martes, 29 de octubre de 2013

CAP. CCLXXXVII.- Excusas para seguir haciendo sopas.


No es que haya llegado el frio de golpe, de hecho todavía no ha hecho frio, pero lo cierto es que el cambio de hora y los chaparrones de hoy nos han instalado en lo más profundo del otoño cuando este fin de semana estuvimos a punto de escaparnos a la playa.

Apetecía ya un poquito de fresco, incluso chaparrones y charcos por la calle. Cualquier excusa es buena para volver a hacer sopas.

Ayer y hoy han sonado en la radio viejas canciones de Lou Reed, en muchas ocasiones he cocinado escuchando el Perfect Day o Sweet Jane, durante años cerrábamos discotecas en Palma al ritmo del Walk in the Wild Side. No he sido un reediano puro, no termino de disfrutar de su mística del lado oscuro pero me gustaban sus canciones administradas en pequeñas dosis, además me encantaba su aspecto de personaje de película de terror. Supongo que incluso para Reed debía ser duro haberse convertido en una caricatura de sí mismo y de lo que pudo significar. Convertido en icono dejaba de ser peligroso.

Ayer y hoy he disfrutado casi más con las versiones que se han hecho de sus canciones que con los originales.

Hoy, con los primeros frescos de verdad, tocaba hacer sopa y buscar un recipiente a la altura de la receta, esta mañana deambulado por la red he encontrado un cuadro de Frederic Bazille, un pintor impresionista poco conocido, en el que se reproduce una porcelana, una sopera de las de toda la vida. Bazille ha sido todo un descubrimiento que tendré que seguir investigando.
 

La sopa de hoy es una sopa peculiar en la que predomina el tomate, se llama Sopa Solferino, como la localidad italiana del Véneto, en la frontera con Francia. A mediados del Siglo XIX franceses e italianos guerrearon con el fin de fijar sus fronteras. Recuerdo de mi época de estudiante las batallas de Magenta y Solferino.

La sopa solferino es una sopa de origen sardo.

La receta se inicia rehogando en 100 gramos de mantequilla un puerro picado fino y media cebolla, fuego suave y con un chorrito de aceite.

Mientras se rehoga la verdura se pelan cuatro tomates de tamaño medio, se despepitan y se pican. Se añaden al rehogado de verdura subiendo un poco el fuego, hasta que el tomate se integre con el resto de verduras.

Cuando se hayan cocinado las verduras se añade poco a poco caldo de pollo hasta completar un litro de sopa, así como un ramito de verduras (apio, laurel, perejil, romero), sal y pimienta. Cuando rompa a hervir se tapa, se baja el fuego y se deja hirviendo durante media hora larga.

A media cocción se pasa el caldo por un colador y se vuelve a poner en la cazuela, se retira el ramillete de verduras y se añaden 200 gramos de bolitas de patatas – las bolitas se hacen con ayuda de una cucharilla o con el instrumento que sirve para hacer las bolitas de melón, una vez peladas. Es importante que las bolitas no sean muy grandes y que sirvan para espesar un poco la sopa.

En el momento de servir se puede poner un poco de perejil fresco picado.

miércoles, 23 de octubre de 2013

CAP.CCLXXXVI.- De catalanes y de focas frente a la isla de If.


Regresamos de Marsella y todavía estamos bajo el influjo de la bullabesa, espectacular. Nos sorprendió el rastro de los catalanes en la ciudad, a principios del Siglo XVIII un grupo de pescadores catalán llegó a las costas del golfo de Marsella y se instaló en su puerto originario, donde están ahora los principales restaurantes de bullabesa, tan intenso fue su asentamiento que hay una playa de los catalanes y una avenida de los catalanes junto al mar.

Comimos en la terraza de Chez Fon Fon con un calor y una luz impropia de mediados de octubre, los ventanales abiertos y los comensales en mangas de camisa. Sólo bullabesa, sin otro entrante o adorno.

Teníamos frente a nosotros la isla de If, en la que encarcelaron al Conde de Montecristo. Cuando uno recuerda las películas de la infancia piensa que la isla de If estaba en medio de ninguna parte y que resultaba casi imposible llegar a tierra, sin embargo vista desde la costa la isla está casi a tiro de piedra por lo que la gesta de Dantés quedó minimizada, hasta el punto de que si nos abren otra botella de champagne hubiéramos alcanzado nosotros a nado la isla para sestear sobre sus rocas.

