miércoles, 30 de diciembre de 2020

Capitulo DLVIII.- bao bum de morcilla en honor de Adeline Grattard.

Sucumbí a la masa madre, pensé que, superados los meses de duro confinamiento, podría zafarme del canto de sirenas de la masa madre, de la levadura y la bollería casera. Durante muchas semanas todo el país hizo pan, miles de personas se doctoraron en repostería casera, yo creí que tendría la fuerza suficiente para evitar caer en lugares comunes, evitaría correr a primera hora al supermercado para comprar piezas de levadura prensada y sacos de harina de fuerza. Hasta diciembre aguanté sin flaquear, encontré mi refugio en flanes y púdines con cruasanes (así recomiendan escribirlo) y ensaimadas endurecidas. Pero al final la llegada de la Thermomix (sigo con mis dudas sobre el sexo de la maquineta) me ha precipitado hacia las tinieblas de la masa madre y lo triste es que ha sido de forma natural, sin tener que forzar mis hábitos. La Thermomix es un aparato muy útil para las masas, es limpia y precisa, no es necesario enfangar de harina la cocina, no hay que rectificar las medidas para ir dándole a la masa trigo sin tregua. Empecé con masas fáciles, las que no necesitan levaduras. La de la quiche era sencilla y vistosa, mucho más sabrosa que las pastas brisas u hojaldradas que venden en los mercados. Diciembre ha sido/está siendo un mes de cocina intensa, poco más queda por hacer. Nada en los cines, teatros cerrados, limitados los contactos sociales, pateadas todas las series posibles de Netflix y del Plus. La familia ávida de platos sabrosos. Cocina non stop. El fin de semana pasado empecé a planificar las tareas del roscón (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2013/12/capccxcviii-indolencia-rosconiana.html ), un clásico desde que me convertí en diletante. Preparo dos roscones de reyes con la ceremonia de un alto pastelero parisino del siglo XIX. Y, casi sin quererlo, llegó la masa madre, ¿por qué no?, me dije. A mi fantástico roscón de reyes no le vendría nada mal el impulso de una masa madre de verdad, la madre de todas las masas. No tuve que bucear en sesudos libros de panadería, el tutorial de la Thermomix (el Cookidoo) daba cuatro indicaciones fáciles para las que no era necesario contar con los motores de la máquina, sólo un frasco grande de cristal en el que dejar reposando una pasta infecta y burbujeante. La masa madre ha resultado fantástica, caprichosa, pero fantástica. Fácil de manejar, siempre que se la mime un poco. Empecé con 90 gramos de agua mineral a temperatura ambiente, 30 gramos de harina de trigo integral y 60 de harina de fuerza. Se mezcla bien y se deja reposar en el bote abierto, a la intemperie, durante 24 horas, en una zona de la cocina que no sea muy fría. Pasado el primer día se contempla con cierto asco, ha quedado una especie de moco como capa superior, se mezcla con convicción (superé la tentación de tirarlo por la taza del wáter) y se incorporan otros 90 gramos de agua mineral a temperatura ambiente, 30 gramos de harina integral de trigo y 60 de harina de fuerza. Se remueve y se vuelve a abandonar durante otro día completo, en el mismo lugar, también destapado. En la segunda jornada el engrudo empieza a animarse, no se contenta con ser mucoso y esponjoso, empieza a subir, tímidamente. Las bacterias empiezan a estar confiadas, la madre se anima y empieza a crecer. Todavía no está a punto. No tiene la solera necesaria. Dice la receta que hay que despreciar la mitad del mejunje, volcar la mitad para que se pierda por la taza del wáter, viscosa, densa, de olor un punto acre… vi como desaparecía al tirar de la cadena. Es el momento de repetir la operación, 90 gramos de agua mineral, 30 de harina integral y 60 de harina de trigo. Esta vez se mezcla y se tapa, ya puede reposar en la nevera, la madre está ya en forma. Con ese bote pringoso de aspecto infame en la nevera, el principal cuidado que hay que tener es que no lo abra y lo pruebe alguien despistado, pensando que es una crema exótica. También hay que evitar que termine en la basura, arrastrado por las sucesivas operaciones “orden en la casa” propias de las navidades. Estoy tentado de poner una pegatina o marcar con rotulador indeleble la advertencia de no tocar. A partir de este momento la madre de todas las masas sirve para alimentar mis experimentos culinarios con harina de estos días, empezando por el roscón, al que incorporé 2 cucharadas superas de mi madre masa en las bases de la primera fermentación. Entre fermentación y fermentación del roscón de reyes, me anime a preparar unos bao bums chinos (unos panes de leche). He de confesar que he fracasado varias veces con los bao bums, incluso con la nueva Thermomix me salió un bizcocho deforme y dulzón que gustó a los niños, pero que distaba mucho de ser el bao bum de las calles de Hong-Kong. Hace un par de días, aprovechando uno de los tiempos muertos de la ceremonia rosconiana, me dispuse a hacer unos baos, casi sin quererlo. Localicé la receta más sencilla de las que ofrece la Thermomix, sólo necesitaba 200 gramos de leche, 15 gramos de levadura prensada fresca, 270 gramos de harina de fuerza y una cucharada de sal. Atemperé un poco la leche, sin que llegara a hervir, sólo quitarla el frio para que se diluyera bien la levadura. Cuando se deshizo la levadura en la leche añadí dos cucharadas de mi masa madre, incorporé los 270 gramos de harina de fuerza y la cucharada de sal (puse cucharada y media de las de café). La máquina se ocupó de amasar en 2 minutos. Si lo hubiera hecho a mano creo que en 15 minutos habría conseguido una masa flexible. Creo que el truco está en que hay que amasar con la leche tibia. Para que la masa no se me pegara en las manos, me mojé los dedos con un poco de aceite de oliva hasta conseguir una bola flexible que dejé reposando en un gran bol, con un poco de harina espolvoreada en el fondo. Tapé el bol con un trapo y me olvidé de la masa durante 3 horas. La bola dobló sin problemas su tamaño, casi llegó al triple de su volumen. Volví a mojarme los dedos en aceite y cogí la bola, la aplasté para que perdiera el aire y dividí mi masa en ocho porciones redondas, intentando que fueran iguales. Las extendí sobre un paño y las cubrí durante una hora larga para que volvieran a estabilizarse los fermentos. Las 8 bolas doblaron rápidamente su tamaño. Tenía en la nevera un trozo de morcilla que había sobrevivido a los caldos navideños. Dividí mis restos de morcilla en 8 porciones del tamaño de una avellana. Había visto un video de una cocinera francesa casada con un chino, la cocinera se llamaba Adeline Grattard, dueña del Yam’tcha, un restaurante parisino que espero poder visitar cuando regresemos a la verdadera normalidad. Estaba preparando unos baos de queso stilton, lo hacía mientras hablaba delante de la cámara, rememorando sus inicios; vi como cogía una de las bolas, la aplastaba y amasaba de nuevo con las manos, formaba un disco de diámetro no muy ancho y depositaba una porción de Stilton para luego plegar el disco de masa, cerrándolo herméticamente y redondeándolo de nuevo. Eso hice yo con mis bolas de masa y con la morcilla. Extendí sobre la palma de la mano la bola, puse la pizca de morcilla y cerré con cuidado el disco para que volviera a ser una espera esponjosa. Hice 8 baos cerrados de morcilla. Los dejé de nuevo reposar una hora para que volvieran a crecer y doblar su tamaño. Los mantuve cubiertos con un paño. Cuatro de los baos fueron a la vaporera (20 minutos), los otros cuatro al horno (13 minutos, 180 grados, previamente pincelados con huevo batido). El resultado lo colgué en mi Instagram, las dos cocciones gozosas. He de decir que los baos al vapor los pasé un segundo por una plancha engrasada, para que se tostara un poco la superficie. Mis hijos fueron los conejillos de indias del bao de morcilla. Alucinaron con la masa esponjosa, con la miga firme y con la pizca de morcilla sudada en su interior. Feo es decirlo, pero estaban maravillosos, una delicia. No sé si ha sido un golpe de suerte, la paciencia de dejar fermentar las masa (creo que es el verdadero secreto) o el punto de la masa madre ayudando a la levadura. La cuestión es que estos baos quedan automáticamente incorporados a mi recetario, espero hacer piruetas con los rellenos gracias a los 30 segundos que vi de la mañosa Adeline manipulando la masa. Respecto de la masa madre, una indicación final para quien llegue hasta este punto. Las medidas son indicativas, no hace falta ser germánico con las medidas, lo importante es no hacer una cantidad descomunal de masa madre, solo un botecillo de cristal en el que ir añadiendo un chorrito de agua, una cucharada de harina integral y dos de harina, así se va reponiendo lo que se use. Cada dos o tres días se abre el bote, se descarta 1/3 de la masa y se vuelve a cargar de nuevo. Espero que la masa madre viva durante varios meses en la placidez de la nevera de casa. Estoy teniendo dificultades para colgar cuadros en el blog, no sé si es un problema transitorio o nueva política de gestión de imagen, una pena. Me gustaría que si alguien tuviera que pintar mi cocina se acordara de Jean Batista Simon Chardín (https://www.nationalgallery.org.uk/paintings/imitator-of-jean-simeon-chardin-still-life-with-bottle-glass-and-loaf). https://www.nationalgallery.org.uk/media/33271/n-1258-00-000035-hd.jpg?crop=0.098412202380952371,0,0.061483630952381,0&cropmode=percentage&width=350&height=350&rnd=132385855266700000&bgcolor=fff

