jueves, 19 de febrero de 2015

CAP.CCCLXIII.- Pequeña muerte por chocolate (4)


4. PERSPECTIVA CABALLERA.

 

El inspector Caballero me mandó un atento recordatorio a primera hora de la mañana para que Jésica no se olvidara de su compromiso de acudir voluntariamente a declarar. Quedé con ella a las once en una cafetería cercana a su apartamento, no quería volver a verme envuelto en sus dudas existenciales sobre el combinado de la ropa, además me alteraba mucho ver a una mujer deambulado en ropa interior cara.

Como era previsible llegó pasadas las once y media vestida con un elegante traje de chaqueta de Chanel en color verde pistacho, había conseguido domeñar sus pechos, supongo que la visita a la comisaría le generaba más respeto que el funeral, seguía llevando cómodamente un cojín disimulado entre los panties.

Aproveché el trayecto en taxi para ponerla al día de las deudas que se acumulaban, las del funeral y las de la cena en el Atelier del León, se encogió de hombros y me indicó que Rafael se ocupaba siempre de las «cosas del dinero», con el fin de aliviarme me dijo que podía vender el Wren en cuanto lo considerara oportuno, estaba segura de que podríamos sacar treinta o cuarenta mil euros por él. Definitivamente Jes no tenía los pies en la tierra o, por lo menos, no había tenido necesidad hasta el momento de poner los pies en tierra, seguramente por las mismas razones por las que no había tenido necesidad hasta la fecha de leer un libro.

Caballero estaba esperándonos a la entrada de la comisaria, saludó con cortesía y nos fue abriendo paso como si se tratara de una visita institucional, aprovechando para indicarnos algunas peculiaridades de las instalaciones, lo modernas, espaciosas y cómodas que eran. En vez de interrogarnos en su despacho nos llevó a una sala de la planta superior, una estancia amplia y luminosa; nos ofreció café y nos dijo que prefería no grabar la «entrevista», que tomaría algunas notas. Yo, en mi papel, antes de que empezara a preguntar le solicité que aclarara en qué calidad declararía Jésica, me aseguró que como testigo, aunque apostilló que en casos como éste no sobraba nunca la presencia de abogado.

Empezó indagando sobre el tipo de relación que mantenían Jess y Montes, ella dio detalles sobre el modo en el que se conocieron: ella trabajaba de azafata en un evento gastronómico organizado en la Feria de Barcelona, fue él quien se acercó a invitarla a que probara un poco de jamón de jabugo, ella le dijo que tenían terminantemente prohibido comer en horas de trabajo y él dijo que, para compensarla, podrían quedar para cenar. Jess aseguró que aquella noche no hubo «contacto físico» pero sí que se generó la química suficiente como para que al día siguiente volvieran a cenar juntos, en la segunda cita sí que existió ese contacto, de hecho durmieron juntos y desde entonces no se habían separado.

Jess avanzaba en su relato y, a medida que se relajaba, iba aflojando los botones de la chaqueta para que fuera aflorando el escote, la excusa del calor de la sala justificaba sus licencias. Jess aseguró que Montes llevaba ya varios años separado de Chântal y que no tenía pareja fija cuando empezaron la relación, por lo que aseguraba que no había nadie despechado por su unión. Informó al policía sobre el día exacto en el que Montes le pidió en matrimonio, casi un año antes del asesinato, y del impacto que había tenido en Rafael su incipiente embarazo, con una ligera caída de ojos se llevó la palma de las manos a la barriga y suspiró. No hizo mención alguna al testamento, daba por sentado que ella era la principal heredera, aquella era mi encomienda y Jess consideró que era mejor no poner a la policía en la pista de una hijuela redactada la misma mañana del asesinato.