El influjo catalán en Marsella permite pensar que hay un hilo que conecta el suquet de peix catalán con la bullabesa y que puede que incluso que fueran los marineros catalanes los que llevaran la receta a la costa francesa, todo es fascinar, no siempre han de ser los franceses los colonizadores gastronómicos.

Creo que he escrito en otras ocasiones sobre la bullabesa y sus posibles secretos; no debo repetirme y, en todo caso, pese a que el servicio era bastante perro lo cierto es que la experiencia merece la pena vivirla allí, dejarse llevar por las soperas cargadas de caldo, los platos con alioli de ajo y de guindilla, dejar empapar las tostadas de pan y beber todo el champagne posible.

Junto con la bullabesa en otras mesas servían un plato de base similar – verdura, patata y pescado – pero de color completamente blanco, la bourride, un hervido de pescado y patata sin tomate ni pimentón que blanqueaban añadiendo alioli al caldo, hasta el punto de que parecía una límpida purrusalda.

Esta es la receta de la bourride sacada de una web española que tiene un capítulo para la cocina francesa - http://cocinayrecetas.hola.com/cocinafrancesa/20111027/bourride-de-rape/

 

Ingredientes para 4 personas:

1 cola de rape de 800 gr, se utiliza también otros pescados blancos – la lluerna o rascasa, el cabracho, incluso servían a parte unos hermosos salmonetes.

 5 huevos

 12 patatas

 20 cl de nata líquida

 2 cucharadas soperas de aceite de oliva

 1 cebolla

 3 dientes de ajo

 Sal

 Pimienta

 

Para preparar el Alioli

 5 dientes de ajo

 4 huevos

 Sal

 20 cl de aceite de oliva

 

Preparación:

1    Prepare el rape y el resto del pescado separando las espinas y la cabeza de los lomos. Con las espinas y cabezas se preparará el caldo.

 2    Para el caldo: sofría en una cazuela la cebolla y el ajo pelados y cortados con  dos  cucharadas soperas de aceite de oliva. Se añade una copa de coñac y se flambea.

 3   Añada las espinas y sofría

 4   Vierte 2,5 litros de agua

 5   Cuézalo 20 minutos

 6   Redúzcalo a 2 litros

 7   Fíltrelo y resérvelo

 8   Corte 4 medallones de rape

 9   En 1 litro del caldo, escalde los medallones de rape durante 8 o 10 minutos, dándoles la vuelta durante la cocción

 10  Reserve el pescado en caliente, y reserve también el caldo

 11   En otro litro de caldo, hierva las patatas

 

 Para el alioli:

 

12   Pele 5 dientes de ajo y extraiga el germen

 13   Májelos

 14   Añada 4 yemas de huevo y sal

 15   Monte el alioli con 20 cl de aceite de oliva

 16   Reserve 1/3 para antes de servir

 17   Recupere el primer litro de caldo

 18   Rectifique la sazón y fíltrelo

 19   Añada la nata líquida sobre el fuego

 20   Déjelo hervir a fuego lento unos 2 o 3 minutos

 21   Reserve el caliente el caldo cremoso

 22   Añada 4 yemas de huevo a los 2/3 de alioli no reservados

 23   Removiendo despacio sin cesar deslíalo con el caldo cremoso de pescado, fuera del fuego

 24   Sin dejar de remover, devuelva la cazuela al fuego lento

 25   Pase la salsa por el chino y luego resérvela en caliente, al baño María

 26   Vierta una parte de la salsa sobre el pescado, en los platos, y sirva el resto en una sopera. La sopa se sirve con rebanadas de pan tostado untadas en alioli.

 

Ya tengo tarea para la próxima visita a Marsella, tomarme una bourride resplandeciente.

 

Nosotros prolongamos la sobremesa hasta el atardecer, yo pedí unos sorbetes de cítricos para paliar los efectos de los cuatro platos colmados de bullabesa que me tomé, debidamente acompañados de su pan pringado en alioli y de todo el pescado y la patata que encontré.

