viernes, 19 de mayo de 2017

Cap. CDXVII.- Divagaciones sobre la posibilidad de convertir el aeropuerto de Luxemburgo en un observatorio de aves.


Estoy en el aeropuerto de Luxemburgo, han pasado las seis de la tarde, todavía quedan tres horas para que salga mi vuelo de regreso a casa.

Es viernes, en Luxemburgo llueve. Cientos de funcionarios de distintos países europeos van arriba y abajo del aeropuerto deseando llegar a sus ciudades de origen. Luxemburgo es un país de paso, se vive bien, tiene un altísimo nivel de vida, pero es tierra de paso. Seguramente durante el fin de semana la ciudad será una ciudad fantasma y su larga avenida con imponentes edificios públicos y privados será fantasmal.

He estado tres días en Tréveris, en un curso de derecho comunitario, Tréveris es una pequeña ciudad de Alemania (como la de la novela de Le Carré), escondida entre bosques. Allí hay una escuela de derecho europeo. Durante dos días he estado sumergido en una burbuja de presentaciones en power point y exposiciones en inglés. Había un ponente inglés al que era imposible seguir, el resto de los ponentes manejaban un inglés de supervivencia muy fácil de reconocer y de entender. Hemos hablado de Google, de las grandes marcas transnacionales, de los riesgos de las falsificaciones, del comercio electrónico y de las redes piratas. Clases de 40 minutos, muy participativas. En todo momento la organización nos ofrecía galletitas y tazas de té.

No hay grandes sorpresas gastronómicas por estos lares. Los filetes empanados fritos en grandes cubetas de mantequilla, los pasteles insípidos de verdura, con suerte un poco de trucha. Salchichas por doquier, guisos de cerdo… El jueves a mediodía en el bufete que ponía la organización había un estofado de corzo, demoledor si tenemos en cuenta que tras el estofado quedaban todavía tres horas de debates.

Los modernos viajes por Europa responden todos a un estándar parecido, sobre todo los viajes de trabajo. Gente que pasea medio zombi buscando coberturas de wifi gratuito, peleándonos por un enchufe libre en el que poner a cargar los teléfonos.

Las ciudades responden casi todas a un mismo patrón, las mismas tiendas, las mismas cadenas de restaurantes, las mismas ropas y complementos.

Yo he encontrado un rinconcillo detrás de la zona comercial para poder trabajar y vigilar de reojo a los transeúntes. Con alguno de ellos he compartido las jornadas de Triers, son abogados, profesores o altos funcionarios internacionales que han perdido el glamour de hace algunas horas, ya no son brillantes ponentes que nos iluminan con sus conocimientos, son zombis que se han aflojado ya el nudo de la corbata, que discuten con sus parejas sobre cuestiones cotidianas, que se hurgan a escondidas la nariz.

Nos saludamos con un ligero gesto elevando la cara, sin confianza para iniciar una conversación. Hace un momento un abogado inglés me ha pedido que le vigile la maleta mientras acude al servicio. Supongo que esa ayuda nos permitirá entablar una conversación un poco más intensa durante el tiempo de espera. Así practicaré mi inglés unas horas más, además con un inglés de la City, dios quiera que no tengamos que hablar del brexit, que nos contentemos con hablar de futbol.

La organización del congreso al que asistía ofrecía una lanzadera desde la Universidad de Treveris hasta el aeropuerto de Luxemburgo, yo, como soy un intrépido aventurero, preferí desplazarme por mis medios: trenes y autobuses.

He estado tentado de darme un paseo por Luxemburgo, pero llovía, era la hora de la salida de las oficinas y la ciudad, completamente levantada por las obras, parecía una sitiada por la guerra. Los carteles anunciaban una exposición de Fernand Leger, pero he tenido la mala fortuna de que hasta mañana no la inauguran. La última vez que estuve en esta ciudad tuve la oportunidad de descubrir a un escultor alemán del que he olvidado el nombre.

En  Tréveris, frente a las aulas donde nos impartían las clases, había una escultura de Chillida, hace ilusión ver arte amigo cuando sales de casa, descubrir que a veces las cosas se valoran mejor fuera.

Ayer en la cena de despedida una jueza francesa me estuvo preguntando por Dalí, quería visitar Figueras este verano con la familia, le di algunas referencias gastronómicas por la zona.

Dicen los viajeros relamidos que todo viaje supone un viaje interior, incluso este tipo de viajes de trabajo tiene elementos de introspección, aunque corremos el riesgo de que al introspeccionarnos no encontremos gran cosa de interés.

Yo aprovecho para leer, para escribir, para echar de menos a la gente que quiero, no la echas de menos hasta que no te das cuenta de que no la tienes al lado.

