lunes, 31 de octubre de 2016

CDI.- Dalí en los fogones (Les Diners de Gala)


Dalí en los fogones.

La semana pasada compré en Madrid la reedición del libro Les Diners de Gala, un libro de cocina editado por Dalí en el año 1975, decía que había sido asesorado por un cocinero francés de renombre.

La editorial Taschen ha reeditado hace unas semanas este libro, es una edición muy cuidada con reproducciones de cuadros y dibujos de Dalí, también hay fotos de casi todos los platos. Lo de menos es que sea un libro de cocina, en realidad es un catálogo de todas las obsesiones de Dalí, incluidas las culinarias. El libro no tiene desperdicio.

En el preámbulo una declaración de intenciones: «Les Diners de Gala, con sus preceptos y sus ilustraciones, es una obra dedicada tan solo a los deleites del Paladar. Que nadie busque en ella fórmulas dietéticas».

          No descarto, en un futuro más o menos inmediato, preparar una comida a partir de las propuestas de Dalí, de momento me conformo con uno de sus postres, incluido en el capítulo les pio nonoches. Se trata de una tarta de tomates.

Para la masa se necesitan 250 gramos de harina, 200 gramos de mantequilla, un huevo y una cucharada de agua. Para la confitura de tomate un 1 kg de tomates verdes o encarnados, 400 gramos de azúcar, 2 litros de agua, una copa de vino blanco y el zumo de un limón.

Esta es, literalmente, la receta de la tarta: Preparamos en primer lugar la pasta: poner a derretir la mantequilla en agua, sin que llegue a hervir.

Formar un volcán en la harina y verter en éste un huevo, ½ pulgada de sal y la mantequilla derretida. Trabajar mezclando todos los elementos y cuando se haya logrado formar una bola de pasta, dejar reposar por espacio de 1 hora.

Echar los 2 litros de agua en una cacerola, llevarlos a ebullición. Meter los tomates durante unos minutos, y luego, refrescarlos bajo el chorro del agua fría. Quitarles la piel, así como las semillas y trocearlos.

Echarlos en una cacerola junto con el azúcar, el vino blanco y el zumo de limón.

Dejar cocer a fuego lento durante 1 hora: la primera media hora a cacerola tapada, y luego, dejarlo reducir a cacerola destapada.

Extender la pasta sobre un espesor de 1 centímetro, aproximadamente, y guarnecer con ésta tanto el fondo como los lados de un molde para tartas.

Verter en la tartera la preparación a base de tomate e introducir el molde en el horno, graduado a termostato 7, por espacio de 30 minutos.

No es una recepta complicada – las hay imposibles, obscenas, provocativas -, pero tiene que ser vistosa. NI qué decir tiene que la confitura de tomates permite jugar con algunos ingredientes complementarios (yo sustituiría el vino blanco por un ron de caña y espolvorearía azúcar moreno antes de servirla).

El cuadro fue especialmente preparado para la primera edición. Se trata de una ristra de tomates de los de colgar ensartado en una cuchara dorada en un paisaje dominado por grandes costillares de buey. La imagen puede causar terror a los enemigos de la carne.


lunes, 24 de octubre de 2016

CD.- Alegoría de la virtud perdida.


Alegoría de la virtud perdida.

Llevo 400 entradas en este blog – alguna más porque con mi habitual despiste creo que he duplicado alguna entrada -, más de cinco años escribiendo sobre cocina. Tengo 68 seguidores, un número más que respetable, nunca pretendí competir con los opinadores de cocina en la red. He pasado épocas más prolíficas, en otras he buscado sin encontrar y han pasado semanas sin que escribiera una línea.

Estoy contento, a lo largo de estos más de 400 capítulos he conseguido llevar una especie de diario de abordo, con muchos detalles y referencias personales que seguro me hará gracia releer dentro de unos años. No pretendía hacerme rico con el blog, de hecho, he rechazado algunas ofertas para monetarizar la página.