Vimos como caía el sol frente a la isla de If, mientras tomábamos el café y los camareros recogían en salón me contaron una leyenda esquimal: Pescaba un esquimal en su barca frente a unas rocas cuando avistó a un grupo de mujeres muy hermosas que se bañaban desnudas en el mar – en las leyendas todo son licencias, incluida la de soportar el frío -. Las bañistas habían dejado unas pieles de foca sobre las rocas y jugueteaban distraídas en el agua.

El marinero al descubrir a las bañistas se acercó con sigilo y escondió en su barco una de las focas. Las bañistas al ver que se acercaba un extraño salieron rápidamente del agua y, al colocarse las pieles de focas, se convirtieron en focas que desaparecieron rápidamente entre las olas.

Una de las bañistas no pudo transmutarse porque su ropaje lo tenía escondido el marinero. Permanecía desnuda y asustada sobre las rocas, buscando inquieta el manto que le devolvería a su ser y la llevaría con su familia.

El pescador se acercó calmo y le aseguró que no le haría daño. Ella le rogó que le devolviera las pieles pero el marinero se negó, le dijo que se había enamorado de ella y que quería hacerla su esposa, no había muchas ocasiones de desposarse en el polo norte. Tras un tira y afloja inicial y dado que el marinero actuó con corrección y firmeza la mujer aceptó quedarse junto al pescador durante siete años como su esposa, con el compromiso de que a los siete años él le devolvería las pieles y ella podría regresar con su familia.

El pescador se casó con la mujer y mantuvo escondidas las pieles. Ella fue una esposa ejemplar y le dio un hijo. Transcurrieron los siete años y el marinero, enamorado de su mujer, se negó a devolverle las pieles con la excusa de que ella también era feliz y debía ayudarle a educar al hijo que tenían en común.

Una mañana el niño, de corta edad, jugaba en la orilla del mar cuando descubrió cómo se le acercaba una gran foca. Al principio se asustó, pero con la curiosidad propia de un niño terminó por acercarse al animal que reposaba sobre las rocas mirándole fijamente. La foca le dijo con voz firme que era su abuelo. El niño dio una gran carcajada pero descubrió en los ojos de la foca un brillo que le resultaba familiar. La gran foca le contó que venía desde hace años en busca de su madre pero que ésta no podía volver al mar porque le habían robado sus pieles. La madre languidecía, se debilitaba día a día, su piel perdía brillo y sus brazos fortaleza, si no regresaba al mar pronto moriría inexorablemente.

El niño no quería perder a su madre pero la vio tan triste que finalmente aprovechando un despiste del padre recuperó las pieles robadas y se las dio a su madre.

Aprovechando que el padre había ido a pescar la madre se acercó con el niño a la orilla, se desnudó y se colocó las pieles de foca. Nada más contactar las pieles con su piel se transformó en una hermosa foca de ojos brillantes. Se lanzó al agua y dejó al niño sólo sobre las rocas. El niño no paraba de mirarla sorprendido, viendo cómo se zambullía y cómo iban llegando otras focas a jugar con ella.

La foca salió del agua, se desprendió de las pieles y abrazó a su hijo. Al besarle le insufló  grandes bocanadas de oxígeno al hijo y le invitó a que se zambullera con las focas. El niño, tranquilo por la presencia de la madre y la calma de la manada de focas, se lanzó al agua; la madre volvió de nuevo a cubrirse con las pieles y se zambulló con el niño para enseñarle el país del que venía, su casa, su familia, su modo de vida.

El niño comprendió que su madre pertenecía al mar. La madre le pidió que cuidara del padre y le consolara cuando descubriera su ausencia. Ella seguiría acercándose a las rocas para verlos y para pasearle bajo el mar.

Nuestra amiga terminó de contar la leyenda y nos preguntó: Vosotros cuando perdisteis la piel de foca.

Salimos del restaurante al borde de las seis de la tarde, todavía hacía calor. Caminamos unos minutos hasta dar con un parque, el parque del faro, frente al puerto. Nos sentamos en unos bancos y pudimos disfrutar de la misma panorámica de la que disfrutó Camile Corot.
 

jueves, 17 de octubre de 2013

CAP.CCLXXXV: Ficciones oveto-marsellesas.