Una vez quedó Caballero suficientemente ilustrado de las escapadas que Montes y Jess realizaban casi semanalmente cambió el rumbo de las preguntas para dirigirlas a que identificara las personas que disponían de llave de la casa, disponían de llave ella misma, Desideria «la criada» puntualizó, también tenía llave Rafaelito, el hijo mayor de Montes, que le ayudaba en algunos artículos y hacía las veces de asistente, sobre todo cuando Jess no podía acompañar a su «prometido» a los múltiples compromisos de agenda. Jess era una maestra de la interpretación y, a mitad de su relato, ya se refería al fallecido como su prometido, sin dejar de acariciarse el vientre como si notará ya las primeras patadas de un bebé que sólo residía en su capacidad de improvisar. No tenían llave pero eran habituales de la residencia de Montes Higini, el editor Rovirosa, Benet Llompart, que era el director del periódico en el que habitualmente escribía el fallecido; también era normal que pasaran por la casa, incluso que se quedaran a comer o a cenar un grupo más o menos informe de compañeros de farra de Montes, un grupo que lo formaban 15 o 20 personas, casi todos ellos hombres, buenos comedores y mejores bebedores. De la mayoría de ellos sólo conocía su nombre de pila y, en ocasiones, su apodo; en todo caso advirtió que tanto Desideria como la primera exmujer le podrían dar más detalles del círculo de amistades de Montes.

Caballero alternaba el catalán y el castellano pero cuando empezó a preguntar a cerca de los posibles enemigos de Montes prefirió hacerlo en castellano. Después de algunos circunloquios le pidió a Jesica su candidato a posible asesino. Jes sonrió, ladeó el cuello para darle un poco de aire a la melena y le dijo que los asesinos eran sin duda una banda de albanokosovares que actuaban descontroladamente por Barcelona, esa había sido la declaración de Caballero a la prensa el día anterior.

Caballero, que también tenía cierto dominio de la sonrisa, dejó que se prolongara el silencio durante unos segundos y le aseguró que un buen policía tenía que agotar todas las líneas de investigación, incluso las más extravagantes.

Puestos a especular Jess centró sus sospechas en las exmujeres de Montes y su entorno más cercano, especialmente doña Helena, aunque la francesa tampoco quedaba bien parada; se pasaban la vida pidiendo dinero a Montes.

Caballero tenía interés en reconstruir las últimas horas del fallecido. Me sorprendió que diera detalles sobre la hora de la muerte, certificada por el forense después de las 18 horas de la tarde del sábado, también explicó que la muerte fue lenta y extremadamente dolorosa, una agonía que se prolongó durante varias horas, puede que más de tres, el tiempo que Montes tardó en desangrarse después de haber recibido dos impactos de bala a la altura del vientre, dijo que las heridas además de afectar al hígado, perforaron la pared del estómago y parte del intestino, lo que hizo que durante ese tiempo sintiera que le abrasaban las entrañas. El asesino, o asesina, puntualizó, se ocupó de arrancar los cables del teléfono, destriparle el teléfono móvil, bajar herméticamente todas las persianas, quitarle las llaves del piso a Montes y  echar la cerradura de la puerta de la calle por fuera, dejándola sellada con una especie de silicona.

Jess dejó caer unas lágrimas, suspiró y echó el cuello hacia atrás antes de articular palabra. Tomó aire y explicó que había pasado a despedirse de Montes aquella misma mañana, no entró a explicitar las marranaditas, pero sí que compartieron desayuno en la cama. Poco antes de las doce de la mañana tomó un taxi para ir a la estación, donde la esperaban unas amigas que la llevaban a Madrid para una despedida de soltera; abrió el bolso y dejó sobre la mesa los billetes del AVE y la copia de la reserva del hotel. Caballero apartó los papeles, se los devolvió y le dijo que el encargado de un kiosko del barrio había visto a Montes al mediodía del sábado, había salido a comprar la prensa y había tomado un plato de jamón con una copa de vino, a modo de aperitivo, en la terraza de una tienda de delicadezas que había a pocas manzanas de su domicilio. Jess quedaba descartada como autora material de la muerte.