Me queda la pequeña frustración de no haber sido capaz de convertir una parte del blog en un libro de recetas en papel, frustración mayor si tengo en cuenta que las librerías están todas llenas de libros de cocina.

No sé si a lo largo de todos estos años he traicionado la idea inicial con la que empecé a escribir, si a veces me he puesto muy trascendente o petulante. Podría ser, no es fácil sujetar el ego.

El contador me advierte que se ha entrado más de 140.000 veces en el blog, cierto es que muchas de las visitas son de amigos y familiares que entran con frecuencia para saber si hay novedades. También es verdad que por caprichos del gestor del blog cuando se entra a la web se pueden ver de un solo golpe media docena de entradas, tengo, por lo tanto la secreta creencia de que el total de 400 entradas se han leído total o parcialmente medio millón de veces. Impensable cuando empecé a escribir.

Recupero la primera entrada - http://undiletanteenlacocina.blogspot.com.es/2011/04/cap-i-presentacion-la-busqueda-del-menu.html -. Modesta y sobria presentación, todavía no había conseguido habilidades informáticas suficientes para poder enquistar imágenes en la bitácora.

En aquella primera entrada hablaba de una comida perfecta en Bilbao, una de las comidas y menús soñados.

400 páginas después me animo a revisar esa primera entrada para ponerle la imagen que probablemente merecía aquella primera ocasión, un bodegón con dobles lecturas de Antonio de Pereda, un pintor vallisoletano del siglo XVII, el cuadro tuvo el dudoso honor de que durante años se atribuyó a Velázquez o a su escuela.

El cuadro, si se revisa con paciencia, tiene doble lectura ya que se titula Escena de cocina o alegoría de la virtud perdida. He intentado, sin éxito, descubrir donde está expuesto para poderlo visitar, así que si alguien puede darme información le estaré eternamente agradecido. Puede que el cuadro esconda un remoto antecedente de la tórrida escena de El Cartero Llama Dos Veces, en la versión de Lange/Nicholson.
Resultado de imagen de Antonio de Pereda escena de cocina

Dejando al margen calenturas y volviendo a aquella primera entrada, allí hablaba de las cocochas de merluza al club ranero.

Este sábado, para homenajear a unos amigos, hice cocochas, de bacalao, en Barcelona es complicado encontrar cocochas frescas de merluza.

Pelé dos dientes de ajo hermosos, los corté en láminas y los puse a confitar en abundante aceite de oliva. El ajo no tiene que dorarse.

Cuando el aceite empezó a tomar temperatura añadí unos pimientos pequeños, dulces, de color amarillo, naranja y rojo. Los puse a rehogar unos minutos, luego los retiré y los coloqué en una bandeja del horno para que terminaran de hacerse.

Después de apartar los pimientos añadí al aceite una docena de cocochas de bacalao, subí un pelín el fuego para que no perdiera el guiso mucho calor. Tuve las cocochas en el fuego 5 minutos por un lado, tres por otro. Antes de retirarlas añadí un poco de sal y de pimienta.

Las cocochas estaban a medio hacer, aún y así las retiré escurriéndolas bien, dejando las láminas de ajo en la sartén. Allí quedó una mezcla de aceite, ajo y la gelatina que habían desprendido las cocochas.

Dejé que la mezcla perdiera temperatura en la sartén. El pil-pil traba mal si el aceite está muy caliente.

Bastan 4 ó 5 minutos para que el aceite se atempere. Luego toca ir moviendo con delicadeza la sartén, en constante zig-zag. Hay que ir trazando ochos en el aire con la sartén por el mango, meneando ligeramente el aceite para que ligue con la gelatina del pescado. Un milagro de la química.

Se va formando una crema pálida, parecida a una mayonesa ligera, una muselina pegajosa que va espesando. Fui colocando con cuidado las cocochas de nuevo en la sartén, las acomodé con cuidado y seguí moviendo con suavidad para que la salsa empapara también a las cocochas.