Amanecer en dos ciudades a la vez es una experiencia extraña, desperté a eso de las cinco y media en Barcelona, en mi casa, para tomar un vuelo a Oviedo. Dormité durante el vuelo, que salió con media hora de retraso, y desperté en Oviedo a eso de las 9’30 por lo que pude ver como despertaban las dos ciudades: Barcelona, desperezándose a las seis a golpe de camión de frutería descargando y quioskeros recibiendo los periódicos – ya no quedan tirados en la calle, hay que vigilarlos para que no los roben.

El aeropuerto de Barcelona de madrugada es una mezcla bulliciosa de mochileros a la caza del vuelo barato y ejecutivos encorbatados dispuestos a recorrer media España o medio mundo, si fuera menester, con el objetivo de regresar a casa al anochecer. Desde Barcelona a las siete de la mañana salen aviones para multitud de ciudades y uno siente la tentación de equivocarse de puerta, a mi casi me ocurre con Amsterdam.

Uno de los problemas de la crisis ha sido la reducción drástica de vuelos, la gente vuela menos y las líneas aéreas no se pueden permitir el lujo de mantener rutas poco rentables – una de las reglas básicas del capitalismo salvaje, no hacer nada que de pérdidas -. Desplazamientos que antes te permitían ir y volver en un lapso muy corto, ahora es casi imposible, aunque se quiebre la noche y haya que volar antes de amanecer.

Yo tengo que dar una clase en Oviedo por la tarde, de cuatro y media a seis. Para llegar a Oviedo he tenido que viajar de madrugada y no podré regresar hasta mañana viernes a las 7 y media, lo que me abre una ventana tremenda de horas muertas a la espera de la clase comprometida. El territorio ideal para la diletancia.

Las mañanas de Oviedo son señoriales – no es la primera vez que vengo – la gente va con corbata por las calles, trajes impecables aunque haya que cruzar sólo a por el pan. No en vano fue la Vetusta de Clarín y sigue disfrutando del viejo esplendor norteño.

Yo, acostumbrado a ir en vaqueros a trabajar, me siento como un marciano.

Amaneció caluroso Barcelona y también Oviedo, por lo que mi previsión de gabardina, traje oscuro y corbata de marca me convirtió en una especie de sosías de Monsieur Hulot, luego en Oviedo desentonaba menos aunque no consigo que mi camisa quede completamente lisa e impoluta, parece un acordeón; mi madre dice que los trajes me sientan como si hubiera dormido con ellos puestos.

Puede que mi estúpida manía de respirar y moverme facilite la llegada de las arrugas, en el avión venía un señor a mi lado que entró impecable, se durmió sobre mi hombro, y despertó impecable. El roce, en este caso, no generó pasión alguna pero me dio pena apartarle la cabeza, seguramente no habría pegado ni hoy pensando que perdería el avión.

A las 10 estaba en el hotel con toda la mañana por delante y dos objetivos fundamental, puede que tres, el primero comprarme una camisa ya que a última hora decidí no llevarme muda para evitar efecto acordeón, guardo un bonillo de El corte Inglés y me daba para una camisa nueva casi de gañote (gratis vamos). La segunda terminar de instruirme sobre mi escapada a Marsella de mañana. La tercera, si era posible, la de colgar una entrada del diletante. Todo es posible.

Para los que tenemos cierta edad Marsella enseguida nos lleva a la Marsellesa y la Marsellesa a Casablanca, quién no recuerda a los exiliados franceses cantando a voz en grupo la Marsellesa para acallar a los oficiales nazis que arrancaban con el himno alemán.

Compré el otro día una pequeña guía de Marsella y lo primero que cuenta es que la marsellesa ni nace, ni se compone, ni se refiere a Marsella y que se llama así por una equivocación parisina. Por lo visto la marsellesa en realidad es una marcha de la armada de la región del Rhin, compuesta a finales del siglo XVIII. Cuando entraron las tropas francesas en París, después de una de sus guerras de finales del XVIII con los prusianos – mala vecindad – los parisinos creyeron que las tropas que entraban eran originarias de Marsella por lo que la canción que entonaban la llamaron así. Por lo visto el batallón que entró era del sur pero no de Marsella, sin embargo se quedó con el apelativo y de ahí al título y de ahí a himno de la república francesa.

