo en una sartén, con aceite de oliva. Rehogado el pollo lo escurro otra vez y pico la carne.

En el aceite que ha sobrado sofrío los champiñones cortados en láminas, fuego suave.

Mezclo la carne del pollo con la carne picada de cerdo – mejor si es un poco magra, si fuera posible de cerdo ibérico -, le añado unos taquitos de jamón serrano, poca cosa y no muy gruesos.

Mezclo bien, incluso con las manos, añado los guisantes y un poco del ron que me sirvió para macerar. Casco los dos huevos, los bato bien antes de mezclarlos con la carne, añado la leche y sustituyo las nueces por unos pistachos pelados de color verde.

Hundo los dedos en la masa para comprobar que todo queda bien amalgamado, puede que haya quedado soso, por lo que rebusco en la nevera hasta encontrar una lata de foie gras de pato que añado a la melange.

Engraso un molde alto con mantequilla, pongo el horno a 120 grados y meto la mezcla para que se cocine suavemente durante un par de horas, dándole un vistazo de vez en cuando para comprobar que la parte superior no queda muy dura.

Poco antes de las dos horas pincho con un cuchillo de hoja fina la parte central, queda un pelín húmeda la hoja pero se nota compacta. Lo retiro del fuego y lo dejo enfriar durante unos minutos antes de llevarlo a la mesa, adornado en una fuente con hojas de rúcula y granos de granada, un cuenco con mostaza y rebanadas de pan tostado.

Queda un rato todavía hasta que lleguemos, en mi pasillo se han aflojado los nudos de muchas corbatas e incluso algún pasajero ronca felizmente. Yo prefiero no dormir, me juego la noche; la película que ponen es infumable, creo que era la misma que pusieron la semana pasada, cuando me tocó viajar a Lérida.

Intento encontrar un cuadro que encaje bien con la receta, curioseando por intenet llego a la página web del Museo Nacional de Cataluña – les gusta poner lo de nacional a cualquier cosa que propongan -, anuncian una exposición de Carlos Casagemas, Barcelona está lleno de carteles anunciando la exposición.

Si Carlos Casagemas hubiera vivido y muerto en nuestro tiempo su historia estaría condenada a las páginas de sucesos, a los rincones más deleznables de la información, los vergonzantes. Sin embargo como murió a principios del siglo XX, allá por mil novecientos uno, se le perdona casi todo.

Carlos Casagemas era un pintor y poeta amigo de Picasso, uno de los animadores dels Cuatre Gats, acompañó a Picasso a París y con él se bebió el Sena. Casagemas, con apenas 21 años, se enamoró localmente de una de las modelos de Picasso, una tal Germaine a la que de vez en cuando se beneficiaba Picasso. Casagemas, con 21 años cumplidos, era un chico atormentado, con tendencia a la melancolía; además por lo visto era impotente en todos los sentidos.

Germaine resultó ser mucha mujer para él, hizo ascos al muchacho y siguió con sus posados y con sus reposadas, ajena a los sinsabores de su enamorado. Picasso se llevó a su amigo a Málaga, para ver si olvidaba ese amor fou; de regreso a la París Casagemas retomó su obsesión por la modelo.

Una noche, coincidiendo Casagemas con Germaine y otros amigos, el desdichado Carlos hizo el gesto de buscar en el bolsillo de su gabán lo que todos creían que sería una carta de amor, o un poema, en realidad sacó una pistola, apuntó hacia Germaine, a quien apenas inquieto ya que entre los nervios, la zarabanda que se organizó y la impericia del enamorado para las cuestiones de tiro, erró el primer disparo. El segundo lo tenía más fácil, se llevó el cañón a la sien y se suicidó delante de todos, de todos menos de Picasso.

Picasso, puede que marcado por la tragedia, o apesadumbrado por haber estado triscando ocasionalmente con la modelo, con su hermana y con cualquier falda que se le pusiera a tiro, se sumió en cierto estado melancólico que le llevó a abandonar los colores, entró en lo que se conoce como el período azul de Picasso; en homenaje a su amigo pintó algún cuadro, incluso evocando al Greco y su entierro del Conde Orgaz; el rostro sufrido y sufriente de Casagemas aparecía en alguno de los cuadros de esa época, en arlequines, en payasos desmadejados, en modelos deslavazados esperando en cuartos azules.