La labor del pil-pil (que no necesita ni maicenas, ni patatas hervidas, ni usar un colador) termina cuando no quedan restos de aceite en la sartén, cuando la salsa cubre como un velo translúcido las piezas de pescado. En ese momento espolvoreé perejil fresco picado. Los pimientos de colores que había terminado de asarse. Le di a todo un golpe final de calor y lo llevé para la mesa. Cuatrocientos capítulos después vuelvo a la cococha.


jueves, 20 de octubre de 2016

CCCXCIX.- Looking for Fragonard


Looking for Fragonard.



Hay días que los ves venir, espesos como mocos de arranque de constipado. Días grises, que amenazan lluvia sin terminar de romper. Hoy era uno de esos días, un jueves con vocación de lunes. Me he despertado a las cinco de la mañana y a las cinco y diez estaba ya trabajando. A eso de las once estaba derrumbado, tanto que me he tomado un platillo de callos en el bar que hay debajo del despacho, unos callos gloriosos, tan gloriosos que he remontado.



Los callos me los he tenido que tomar con una caña de cerveza y varias rebanadas de pan, un tipo serio y circunspecto como yo a las once de la mañana tomándome unos callos y una cerveza. El poco prestigio del que dispongo ha quedado por los suelos, pero yo he alcanzado la gloria, hasta el punto de haber remontado y he seguido trabajando duro hasta la una. No había llegado el mediodía y había trabajado más de siete horas, objetivos cumplidos.



Ante el riesgo de quedar de nuevo sumido por un día plomizo he aprovechado un momento antes de comer para revisar cuadros de Fragonard, Jean-Honoré Fragonard, un pintor rococó que no está muy de moda. En principio Fragonard no está entre mis pintores preferidos, su estilo es un tanto empalagoso, sin embargo, si uno se pone a bucear en su vida y en su obra se encuentra con algunas pinturas deliciosamente carnales, deliciosamente obscenas, deliciosamente carnales. Deliciosas en todo caso.

 Resultado de imagen de Fragonard  erotic

Convertir un día plúmbeo en un día Fragonard tiene su encanto. Hay que luchar contra los elementos más adversos e imponerse un Fragonard licencioso. Los cuadros de Fragonard son como postres llenos de chantillí y de crema inglesa.



Antes de recoger a los niños, empapado ya de Fragonardlidades, me he ido a hacer la compra, cuatro cosas para la cena (un pollo guisado con puerros y patatas fritas). Pero arrastrado por las circunstancias he metido en el carrito los ingredientes para una Carlota de chocolate, una Charlotte au Chocolat. Un postre muy fragonardido.



La Charlota es un postre atribuido a Antonín Carême, un genio de los fogones que no tuvo grandes problemas en inventar y reinventar la charlota primero para la mujer del rey Jorge III, después para la Zarina de Rusia, por eso hay una Charlotte a la parisina, después una Charlotte a la rusa e incluso unas Charlotitas a la Salambó.

La receta tradicional de la Charlotte es un poco complicada, sobre todo en tardes apresuradas como la de hoy, por eso pongo un enlace de una bloguera de Gijón, los pasteles de Rosa, que hace se sumerge en este postre y en su historia - http://lospastelesderosa.blogspot.com.es/2013/07/charlota-gijonesa.html.

Yo he encontrado una receta de Carlota de Chocolate en una enciclopedia de cocinas por entregas que compré hace 10 años. La receta es infinitamente más sencilla y espero que igualmente Fragonardosa.

Entre las siete y las siete y cuarto de la tarde, mientras los niños se daban una ducha y el pollo terminaba de guisarse, me he puesto a charlotear.

Los ingredientes son muy sencillos:

190 gramos de chocolate (yo he utilizado chocolate con leche de repostería).

5 hojas de gelatina neutra (sin sabor)

50 cl de agua.

100 gramos de azúcar.

Un paquete de bizcochos de soletilla.