Los marselleses, gente pragmática, no ha tenido ningún problema en aceptar el regalo y los franceses una vez que le pusieron título a la marcha militar optaron por no cambiarlo y adaptarlo a la realidad, no hubiera tenido el mismo impacto si en vez de marsellesa se hubiera llamado renana.

Mal empezamos para visitar Marsella, solo falta que el pescado de la bullabesa lo hayan traído de Namibia.

Como ya he escrito sobre la bullabesa con desatada pasión creo que no es bueno que me repita y que espere a mi contacto con Chef Fon Fon el próximo sábado. Ruego que amanezca un día soleado como el que inesperadamente disfruto en Oviedo.

Creo que Oviedo será una ciudad que gustará a mis hijos, el centro – peatonal – está lleno de fuentes y de estatuas de todo tipo, incluida la de Woody Allen. A los niños les fascinan las fuentes señoriales y las estatuas esparcidas por las calles, en Barcelona hay muy pocas.

Paseando por Oviedo y con mi camisa Oxford comprada – las clases medias no podemos andarnos con fantasías y una Oxford lisa combina con todo y evita pasar de moda -, he tenido un golpe de fortuna que justifica por sí solo la vocación de diletancia. En el teatro Campoamor abrían las taquillas justo a mi paso, en cartelera La Traviata de Verdi, soprano inglesa, tenor italiano y secundarios eslavos. ¿Qué posibilidades tengo de ir a la ópera en Barcelona? Pocas, casi ninguna, tampoco soy un apasionado de la ópera. Sin embargo la posibilidad de ocupar esta noche unas horas viendo una ópera italiana en Oviedo es una oportunidad singular, más barata incluso que lo de escaparme a cenar a algún restaurante laureado de la ciudad – sigo convaleciente de mis averías y como chico disciplinado tomo las pastillas y sigo casi con devoción las recomendaciones de mi médico -. No había cola y quedaban localidades por lo que a la salida de mi clase me escurriré de mis compromisos sociales – pido excusas a los amigos de Asturias a los que no he llamado -, me tomaré una ensalada temprana y a las ocho menos cuarto entraré en el teatro Campoamor encorbatado, para no desentonar, y dispuesto a disfrutar del dramón de Violetta, la dama de las Camelias.

Para ir ambientándome llevo toda la mañana escuchando por spotify una versión de la Traviata cantada por María Callas.

El cambio de perspectiva del viaje ha sido brutal, ya no soy un conferenciante sonámbulo que transita por aeropuertos y aulas para explicar su lección o versión de las cosas, soy un diletante que ha caído en Oviedo para ir a la ópera de manera sorpresiva, sólo. Al no tener el oído educado, aunque hay arias que todo el mundo conoce, seguro que la experiencia me sabe a gloria, casi como un festín.

De regreso a Marsella mis investigaciones sobre la ciudad no han sido muy clarificadoras en lo que a gastronomía se refiere, cierto es que la gastronomía provenzal es rica en guisos de pescado, pero cuando se rebusca en algún plato más, una receta que pudiera competir con la bullabesa o con otros guisos de pescado no he sabido o no he podido encontrarlo.

Sin embargo he descubierto divertido que en muchas guías recomiendan también el turnedó rossini de Chef Fon Fon; divertido porque Rossini era un compositor de ópera italiano – Giacomo Rossini -.

Surgen las dudas sobre su origen porque hay quien se lo atribuye directamente al compositor, que era un tripero, origen elegante aunque puede que falso; más razonable es pensar que el turnedó lo creó Carême en homenaje al autor, incluso que fuera Escoffier quien preparara la receta en el Hotel Savoy, nada que ver, por lo tanto con Marsella, como la marsellesa.

Para preparar un turnedó rossini se necesita un turnedó, un filet mignon, es decir un solomillo de ternera grueso de ternera de calidad, que puede albardarse con tocino y atarse con una cuerda. Si hemos de hacer turnedó rossini hagámoslo a lo grande – suena en el hotel el tercer acto de la Traviata, donde se desencadena la tragedia – y no nos conformemos con un solo filete sino con un lomo entero de dos kilos al menos.

Albardado y atado lo pasamos por la sartén, sin sal, y de la sartén a una rejilla en el horno a 210º, precalentado, dejando que gotee y sude sobre una bandeja. No conviene tenerlo mucho tiempo, bastarán 25 minutos para que la carne quede un punto roja por dentro. Más cocción puede ser un pecado.