El gran reto de lo que queda de tarde es elegir el bocadillo que me comeré cuando me entre apetito, decidir si me tomo un par de cervezas que me amodorren y me permitan transitar por los corredores del aeropuerto como un zombi más.

Mañana, con un poco de suerte, me acercaré al mercado, tengo un poco de lío a primera hora de la mañana porque le he prometido a un amigo que daría una charla sobre el sistema judicial español a un grupo de abogados europeos que celebra su encuentro anual en Barcelona. Cuando termine mi breve exposición me aflojaré el nudo de la corbata y me escaparé al mercado a comprar gambas. Hace algunos años escribí sobre el carpaccio de gambas, la entrada se llamaba cadáveres exquisitos.

Mañana seguramente haré un pastel de gambas, con algunas trampas:

Compraré una docena de gambas rojas, gambas grandes. Las pasaré un par de minutos por la sartén, que suden un poco.

Mientras enfrían sofreiré una cebolla grande y dos zanahorias picadas. Pondré a hervir un par de huevos.

Creo que en la nevera tengo congelada una cola de merluza, me irá también bien. He de acordarme esta noche, cuando llegue a casa, de sacarla del congelador.

Cuando las gambas se hayan enfriado un poco las pelaré, reservaré las colas jugosas de las gambas en un plato. Pondré las cabezas y las cáscaras de las gambas en el thermomix, añadiré medio litro de leche ideal, una pizca de sal, una pizca de pimienta blanca y un trozo minúsculo jengibre.

Programaré el aparato 15 minutos, a máxima temperatura y máxima capacidad para que los restos de las gambas se desintegren en la crema de leche, queden completamente desleídos en el caldo, que tomará un color rosado encantador.

Pasaré por la sartén la cola de merluza, lo justo para que pueda desmigarse después.

En un bol pondré la leche ideal herida por los restos de gambas, los trozos sin espina de la merluza, dos huevos duros picados, la cebolla con la zanahoria sofrita y las colas de gamba enteras. Añadiré 4 huevos que batiré bien antes de mezclarlos en el bol con el resto de ingredientes.

Engrasaré un molde metálico alargado, de los que se usan para hacer plumcake, encenderé el horno y pondré una bandeja alta llena de agua para que el pastel cuaje al baño maría.

Prepararé una mahonesa muy densa. No quiero cubrir el pastel, quiero que se vea rojo, que asomen las colas de las gambas, pero una gran cucharada de mahonesa espesa al lado le dará contraste.

Si todo va bien, los colores del plato serán como los de los cuadros de Fernand Leger, los que no he podido disfrutar esta vez, aunque no descarto que en unas semanas me toque viajar de nuevo por estas tierras, entonces el objetivo será disfrutar de Leger y del vino blanco del Mossela.
Resultado de imagen de Fernand Leger still life

miércoles, 10 de mayo de 2017

CAP. CDXVI.- Porqué soy del atleti y lo mal que lo paso.


Soy del atlético de Madrid, muy del atleti, a quien le guste el futbol comprenderá lo que significa.

Llevo unos días meditabundo, cabizbajo, me escoció mucho que el Madrid me metiera tres goles la semana pasada (digo me escoció porque no me gusta utilizar palabras malsonantes en las redes, no vaya a ser que me censuren), me los metió a mí, no a mi equipo.

Cuando te meten un gol en el minuto 8, después de un fuera de juego posicional, en el campo del RM, un campo agresivo, brabucón, innecesariamente faltón. No queda nada del señorío del que hacían gala hace medio siglo, ahora es el RM es un equipillo más, obsesionado con la historia, con su historia.

Nosotros nos vinimos abajo, es normal que nos vengamos abajo, nuestra vida futbolística ha estado marcada por la fatalidad, parecemos personajes de una tragedia de Shakespeare, enfrentados a nuestro oscuro destino. Hemos tocado varias veces la gloria con la yema de los dedos, hemos saboreado durante algunos segundos el placer de las estrellas, pero caemos estrepitosamente, con estilo, con dignidad, pero con estrépito. Somos maestros de la aptitud y la actitud, durante los últimos años hemos impreso una forma de enfrentarnos a la realidad, al mundo, con intensidad, con respeto, con esfuerzo colectivo. Partido a partido.

Esta noche no veré el partido, me pongo nervioso, yo, que nunca pierdo la calma, en estos partidos suelo angustiarme absurdamente, además mis hermanos pensaban que era un poco gafe.

Me iré a cenar con unos profesores italianos que están de paso por Barcelona, profesores de Florencia. No veré el resultado hasta que no regrese a casa.

Pase lo que pase estaré contento, si ganamos y eliminamos al Madrid además de un milagro será una nueva pequeña cuota de gloria, de esa gloria que rondamos y que no terminamos de rematar. Puede que nuestro encanto se encuentre en ese merodeo por las inmediaciones del Olimpo.