Yo he enriquecido la receta con una pizca de canela, una pizca de pimienta negra y medio vaso de nata para cocinar.

Se pone el agua, el azúcar, el chocolate, el golpe de nata y las especias en un cazo con el fuego mínimo. Se remueve poco a poco hasta que se deshaga por completo el chocolate.

Con el líquido caliente se añaden las hojas de gelatina previamente disuelta en agua. Con el fuego al mínimo se remueve durante dos minutos.

Se deja reposar sobre el mármol 20 minutos, hasta que pierda calor el chocolate. Mientras tanto se forra un molde de corona con los bizcochos de soletilla. Se rellena el molde con la crema de chocolate y se mete en la nevera para que cuaje (dos horas mínimo).

Mañana podré desayunar charlota de chocolate, espero que sin darme el madrugón de hoy y sin necesidad de recurrir a Fragonard para transitar.      

viernes, 14 de octubre de 2016

CCCXCVIII.- Trastiendas


La trastienda es el aposento, cuarto o pieza que está detrás de la tienda, así define esta palabra el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Conforme a este mismo diccionario tienda significa puesto o lugar donde se venden al público artículos de comercio al por menor.

Casi todos y casi todo tiene trastienda, por eso y en sentido figurado se habla de trastienda para referirse a las cautelas advertidas y reflexivas en el modo de proceder o en el gobierno de las cosas.

Por agotar los significados de la palabra trastienda, en Méjico y en Cuba llaman trastienda a las nalgas, a las posaderas.

La entrada de hoy es la trastienda de una entrada que había estado preparando y que, al final, no ha podido ser.

Mi idea inicial era recrear una receta de cocido madrileño. Lo tenía todo a punto, a mediodía me escaparía a ver una exposición de Auguste Renoir en la fundación Mapfre, disfrutaría de los colores y de la alegría de vivir de Renoir, de su gusto por las formas redondas, las mujeres desnudas y las escenas de campo. Escribiría sobre la mala fortuna que tiene actualmente Renoir, a quien quieren expulsar de las salas nobles de los grandes museos, gran parte de la inteligencia actual piensa que es un pintor sobrevalorado.

A mí me gusta Renoir, me ha gustado siempre. También me ha gustado su hijo, Jean Renoir, el director de cine de la Gran Ilusión. Curiosamente el primer miembro de la familia Renoir del que tuve referencia fue Jacques Renoir, biznieto de Auguste, que era el cámara que utilizaba Jacques Cousteau en sus reportajes submarinos. En definitiva, la familia Renoir es una familia fascinada por la luz.

Con la excusa de Renoir, de la luz y de la alegría de vivir pensaba escribir sobre el cocido madrileño, pocas comidas generan una alegría de vivir tan grande como tomarse un buen cocido madrileño, tomárselo sin prisas, beberse una botella de vino tinto para que pase la sopa, los garbanzos, la verdura y la carne. Una botella de ribera del Duero, si se puede elegir.

Ayer, sin embargo, no fue un día muy afortunado, estuvo lloviendo desde el amanecer, en ocasiones incluso llegó a llover a mares. Me escapé a ver la exposición de Renoir a la una y media, la hora de los jubilados. La exposición está bien, aunque la mayor parte sean retratos de pequeño formato, un par de cuadros de bañistas y el Moulin de la Galette. Lo más sorprendente de la exposición es el ascensor de la fundación Mapfre, han colocado una reproducción del Moulin de la Galette a tamaño humano, de manera que cuando entras en el ascensor y buscas tu reflejo en el espejo de la única pared no decorada te conviertes en un personaje más del cuadro. Estuve a punto de hacerme un selfie y colgarlo en el bloc, pero en mi viaje en el ascensor estuve acompañado por unas viejecitas muy simpáticas a las que se les ocurrió la misma idea, me invitaron a salir del ascensor para poderse hacer ellas el retrato. Así que me quedé con las ganas de haberme convertido en un figurante accidental del selfi de las ancianitas.