Se deshacen en una sartén a fuego muy suave 150 gramos de mantequilla y un chorrito de aceite, se añade una copa de brandy una vez deshecha y se flambea para que se consuma el alcohol. Se ralla un poco de trufa negra sobre la salsa, una parte de la trufa la utilizaremos para la salsa, el resto para acompañar a la carne.

Sin dejar que la salsa se queme se le añade el jugo que ha soltado la carne al asar, si ha quedado poco se añade hasta conseguir por lo menos 200 cc de caldo. Se deja cocer con mimo, removiendo para que no se pegue.

En las recetas que he consultado la de Arguiñano densa la salsa con maicena, una cucharada, las recetas más afrancesadas optan por la nata líquida. Sin que sirva de precedente opto por la nata, voy añadiéndola poco a poco, evitando que rompa a hervir para que no se corte, de ese modo voy trabando la salsa hasta conseguir que quede densa. Ya está hecha la base de la salsa rossini (mantequilla, fondo de carne,trufa cognac y nata), salpimentó un poco la salsa y la conservo cerca del fuego.

Toca ahora cortar la carne en trozos gruesos, no pasa nada si ha quedado muy sangrante, se le da vuelta y vuelta a cada filete y se coloca cada filete sobre una rebanada de pan tostado, puede ser pan de molde si es un poco grueso, queda elegante si se le quitan los bordecillos, como a los bocadillos de los niños.

El filete de ternera sobre el pan, y sobre el filete un trocito de foie, puede ser una mousse de foie – las venden hechas -, o un medallón de foie fresco y pasado un segundo por la plancha.

Si la carne sigue caliente el foie empezará a deshacerse.

Con ayuda de una mandolina se lamina el resto de trufa negra sobre el foie, bastarán dos o tres lascas por plato.

Queda solo salsear y ahí va en gustos. Yo creo que usaré un cazo no muy grande y colocaré una cucharada sobre el foie y la trufa, luego marcaré el contorno de la tostada con otra cucharada de salsa para que no quepa duda de que también empapa al pan.

Habrá que abrir el mejor de los tintos que encuentre en mi bodega para que acompañe al plato que, aún siendo Turnedó Rossini lo acompañaré por la ópera de Verdi. Aunque tengo la tentación de servirlo con el brindis de fondo me parece más elegante pinchar las arias del último acto para que el convite no parezca una boda.

El cuadro de la pinacoteca de Marsella, concretamente del museo de Bellas Artes de esa ciudad.

La pintura francesa del XVIII me deja bastante frío, no creo que a los marselleses les importe que elija un cuadro de un pintor italiano – como no con el tono de esta entrada – y puestos a ponernos estupendos en vez de un cuadro he encontrado un cuadro de cuadros, de Pannini.
 
Ya queda menos para la bullabesa.

sábado, 12 de octubre de 2013

CAP.CCLXXXIV.- Un diletante en el taller.


Llevo varios días dándole vueltas a esta entrada, de hecho la he escrito y reescrito varias veces. Al final he decidido empezarla por el final y el final es John Marin, un pintor americano precursor del arte abstracto que nada tenía que ver con lo que estaba buscando.
 

Estaba yo buscando en la red a un pintor italiano que en los años 20 del siglo pasado tuvo gran notoriedad, vinculado a los ismos; estaba buscando cuadros de coches. Al final no he localizado todavía el cuadro que buscaba, no desfallezco.

La cuestión es que llegué a John Martin por casualidad, saltando de una web a otra, ha sido una sorpresa y el cuadro que he elegido puede que tenga que ver con el estado de mis cañerías y, a la vez, es un pintor luminoso y optimista.

Llevo dos semanas de revisiones de estómago, siempre me ha molestado el estómago pero no lo suficiente como para ir al médico. Hace unos meses nos anunciaron que uno de los niños podría ser intolerante a la lactosa y podía ser un problema hereditario, así que nos tocaba pasar por el taller.

Después de varios días de pruebas he recibido, con sorpresa, la noticia de que no soy intolerante a la lactosa, sorpresa porque llevo más de treinta años sin probar la leche y rechazando casi todos los lácteos, excepto el queso. Pensaba que mis molestias de estómago tenían que ver con la leche.