Cuando parecía que la declaración llegaba al final, Caballero incluso esperó a que Jésica se empezara a incorporar, aproximándole los pechos a pocos centímetros de la cara del inspector cuando se inclinó para recoger los papeles; en ese instante lanzó un «por cierto», preámbulo para preguntar sobre el grado de conocimiento que Jess tenía de la situación patrimonial del fallecido. Ella deslizó un lánguido «no», seguido de un «Rafa nunca dejó que me preocupara por el dinero». Caballero desgranó la relación de deudas que mantenían en vilo a Montes, deudas que empezaban por las tres hipotecas que pesaban sobre el domicilio en el que vivía; además de las hipotecas constaban varios embargos instados por Helena y por Chântal, que llevaban años litigando contra Montes por sus descuidos en el pago de pensiones y compromisos alimenticios. El piso soportaba una deuda bancaria superior a los 700.000 euros y había embargos por valor de otros 200.000 euros acordados por juzgados de familia. Los mossos d’escuadra se habían puesto en contacto con la Agencia Tributaria, por lo visto Hacienda le había levantado un acta de inspección ya que las diversas sociedades mercantiles por medio de las cuales Montes realizaba sus trabajos y gestionaba sus negocios llevaban años ocultando información, el acta de inspección imputaba a Montes y a sus sociedades deudas superiores al medio millón de euros y 200.000 euros más por recargos y sanciones. Hacienda había dado cuenta a fiscalía de un posible delito fiscal. Frente a aquellos datos Jes no tuvo otra reacción que la de llevarse ambas manos a la barriga y suspirar nuevamente. Me miró, la miré y me vi en la obligación de agradecerle a Caballero todas las atenciones así como la información facilitada, quedamos a su entera disposición.

Antes de salir le pregunté a Caballero si podríamos acceder a la vivienda sin dificultad o si era necesario recabar la autorización de los mossos o del juez, puse como excusa que Jess tenía en la casa muchos objetos personales que quería recuperar y algunos recuerdos, de escaso valor, puntualicé, que quería tener consigo. Caballero nos comentó que ya habían terminado prácticamente las investigaciones en la casa y que creía que los de los laboratorios no necesitarían nada más de la vivienda, por lo que en breve nos comunicarían el momento en el que se levantaba el precinto, precinto al que se refirió con desgana porque le constaba que por lo menos se habían producido tres quebrantamientos del precinto. Jess se despidió con un medido «válgame dios»; mientras salíamos de la sala volvió a domeñar sus pechos ajustándose el corpiño y cerrando los botones de la chaqueta.

Bajamos en silencio y cuando me disponía a parar un taxi me preguntó si tenía compromisos para almorzar, pensé que no habría ningún problema en serle infiel a Covadonga y a la Santina.

Fue Jess la que detuvo un taxi para darle una dirección no muy lejana de su apartamento, pensaba que me llevaría a una cafetería socorrida en la que podríamos terminar de despachar algunos flecos profesionales que quedaban en el aire tras la declaración, mi sorpresa fue que paramos en la salida de un aparcamiento, me dijo que la esperara en la puerta, por descontado que pagué yo el taxi. Tardó unos minutos, el tiempo necesario para cambiar de traje - unos ajustados pantalones vaqueros, una camiseta estampada y un estridente plumón – y salir al volante de un mini color rojo con el techo en negro. Abrió la puerta del copiloto y me invitó a subir. Íbamos a comer a Sitges.

Ella conducía por la ciudad con la misma ligereza con la que se conducía por la vida, circulaba como si fuera la dueña de todos los carriles, zigzagueaba sin realizar ninguna indicación y gesticulaba indignada si se intentaban colar. Yo, poco acostumbrado a conducciones tan agresivas, no sabía dónde colocar las manos para parapetarme de golpes que parecían inevitables.

«Marcelino, Marcelino», se reía, «qué poco preparado estás para la vida moderna».

Una vez en la autopista, sin apenas circulación, pude destensarme y pude poner en común algunas incertidumbres. La primera, Montes estaba completamente arruinado, lo que nublaba las expectativas de fortuna de una herencia todavía en el alero; la segunda, Caballero buscaba al asesino y sus motivaciones en el círculo más cercano a Montes, había dado detalles suficientes como para que de ese entorno aparecieran varios sospechosos, empezando por Jess; tercero, lo de fingir el embarazo podía ser útil durante dos o tres semanas pero, a la larga, podría volverse contra a Jess, sobre todo si no encontrábamos la habilitación para ser fecundada, en el caso de que quisiera ser fecundada por un pródigo.