domingo, 13 de diciembre de 2020

Capítulo DLVII.- Ñoquis y dudas, o dudas y gnochis

Llevo varias semanas sin hacer entradas en el blog, he cocinado mucho estos días pero no he encontrado el momento o el tono para ponerme a escribir, supongo que son las dudas, hay épocas en la que pierdes la seguridad y cuesta ponerse a pensar. Al final, todos terminamos siendo un poco ciclotímicos. Puede que la incertidumbre de estos tiempos no ayude a centrarse. Durante las semanas que estuvimos confinados resultaba mucho más fácil focalizar la actividad, establecer rutinas. Pese al aparente parón, fueron días trepidantes. Creo que desde el 14 de marzo hasta el 15 de junio escribí cerca de dos mil páginas. A medida que se levantaron las restricciones y empezaron a hablarnos de la “nueva normalidad” esa focalización se fue dispersando. Ahora nadie habla de “nuevas normalidades” y vivimos en una situación de espera un tanto ansiosa en la que deseamos que todo sea una pesadilla, pero tememos que, en realidad, siga el desastre. Tiempos inciertos en los que cuesta aislarse de tanto mensaje contradictorio. Puede que revise el viejo ensayo de Eco sobre apocalípticos e integrados. Para intentar volver a recuperar el ritmo del Diletante me enfrasqué en un estudio absurdo sobre los ñoquis y enseguida empezaron las dudas sobre si escribir ñoquis, gnochi. La palabra por lo visto tiene su origen en el latín, como casi todo, de nucleus (nuez) pasó a gnuoccolo. En el renacimiento en España se hacían unos bollitos dulces que se llamaban ñoclos. No he empezado a cocinar y ya empiezan las dudas sobre cómo escribir la palabra y cuál es su origen. Escribirlo en italiano queda mucho más cool que escribirlo con ñ y q. Los italianos son los mejores vendedores del mundo. He revisado varias recetas que no han disipado mis dudas. Con huevo o sin huevo, con mantequilla o sin mantequilla, mezclándolos con el queso rallado o poniendo el queso después. Y, si se añade queso, parmesano o pecorino, o por qué no un poco de idiazábal curado. He hecho varias pruebas, algunas frustradas. Al final la que me convence más es la de Jaime Oliver que, a su vez, se la robó a una cocinera italiana que tenía una casa de comidas en Roma. Es la más simple de las recetas, sin ningún engaño ni mentira, sólo un secreto, hay que comer los gnochis casi de inmediato, no dejar que pasen mucho tiempo. Para los ñoquis de la abuela Teresa se necesita un kilo de patatas, preferiblemente de la variedad agria o monalisa, conviene que sea una patata muy terrosa. Hay que hervir las patatas con abundante agua, en una cazuela grande, con dos cucharadas de sal. La patata hay que ponerla en el agua desde frio, sin pelar. No hay que preocuparse del tiempo, las patatas estarán a punto cuando la piel se empiecen a cuartear, se abren algunas grietas y la pulpa empieza a derretirse. Conviene que las patatas sean todas de una medida parecida para que todas se quiebren a la vez. Hay que sacarlas y ponerlas a escurrir en una bandeja grande, a medida que van humeando se evapora el agua. En función de la resistencia al calor que tenga cada uno, hay que ir pelando las patatas, aún a riesgo de escaldarse. A medida que quedan pelando las patatas se van apartando sobre la superficie donde se va a trabajar la masa. Mi afrancesamiento me impulsaba a añadir un poco de mantequilla, incluso un poco de aceite, pero la Nonna Teresa me vigilaba desde el más allá, pendiente de mis dudas. Pude aplacar mis instintos afrancesados y seguir avanzando. En algún recetario proponen añadir un par de yemas de huevo, pero en la receta que estoy siguiendo eso sería pecado. Según las indicaciones de la anciana cocinera, que parecía tener malas pulgas, bastaba con incorporar sobre las patatas 180 gramos de harina de fuerza, mejor si se tamiza previamente. Espolvoreamos 20 o 30 gramos más de harina sobre la superficie y empiezan a aplastarse las patatas, primero con un tenedor y, a medida que se vayan deshaciendo con la harina, pasar a trabajar la masa con las manos hasta conseguir que los dos ingredientes se amalgamen bien. El truco del ñoqui es que se amase con la patata todavía humeante. Se forma una tira cilíndrica, no muy ancha, apastando bien la masa para que el ñoqui quede compacto. Cuando hayamos alcanzado el grosor deseado vamos cortando en pequeñas porciones con un cuchillo. En el programa de televisión en el que vi la receta, la cocinera separaba cada porción y jugueteaba con los dientes de un tenedor para que quedaran marcadas las estrías en cada gnochi. Otra posibilidad de buscar un rallador de pan de los de toda la vida y deslizar por la superficie rugosa las bolitas de patata y harina. Un kilo de patatas y 180 gramos de harina (un poco más por la que se espolvorea sobre la mesa para trabajar la masa) dan para diez raciones cumplidas. Hay que tener una olla con abundante agua hirviendo (sirve el agua en la que se cocieron las patatas), se van lanzando los ñoquis sobre el agua hirviendo, uno a uno, para que no se peguen. Las bolitas primero se hunden y en cuanto flotan se retiran con una espumadera y se llevan a la bandeja en la que se servirán. Hay que ser rápido y mañoso para sacar las piezas, escurrirlas y dejarlas en el plato. Ya están casi a punto. Si te da el punto francés bastará un par de nueces de mantequilla, una pizca de pimienta y queso rallado. Si el punto es español, va también bien un chorrito de aceite de oliva, unos piñones, un punto de nuez moscada y el queso idiazábal rallado. La Nonna Teresa los servía con un ragú muy sencillo, en salsa de tomate. Yo probé la receta y los ñoquis quedaron maravillosos, esponjosos y delicados. Un poco de aceite, el queso, la pimienta y los piñones fueron suficientes. El problema vino con los ñoquis que sobraron, no los cocí, los guardé en un tupper pensando que se secarían y que aguantarían 3 ó 4 días. Error. Al día siguiente se habían enmohecido, una tragedia. He localizado un cuadro de un pintor paquistaní, Salman Toor, tiene 37 años y un manejo de los tonos pastel increíbles. Me gusta el tono aparentemente informal, como de tebeo, de sus personajes. Podría ser un pintor costumbrista del París de principios del Siglo XX (https://naturemorte.com/exhibitions/iknowaplace/selectedartworks/6154/)

domingo, 1 de noviembre de 2020

Capítulo DLVI.- ¿Habrá que desempolvar el Decamerón?

Creo que me va a tocar desempolvar a Boccaccio, las cifras de contagio siguen subiendo y los hospitales están al borde del colapso. Me quedan todavía 50 cuentos por reseñar, los cincuenta últimos, hubo un momento en el que pensé que podría olvidarse del Decameron, pero se acercan días complicados. Todos hemos encontrado una excusa para salir de casa estos días, siempre hay algo que comprar, un recado pendiente o simplemente dar una vuelta para que los niños no se pongan histéricos, aunque los histéricos terminemos siendo nosotros. Hay miles de personas en la calle empeñadas en tener una razón para pasear, nos ponemos nuestra mascarilla y, con más o menos relajo, nos lanzamos a la calle. El tiempo no ayuda, no hemos instalado en un veroño que a medio día te obliga a ir de manga corta. Hace calor y las terrazas de los bares están cerradas. Cuando nos adentremos en el mes de noviembre y las cosas se compliquen, que se complicarán, tendremos que asumir que las navidades volveremos a pasarlas encerrados, será la única manera de controlar la situación y pensar que, a lo mejor, con un poco de suerte, si el virus se relaja o se encuentra por fin una vacuna, el año 2021 será luminoso y alegre. No creo que tenga mucho sentido buscar culpables. Esta semana una madre joven le decía a su hija que todo esto pasará y que volveremos a pasear por la calle sin estar embozados, sin privarnos de besos y abrazos. Seguro que ese tiempo llegará, no cabe duda, pero toca un otoño/invierno extraño, más agrio de lo que fue la primavera porque ya no nos creemos nada. Y mientras transitamos a un otoño gris y amargo preparo unas lechugas braseadas, una receta tomada de Paul Bocusse, una receta de las que permite transitar de los días soleados al mal tiempo. Se necesitan media docena de cogollos de lechuga, podrían utilizarse lechugas más grandes, pero los cogollos van bien. No hace falta quitarle las hojas más verdes, sólo pasarlas por agua fría para quitar los restos de tierra y rebanar un poquito el tronco de los cogollos, que suele estar oxidado y feo. Ponemos a hervir una olla con tres o cuatro litros de agua y una cucharada generosa de sal. Mientras el agua rompe a hervir sofreímos en una sartén una cebolla cortada en juliana fina, un calabacín en daditos, una zanahoria también en dados y una rama de apio verde. Todo picado fino, con un poco de aceite de oliva y unos taquitos de jamón serrano. No hará falta salar el sofrito, el jamón se ocupa de darle un punto sabroso. Ponemos un poco de pimienta y una pizca de comino (yo siempre tiro del comino para los sofritos). Enciendo el horno para que se caliente, 150º será suficiente. El agua ha empezado a hervir, sumergimos durante 2 o 3 minutos, no más, los cogollos. Es increíble como el calor hace que la lechuga pierda su punto dulce y amargue un poco, como si fuera una verdura de invierno. Saco rápidamente los cogollos escaldados, los escurro bien y los dejo en una bandeja de cristal. El sofrito está ya a punto. Cubro las lechugas con el sofrito. Tapo la bandeja de cristal con papel de aluminio y la meto en el horno, 20 minutos cubierta para que las verduras terminen de cocinarse con sus propios jugos. A los 20 minutos saco la bandeja del horno, remuevo un poco y añado un vaso grande de caldo de pollo (de verdura también sirve). Programo el horno otros 20 minutos, esta vez al descubierto para que se evapore bien y se tuesten ligeramente las hojas exteriores de los cogollos. El plato puede ir directamente a la mesa. En una receta que transcribí en 2012 le espolvoreaba a un plato parecido un poco de queso parmesano, esta vez le pongo pecorino, pero podría tomarse sin aditamento alguno. Sirve igual como guarnición para un guiso de carne que para un primer plato. Cocinar me alegra el día, me permite pensar que nada es irreparable. Elvis Costello, que ha cumplido ya 66 años, acaba de editar un nuevo disco, a lo mejor no está todo perdido, quien sabe si los 50 relatos pendientes de Boccaccio pueden quedar en el olvido. Nunca se sabe. Pincho un cuadro de Theo Van Rysselberghe, no sé si se podrá ver bien, engancho el enlace por si las moscas. No queda muy lejos de Sorolla, tal vez menos luminoso, pero está bien, muy del mes de octubre. EL cuadro se titula Tarde de Verano (http://es.buypopart.com/BuyPopArt.nsf/A?Open&A=8YE3TF). Conviene no desanimarse. http://es.buypopart.com/Art.nsf/O/8YE3TF/$File/Theo-Van-Rysselberghe-_Summer-Afternoon-also-known-as-Apres-Midi-d_ete-_.JPG

sábado, 17 de octubre de 2020

Capítulo DLV.- Cierran los bares.