Cuando salí de la sala de exposiciones seguía lloviendo a mares. Volví al coche y me enteré de que le habían dado el premio nobel de literatura a Bob Dylan. Una buena noticia. Durante unos minutos pensé escribir con la excusa de Bob Dylan, aunque, a decir verdad, tampoco yo soy un fanático de Bob Dylan, hay canciones que me gustan, reconozco el mérito que tienen muchas de sus letras, pero me parece un tipo frio y engreído, supongo que yo también sería engreído si fuera Bob Dylan. Descarté definitivamente escribir sobre Bob Dylan cuando escuché una entrevista con Eva Amaral, los de Amaral habían sido teloneros de Dylan en España. Eva Amaral contaba que viajaron con él durante una de las giras, viajaron por varias ciudades españolas y ella recordaba que no se habían dirigido ni una sola vez a Dylan, que no lo habían visto de cerca porque estaba ultraprotegido por su séquito. Amaral decía que Dylan era un tipo introspectivo, supongo que es el modo correcto de decir que alguien es borde, engreído y soberbio. Contaba que sólo al final de la gira apareció una tarde por sorpresa mientras ensayaba Amaral para saludar.

Me parecía dudoso que a Dylan le gustara el cocido, no recuerdo una sola canción de Dylan en la que hable de comida.

Después de la exposición me fui a la compra, tenemos invitados este fin de semana y convenía ir preparando los platos. Comprar a mediodía entre semana es un placer, no suele haber casi nadie en los mercados.

Cuando llegué a casa, dispuesto a escribir sobre Renoir y la alegría de vivir, descubrí que justo hace dos años que hice una entrada sobre el cocido – Las Musas de Abantos (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com.es/2014_10_01_archive.html) -. Caí en un estado de semimelancolía y de preocupación por mis fallos de memoria.

Llegados a este punto corría el riesgo de bloquearme, de pasar varias semanas sin escribir, suele ocurrirme. Sin embargo, un golpe de fortuna, o puede que de mala fortuna, me ha devuelto a los teclados del ordenador antes de lo previsto. A las cinco de la mañana me he despertado, parece que ha dejado de llover.

Si no podía hacer una entrada que pudiera mostrar, tal vez podría escribir sobre la trastienda de esa entrada frustrada, y así ha sido, podría titularla la trastienda del cocido.

Desechado el cocido, me he puesto a darle vueltas a una receta con pulpo, he comprobado que no había escrito antes sobre pulpo. Podría empezar a escribir sobre el modo de ablandar el pulpo, había visto a los pescadores darles golpes contra las piedras y recordaba que en los recetarios antiguos recomiendan congelarlo antes de hervir. En casa desde hace tiempo compramos el pulpo ya cocido, sale estupendo. Ahora que lo pienso, en las pescaderías del barrio no venden pulpos frescos.

Este verano había tomado unos platos estupendos de pulpo a la brasa con puré de patata y pimentón.

La receta que he preparado es un pelín más complicada:

Pico en juliana y rehogo a fuego muy suave una cebolla y una rama de apio.

Cuando la verdura empieza a quedar transparente le añado una pizca de sal (una cucharilla de café) y una pizca de orégano (una cucharada sopera). Remuevo bien.

Añado unos tomates pequeños (tenía unos kumatos del tamaño de una nuez), calculo que habré echado medio kilo de tomatitos enteros. Remuevo bien, le echo un par de cucharaditas de azúcar y tapo la olla para que sude bien.

No me gusta remover los tomates en esta receta, prefiero que vayan reventando poco a poco. No es necesario esperar a que rompan todos los tomates y se forme una salsa espesa, de hecho, una de las gracias de la receta es que los tomates lleguen con cuerpo a la mesa.

Pasados 5 o 7 minutos (en función de cómo nos guste que queden los tomates), abro la tapa y añado un buen vaso de vino de jerez. Subo el fuego un poco para que el guiso chisporrotee alegre y se evapore el alcohol. Dejo hervir durante 3 minutos, luego bajo de nuevo el fuego.