Jess seguía pensando que era prioritario encontrar el testamento, estaba segura de que Montes no podía haberla dejado en la estacada, que seguro que algo le tenía guardado en Andorra, en Suiza o algún país tropical; además estaba convencida de que las obras de arte de Montes tenían un valor incalculable, hizo referencia a un boceto dedicado por Dalí en la carta del Hotel St. Regis de Nueva York. Fue vano mi intento de recordarle las deudas que ya arrastraba mi corta actividad y le advertí que no podría cubrir los gastos extraordinarios ya que la provisión de fondos la destinaba a actividades judiciales y de investigación, me veía vendiendo mi flamante traje nuevo e Ebay.

Me planteó la posibilidad de defender los intereses de Montes, que ahora eran los suyos, tanto en los procedimientos matrimoniales como en la sanción de Hacienda; empezaba a ronronear como una gatita en celo y, sin dejar de conducir, recostaba su cabeza sobre mi hombro, aunque eso supusiera que su frágil coche diera bandazos de izquierda a derecha de la autopista. Me pidió la tarjeta de crédito para pagar los peajes y me dijo que a una mala después de vender el Wren pondría a la venta el mini, que también le había regalado Montes; me comentó que semanas atrás había intentado vender las joyas que había recibido de Montes, incluido el anillo de pedida, pero que resultó que eran circonitas y oro de bajo quiletaje, excusó al pobre Montes, al que seguro que habían engañado sus amigos.

Seguía recordándome que mi trabajo no era descubrir al asesino, que esa era tarea de Caballero, que me centrara en el testamento y en vigilar las maniobras de las viuditas y de sus abogados.

Paramos a la puerta de uno de los restaurantes del paseo marítimo, en pleno mes de febrero las terrazas estaban sin montar y sólo se veían algunos turistas despistados tomando paella sin quitarse los abrigos. Pasamos a un salón interior, dejó al encargado de la sala la llave del vehículo, abandonado sobre la acera, y saludó con la desenvoltura de una cliente habitual. Pidió almejas, gambas y una ensalada de escarola con salsa romesco, abriríamos boca mientras preparaban un arroz con bogavante. Nos trajeron una botella de vino blanco alemán, de nombre impronunciable, y Jess me aseguró que el mejor romesco del mundo lo preparaba Montes, que le había dado la receta al chef de aquel local.

Para un buen romesco se necesitaban tres dientes de ajo sacados de una cabeza de ajo previamente enterrada y asada entre cenizas humeantes; además había que utilizar medio diente de ajo más, esta vez crudo. Una cucharada de pimentó rojo dulce, una pizca de pimentón rojo picante (ambos de la zona de Murcia); la pulpa de dos ñoras que previamente se hubieran dejado a remojo en agua tibia durante una hora; 150 gramos de almendras tostadas y dos galletas maría, de las de toda la vida. Todos esos ingredientes se ponían en un mortero grande con un pellizco de sal. Hay que ir trabando los ingredientes a golpe de mortero, ligando la salsa con la incorporación lenta de un chorreón de aceite de oliva hasta que quede una crema rojiza de textura cercana a una mayonesa. En el golpe final de aceite se le añade también un chorrito de vinagre.

La salsa romesco sirvió para aliñar una ensalada hecha a base de escarola, judías blancas hervidas, cebolleta y aceitunas negras.

Con el arroz nos tomamos la segunda botella de vino, cada vez más impronunciable; Jess me contó que Montes tenía graves problemas de estómago, una hernia de hiato que no le dejaba descansar, llevaba años arrastrando dolores de estómago, agravados por su exceso de quilos; sobrevivía a base de pastillas y calmantes, que casi le habían dejado sin paladar. Me aseguró que desde que se conocían ella le servía como guía de paladar, probaba los platos y le iba describiendo los sabores e impresiones que luego él utilizaba en sus artículos. El olfato de Montes tampoco quedaba bien parado, Montes fumaba largos puros que le habían alterado su sentido del olor; Jess actuaba también como lazarillo de sus catas. Ya a los postres Jess fascinaba con ser contratada como sucesora de Montes, incluso había pensado firmar sus crónicas como Montiña.