Cierran los bares y los restaurantes, supongo que habrá poderosas razones para tomar esta medida, pero yo la vivo como una pequeña tragedia. Hoy, al salir a comprar el periódico y las cuatro cosas que me faltan para los guisos del fin de semana, no estaban las terrazas en las que me tomo el pincho de tortilla, el bocadillo de butifarra o las ensaimadas de crema, según el día. A la puerta del bar del mercado se formaba una cola para tomar un café y las tortillas de patata se preparaban de encargo. No me gusta tomar el café en vaso de papel, lo hacen más largo y no me dan cucharilla para remover el azúcar. Puedo tomarlo en un banco de la plaza, buscando un sol que empieza a parecer de invierno, leer el periódico y organizarme para desenvolver de una servilleta el pequeño bocadillo, pero no es lo mismo. Sentado en la plaza del banco me siento más desamparado, me molesta más el frio y el viento. Quedo expuesto a las miradas de los otros transeúntes, que pensarán que soy un ocioso o un insolidario dispuesto a expandir mis miasmas por el universo. Los bares me daban consuelo, a todas las horas del día. Los restaurantes también. Cuando volvieron a abrirlos en junio pensé que empezábamos a ganar al virus. Ahora, que vuelven a cerrar, pienso que tenemos por delante un otoño y un invierno muy complicados, durante unos meses costará que lleguen buenas noticias y habrá que conformarse con lo poco o mucho que uno tenga, sobre todo con la riqueza inmaterial porque los “riders” y los supermercados seguirán teniendo de todo. Creo que tendré que desempolvar en breve el Decameron y abordar las 50 historietas que abandoné en junio. Si vuelven a confinarnos volveré a Boccaccio y a sus novelillas licenciosas del año de la peste. Sigo con la política de ver pocas noticias, creo que la gente está más obsesionada en buscar culpables y lapidarlos que en encontrar soluciones, puntos de confluencia. El problema no es sólo político, que lo es, es también un problema social y cultural, parece que el cabreo permanente dé confort. Me niego a dejarme arrastrar por esa corriente oscura y ofensiva que se asienta en ir lanzando mierda hacia todas partes. He salido a la calle y, por primera vez en semanas, no me he parado en el bar a desayunar, he regresado a casa con un pequeño agujero en el estómago y en la moral. Ayer compré las primeras mandarinas, ya son dulces, fiables. He preparado un sorbete de mandarinas para ese tránsito del verano hacia el otoño. He aprovechado los últimos días soleados. Leo que en Madrid han programado una exposición de cuadros de Botero, una noticia alegre, luminosa, aunque no pueda ir a verla. He tenido algunos problemas con el navegador de internet y eso me impide colgar imágenes de cuadros, no sé si han intensificado los cortafuegos de protección de la propiedad intelectual o es solo un problema técnico. Lo cierto es que este contratiempo ha hecho que estas últimas semanas el Diletante escriba menos. Aunque le insertado un bodegón de naranjas de Botero, como no sé si saldrá al final en el blog, pongo el en lace de la web en la que lo he encontrado (https://www.pinterest.com.mx/pin/544302304954338842/?autologin=true&nic_v2=1aUMEEixV), en esa página hay también una pareja feliz y reconcentrada bailando un tango, (https://i.pinimg.com/originals/51/50/46/515046e6d970c7c15740785b416dd41b.jpg) He decido colgar, además, el cuadro del Papa Leon X y otro que se titula Baño del Vaticano. Creo que el humor que esconden estos cuadros puede ayudar a superar el otoño. Entre los cuadros de Fernando Botero y el sorbete de mandarina la travesía del próximo desierto será más llevadera y me permitirá enfrentarme a negacionistas, mal pensantes y basureros en general, con ellos no llegaremos a ningún sitio. La ventaja que tiene la receta del sorbete de mandarina es su sencillez, es un postre vistoso, que puede dar una alegría en la mesa. Tiene la desventaja de que hay que prepararlo en el momento y conservarlo en un congelador convencional puede ser un poco trabajoso. El sorbete hay que empezarlo a preparar un día antes o, por lo menos, unas horas antes, hay que preparar medio kilo de mandarinas. Pelarlas bien, quitar las hebras blancas, que amargan, y extraer las pepitas. Las mandarinas son muy agradecidas, durante horas queda el olor cítrico impregnado en los dedos, un anticipo del postre que he de preparar. Se dividen las mandarinas en gajos y se guardan en el congelador. La gracia de este sorbete es que apenas necesita agua. Unas horas antes de hacer el sorbete hay que preparar un almíbar, no es complicado. Se ponen 100 gramos de azúcar en una cazuela con 50 gramos de agua (ni más, ni menos). Se disuelve primero el azúcar en el agua antes de encender el fuego y se añaden 3 gotas de zumo de limón. Fuego muy suave, cuando empiece a hervir el líquido se cuentan 3 minutos, quedará un jarabe espeso y transparente (no tiene que convertirse en caramelo). Hay que reservarlo, tiene que enfriar. Hay que preparar también unas claras de huevo a punto de nieve, dos claras. Yo las levanté con el Thermomix, 8 minutos a 37º de temperatura, con la mariposa y velocidad 4. Una pizca de sal y 2 gotas de limón estabilizan la espuma. Cuando estén levantadas las claras se reservan en un bol. No hace falta limpiar el Themomix, sólo quitarle las mariposas. Toca montar el sorbete. Se sacan las mandarinas del congelador (en algún recetario incluyen también un limón pelado y despepitado, yo no lo usé), se dejan unos minutos sobre la mesa, para separar bien los gajos. Se colocan en el vaso de la picadora y se pican a la máxima velocidad. A la vez que se van picando se va añadiendo poco a poco el almíbar frio, tiene que ir trabando como si fuera una emulsión. Se pueden incorporar también unas cáscaras de mandarina o de naranja rayadas. Cuando las mandarinas y el almíbar están ya amalgamados, se sacan con cuidado del vaso y se trasladan a un bol más grande. Allí se mezclan poco a poco con las claras a punto de nieve, eso le da un poco más de estabilidad al sorbete. Yo lo serví ayer de inmediato y le di un golpe final de mezcal, Siete Misterios se llamaba la botella. Puede servirse también con unas hojas de menta picada o con unas granadas desgranadas. El mezcal le dio un punto ahumado y juguetón al sorbete, convirtiéndolo en un postre especial. Antes nos habíamos tomado unas lechugas braseadas (siguiendo una receta de Paul Bocusse) y unas lentejas con morcilla. Nos reunimos varios amigos para recordar a otro amigo que murió a finales de febrero, poco antes de que declararan el estado de alarma. Hemos tenido que aplazar en varias ocasiones el homenaje que se merecía.

domingo, 11 de octubre de 2020

Capítulo DLIV.- Bajas temperaturas.

EL MENÚ DE LOS NUEVOS CACHARROS. Para abrir boca una reinterpretación del bloody mary, pasado por jerez. Con los invitados borrachos, llegará un paté de campaña hecho al vapor con una mermelada de mandarinas, zanahoria y curry. Como no puede faltar algo de verde, llegará una Crazy Cream, de ingredientes insospechados. El plato de fuerza es un guiso de carrilleras de terneras, guisadas en sus jugos durante 17 horas, servidas sobre una emulsión de zanahoria, puerro y un golpe de Oporto y un puré de múrgulas que he robado a Paul Bocusse. El postre es a cargo de los invitados. Mi cocina se ha convertido esta semana en el talle de Anish Kapoor.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Capítulo DLIII.- El placer de que no salgan del todo bien las cosas.