Seguramente si Casagemas no hubiera sido un desequilibrado, un pobre psicópata, su obra se hubiera diluido en la mediocridad, hubiera envejecido a la sombra de su amigo, quien sabe si no hubiera terminado por hacerse funcionario de la diputación de Barcelona para ganar un sueldo digno, casarse y olvidarse de sonetos y pinceles. Puede que Casagemas decidiera poner fin a su vida prematuramente como modo de acceder a la eternidad, como vía para pasar a la historia del arte.

No veo en el tren a ningún Casagemas, ni armado ni desarmado; puede que los Casagemas viajen en interrail, lleven en las mochilas libros del marqués de Sade y escriban poesías en las servilletas de los bares de la estación. Puede que ya no existan modelos como Germaine, puede que quienes visiten la exposición de Casagemas en el museo de Montjuich no lleguen a saber nunca qué misterio esconden las pocas pinturas que pudo dejar para la posteridad. Puede que todos los problemas del pobre Casagemas se debieran a una mala alimentación, por lo que  no descarto pasarme mañana por el museo y dejarme olvidada mi revista de cocina e uno de los rincones, para que cuando por las noches vague lloroso el espíritu de Casagemas se sumerja en las oscuridades de los platos navideños, deje en paz a las modelos huidizas y disfrute de la posteridad.

jueves, 27 de noviembre de 2014

CCCLIII.- La escuela de Olot.


Si mal no recuerdo el año pasado más o menos por estas fechas visitamos Olot, entonces la excusa fue cenar y dormir en las Cols, una experiencia que conviene hacer sin niños.

Un año después regresamos a la Garrotxa, esta vez la familia al completo, a una casa rural. Un planteamiento completamente distinto al del año anterior aunque puede que en el fondo el objetivo fuera el mismo: Disfrutar de la vida contemplativa en medio de un bosque espeso, húmedo, lleno de colores.

Bajo la referencia de la Escuela de Olot se reúne a un grupo más o menos homogéneo de pintores catalanes que a finales del Siglo XIX se dedicaron al paisajismo y a las escenas costumbristas, pintores influidos por el impresionismo francés, aunque sin estridencias de color.

La escuela tuvo la mala fortuna de ser contemporánea de la eclosión de la pintura moderna. En la misma Cataluña se fraguaba poco más o menos por la misma época el embrión el cubismo y en las tertulias del restaurante Els Cuatre Gats Picasso empezaba a ser Picasso.

Viendo algunos cuadros de la Escuela de Olot, sobre todo los de Ramón Casas, termino añorando esa vida contemplativa, despreocupada y burguesa de algunas escenas doméstica en las que el tiempo parece no existir.

Poco tiene que ver el mundo que reflejan esos cuadros con el mundo actual, sin embargo perdido en una casa rural en mitad de un bosque en el que una humedad casi perpetua termina por convertir en verdes los muros de las casas y las losetas del suelo se añoran esos tiempos mucho más pausados, se añoran mientras se busca desesperadamente un rincón en el que haya algo de cobertura que permita mantener activo el teléfono móvil, o se rastrea una esquina en la que llegue una ráfaga de wifi, aunque sea sólo para marcar con un punto verde el indicador de wifi del ordenador.

Recuerdo que me regalaron el primer teléfono móvil hace más de 20 años, entonces era un aparato incómodo y anguloso que si se te ocurría llevarlo en el bolsillo parecía que te habías escondido la famosa mazorca de Mae West.

No sé si fue en esa misma época o puede que un poco después cuando se normalizó el uso de internet y se activaron las primeras cuentas de correo electrónico. Descargar una página web era una proeza en la que había que invertir hasta 20 minutos, hipnotizado por el lento decalaje de imágenes que iban apareciendo de modo confuso, fascinados por los ruiditos metálicos que salían de la caja del router.