Nos pusieron un plato con queso fresco sumergido en miel, un platillo con frutos secos tostados y una botella de moscatel hecho con uva de la zona.

Durante la hora y media que duró la comida ella hablaba como en trance, sin darme apenas opción a replicar, mezclaba anécdotas íntimas de la pareja como proyectos de futuro absolutamente delirantes. De repente se dio cuenta de que llevaba tiempo sin consultar el teléfono móvil, en el restaurante había muy poca cobertura. Se levantó de repente y con el aparato en mano se dirigió hacia el exterior para intentar captar las ondas que hasta aquel momento le eran esquivas. Yo apuraba los postres y aguardaba a su regreso para pedir el café.

Pasaron los minutos, a mí no me inquietaba ya nada, me estaba acostumbrando a sus desplantes. El encargado de la sala se me acercó para indicarme que la señora de Montes había que tenido que regresar de improviso a Barcelona, por un asunto urgente, que le había pedido que le disculpara. El desplante no me daba grandes opciones ya que el camarero llevaba en la mano una bandeja metálica con la cuenta. Me dijo que tanto el café, que no había pedido, como la copa eran por cargo de la casa, así que me relajé pedí un café doble y un coñac francés, hubiera pedido uno de puros reservados para Montes pero me hubiera abrasado los pulmones.
Anochecía ya en Sitges, la cuenta que pagué debe de considerarse escandaloso, se correspondía con lo que venía siendo mi gasto mensual en comida; caminé hacia la estación, aterido de frio, puede que mi abrigo se hubiera quedado sobre el asiento trasero del mini de Jess. A partir de las siete de la tarde la frecuencia de trenes hacia la capital se reducía y, por mala fortuna, el cercanías acababa de pasar, así que me aguardaban 45 minutos de espera. Me acurruqué en una esquina y dormité cayendo en ensueños en los que Jess me disparaba en una pinacoteca llena de cuadros de Wren. Ella, de chanel impecable, los cuadros luminosos y yo agonizante, gordo como un verraco antes de la matanza.
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martes, 10 de febrero de 2015

CAP.CCCLXII.- Pequeña muerte por chocolate (3)


3. LA OPINIÓN (INEQUÍVOCA) DE DOÑA HELENA.

 

No pasé buena noche, entre el frio y la tensión llegué a casa sobreexcitado, obsesionado por esconder el cuadro que me convertía en cómplice de mi cliente, cómplice del allanamiento, del robo y quién sabe si de alguna tropelía más; seguro que Jess durmió a pierna suelta. Yo me levanté con la boca pastosa y la sensación de no haber pegado ni ojo. Antes de que sonara el despertador ya estaba en la ducha después de haberme tomado el primer café. Después de muchas vueltas el cuadro había quedado expuesto sobre el sofá junto con la ropa nueva.

Fui caminando al despacho del señor Mateu, enclavado en la zona más noble de la ciudad, en el paseo de Gracia casi esquina con la avenida Diagonal; pese a que llegué con cierto margen de tiempo Mateu no se dignó a recibirme, me dejaron en una sala de espera con la prensa del día, un inspector de los Mossos de Escuadra anunciaba que estaban tras la pista de una banda de albanokosovares que podrían ser los autores de la muerte de Montes. Al poco tiempo se abrió de nuevo la puerta de la salita y entró otra persona, una abogada que tenía vista de las imágenes que utilizaba la televisión como soporte de los casos más mediáticos, siempre al lado de las celebridades;se presentó con desenvoltura: «Inma Puertas, soy la abogado de Chântal Desfarges, la segunda mujer de Rafael Montes». «Marçel Ruiz de Manyanet, represento a Jesica…» quedé en silencio recordé que no me sabía el apellido de mi cliente, mi compañera esbozó una sonrisa y se puso a revisar los mensajes en el móvil. Todavía tardó un rato en asomarse la secretaria de Pere Mateu, yo estaba ya desesperado, Inma Puerta no perdió la compostura en ningún momento, hasta en esperar era una profesional.