Después de llevar unos días con problemas de navegación, al final he podido engañar al ordenador y recuperar el blog, que lo había extraviado porque mis programas no “soportaban” el software de gestión del blog. Llevo desde marzo utilizando el portátil del trabajo que tiene unos programas centenarios, que los cortafuegos no dejan que actualice. Cualquier incidencia en la red es una tragedia de dimensiones bíblicas. Tiempos inciertos, complicados. Cuesta concentrarse. No soy nada original si digo que cada vez veo menos informativos, la estrategia del avestruz es una constante estos días. He estado todo septiembre intentando hacer de otro modo platos de toda la vida. Empecé con un bizcocho en el que utilicé almidón de patata en vez de harina, siguiendo una vieja receta mallorquina de bollos muy esponjosos. Estuve casi casi a punto de conseguir la textura perfecta, pero me faltaron tres minutos de horno y eso hizo que la base quedara sin cocer. Buen intento, las recetas no suelen salir a la primera. Después seguí con los pescados y el pollo a baja temperatura, gracias al regalo de unos amigos he vuelto a las andadas con la cocina a baja temperatura. No tengo máquina para sellar al vacío, no hace falta. Me explicaron un truquillo con una bolsa zip resistente y una pajita para ir absorbiendo el aire. Hice primero unas pechugas de pollo, éxito total, y fracasé con unas judías verdes que eran un poco rasposas. Para este fin de semana lo intentaré con una pieza de medio kilo de panceta que necesita 36 horas de cocción suave y después un golpe de plancha. Casi más importante que la cocción a baja temperatura es una buena salmuera que adobe la carne. La semana que viene llega la thermomix nueva, un salto al vacío después de casi 30 años con el viejo cacharro. Quiero estrenarme con un pastel de limón y merengue, hasta ahora no he conseguido clavarlo. Espero que el nuevo cacharro me muchas tardes de gloria. Estoy/estamos en huida permanente de la realidad, que dada vez nos gusta menos. Es complicado saber en qué momento seremos capaces de enhebrar la aguja que nos permita salir de los múltiples embrollos en los que nos estamos metiendo. La realidad se parece cada vez más a los círculos concéntricos del infierno de Dante, cuando crees que las cosas no podrían ir peor, desciendes un escalón más y casi añoras las etapas anteriores. Tengo la impresión de que en abril/mayo éramos mucho mejores de lo que somos ahora. Aprovecho que los niños están durmiendo para retomar los hábitos del Diletante. He aprovechado para ver Magnolia, una película de la que me habían hablado, que había visto a trozos (el magnético papel de Tom Cruise como gurú mesiánico del machismo más casposo, Jason Robard agonizando en la pantalla, William H. Macy quebradizo, Julianne Moore frágil y cabreada…). Me gustan las películas hechas con fragmentos sueltos de historias en apariencia inconexas. Me encantó en su día Vidas Cruzadas, también disfruté con Crash, que luego fue denostada, me divertí con Mumford y, con una demora de 21 años, estoy disfrutando con Magnolia, una película que tengo la sensación de haber visto mil veces y ver otras tantas en los próximos años. Cine viejo, que ya no gusta a casi nadie, películas que tengo que ver casi en la clandestinidad, porque es un cine que ya no engancha. Puede que suscribirse a filmin para ver películas de los 70/80 y 90 sea más provocador que suscribirse a una plataforma de porno. Estoy justo en la escena en la que diferentes personajes en diferentes épocas se ponen a cantar una canción muy pegadiza de Aimee Mann, una cantante ahora olvidada. Esta tarde, dentro de mi programa de recetas de toda la vida, he conseguido un fracaso relativo con las patatas soufflé de Zalacaín. He reproducido fielmente los pasos, pero en algo he fallado. He conseguido hacer unas estupendas patatas chip, crujientes pero no hinchadas, como las que servían en Zalacaín. Las patatas de Zalacaín eran unas patatas fritas, ni más ni menos, que tenían la virtud de servirse recién fritas, hinchadas como pequeños globos crujientes. La receta original se inicia comprando patatas agrias y un poco viejas, tienen menos agua y menos almidón. Yo he utilizado una patata monalisa que llevaba diez días en un cajón. Por lo visto, no era lo suficientemente vieja, sin pasarse, ni lo suficientemente agria. Primer fallo. La patata hay que pelarla con mimo y recortar los bordes hasta que queda un prisma regular, un cubo de aristas casi perfectas. Revisando las notas de un blog (https://www.directoalpaladar.com/recetas-de-aperitivos/como-hacer-famosas-patatas-sufles-zalacain-paso-a-paso-guarnicion-crujiente-para-triunfar-navidad) he visto que las pelaban el día de antes de freírlas, dejando que se oxidaran un poco y repelándolas después. Una vez se han pelado y reposado las patatas hay que cortarlas en rodajas de 2’5 milímetros, el grosor de una moneda de dos euros. Puede que las mías fueran demasiado finas. Ya tengo más o menos pensada la solución para mi próximo intento. Hay que dejar los rectángulos de patatas (2’5 centímetros x 3 centímetros) en remojo unos minutos, para que sigan perdiendo almidón. El agua va quedando blanquecina, puede que ese almidón, debidamente secado me sirva para la receta del bizcocho de cuartos. Se extienden las rodajas de patatas sobre una superficie plana y se secan cuidadosamente, han de quedar completamente secas (las mías se han arqueado). Hay que preparar dos sartenes con abundante aceite de oliva (me ha quedado aceite usado para cocinar durante todo el mes de octubre), y ponerlas a fuego vivo. El aceite de la primera sartén tiene que llegar a los 120º, el de la segunda a los 190º. Los grandes cocineros consiguen calibrar la temperatura del aceite a ojo, a partir de pequeños detalles sobre la viscosidad del aceite a medida que sube la temperatura, o el truco de la miga de pan lanzada para ver como evoluciona. Yo, que estoy en fase insegura, he medido al milímetro las temperaturas de las sartenes y he jugado con el fuego para que la oscilación fuera mínima. El problema ha sido que cuando he añadido la tanda de patatas a la primera sartén, la temperatura ha bajado 10º de golpe, con lo que he tenido que subir el fuego para que la variación de temperatura no malograra la prueba. Puede que me haya precipitado y las patatas no hayan pochado lo suficiente. Hay que dejarlas en el primer aceite por lo menos 5 minutos, para que se atonten. Hay que menearlas con mimo. Puede que yo las haya sacado antes de tiempo. Después hay que pasarlas a la sartén que está a 190º, donde se hinchan de golpe, quedando como pequeños globos de patata. Las mías se han frito perfectamente, pero sin hincharse. Podría ser peor, en Magnolia están en la escena en la que llueven sapos y desatan el caos. En definitiva, feliz de todos mis experimentos semifrutrados de este extraño septiembre. Si nos confinan con los fríos afinaré todas las técnicas que he ensayado estas semanas.Las caricaturas de Géza Faragó pueden ser una buena referencia para estos tiempos y estas dudas. Las caricaturas de Géza Faragó pueden ser una buena referencia para estos tiempos y estas dudas. Como no me dejan bajar la imagen, pongo el enlace https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Farag%C3%B3,_G%C3%A9za_-_Reception_(ca_1910).jpg

domingo, 13 de septiembre de 2020

Capítulo DLII.- El final del verano huele a melocotones.

Este final de verano ha olido a melocotones. En septiembre todavía han llegado los últimos golpes de calor, no tan asfixiantes como los de finales de julio, los días son ya más cortos y a última hora de la tarde se puede respirar, aunque a mediodía la temperatura supera los 30º que en una ciudad húmeda son insoportables. A primeros de septiembre quedamos con unos amigos a desayunar. Desayunos de tenedor a base de costillas a la brasa, panceta, callos y otros placeres que horrorizarían a un nutricionista. Son fabulosos los desayunos que te obligan a tomar una cerveza o una copa de vino con gaseosa antes de que den las diez de la mañana, la vida se ve con otra perspectiva. Después del desayuno fuimos a un pueblo cercano (Sant Pau del Ordal) a comprar melocotones. Los agricultores de la zona organizan los fines de semana un mercadillo de productos de la zona en el que el melocotón es la estrella, eso sí, en una panadería cercana hacen una coca de crema y piñones que también vale un imperio. Compramos dos cajas de melocotones, una de melocotón de viña, de carnes más prietas, cruje al morderlo; el otro de melocotón de agua, mucho más frágil, se deshace en la boca y, si está un poco pasado, es casi una jalea recubierta con la piel aterciopelada del melocotón. Guardamos en el maletero del coche las cajas de melocotones y nos quedamos un rato de tertulia, estiramos unos minutos más la despedida porque siempre surgen conversaciones nuevas que no conviene dejar a medias. Al abrir el coche descubrimos como el olor a melocotones se había apoderado del ambiente. Un olor dulzón, no muy cítrico, casi se notan los pelillos suaves de la piel. Olor a final de verano, a fruta madura que hay que consumir en pocos días. Compramos más melocotones de lo que debíamos, suele ocurrir cuando un urbanita se deja seducir por los encantos de la vida del campo, cargamos los maleteros como si hubiéramos descubierto un nuevo El Dorado. El olor a melocotones termina siendo mucho más agradable que su sabor. Dejé las frutas en la cocina, apiladas con orden y cierta armonía en la combinación de las distintas tonalidades del amarillo, el naranja y el bermellón. Oler melocotones genera muchas más expectativas que comerlos. Estos días hemos pelado melocotones para tomarlos solos, a bocados, cortados en trozos grandes, sin piel; también en cuadraditos pequeños para combinar en macedonias; añadidos a ensaladas; espolvoreados con canela y azúcar, reposados en vino para macerar. Podríamos haber hecho varios botes de mermelada de melocotones, botes que nos hubieran acompañado durante meses ya que cuesta dar salida a las mermeladas. Nuestro cargamento de melocotones parecía infinito, eso que tuvimos que ir descartando algunas piezas que pasaron de la madurez a la podredumbre en pocos días. El olor de la casa a melocotones era maravilloso, bastaba abrir la puerta para trasladarnos otra vez a los desayunos fantásticos de los sábados de holganza. Dar salida a los melocotones era otro cantar. A medida que transcurrían los días los melocotones iban intensificando su olor un poco más picante, aparecieron algunas mosquitas revoloteando por las bandejas en las que guardábamos la fruta. No soy partidario de meter el melocotón en la nevera, pero llega un punto en el que el romanticismo de la fruta comprada directamente al agricultor puede llegar a convertirse en un problema sanitario. Sin embargo, abría la cocina y veía el plato colmado de melocotones, reluciente, a punto de explotar. Preparé un salmorejo con melocotones y menta fresca, alguna ensalada con queso feta, dejé que se me empararan las manos con los últimos melocotones de agua. Entiendo perfectamente a Fantín Latour, que no se hartaba de pintar fruteros con melocotones. He recuperado dos recetas de melocotones de Alain Ducasse, en realidad dos guarniciones para un fuagrás de Landas cocinado a la plancha. Para la mermelada de melocotón Ducasse propone utilizar 2 melocotones, una hoja de albahaca, 2 granos de pimienta negra, la cáscara de un limón y sal en escamas. Se pelan los melocotones de agua, se cortan por la mitad, se deshuesan. Hay que cascar el hueso y sacar la almendra, que es un punto amarga (arsénico en pequeñas dosis). Se ponen todos los ingredientes en una bolsa de cocinar al vacío se dejan cociendo a 90º al baño maría durante una hora. Se enfría la bolsa rápidamente antes de picar muy finos los melocotones y el líquido. Se reservan las dos almendras que se sirven enteras. La segunda receta es la de los melocotones semiconfitados. Se necesitan 2 melocotones de viña, un chorrito de aceite de oliva, un limón cortado en rodajas, 20 granos de pimienta y 6 hojas de albahaca. Se cortan los melocotones, se quita el hueso y, sin pelar, se separan cada mitad en gajos gajos (12 gajos por melocotón dice la receta). Se colocan los gajos sobre papel de cocina, se rocían de aceite de oliva, se ponen las hojas de albahaca, los granos de pimienta y las rodajas de limón. Horno a 120º. Hay que asarlos durante 40 minutos, dándoles la vuelta de vez en cuando, para que suden bien. Ducasse todavía emplea un tercer melocotón sin cocinar, pelado y cortado en pequeños daditos para que acompañe a la mermelada y al caldo del plato, un caldo que se prepara reduciendo un caldo con despojos de pato. Acaba el verano oliendo a melocotones y empezará el otoño soñando con el fuagrás.