Enseguida nos obsesionamos por disponer de bandas más rápidas para transmitir datos, hubo un tiempo en el que raro era el día en el que no había que llamar al servidor para quejarse de los problemas de la red. Fue cuando nos animamos a bajar las primeras canciones, también algunas películas que tardaban en descargarse a veces días completos.

Mientras tanto nos acostumbramos a gestionar varias cuentas de correo electrónico: La personal, la del trabajo, una específica de Hotmail para realizar comunicaciones poco recomendables, después la de gmail porque era necesaria para la gestión de algunos servicios. A fecha de hoy tengo siete cuentas de correo activadas y cuatro de ellas reciben correo casi diariamente.

En la medida en la que los acelerones tecnológicos obligaban también a acelerones en los hábitos de comunicación de repente dejamos el messanger y yahoo – que durante una época eran sinónimos de modernidad – y aparecieron los perfiles de Facebook y las cuentas de twitter, los más modernos manejan con soltura instalgram y la gente cool se integra en redes sociales mucho más sofisticadas.

Y de repente llegó el wassapp, sin el cual prácticamente uno no puede considerarse en el mundo.

El teléfono móvil se ha convertido en una sofisticada terminal de ordenador en el que confluyen todas las redes.

Hace unos días publicaban que la medida de consultas de la pantalla de un móvil puede ser de 150 conexiones diarias, es decir, que la mayor parte de los usuarios de telefonía móvil activan la pantallita del teléfono 150 veces al día para comprobar si le han llamado, si le han mandado un mensaje o si se han actualizado las redes sociales en las que participan.

Y de repente llegas a Olot, te refugias en un caserón solariego en medio de un prado, desaparece la cobertura de internet, apenas cubre la del móvil y corres el riesgo de pasarte el día buscando un rincón claro en el que anheles que llegue una brizna de cobertura, como si la cobertura pudiera ser transportada por la brisa de la montaña.

Y en este contexto surten majestuosas las enseñanzas de la Escuela de Olot, y apetece derrumbarse sobre una silla, echar los hombros para atrás, ladear la cabeza y dormitar.

Para eso sirve Olot, para reivindicar la vida contemplativa y desconectada. Para eso y para comer. Un viejo tragoncete consideraba que la vida era lo que ocurría entre comida y comida, y en Olot nos preocupamos de que el tiempo pasara plácidamente entre el desayuno y la comida, entre la comida y la cena.

Desayunamos, comimos y cenamos opíparamente, sitios peculiares como el del Hostal dels Arçs, un restaurante de carretera a la salida de Olot que genera el extraño magnetismo de atraer simultáneamente a la Guardia Civil, a la Policía Local y a los Mossos de Escuadra al medio día; tampoco fue mala la experiencia de Can Tuna, un restaurante de montaña en el que hay un único menú que empieza con embutidos locales, sigue con una ensalada, después llega un arroz meloso de setas, continúa con unas cazuelas con pollo, conejo, ternera y pies de cerdo guisados – cada género por separado con su correspondiente cazuela y salsa específica -. Terminada esa tanta aparece la señora de la casa ofreciéndote una bandeja con gambas y langostinos. De postre lanzan al centro de la mesa una larga barra de tarta helada, tarta al whisky. Si se opta por el menú completo la cuenta es de 30 euros por comensal, si se prescinde del marisco y los licores desciende a 25 euros. Los niños no pagan y, por descontado, no permiten el pago con tarjeta de crédito, lo que nos obligó a rascarnos los bolsillos y rebuscar hasta en el último rincón para evitar una situación embarazosa – el cajero más cercano estaba a 15 kilómetros bajando una carretera de montaña.

Cuando un año antes visitamos el restaurante Les Cols – reitero, sin familia -, tuvimos la oportunidad de disfrutar de la sofisticada sencillez de la cocina de la zona. Ahora hemos disfrutado también de platos y recetas básicas pero muy sabrosas.

A mi me gustó especialmente reencontrarme con las patatas de Olot, no sé estoy bajo las secuelas de mi visita a Hamburgo de la semana anterior, lo cierto es que de todos los platos que probamos el que más me divirtió es un extraño aperitivo al que llaman las patatas de Olot, unas patatas rellenas muy particulares.