La secretaria de Mateu nos llevó a otra sala, más grande, con una mesa ovalada con 10 asientos; en cada uno de los puestos una carpeta de plástico con el logo del despacho, dejamos libre la silla que presidía la sala y nos acomodamos a los lados; nada más sentarnos se abrió una puerta lateral y llegó el señor Mateu acompañado de dos asistentes, los tres impecables, nos rogó que no nos levantáramos, Inma no lo hizo, yo me quedé semi-incorporado en una situación ridícula ya que al extender la mano me llevé por delante un vaso y una jarra con agua. Uno de los asistentes salió a llamar a un auxiliar que recogiera el desaguisado, yo rescaté mi carpeta y cambié de sitio. Mateu se deshizo en excusas por su demora y se puso a hablar. El objeto de la reunión era organizar los detalles del funeral de Rafael Montes que se debía celebrar al día siguiente, cualquier otra cuestión debíamos dejarla para ulteriores encuentros. Mateu abrió su carpeta y revisó el orden del día que nos proponía desde la elección de la iglesia en la que se celebraría el acto, un la gran capilla de forma circular en una de las calles más exclusivas de Barcelona; también se refirió a la publicación de las esquelas en todos los diarios catalanes, la ubicación de la familia y los posibles invitados, respecto del más mínimo detalle Mateu tenía una propuesta además de un presupuesto indicativo del servicio. Sin perjuicio de poder repercutir los gastos al caudal hereditario el compromiso era dividir en tres partes aquellos gastos que se consideraran comunes. En diversas ocasiones intenté conseguir alguna información sobre la situación testamentaria de Montes y sólo recibí reproches. La abogada de Chântal se mantuvo casi todo tiempo en silencio, conforme con casi todo, la única advertencia que hizo, no negociable, es que su cliente viajaría desde París con su hijo Pierre – Pierino –y con su actual pareja, el tercer marido tras su breve experiencia conyugal con Montes. Los asistentes de Mateu no paraban de tomar notas y de teclear en una tableta las decisiones que íbamos tomando; tras cuatro horas encerrados apareció una secretaria con un extenso documento que recogía las decisiones principales del encuentro, entre ellas un acuerdo de confidencialidad y otro por el que las tres viudas se comprometían a no hacer ninguna declaración a la prensa durante el día del funeral, sin ese compromiso todas las cláusulas se convertían en papel mojado y quien quebrara el pacto de silencio sería severamente penalizado, incluso nos comprometimos a someter cualquier controversia al Tribunal Arbitral de Barcelona. Yo me zampé casi toda la bollería que pusieron sobre la mesa y varios cafés, además de dos botellines de agua; no llevábamos una hora reunidos cuando mis ganas de salir al servicio eran tremendas, sin embargo no me atreví a interrumpir la reunión por lo que durante el tramo final todo eran contorsiones y muecas.

Llamé a Jess para adelantarle los aspectos fundamentales de la reunión, no me cogió el teléfono durante todo el día, yo dejé varios mensajes de voz y de texto, sólo recibí un escueto whatsApp, tenía que pasar a recogerla al día siguiente por su casa a las seis de la tarde, me facilitó la dirección.

Durante todo el día tuve un intenso dolor en el bajo-vientre, llegué a pensar que se me había reventado la vejiga y que no tardaría en fallecer. Revisé la información depositada en la carpeta, el acuerdo y las notas que pude bosquejar, a mi cliente le tocaba hacer frente a cerca de 14.000 euros en gastos, incluyendo esquela, flores, la dádiva al párroco, la nota de prensa que se distribuiría a los medios, los recordatorios del acto y un cuarteto de cuerda que debía abrir la ceremonia y cerrarla con dos piezas de Schubert, doña Helena aseguraba que Schubert era el compositor predilecto del fallecido y sus sonatas tardías eran las adecuadas para darle solemnidad a la ceremonia.

Me dio cierto vértigo enfrentarme a Jess, tenía la impresión de no haber dado la batalla que creía que debía dar, me vi sobrepasado por las circunstancias, por la fría distancia que establecía Mateu y la fría cordialidad con la que se manejaba Puerta, yo sólo había conseguido tener fríos los pies durante todo el encuentro y seguramente me habría resfriado, tomo por no haberme comprado un abrigo en condiciones.