Me he salvado de lo de la lactosa pero no de casi todo lo demás. Para abrir boca una hernia de hiato grado II – como un caballo exclamó el internista que me hizo la endoscopia -, seguida de un reflujo recurrente que me tiene inflamado el esófago, además de una aftas en el duodeno. Cabe la posibilidad de que alguno de los problemas sea permanente. Además reside en mi estómago el helicobacter pylori, la bacteria de la úlcera. Casi todo el mundo tiene esta bacteria pero en mi caso es bastante agresiva, por lo que hay que eliminarla. Para eliminarla me han recetado un coctel de antibióticos que me van a dejar el estómago como una carretera a punto de asfaltar.

Los antibióticos tienen además el efecto secundario de producir descomposición por lo que he de tomar un protector de estómago. Por las mañanas tomo para el desayuno más fármacos que en una excursión del inserso.

Pasadas dos semanas empezaré con el tratamiento del resto de averías durante tres meses y después de las navidades volveremos a las pruebas.

La lista de prohibiciones interminable empezando por el café, alcoholes de todo tipo, fritos, grasas saturadas, legumbres, picantes; tengo que cenar a las ocho de la tarde y acostarme con la digestión hecha. En definitiva si me pusiera integrista tendría que abandonar los placeres de la pitanza y dedicarme a los del amor – de momento no me los han prohibido aunque todo se andará.

Menos mal que la propia doctora no era especialmente talibana y en las indicaciones me recetó un protector gástrico previo a las comidas copiosas, por lo que ella misma no descarta que de vez en cuando toque darse un homenaje.

Barajé la posibilidad de que el diagnóstico no le afectara al diletante, estableciendo así una distancia definitiva entre una y otra personalidad.

De momento como primera medida el día que recibí el diagnóstico marchamos a comer al Saint Remy donde cayeron unos huevos poché con foie y un tartar cortado a cuchillo, un plato de queso para acabar el vino y una tatín con helado de vainilla.

La semana que viene nos escapamos con unos amigos a Marsella para tomarnos una bullabesa, no sabemos si en Chef Fonfon o en Chef Michel. Para final de mes tenemos reserva en el Dos Cielos (espero que mi médico no lea este blog porque puede que me tire de las orejas).

Puede que haya quien piense que soy un insensato, pero lo cierto es que más allá de estos homenajes el resto de días me toca ser espartano y voy a serlo, de ese modo disfrutaré mucho más las dos visitas pendientes.

El diagnóstico ha tenido cierto efecto bloqueo en las labores del diletante, hasta el punto de que casi lo reconvierto en un bloguero “healthy”.

Pero del mismo modo que he descubierto a John Marin y sus acuarelas coloristas y difuminadas, creo que como contrapunto a tanta pastilla y a tanta dieta blanda habré de disfrutar, cuando menos, de las recetas soñadas, qué mejor que una silla de cordero a la renaissance, una receta premonitoria.

Estas recetas de toda la vida obligan a hacer un esfuerzo descriptivo porque dan por sentadas técnicas que hoy están olvidadas.

Empecemos por el cordero en silla: La silla de cordero es un corte del lomo del cordero, de los dos lomos, las faldas se unen por debajo y se ata bien, haciendo unas incisiones en la piel de la falda con la punta del cuchillo para que no se arquee al asar. Adjunto una foto para que se vea claro cómo se prepara la falda.
 

En los asados conviene elegir piezas hermosas – dos kilos y medio a tres servirán para quitar el hambre a 10 comensales -. La técnica de asado me la mejoró hace unos días una amiga, hay que encender previamente el horno a potencia media – 180º/200º -, una vez caliente colocar la pieza sobre una rejilla. Por debajo de la rejilla se coloca una tartera con agua o con caldo de carne – tres cuartos de litro -, unos minutos antes de meter la pieza de carne.

Yo soy de los que no salo la carne en crudo, sino cuando sale del horno. El tiempo de cocción clásico es el de 20 minutos por kilo de carne, yo creo que el gusto actual pide carne un pelo más cruda por lo que no apuraré los 20 minutos. De vez en cuando hay que remojar el asado con un poco de mantequilla o de grasa de cerdo – la receta ortodoxa recomienda no usar el líquido de la tartera.