Para hacer unas patatas de Olot se necesitan, claro está, patatas. Patatas grandes, nuevas, se pelan y se cortan en rodajas no muy finas, tampoco muy gruesas. Se lavan y escurren bien y se fríen en una sartén grande, con abundante aceite.

Hay que cuidar que la sartén sea grande y que las rodajas de patatas no se peguen entre sí, ni se quiebren. Hay que freírlas evitando que se doren mucho, tampoco conviene que queden especialmente crujientes y quebradizas; en realidad se trata de confitarlas a fuego suave al principio y darles un toque de fuego intenso al final para que cojan color. Se retiran y escurren del aceite y se reservan.

Para el relleno hay distintas opciones que giran entorno a un sofrito de carne. De las distintas recetas que he consultado la que más me convence es la de la web las receptes del Miquel, esta es la referencia de internet  - http://lesreceptesdelmiquel.blogspot.com.es/2013/04/patatas-de-olot.html -.

1 cebolla grande

1/2 rebanada  de pan de Pagés sin corteza

Un chorro de leche

2 tomates maduros, de rama o de pera

200 gr. carne picada  (100 gr de ternera  y 100 gr de cerdo)

1/2 copita   de vino rancio o vino blanco o coñac

Una pizca de nuez moscada

Pimienta negra

1 ramita de romero

Aceite de oliva

Agua

Sal.

Rallamos los tomates maduros. Remojaremos  la rebanada de pan con un chorro de leche. Y una vez bien remojada la escurrimos de la leche y la aplastamos con un tenedor hasta hacer una pasta. Mezclamos la carne picada con esta pasta  del pan  lo salpimentamos y mezclamos todo el conjunto bien. Lo reservamos.

En una cazuela con un chorrito de aceite de oliva, pondremos una ramita de romero fresco.

Enseguida se freirá y lo retiramos y así ya tendremos el aceite aromatizado.

Ahora en este mismo aceite haremos el sofrito. Pondremos la cebolla picada en Brunoise, salimos un pelín  y la dejaremos cocer 10-15 minutos hasta que empieza a cambiar de color, le incorporaremos el tomate rallado y pelín de sal, removemos y dejamos hacer unos 5 minutos. Seguidamente le añadimos la carne, lo removemos bien todo. Y le añadimos también una pizca de nuez moscada. Vamos removiendo para que se haga la carne y cuando la carene ya este le añadimos el vino rancio o blanco o coñac y tapamos  y  dejamos hacer a fuego medio-bajo unos 15 minutos. Vamos removiendo de cuando en cuando. Y una vez hecha la trituramos con el batidor de mano  un poco pero solo un poco que no quede ni gordo ni puré, parecida a la pasta de canelones.

Estas son las indicaciones que da Miquel en su blog.

Sin embargo para montar las patatas he preferido seguir otras referencias distintas ya que Miquel hace el relleno y las reboza en claras batidas, a mi esta fórmula no termina de convencerme, sobre todo creo que el resultado dista un poco de las patatas que tuvimos oportunidad de probar este fin de semana.

Hecha la farsa y preparadas las patatas solo queda el tramo final:

Se coloca una cucharada no muy grande del sofrito de carne sobre una rodaja de patata, no conviene poner mucha carne para evitar que se salga por los lados de la patata y se estropicie el invento.

Una vez se ha puesto la cucharada de farsa sobre una rodaja de patata se tapa con otra rodaja de patata a poder ser de un diámetro similar, se aprietan las patatas ligeramente con los dedos evitando que rebose la farsa por los lados.

Se pasan con cuidado las patatas primero por harina y luego por huevo batido, se fríen los bocados de patata a fuego vivo en una sartén grande, apenas un minuto para que tome color el rebozado ya que tanto la patata como la carne están ya cocinadas.

Se retiran las patatas y se escurren cariñosamente para que no se desmonte el bocado. Se llevan templadas a la mesa.

Es un aperitivo contundente, un par de patatas de Olot casi casi funcionan como un segundo plato, aunque los que somos de natural tragón las pedimos como aperitivo mientras llegan los platos principales.