Mientras se evapora el alcohol, saco la pata de pulpo previamente cocida, viene pringada en la propia gelatina que ha desprendido el pulpo. Parto el pulpo en pedazos no muy grandes y lo incorporo al guiso. Remuevo bien para que se empape de los sabores. Cuando el guiso vuelve a hervir añado dos cucharillas de pimentón rojo molido. Le pego otro meneo a la cazuela y apago el fuego, coloco la tapa en la cazuela y lo dejo reposar hasta que se quede templado.

El pulpo guisado podría ir a la mesa con unas patatas hervidas, o con un poco de arroz pilé. Incluso podría añadir un puñado de fideos con el penúltimo hervor.

Nadie como Miquel Barceló para pintar pulpos, creo que también los sabe cocinar.

jueves, 6 de octubre de 2016

CCCXCVII.- Cara de acelga


Es poco glamuroso escribir sobre las acelgas, lo comprendo. En los ya 400 capítulos del diletante no he dedicado ninguna entrada a las acelgas, aunque recuerdo algún plato memorable en el que estas verduras juegan un papel importante – hace algunos años tomé en Mallorca un estupendo besugo salvaje al horno que llevaba esta amarantácea de guarnición.

Cuando en la frutería ves los largos, los recios manojos de acelgas disfrutas de su tersura, casi las escuchas crujir. Es de las pocas verduras que se siguen vendiendo con restos de tierra en el tallo y con caracolillos escondidos entre las hojas.

La pobre acelga no es un alimento agradecido, si no andas con cuidado enseguida languidece en la despensa, a las pocas horas de comprar un manojo de acelgas van perdiendo esplendor, el tallo se comba, las hojas van tomando un color grisáceo y asoman enseguida gusanillos que van carcomiendo las partes más sabrosas dejando pequeños cercos.

Hay que tener cierto cuidado al hervirla porque si la tienes en agua caliente más de la cuenta se convierte en un amasijo gris de hebras amargas. No en vano la acelga sirve para describir a personas que tienen mala cara, o que tienen cara de pocos amigos. Tener o poner cara de acelga no es, ni mucho menos un cumplido. En Cataluña y Baleares se llama bleda (acelga) a una persona poco espabilada, sin vigor o impulso vital.

Mi trabajo de documentación para preparar las entradas a veces me lleva a lugares absurdos, divertidos. En este caso la acelga y las caras de acelga me condujeron a una película del año 1987 de José Sacristán que tenía este título; una comedia que pasó por la cartelera sin pena ni gloria.

La cara de acelga de José Sacristán me condujo a un programa de televisión de finales de los años 80 del siglo pasado, con las manos en la masa, un programa de cocina que presentaba Elena Santonja. Aprovechando uno de mis habituales madrugones recuperé el vídeo del episodio que dedicaron a José Sacristán y a las acelgas (http://www.rtve.es/alacarta/videos/con-las-manos-en-la-masa/manos-masa-cara-acelga-jose-sacristan/2084187/). Han pasado casi 30 años desde que emitieron aquel programa, esa forma de hacer televisión que parecía improvisada y fresca ha quedado ahora un poco rancia, con poco ritmo. Los tiempos cambian.

Sacristán y Santonja, además de cantar unas coplillas con más pena que gloria e intentar hacer algunos chistes fáciles, cocinaron dos platos con acelgas: primero hicieron una crema con las hojas de las acelgas, después prepararon las pengas hervidas y rebozadas con jamón de york. Las dos recetas tenían cierto encanto, la mano de quien maneja las pillerías de los fogones. Para preparar el puré de acelgas rehogaron primero unas chalotas en vez de la habitual cebolla, animaron el sofrito con un chorro generoso de coñac y al final le dieron brillo a la crema añadiendo un buen trozo de mantequilla al final, ya cuando llevaban la cazuela humeante a la mesa.