jueves, 27 de agosto de 2020

CApítulo DLI.- Remojón grana`ino.

Si todo hubiera ido bien ahora estaríamos desayunando en una isla griega, estaríamos en la terraza de la habitación esperando a que nos trajeran un café y tostadas con mantequilla y mermelada; los niños habrían tomado ya la leche, estaríamos pendientes del viento, la playa de Kastraki está orientada al norte y, si sopla el Meltemi, resulta incómoda.
No habría prisa, leeríamos las noticias de los diarios españoles con la distancia que dan las vacaciones, como si fueran completamente ajenas. Nos habría quedado hasta el sábado en la isla de Naxos.
El año pasado, por estas fechas, organizaron en el hotel una cena de amigos. La madre de Nikolai, uno de los dueños, prepara una musaka maravillosa, yo hice tres litros de salmorejo. El Thalassa Naxos tiene diez o doce habitaciones, pequeños habitáculos sobre la arena de la playa, abrió hace cinco o seis años y sus dueños decidieron el año pasado elegir a sus clientes, dar preferencia a los amigos. No se harán ricos, pero serán inmensamente felices.
Puede que esta noche en Thalassa preparen de nuevo musaka. Seguramente estará en Grecia aquella policía Londinense, ya jubilada, que pasaba medio año en Naxos, gerenciando un negocio de pasteles caseros, el otro medio año lo pasaba en la Polinesia. Las pensiones y ahorros de aquella mujer daban para una vida desahogada siguiendo los designios del sol.
No sé si este año habrán podido llegar a la isla las holandesas, una madre y una hija que se alimentaban a base de vino blanco. Por lo que contaban, la madre era una prestigiosa abogada especializada en derechos humanos que, a mediados de los setenta, viajó a España para protestar por las últimas condenas de muerte. Habían pasado ya 45 años, media vida.
Mantuvimos la ilusión de viajar a Grecia hasta finales de junio, cuando vimos que era arriesgado tomar un avión y aterrizar con la incertidumbre de que las autoridades sanitarias no nos dejaran llegar a las islas. 
Millones de personas en todo el mundo habrán tenido que alterar este año sus planes. Dentro de lo que cabe hemos tenido suerte, hemos podido viajar por España, hacer casi tres mil kilómetros, disfrutar de playas maravillosas y desconectar.
Mi mujer se ha reencontrado estas semanas con parte de su familia, primos desperdigados por las costas andaluzas que hemos visto en distintos tramos de nuestro viaje, gente cariñosa, dispuesta a recorrer 150 kilómetros a pleno sol para tomarse una cerveza con nosotros. Buena gente. Nos vemos muy de tanto en cuanto, pero mi mujer mantiene el contacto y la ilusión de verse. Este año con mascarillas, con distancia social, con todas las cautelas y geles.
En el tramo final de nuestro viaje pasamos unas horas en Montefrío, bajo un sol de justicia, subimos al mirador que ahora llaman del National Geografic, porque la revista aseguró hace algunos años que el pueblo era uno de los que tenía las vistas más bonitas del mundo.
Haciendo tiempo a que llegara la hora de comer paramos en un bar donde nos pusieron de aperitivo un remojón granadino, una ensalada de raíces árabes muy refrescante y original.
Nuestro remojón llevaba un par de patatas hervidas, peladas y cortadas en dados grandes, aceitunas negras, cebolleta cortada fina en juliana, también picaron un poco de lechuga y una lata de bonito en conserva, la receta tradicional lleva bacalao desalado y desmigado, pero para una tapa de cortesía en un bar. El secreto de la receta son dos naranjas cortadas a sangre (http://www.demoslavueltaaldia.com/articulo/truco/como-pelar-una-naranja-sangre), una pizca de sal, otra de pimienta y un chorreón generoso de aceite de oliva antes de mezclarlo todo y dejarlo refrescar un par de horas. Al final, el remojón es una ensalada fresca que tiene como elemento de referencia la naranja.
No hemos tenido este año nuestra ración griega, a saber si podremos viajar a la isla el verano que viene. A pesar de todos los pesares, este verano ha sido especial, una suerte haber podido disfrutar de las playas desde Rosas hasta Cabo Trafalgar sin apenas gente.

Buscando un pequeño cuadro de Picasso que vimos en el museo de Málaga he encontrado un paisaje en tiza de David Graham, no está mal.
David Graham Paintings: Malaga townscapes

jueves, 13 de agosto de 2020

Capitulo DL.- Costa del Sol.