Al segundo bocado de patata, sobre todo si hay por medio una botella de vino aceptable, da lo mismo que el móvil tenga o no suficiente cobertura, incluso puede haber quedado olvidado en el coche o en la habitación del hotel. Ya llegará la tarde y con ella la siesta, una siesta que puede reducirse a recostarse unos minutos en la silla de una galería.

martes, 18 de noviembre de 2014

CCCLII.- Escapada a Hamburgo.


Fin de semana en Hamburgo. Para un paladar latino el destino es complicado. Iba por asuntos de trabajo, me convocaba una asociación hispano-alemana de juristas a dar una charla. Me convocaban un sábado a las 9’30 de la mañana. Está claro que a los alemanes y los hispano-alemanes no les gusta perder el tiempo. Sobre todo el tiempo de trabajo.

Nuestro vuelo salía a mediodía del viernes. Después de trabajar. Quedó organizada la logística de los niños desde el día anterior.

Tiendo a ser la persona más feliz del mundo. No recabé mucha información sobre para qué me requerían en Hamburgo. Sólo que a las nueve y cuatro de la mañana del sábado debía estar en el Instituto Cervantes de Hamburgo para hablar de insolvencias. Con esas referencias reservamos avión y hotel. A la conquista de Hamburgo.

Llegamos a la ciudad pasadas las cuatro de la tarde. Mala hora para comer en Europa. Llegamos caninos y caímos en una steak house. Algunos parroquianos empezaban a cenar. Nosotros nos contentamos con un filete y ensalada además de las consiguientes cervezas.

A primera hora de la noche - de su noche – nos convocaban a una cena informal en una cervecería junto al puerto. Goulash de ciervo estofado con frutos rojos. Unas gambitas diminutas sobre una tostada de pan. Cerdo hervido con puré de patatas y zanahorias. Algo de verde aderezado con crema agria. Pretzel y cerveza. Espesa. Densa. Sabrosa.

Costó hacer la digestión esa noche aunque en el bar del hotel preparaban una mulas moscovitas. Un coctel que me llevaba a la adolescencia. Vodka. Lima. Ginger Ale y hielo mucho hielo. Servido en una taza metálica.

A las siete y media de la mañana estábamos en marcha. Desayuno a la europea. Surtido de quesos. Fiambres. Bollería variada. Panes de distintos tipos. Una barra con huevos. Salchichas. Patatas. Tomates asados. Los platos calientes los dejábamos para el domingo.

Paseo entre nieblas del hotel al Instituto Cervantes. Ni un alma en la calle. Llegamos puntuales. Saludos varios y tras el protocolo de rigor preciso las razones de mi presencia y el plan de mañana. Un profesor alemán y yo hablaríamos durante toda la mañana de las experiencias germanas e hispanas en materia de insolvencia. Horario alemán. Empezamos puntuales. Cada hora y media un pequeño descanso con un refrigerio. El primero dulce. El segundo salado.

Yo debía exponer en castellano. El profesor en alemán. El elemento diferencia de una asociación hispano-alemana es que sus miembros dominan a la perfección ambos idiomas. Yo – que no soy hispano-alemán – no pesco absolutamente nada del teutón. No había traducción simultánea. Las intervenciones del profesor alemán me resultaban inaccesibles. El profesor – muy profesoral – exponía de pie. Seguía un power point que desgranaba cada una de las fases y trámites de la insolvencia alemana. Yo en primera fila. Puesto deferente. A pocos centímetros del profesor alemán. Serio mi semblante. Como si fuera alemán de toda la vida. De vez en cuando algún alma caritativa me traducía una frase - o un concepto - desorientado en un mar de consonantes.  

A la hora de dar una clase mi preocupación fundamental es encontrar el tono. Establecer un relato que trascienda a los contenidos y que me permita conectar con quienes me escuchan. Normalmente quien escucha no está especialmente interesado en recibir un aluvión de información. Se conforma con entender la lógica de aquello que se le explica. Mi colega alemán era implacable. No había otro relato que el de cada una de sus proyecciones. Paso a paso. Como un panzer. Ni qué decir tiene que no fui consciente del alcance de mis obligaciones docentes hasta que no llegué al Instituto Cervantes. Pensaba que mi intervención se reducía a una charla de una hora. No una maratón que salvé como pude.