Las pencas rellenas las sirvieron sobre un sofrito previo de puerro y zanahoria que fueron atontando a fuego suave, incorporando un vaso de jerez seco. Sobre ese sofrito pusieron las pencas hervidas y rebozadas (colocaban una pequeña loncha de jamón entre los cuadrados de acelga hervida, pasaban el emparedado por harina y huevo antes de freírlos a fuego vivo). Colocaban las pencas sobre el sofrito en una bandeja que metían en el horno con besamel.

Con estos antecedentes, poco halagüeños, me puse a cocinar mis acelgas.

Si las acelgas son tiernas, los tallos no muy anchos ni largos, no es necesario quitarles las hebras. Si el manojo de acelgas el recio y alargado conviene deshebrarlas bien para que no resulten luego desagradables los filamentos a la hora de comer.

Quería cocinar unas pencas de acelgas con mollejas de cordero glaseadas, si no apetecen las mollejas se pueden preparar las acelgas con unos filetes de pechuga de pollo. Conviene que la carne no sea de un sabor muy fuerte para que pueda jugar con el punto amargo de la acelga.

Partiendo de algunas de las ideas de Alain Ducasse, he decidido hervir las pencas de acelga en caldo de pollo, un caldo corto, sabroso. Ducasse limpia y corta las pencas y las deja unos minutos en agua muy fría con una pizca de sal y unas gotas de limón.

Pasa las pencas por una sartén con un poco de mantequilla (en otros recetarios las rehogan primero con grasa de cerdo, no con aceite). El rehogado ha de ser a fuego muy suave, durante dos o tres minutos, poco más.

De la sartén se pasan las pencas a una cacerola que tenga un poco de caldo de pollo, lo justo para que queden cubiertas. Se lleva el caldo a ebullición y se cuecen las acelgas durante 8/10 minutos, no mucho más. Hay que mantener tersa la verdura, que no quede muy tristona.

Retiramos y reservamos las pencas escurridas.

Para glasear las mollejas o las pechugas de pollo no hace falta mucha ciencia. Si son mollejas es mejor comprarlas ya limpias (así no hay que tenerlas en agua fría con vinagre unas horas antes, no hay que quitarle los nervios y restos de grasa, tampoco habrá que blanquearlas 5 minutos en agua hirviendo). Si optamos por el pollo, bastará con cortar la pechuga en filetes no muy pequeños.

En una sartén se ponen 4 cucharadas de aceite de oliva, a fuego muy suave. Se saltea la carne durante 2 ó 3 minutos, lo justo para que tomen un poco de tono. Se le añaden 4 cucharadas de manteca de cerdo o 150 gramos de mantequilla. El fuego sigue muy suave, la grasa se deshace y la carne se impregna bien de la grasa. Irá tomando un color dorado. Se añade un vaso generoso de oporto o de un vino dulce y espeso andaluz (estoy pensando en un Lustau), se sube un poco el fuego para que la salsa rompa a hervir. Es el momento de flambear el guiso.

Se baja de nuevo el fuego y se deja reduciendo la salsa unos minutos, hasta que quede trabada, casi como caramelo.

Para servir el plato se ponen en una bandeja las pencas de acelga con un poco del caldo que sirvió para hervirlas, sobre las pencas se colocan las mollejas o los filetes de pollo glaseados. Se añade un poco de sal, se muele un poco de pimienta y se lleva a la mesa (Ducasse, que es un sibarita, presenta el guiso con tuétanos y trufa. Con estas sofisticaciones corremos el riesgo de que las acelgas sean lo de menos).

Me ha costado pero al final he encontrado un cuadro con acelgas, es una alegoría a la cocina de invierno, el autor Sebastien Stoskopff, un pintor alsaciano del siglo XVI. El cuadro está expuesto en Stasburgo. Se curioso ver cómo la señora que aparece en el cuadro, la que está ensartando el pollo, tiene cara de acelga.