He elegido como cuadro un clásico de Picasso, la Alegría de Vivir, un cuadro que entronca con los grandes cuadros festivos de la historia de la pintura.

Como receta algo sencillo, original, un punto mágico, un aperitivo que muy bien podría servir para una tarde/noche como la de hoy, un aperitivo ideal para acompañarlo con un riesling.

Se necesitan un par de manzanas ácidas (granny Smith), una plancha de salmón ahumado, unas avellanas tostadas y unas cucharadas de azúcar moreno.

Se pasan las avellanas tostadas por una sartén, sin aceite ni nada, se trata de extraer a las avellanas el máximo de humedad, que queden doradas sin quemarse. Cuando estén bien tostadas se retiran y se dejan enfriar (conviene que no tengan muchos pellejillos).

Cuando estén frías se pican – 150 gramos es suficiente - (con una picadora o con el thermomix), se añaden tres cucharaditas de azúcar moreno. Quedará un praliné de avellana muy sabroso.

Se pelan un par de manzanas ácidas, se descorazonan y se parten en láminas de dos milímetros de grosor. Si no se van a usar de inmediato conviene poner a las manzanas un poco de limón para que no se oxiden.

Se extiende la picada de avellana y azúcar en un plato sopero y se van rebozando los trozos de manzana ácida, hasta que queden razonablemente cubiertos del granulado.

Sobre cada rodaja de manzana se pone una lasca de salmón ahumado (conviene que sea de buena calidad). El contraste graso del salmón, dulce del azúcar, ácido de la manzana y tostado de los frutos secos combina a la perfección.

Escribo con prisas, antes de que empiece el partido, antes de huir. Mañana, pase lo que pase, sacaré pecho ante cualquier adversidad, soportaré la burla de los merengones, la soberbia con la que nos miran, perdonándonos la vida. Pero si por esos caprichos del destino ganamos y nos clasificamos, sonreiré, como siempre sonrío cuando llego a territorio hostil, y me acordaré del relato que escribió Fernando de León en el libro que conmemorativo del centenario del Atleti. De León robó una historia sacada de una película francesa, allí unos ejecutivos fanfarrones y ostentosos comentaban, acodados en la barra de un bar, sus éxitos y seducciones, elevaban la voz, no se privaban de detalles, estaban gozosos de que todos los presentes pudieran escuchar lo buenos que eran, su inteligencia, sus triunfos, el dinero que les salía de los bolsillos, el bronceado impecable de su piel, el rizo perfecto sobre la cabeza, el traje impecable, corbata de alta costura.

Acodado en la barra de ese mismo bar un chico en vaqueros, desaliñado, con aspecto de haber tenido poca fortuna en la vida. Sin embargo, estaba feliz, radiante, sin llegar a mirar a sus compañeros de barra sonreía pícaramente, lo que hacía que sus compañeros elevaran todavía más la voz, describieran con mayor detalle sus seducciones, dando incluso nombres de mujeres hermosas y conocidas que habían sucumbido a sus encantos. Cuanto mayores eran las hazañas contadas por sus compañeros, más resplandecía la sonrisa de aquel chaval flacucho y desaliñado.

Daba lo mismo que los gemelos fuera de oro, que los relojes fueran suizos, que no hubieran de incluirse en las listas de espera de los grandes restaurantes, que mujeres de belleza increíble hubieran caído rendidas a sus encantos. El muchacho desgalichado sonreía y disfrutaba con lentitud de una copa de cerveza con unas almendras tostadas.

Desesperado, uno de los ejecutivos agresivo, uno de esos triunfadores que galleaban con sus triunfos se le acercó desafiante y le dijo: “Tú, pringado, porqué te ríes, no te damos envidia, no querrías ser uno de nosotros, no soñarías con disfrutar de una décima parte de todo lo que hemos disfrutado nosotros en la vida”.

El chico le miró a los ojos y, sin perder la sonrisa, les dijo: “no os envidio en absoluto, habéis hecho el amor a cientos de mujeres de bandera, habéis comido en los mejores restaurantes y no tenéis que preocuparos por vuestra cuenta corriente. Os habéis bebido ya seis cubalibres y dentro de un rato iréis a vuestros lujosos apartamentos y dormiréis solos, empapados en vuestras proezas. Yo, sin embargo, no dormiré solo, hace meses que no hago el amor, pero esta noche lo haré, hoy me toca a mí y mi noche, aunque fuera la única de mi vida, vale mucho más que todas vuestras aventuras. Porque es mi noche, porque hoy no tengo incertidumbres, haré el amor y, además, estoy enamorado”. Apuró su cerveza y marchó cantando del bar.

         Mi versión del relato de Fernando de León no es literal, no he encontrado el libro en el que aparece, pero el relato condensa las razones por las que soy del atleti.