En el tramo final a uno de sus organizadores le brotó el alma hispana y amortizó la que debía ser mi última intervención. Pasadas las tres de la tarde salimos a la calle. Yo agotado y hambriento. De nuevo canino ya que en los intermedios me había tocado atender algunas preguntas concretas. También saludos y confidencias.

La ciudad majestuosa. Elegante. Rica. Eso sí escondida entre nieblas. Llegamos al museo de la ciudad. En obras. Había una selección de las obras principales de la pinacoteca clásica – cerrada -. También una exposición de Beckmann. Contemporáneo de Matisse y de Picasso. Una exposición de naturalezas muertas. Todo un descubrimiento. Tardé más de una hora en conseguir que mis neuronas pudieran desintoxicarse de torrente de consonantes que implica el alemán.

Apenas tuvimos una hora para descansar antes de la cena. De nuevo informal. Un carpaccio de salmón con lima. También con cilantro. De segundo una ternera guisada con salsa. En nuestra mesa alguien pensó que faltaba salsa a nuestro plato y reclamó una salsera rebosante de salsa de vino. Nada sin salsa. Nada sin patatas. Nada sin cerveza.

De regreso al hotel una nueva mula moscovita con todas sus consecuencias. Antes de las doce en la cama. Agotados.

A la mañana siguiente desayuno contundente – esta vez sí cayó una tortilla y bacón -. Después un largo paseo por el puerto. En obras. Una de las películas de mi adolescencia – el amigo americano – se desarrollaba en su parte más dramática en el puerto de Hamburgo. Puede que aquella película la viera una cincuentena de veces. No pude reconocer ningún rincón del puerto remozado de Hamburgo.

La niebla se había convertido en llovizna que flotaba suspendida en el aire.

Ni una sola tienda abierta el domingo. Intenso influjo luterano.

A última hora de la mañana marchamos hacia el aeropuerto.

A lo largo de la mañana y en el aeropuerto nos cruzamos con parte de los asistentes al encuentro. Sorprende conocer realidades ajenas. Se crean ciertos lazos de complicidad.

Llegamos a casa saturados de patatas. También de cervezas.

En este contexto hamburgués no quedaba más remedio que preparar una receta de patatas. Eso sí pasada por el tamiz mediterráneo.

Podrían anunciarse como unas patatas con verduras frescas. En realidad son unas patatas con chorizo.

Para cuatro personas se necesita medio kilo largo de patatas nuevas. Pequeñas. Un puñado de guisantes – lo siento Mónica -. Dos o tres cogollos de lechuga. Medio chorizo. 100 gramos de jamón serrano curado – cortado en daditos -. Media cebolla. Dos dientes de ajo. Perejil picado. Media cucharada de harina. Vino blanco. Aceite. Sal. Pimienta.

En una cacerola se pone un dedo de aceite de oliva. Cuando esté caliente se echa el chorizo y el jamón cortados en cuadraditos. Ojo el fuego no ha de estar muy fuerte. Cuando se haya dorado la carne se añade la cebolla picada. Se le da una vueltecilla con una cuchara para que la cebolla se impregne bien de la grasa. Después van los ajos picados y el perejil picado. Sal. Pimienta. Se deja rehogar unos minutos antes de echar las patatas peladas y enteras – no convienen que sean muy grandes -. Cuando las patatas se hayan integrado en el guiso se pone la media cucharada de harina. Una vez deshecha la harina se pone un vasito de vino blanco. Después van los cogollos de lechuga. Pueden partirse en cuartos longitudinales. Se cubre todo con agua y cuando empiece a hervir se añaden los guisantes. Hay que mover de vez en cuando para que se trabe bien la salsa. Antes de llevarlo a la mesa se espolvorea un poco de perejil pesado.

En tres semanas regreso a Alemania. Con los niños. A Munich. Está claro que me toca invierto germano.