Cuando llegamos a la casa encontramos una araña en la bañera, no parecía un bicho feroz, ni mucho menos, parecía una estructura de alambre muy fino que desafiaba las leyes de la lógica y de la gravedad paseando por las paredes blancas y satinadas. No tenía el aspecto fantasmagórico de las arañas de Louise Bourgeois, tal vez porque no era muy grande. Incomoda su presencia en el lavabo, aunque no necesitemos utilizar la bañera porque hay un plato de ducha muy cómodo, encajado en una esquina, escondido entre paredes de cristal. No nos hemos atrevido a matar a la araña, hasta hace pocas horas no hemos hablado de ella. Nos la encontramos desde el primer momento y todos tuvimos la misma reacción, encendimos el grifo e intentamos llevarla al sumidero para que desapareciera. No puede decirse que la hayamos aplastado con el impacto seco de una chancla, no hemos retirado su cadáver escondido entre hojas de papel higiénico. Nos hemos contentado con ver como desaparecía por el desagüe. Al cabo de unas horas la araña recuperaba su posición, trepaba por la tubería y volvía a dominar la pileta, volviendo a su ubicación inicial. No sabía que las arañas resistían en el agua, he tenido que consultarlo en google para confirmar su capacidad acuática. Esta madrugada, cuando me he despertado me he asomado para ver si había sobrevivido al último temporal, todavía no ha trepado desde el último golpe de agua, aunque no dudo de su aguante, no en vano esta casa es más suya que nuestra, nosotros la hemos alquilado unos días, el tiempo justo para superar esta zona central del mes de agosto de este extraño verano que nos obliga a vivir semi-enmascarados. La araña reivindica su territorio, aunque sea un misterio saber de qué vive, como se alimenta ya que las superficies del baño son tan lisas, tan pulidas que parece imposible tejer una tela resistente. Dentro de un rato, cuando amanezca, volveré a mirar para comprobar su fuerza, quedaré mucho más tranquilo si nos sobrevive después de tres o cuatro avalanchas, si ha aguantado este último empellón firmaremos un armisticio. He despertado pronto, mucho antes de que amanezca, he descansado bien, podría haber dormido un par de horas más, pero no siempre son propicios los hados. Me he asomado al jardín, pensando que sería recompensado con una lluvia de estrellas, pero la luna estaba muy alta y la contaminación lumínica de la Costa del Sol no facilita el avistamiento de estrellas fugaces. He comprobado en las redes que justo esta noche era la gran noche de San Lorenzo, he visto algunos videos tomados desde el observatorio del Teide. En el tiempo que llevo despierto y alerta en el porte no he podido divisar ninguna estrella fugaz. Llevo todo el verano peleándome con los pronombres personales y los reflexivos. Hace dos años empecé a escribir una novela que no he terminado de rematar, pensaba que este mes de agosto sería favorable, como habían sido los agostos anteriores. Pensé que quedaba poco, apenas un ajuste, pulir algún párrafo, pero me he sumergido en un marasmo de reflexivos agobiantes. Estoy desmontando párrafo a párrafo para ver si el relato funciona, voy despacio, algo frustrado porque me estoy dando cuenta de que escribo peor de lo que pensaba. Hace unos meses pensábamos que no podríamos salir en verano, que el confinamiento se prolongaría eternamente. Finalmente, a más de mil kilómetros de casa, esperando a que amanezca, compruebo que han pasado casi quince días desde que partimos marcándonos una ruta extraña que nos ha llevado ya a cinco destinos diferentes. Hemos sobrevivido a los golpes de calor, a picaduras de mosquitos de todo tipo, a mascarillas angustiosas que dificultan la respiración cuando hay que subir escaleras, a arañas persistentes que velan nuestro sueño. Este es un verano especial, un verano imposible de playas casi desiertas y hoteles cerrados. Un verano incierto en el que hemos tomado distancia de las noticias, que siguen siendo malas; ya no vemos el telediario para saber cuál es el parte de infectados, de fallecidos y curados, llegará septiembre y no quedará otro remedio que volver a la realidad que ya no sabemos si es nueva o vieja. En poco más de una hora amanecerá, podré ver el mar desde el porche en el que he instalado el ordenador, de momento sólo veo los reflejos de una ciudad que todavía duerme y la luz de coches que esporádicamente pasan por una carretera que veo a lo lejos. Nuestra casa está en la ladera de una colina, a diez quilómetros de la playa. Desde el jardín se divisa una gran extensión de costa tapada por bloques de apartamentos que este año están vacíos. Algo impensable hace unos meses. Resulta extraño contemplar un cielo sin aviones, terrazas de bares y restaurantes desiertas. No hay ingleses pidiendo sangría en las barras ni alemanes abrasándose sobre las tumbonas. Quedan solo las estructuras urbanas construidas para soportar casi treinta millones de turistas anuales, estructuras huecas, casi fantasmales. Es paradójico que justo este año de incertidumbre absoluta hayamos podido programas un verano grato, incierto, pero feliz. Hemos podido conseguir entradas para asistir a una función en el teatro romano de Mérida, pudimos ver el museo de Moneo sin aglomeraciones, pasear por la ciudad sin cruzarnos casi con nadie. También pudimos ir en Madrid a ver el Gernika, estuvimos solos en la sala, frente al cuadro, sin nadie que nos interrumpiera. Pudimos pasear por los fríos pasillos del antiguo hospital y disfrutar de las telas del Grupo del Paso, negras y violentas, yo buscaba Zóbeles y Mompós, me he encontrado con Sauras, Millares y Tapies. En nuestra ruta llegamos hasta Cabo Trafalgar, donde vimos caer el sol en un chiringuito ajeno al Covid y a sus consecuencias. El paseo estaba atestado y se formaban colas para ocupar las mesas que daban al mar. Hemos paseado por playas kilométricas, disfrutado del capricho de las mareas que ensanchan y estrechan los arenales en apenas unas horas. Hemos jugado en las olas del atlántico hasta perder la noción del tiempo, rompiendo completamente las rutinas, disfrutando de espacios que hace apenas un año parecía imposible que pudiéramos disfrutar. Paramos ahora unos días en la Costa del Sol, en una urbanización cómoda que nos permite disfrutar de un jardín asombrosamente verde y de una piscina que compartimos con tres o cuatro vecinos que, de momento, no son muy ruidosos. Da cierta pereza salir de los confines de nuestra casa, pero espero que esta mañana nos animemos a bajar a cualquiera de las playas de la zona, aprovechando que este año no habrá aglomeraciones. Ayer nuestro primer intento de excursión quedó marcado por un incendio que a punto estuvo de llevarse por delante una de las zonas más exclusivas de la costa. Paseamos sorteando camiones de bomberos, escuchando el zumbido de los helicópteros y olor a chamusquina. Ayer volví otra vez a cocinar, nada sofisticado. Localicé una pescadería en un pueblo cercano y a las nueve de la mañana estaba haciendo cola para comprar sardinas y gambas, cerca había una frutería regentada por una señora muy mayor que se había convertido en experta en sanidad pública, mientras despachaba tomates, zanahorias, melones y sandías, compartía sus consejos sobre la gestión de la pandemia con la seguridad de la ministra de sanidad de Alemania. Escuchándola uno podía llegar al convencimiento de que si hubieran dejado en sus manos el cometido de la crisis los resultados hubieran sido mucho mejores. Hemos conseguido convertir España en un país donde hay más de cuarenta millones de especialistas en enfermedades contagiosas, puede que la frutera esconda entre cajones de verduras el secreto de la vacuna contra el Covid-19, yo me contenté con comprar dos kilos de tomates para gazpacho, un pimiento verde y una cabeza de ajos, en casa teníamos cebolla, pepino y restos de melocotones para terminar de aderezar el primer plato. Empieza a clarear, todavía me queda tiempo para escribir antes de que se levanten los niños que este verano han descubierto el Scrabble – el viejo Intelec de mi infancia – y andan locos jugando con las palabras, organizan una escandalera cuando consiguen formar una palabra malsonante admitida por la Real Academia. Juegan desde la pantalla del móvil, yo respondo a sus preguntas sobre la posibilidad de descubrir una palabra que admita la Z y la W a la vez, son las letras que más puntuación dan. Me quedan todavía vacaciones por delante, días de sol, nuevos destinos. De momento disfruto con la casa y con la araña persistente. Hemos alquilado la casa de un matrimonio francés que ha dejado a la vista sus libros, sus especias, sus instrumentos de cocina, creo que es la primera vez que durante el mes de agosto me encuentro con una cocina bien pertrechada, con cinco o seis sartenes de diferentes tamaños que no están ralladas. Han dejado hasta una cajita con azafrán. Puede que mañana me acerque otra vez a la pescadería para comprar algo de morralla y gambas, a ver si puedo preparar un arroz, para eso tengo que preparar un buen fondo de pescado, parece sencillo, pero entraña algunos secretos. No puede quedar demasiado salado, no me gustan los caldos fuertes en los que desaparece cualquier matiz, caldos que se hincan en el estómago y hacen que las digestiones sean un suplicio. No están los tiempos para recetas sofisticadas, hay que acudir a conceptos e ideas básicas para la supervivencia. Espero poder hacer un arroz de gamba blanca y calamar, un guiso sencillo, marcado por un caldo claro. La casa tiene una cacerola grande, de las de ocho litros. Pondré el cacharro sobre la placa de inducción, seré generoso con el aceite de oliva, partiré por la mitad un tomate y dejaré que chisporrotee sobre el aceite. He arrancado con la inducción al 9, en cuanto empiece el crepitar habré de bajarla al 6 para que el tomate no se arrebate. Echaré un kilo de gambas blancas, las más grandes que encuentre, pondré un poco de sal gorda y de pimienta. Removeré delicadamente con un cucharón de madera y en unos minutos las retiraré, no han de quedar muy hechas, sólo deben perder el color. Espero encontrar morralla en la pescadería, no sé bien cómo se llama el pescado de roca de la zona. Yo suelo comprar pequeños rapes que son todo cabeza, escórporas, arañas, galeras y algún cangrejo. Una de las cosas que he aprendido estos años es que en cada puerto los peces tienen nombre distinto. Ojalá encuentre rape para usar las espinas y las barbas. Necesitaré un kilo largo de pescado para el caldo. En todo caso, habré de quitar las vísceras y las escamas del pescado que compre. Hay que lavar y limpiar bien el pescado que se usa para el fondo, sino queda el caldo turbio y puede amargar. Echaré el pescado bien limpio y pulido, subiré otra vez la intensidad de la placa, volveré a añadir un poco de sal, pimienta y un diente de ajo. Mientras se rehoga el pescado con el tomate, picaré una cebolla, como quiero que el caldo no quede muy blanquecino, la cortaré sin quitarle los cascos, así el fondo tendrá colores cárdenos. He leído la referencia de una cocinera valenciana que añade al caldo un tendón de pata de ternera, para que el fondo tenga algo de colágeno y gane en densidad. Me parece una buena idea, espero poder encontrar una carnicería y comprar un pie de cerdo, añadiré la mitad del pie a mi caldo. Comprobaré que está bien limpio, no quiero que aparezca un sabor extraño. Pelaré tres zanahorias grandes, un puerro, dos ramas de apio y un trozo de pimiento que danza tristón por la nevera. Una hoja de laurel, unas briznas mínimas de romero y cinco o seis bolitas de pimienta negra. Voy incorporando todo al sofrito, remuevo con cuidado y añado seis litros de agua fría. Vuelvo a poner sal y subo la placa a su intensidad máxima para que empiece pronto a hervir. Las gambas están ya atemperadas, puedo pelarlas, lanzar las cáscaras y las cabezas al caldo. Reservo los cuerpos todavía transparentes, luego los añadiré al arroz. El agua tarda unos minutos en hervir, voy viendo cómo se forman las primeras burbujas, minúsculas, casi imperceptibles, pasará tiempo hasta que se formen los borbotones. En una sartén pongo un poco de aceite, lo justo para engrasar la superficie, añado unas briznas de azafrán, una pizca de sal y otra de pimienta blanca molida. En cuento veo que se empieza a tostar el azafrán retiro la sartén del foco de calor, dejo que se atempere un minutillo y añado tres o cuatro cazos del caldo para que se disuelvan bien las especias. Incorporo la mezcla a mi guiso y remuevo un poco más, con cuidado, no quiero que se partan los pescados. Una vez hierva todo, bajaré la intensidad al 3, habré desespumado y quitado impurezas. Taparé la caceroza y calcularé 45 minutos de cocción, no más. Dicen los entendidos que a partir de los 45 minutos, empiezan a deshacerse espinas y caparazones que amargan el caldo. Pasado el tiempo, retiro la cazuela del foco de calor, dejo que repose durante una hora más, tapada. Colaré bien el caldo y lo guardaré en varias botellas que tengo ya reservadas. Ya tengo el fondo preparado, cinco litros de caldo, cantidad suficiente para varios días y varias recetas. Empieza a amanecer. Me echaré un rato en el sofá para ver si engancho una hora de sueño, puede que lea unos minutos. En uno de los hoteles de nuestra ruta alguien había abandonado una edición de la Iliada de la Editorial Gredos, creo que era la traducción de García Gual. Estuve tentado de llevármela en la maleta, seguro que nadie echaría de menos el libro. Las bibliotecas de los hoteles se conforman a partir de los libros que dejan olvidados los huéspedes, no creo que nadie los inventaríe. Al final no me atreví a esconder la Iliada en la mochila, ahora me arrepiento, hoy hubiera sido un buen día, una buena mañana, para leer la Iliada. He de contentarme con un poema de Joan Margarit, donde dice “Cada cual escucha en su propia Ilíada las armas que chocan contra las celadas” Rebuscaré en la red hasta dar con alguna de las esculturas de Louis Bourgueois, en señal de respecto al arácnido que vela nuestra estancia en esta casa.
At home with Louise Bourgeois | Art and design | The Guardian


martes, 28 de julio de 2020

Capítulo DXLIX.- Costa Brava.