Los asados hay que dejarlos reposar unos minutos antes de cortarles el los hilos, presentarlos en pieza completa y trincharlos en la mesa.

Con el líquido de la tartera – bien sea agua, bien caldo de carne -, se pasa a una cazuela y se hierve hasta que se reduzca 1/3. Como la carne ha sudado bien la salsa tendrá bastante cuerpo y sale de color pardo, yo soy partidario de una cucharada de mostaza.

La silla de cordero al renacimiento es una silla de cordero asada conforme a la técnica descrita, que se sirve con una guarnición de verduras - zanahoria, nabo, judía verde, espárragos, unos brotes de coliflor, patatas tempranas torneadas, fondos de alcachofa, incluso unos guisantes -, las verduras se hierven al punto, se escurren bien y se salan – la Marquesa de Parabere es partidaria de tornear las verduras -, cubiertas con una salsa bechamel ligera.

Lo dicho una receta de una sola pieza para que mis cañerías no se mustien con tanto medicamento y prevención.

domingo, 6 de octubre de 2013

CAP.CCLXXXIII.- Miscelanea semanal y una ventresca de atún a la plancha con tirabeques y puré de calabaza.


Apuro las últimas horas del domingo mientras se termina de cocinar un conejo con mostaza. Ha sido una semana intensa en todo, también en los fogones, y cuando me relajo en el sofá me siento como uno de los modelos de Botero, de ahí que haya elegido un bodegón de este pintor colombiano.
 

El viernes pasé por Bilbao y allí volví a tomar una torrija gloriosa en el restaurante del hotel Jardines. Tuve una hora libre en la que utilicé para comprar chuleta en Casa Rufo, me la envasaron al vacío y hoy me he dado ya el primer festín preparando un par de chuletas (800 gramos y un kilo) al carbón.

El miércoles preparé un bizcocho y empecé a organizar la cena que ayer sábado.

Puede parecer un caos, seguramente lo sea, pero lo cierto es que al final he salvado los muebles aunque ahora tenga la sensación de haberme comido un buey a trozos a lo largo de la semana.

Los invitados de ayer llegaron, como en la antigüedad, con unos botecitos con sal. La sal fue durante años moneda de cambio, antes de que llegara el oro o el papel moneda.

Eran sales aliñadas con especias y frutas secas, especiales para carnes, para ensaladas de tomate, incluso una sal aderezada con naranja.

Ayer tiré de recetario ya ensayado, no estaba la semana para experimentos. Hicimos el aperitivo con un tzaziki (pasta de yogur, menta ajo y pepino), unas barquetas de pasta brisa con pisto y unos cortes de helado de paté – así terminó el paté que probé en la entrada anterior, una vez cuajó el fiambre y reposó durante dos días en la nevera, puse una porción de paté entre galletas saladas -.

Fuimos a la mesa para tomar unos limones rellenos de albahaca, tomate cherry, anchoa y mozzarella. Después un trifásico con puré de guisantes, puré de patata, cebolla frita y un huevo pochado. La traca final vino con unos flanes de pies de cerdo, gambas, pistacho y pimiento sobre una cama de rúcula – con granadas y caparrones -, y una ventresca de atún.

El sábado a las ocho y media de la mañana estaba en el mercado, pendiente de las pescaderas, la ventresca vuela a primera hora de la mañana y conviene estar el primero de la cola. Me cortaron en tacos gruesos la ventresca, sin espinas y con piel, bastó con pasarlos unos segundos por la plancha, lo justo para que perdieran el color, con una pizca de sal gorda.

Para acompañar la ventresca pasé 4 minutos por la vaporera 300 gramos de tirabeques, que quedaron crujientes. Y una mancha de puré de calabaza hecho con una cebolla, 150 gramos de mantequilla, un chorrito de aceite de oliva, dos zanahorias, pimienta negra, comino y cúrcuma – por descontado 350 gramos de calabaza dulce -. Pasé todo por el termomix, 25 minutos a 100 grados para que quede cremoso y denso, un adorno mínimo ya que la ventresca era por sí sola espectacular.
De postre quesos - uno trufado que me ha hecho soñar -, bombones y malvasía de Sitges.

Termino la semana con el síndrome de las musas de Botero, aunque todo lo cocinado pudiera formar un bodegón apetecible.