Costa Brava.
Visité por primera vez la Costa Brava a principios de los años 90 del siglo pasado, playas increíbles, una costa escarpada donde los pinos llegaban hasta el mar, pero era ya una zona masificada, cara e incómoda, especialmente en verano. Hablan de un tiempo, anclado en los años 50 y 60, en el que los parajes debieron ser maravillosos. No me cabe la menor duda, pero esos tiempos se malograron, explotaron casi hasta el último centímetro de costa y pueblos como Rosas son ahora un amasijo de ladrillos y de coches atascados.
Tengo muchos amigos que tienen casa a lo largo de la Costa Brava, más de cien kilómetros de costa que empiezan en Tossa y terminan casi en Francia. A lo largo de la costa hay sus categorías, las zonas más populares y las más selectas, aunque todas han estado saturadas durante años, al límite de su capacidad. A partir de finales de julio y hasta mediados de septiembre es un territorio intransitable.
Hubo unos años en los que caí en la tentación de veranear por allí, muy al principio, buenos recuerdos, mezclados con cierto agobio. Mucha vida social, mucho trasiego en coche.
Después las escapadas se espaciaron, buscando momentos tranquilos, fuera de temporada alta. Fines de semana en junio, o a principios de julio. Siempre para ver a amigos, visitas muy concretas, alguna de un solo día, lo justo para disfrutar de un paseo en barca o una comida en cualquier de los restaurantes maravillosos de la zona.
Quedan ya lejos los viajes fugaces al Bulli y las noches durmiendo en el hotel de la playa de la Almadraba. Las paradas casuales en els Tinars para sorprenderse con su larguísima carta y sus maneras afrancesadas, hubo una vez que fui capaz de comer y cenar el mismo día en Els Tinars. También acudí les Panolles, que estaba en la misma carretera, apenas a un kilómetro de Els Tinar.
También recuerdo las visitas a un restaurante de interior, escondido en un bosque, creo que se llamaba el Molino, contaban que había sido de Joan Manel Serrat, comida sencilla pero con un punto sofisticado. Hubo un verano que nos escapábamos a un pueblecito de interior donde había un restaurante, llamado del Teatre, en el que cocinaba un chico formado en el Bulli.
Me casé en la Costa Brava, en el hotel San Jorge, donde me prepararon una tarta especial a partir de una receta vasca.
Años después, con los niños, comimos en un txiringuito cerca de Tossa al que sólo podía llegarse en barca… Cientos de recuerdos que sólo demuestran que voy haciéndome viejo. Si me devolvieran todo el dinero que me he gastado en la Costa Brava puede que pudiera comprarme un apartamento allí, en alguna de las playas por encima de Palamós. A los progres les gustaba la parte más cercana a Francia, de modo que cuanto más progre eras más te acercabas a Port Bou. Había un grupo de militantes de Iniciativa per Cataluña, el antiguo PSUC, que veraneaban en Llansá.
Eran otros tiempos, otros hábitos, otras circunstancias.
Pese a lo que pueda parecer, no he frecuentado mucho esa Costa, sólo escapadas esporádicas. Me siento mucho más mallorquín o griego que de Girona.
Este año hemos vuelto por la Costa Brava en este julio extraño en el que casi todo estaba cerrado o medio vacío. Los pueblos y las playas tenían un aire fantasmagórico. No han recuperado el espíritu salvaje de mediados del siglo pasado. Los pueblos languidecen con los bloques de apartamentos cerrados y carteles de alquiler o venta.
Hemos podido circular sin atascos, hemos podido acudir a viejos restaurantes sin tener que reservar con medio año de anticipo. Hemos paseado por el camino de ronda sin el agobio de tener que apartar a turistas alemanes resoplando.
Fuimos primero con los niños al Hotel San Jorge, celebramos los diez años de la boda. Uno de los camareros nos reconoció. Cenamos en el hotel, en la terraza, tranquilos, mirando a un mar de azul profundo. Nos supo a gloria lo que nos pusieron, no queríamos más que tomar un poco de vino y descansar bajo los pinos cuando ya anochecía.
Semanas después marché solo con mi mujer. Los niños estaban de campamento y pudimos huir tres días a la zona de Rosas y Llansá. Dar un largo paseo por los senderos que discurrían paralelos a los acantilados. Bañarnos desnudos en calas minúsculas, haciendo equilibrios entre rocas. Dejando que el agua fría nos despejara.
Llegamos hasta la cala Montjoi, donde el Bulli se ha convertido en una mole en obra permanente. Sigue el camping y la terraza del Club Mediterranee, donde se sigue comiendo razonablemente bien.
Dormimos una siesta bajo los pinos y quisimos fotografiarnos en la puerta del viejo Bulli, habían quitado el cartel con la silueta del perro, en su lugar hay un gran panel que describe en lenguaje frio y forense las características de la obra que  seguramente no acabará nunca.
Aprovechamos ese viaje para comer en el Miramar, un sitio que tenía eternamente pendiente y al que nunca me había decidido a ir. Comimos de maravilla, el servicio excelente. Platos hechos con mucho mimo, pequeños bocados que toman elementos prestados de la cocina de la zona, también del legado de Ferrán Adriá, con sus espumas y sus salsas densas.
Recuerdo un suquet de salmonete que me devolvió a los viejos sabores marineros.  Apenas dos bocados de pescado y dos cucharadas de salsa con muchísima sabiduría. Un sitio al que volveré por la comida y, sobre todo, por el servicio. Han sabido reaccionar y dimensionarse para volver a ser un restaurante familiar. La parte del largo menú que tenía que ver con la Costa era maravillosa, la de carnes correcta y usaron en los postres el mejor cacao que he probado en la vida. Pocas veces he salido de un restaurante de este estilo con una sensación tan buena, pocas veces he tenido esa sensación de pequeña felicidad.
Les mandé un correo electrónico dándoles las gracias y pidiéndoles la receta de un estofado de espardeñas. Es la receta que reproduzco, todo un honor el que contestaran mi correo.
         Guiso de tendones y espardeñas
          Tendones de ternera 0,320 kg
          Chalotas 0,050 kg
          Mantequilla 0,025 kg
          Remoja de pilpil 0,200 kg
          Espardeñas 0,070 kg
         Previamente, limpiar los tendones, blanqueándolos y luego cocinándolos en agua durante 4 – 5 horas hasta que queden tiernos, desespumando de vez en cuando. Sacarlos del agua y enfriarlos. Acabar de limpiarlos de la parte exterior más grasosa y sin textura. En una cocotte pochar en blanco la chalota, en brunoise fina, junto a la mantequilla. Agregarle los tendones cortados en mirepoix y dejar pochar 10 minutos. Ir añadiendo la remoja, poco a poco, cocinando suavemente el guiso. A  media cocción añadimos al guiso las espardeñas cortadas a 1 cm de largo. Cocinar agregándole remoja hasta conseguir una buena melosidad. Arreglar la sal una vez que esté en su punto. Para guardar, pasteurizar a 80Cº por 30min.
Como la Costa Brava ha dejado de ser catalana, elijo un cuadro de Sorolla, que era valenciano y fue capaz de robar parte de la luz al mediterráneo.
España no puede pagar la luz de Sorolla | Cultura | EL PAÍS

Empiezan vacaciones, espero que el Diletante recupere el ritmo.

sábado, 4 de julio de 2020

Capítulo DXLVIII.- Homenaje a unas judías verdes.

Revisaba estos días el blog y he encontrado muy pocas recetas que tengan como base las judías verdes, es curioso porque rara es la semana que no me toca preparar un plato de judías verdes con patatas, para tomar con un chorreón generoso de aceite o con mayonesa.
Suelo utilizar con frecuencia las judías como guarnición o como ingrediente para algunos sofritos, escondidas entre tiras de calabacín, apio, puerros o cebollas.
Si voy al mercado me gusta comprar las judías perona, que son las más sabrosas, aunque a veces los tenderos se suben a la parra y las colocan por encima de los 6 euros el kilo, un asalto a mano armada.
Los supermercados tienen una judía  verde plana, muy larga y un poco leñosa, está muy bien de precio y si se camuflan un poco se pueden comer, aunque no sepan a nada.
Luego están las redondas, de orígenes exóticos. Es duro pensar en el precio de origen de alguna de estas judías cuando merece la pena traerlas desde Kenia para competir por apenas 4 euros kilo con las españolas.
Nos hemos acostumbrado a tomar malas judías verdes, insípidas, casi polispán. Casi son más sabrosas algunas judías las judías verdes congeladas.
Me molesta mucho encontrarme hebras de judía cuando como, se quedan enganchadas en la parte final del paladar, cuesta tragarlas y pueden amargarte una comida.
Judías verdes y pechuga de pollo a la plancha, comida del lunes, después de haber cometido algún abuso durante el fin de semana. Comer judías verdes con un chorro de aceite aquieta las malas conciencias, parece que tomando verdura expías todos los pecados.
Hay un ritual vinculado a la judía verde, una letanía casi perdida, la de pasar la tarde  mondando las vainas con un cuchillo afilado.
Me relaja preparar las judías verdes, colocarme con dos platos, uno para las hebras y el otro para las vainas limpias, cortarlas por la mitad y después longitudinalmente para que queden todas de un tamaño regular, no más largas y no más anchas que mi dedo meñique.
Me gusta que queden un poco crujientes, sumergirlas unos segundos en hielo después de hervirlas durante 2 ó 3 minutos. Hacerlas al vapor para que conserven el sabor y la tersura.
Ayer tocaba preparar judías verdes, un paquete de medio kilo de los se super, unas judías insípidas, bastas, llevaban tres o cuatro días secándose por la encimera de la cocina, no encontraba el momento de prepararlas.
Inmerso en la nueva normalidad, gestionado el trabajo y las obligaciones domésticas con cierta habilidad (me levanto pronto, trabajo hasta las 8 de la mañana, luego gerenciamos desayunos y llevamos a los niños a que hagan un poco de deporte, de regreso desayuno en el mercado y doy una vuelta para buscar inspiración).
Las judías de ayer tuvieron suerte, un puñado de gambas, una sepia y medio kilo de almejas podían convertirlas en una comida digna.
Pelé y piqué dos cebollas, juliana fina, dos zanahorias y medio calabacín que rondaba melancólico por la cocina. Busqué una paella amplia, puse un chorro de aceite y el fuego al mínimo para que fueran pochando. Removía de vez en cuando para que no se pegaran. Un poco de sal, 4 pimientas que me regalaron la semana pasada, el regalo enviado por una amiga de Agramunt, una caja con multitud de especias aromáticas que me alegraron la semana. Pimienta verde, pimienta blanca, pimienta roja y pimienta negra. Generoso el molinillo con las tres, un poco de orégano y una pizca de comino. Sofrito suave, sin prisas, dejando que se convierta casi en una compota.
Mientras se atontaban las verduras fui mondando las vainas, cortándolas ceremoniosamente. Puse una olla con abundante agua y dos cucharadas de sal. Fui lanzando las hebras al agua que calentaba, soy de los que cree que echando las hebras el hervor gana sabor.
Mientras tanto el sofrito iba a su ritmo, sudando. Abrí un hueco en la paella para rehogar unas gambas enteras, no muy grandes, rojas, sabrosas. Aparté la cebolla y la zanahoria y coloqué sobre la plancha las gambas, subí el fuego y empezaron a crepitar. Dos minutos, no más, saqué las gambas y reorganicé la verdura, que empezó a tomar el saborcillo de la gamba.
Aparté las gambas en un plato, dejé que enfriaran para poderlas pelar bien.
Abrí una caja con tomates pera cherry, las puse en el guiso, no quería que se terminaran de deshacer.
Terminé de pelar las judías, las coloqué sobre un recipiente para hervirlas al vapor, sobre el agua con las hebras, tapé la olla y las dejé tres minutos, no más.
El pescadero me había preparado una sepia bien fea, la cortó en tiras finas y dejó la salsa aparte. Corté la bolsa de intestinos de la sepia y lo mezclé con el guiso.
Subí un poco el fuego, la verdura era una compota olorosa y picante. Añadí una cucharada de maicena, un chorro generoso de vino de Jerez seco y me puse a remover el guiso para que la salsa engordara.
Pelé las gambas, chafé sobre un colador las cabezas y las cáscaras para que terminara de exprimirse bien el jugo.
El agua de hervir judías me fue bien para que el guiso tuviera caldo. Fuego vivo. Puse las judías verdes, que eran la excusa de la comida, puse también las almejas (grandes, carnosas) y las gambas peladas. Tres o cuatro minutos, no mucho más. EL tiempo justo para que abrieran las conchas y se amalgamaran bien los ingredientes.
El plato iba con una guarnición de arroz basmati hervido en los restos de agua de las judías, con una corteza de limón, unos granos de pimienta, otros de cardamomo, laurel y semillas de comino.
Era un plato construido a partir de un triste paquete de judías verdes.

El cuadro que acompaña a las judías verdes es la de un pintor fauvista inglés, un artista que consolidó su obra en las primeras décadas del siglo XX. Un campo de judías en Letchworth, aunque me gusta mucho más una imagen cotidiana de una cocina inglesa. El pintor se llama Spencer Gore, un descubrimiento a explorar, con obra en la Tate Gallery.
The Gas Cooker', Spencer Gore, 1913 | TateThe Beanfield, Letchworth', Spencer Gore, 1912 | Tate

jueves, 18 de junio de 2020

Capitulo DXLVII.- Pensar en comer.

Llevo días pensando en comer. Entiéndase, pensando en cómo será lo de comer con la “nueva realidad”. Muchos restaurantes no han abierto y otros abren a medias, con menús adaptados a las circunstancias. No tengo ni idea de qué ocurrirá con los grandes referentes gastronómicos, será complicado que vuelvan a ponerse en marcha las cocinas con ochenta o noventa aprendices deambulando, con espacios ínfimos. Recuerdo cómo contaba Bourdain la vida en las cocinas de los grandes restaurantes, una experiencia parecida a la de un barco pirata.
Los cocineros que trabajan de cara al cliente tendrán que cambiar espacios y rutinas. Puede que no volvamos a disfrutar de espacios con el del Bulli o el del Celler de Can Roca, salvo que suban los precios mucho más y se queden para una élite que hoy por hoy no puede viajar.
Creo que se abre una oportunidad para otras formas de cocinar y de llevar el negocio de la cocina, costará un poco encontrar nuevos formatos. La cocina exclusiva de foodies dispuestos a atravesar medio mundo para probar un bocado exquisito no volverá de inmediato. Yo, de momento, estoy a punto de conseguir comer dentro de un par de domingos en el Miramar de Llansá, algo impensable hace un año, cuando la lista de espera era interminable y había que hacer malabarismos para conseguir una mesa.
También ha mejorado la calidad del producto en el mercado, las buenas piezas ya no van a los restaurantes y en los puestos de mercado hay productos maravillosos a un precio que no escandaliza, hace años que no veía gambas grandes de Palamós por debajo de los 50 euros.
La cocina vuelve a ser un ritual relajado, con un punto de sofisticación. El teletrabajo permite programar los guisos a un ritmo que no imaginaba. Preparar fondos y caldos de pescado de un día para otro, ir a comprar a las nueve de la mañana después de casi tres horas trabajando, porque a las cinco y media de la mañana estoy ya en marcha, así que a las nueve el cuerpo me pide café, paseo por el barrio y mirar qué descargan los pescaderos y carniceros.
Hace una semana preparé un suquet de gambas para comer. Un guiso que antes era festivo y que ahora cae casi todas las semanas.
Compré 300 gramos de gamba roja, de la mediana, la sofreí ligeramente con un chorro de aceite, la retiré antes de que terminara de hacerse. En el aceitillo sofreí una cebolla hermosa, bien picada, una zanahoria también picada en trocitos minúsculos, una rama de apio y una pizca de pimiento verde que vagaba por la cocina.
Cuando la verdura se atontó (fue rápido porque estaba picada en briznas), añadí un par de cucharadas de almendra en polvo, unas hebras de azafrán, un poco de sal, algo de pimienta recién molida y un chorreón generoso de manzanilla de Jerez. Subí el fuego, removí bien y utilicé las vísceras de una sepia para terminarle de dar sabor al caldo. Un lomo de rape cortado en rodajas, la sepia cortada en tiras, un chorro de un caldo de pescado que me había dejado hecho del día anterior.
Compré y corté unas patatas bufet, pequeñas, apenas un poco más largas y gruesas que la falange de mi dedo gordo. Las partí por la mitad, sin pelar y las lancé a la cocción. Mientras se cocían pelé las gambas, chafé las cabezas con ayuda de un colador y un mortero para que el juguillo se mezclara con el caldo, que iba espesando. Bajé el fuego, añadí las gambas peladas para que se terminaran de hacer y dejé que el guiso reposara, con el fuego apagado, hasta la hora de comer.
Todavía podía trabajar un par de horas mientras el suquet se asentaba.
Leí en el periódico que la baronesa Thysen anda empeñada en vender el Mata Mua y algún cuadro más, entre ellos uno de Hopper. Dicen que está en su derecho, puede ser, cada uno está en su derecho, pero debe ser consciente de que es mucho más placentero saber que su cuadro podrá ser admirado por miles de personas que pensar en sacar ocho, diez, quince, puede que veinte millones de euros que va a pulirse en poco tiempo. Pasará a la historia universal de la infamia si vende estando en su derecho el Mata Mua. Todos estamos en nuestro derecho de hacer lo que nos brote, pero hemos de ser conscientes de que tocan tiempos de pensar en los derechos de los demás.
Yo estoy dispuesto a poner un plato más en mi mesa para la baronesa si sus problemas son de hambre, si es frivolidad poco puedo hacer y si es tacañería seguro que el gobierno encuentra una vía de solución porque de esta sólo saldremos con mucha inversión en cultura, en tecnología y en educación. El futuro pasa por esos tres pilares.
Mata Mua' y la política cultural | Cultura | EL PAÍS
He guardado a Boccaccio para un próximo rebrote, me quedan cincuenta novelillas.

También guardo a Hopper. Vuelo a la normalidad, pienso en comer y en cómo se comerá en un futuro.