Pasé dormitando el resto del día, recuperándome de todas las impresiones, intenté contarle a Covadonga mis experiencias matinales pero a los pocos minutos había desconectado, agobiada por las comandas, me puso un plato de garbanzos estofados con unas lascas de bacalao. No tuve los arrestos de comunicar a Jess que tendría que incrementar mi provisión de fondos en varios miles de euros si quería que hiciéramos frente a los gastos comunes del funeral.

El día siguiente lo dediqué entero a prepararme para la ceremonia, me duché y afeité a conciencia, había leído en una revista que el rasurado a conciencia exigía doble pasada, sólo conseguí que me salieran unos ronchones rojos en el cuello. Paseé por la ciudad durante horas haciendo tiempo. A las cinco y media de la tarde estaba en la puerta de los apartamentos de Jess, un edificio nuevo de ladrillo visto en una amplia avenida de la zona alta. Jess tardó en contestarme al telefonillo, me invitó a subir, no estaba todavía preparada, era evidente, y cuando pasé a su estancia, estaba la puerta semiabierta, ella zascandileaba de un lado a otro de la casa en ropa interior, un culotte y un sujetador negro de delicadas blondas, las gomillas de la braga se le colaban alegremente entre las nalgas, hubiera jurado que los cuartos traseros había sido sometidos al mismo moldeo que los pechos. Jess había estado esa mañana en la peluquería y se acababa de maquillar, labios de intenso carmesí y rímel perfilado más allá de lo razonable. Sobre la cama tres trajes de chaqueta completamente negros, uno de ellos aterciopelados; escuetas faldas de tubo y una chaqueta que dejaría completamente a la vista los calados del sostén. El apartamento estaba lleno de espejos, su dormitorio también, pude observarla desde todos los ángulos mientras yo permanecía sentado en el salón. Se probó los tres trajes, impropios para un funeral por muy negros que fueran. Le fui desgranando algunos detalles de la ceremonia, no hizo grandes comentarios, todo le pareció bien, aunque me regañó porque no le pude dar dato alguno sobre el testamento. «Deja de mirarme con ojos de hiena y ayúdame a elegir traje, que para eso eres mi abogado», me reprochó. Cuando por fin nos disponíamos a salir ella tomó un cojín que había sobre el sofá, me guiñó un ojo y se acomodó el cojín dentro de la cintura de los panties negros, no era un almohadón muy grande, le servía únicamente para afilar un poco la barriga, como un embarazo que empezara a asomar. Se llegó el dedo índice a los labios y sin perder la sonrisa se ganó de nuevo mi complicidad. Buscó mi brazo para salir agarrada desde el apartamento, llevaba unos zapatos con el tacón tan afilado que pensé que sufriría vértigos durante toda la tarde.

Si su objetivo era llegar la última a la iglesia lo consiguió con creces, menos mal que había pactado que hasta que no llegara la última de las esposas no se iniciaría el ritual; estaban todos los asistentes acomodados, con la madre de Jess y mi madre en un sitio de los principales, ambas de luto riguroso, habían pasado por la peluquería y no pararon de cuchichear durante toda la ceremonia.

En el lado derecho de la iglesia las primeras filas estaban ocupadas por familiares, el pacto establecía que la primera de las filas fuera para los hijos por orden de edad: Rafaelito, Helena y Pierino; junto a ellos una señora mayor, de rostro arrugado la única que llevaba un luto ortodoxo y discreto, Jess me indicó que era Desi, Desideria, la asistenta de Montes desde hacía más de cuarenta años, el único referente femenino estable en la vida de Rafael. La segunda fila estaba destinada a las viudas, allí conseguí que Jess ocupara el puesto junto al pasillo, ordenadas según el escalafón conyugal. La tercera fila era para los abogados, ya que nos comprometimos a vigilar a nuestros respectivos clientes durante toda la tarde. El bloque de la derecha lo reservamos a las autoridades, no se descartaba que incluso acudiera el presidente de la Generalitat, al final tuvimos que conformarnos con el consejero de cultura, también asistieron altos cargos de gobiernos anteriores, el alcalde y varios concejales. Conseguimos acomodar en la primera de las filas a los cocineros más laureados de la ciudad, una pléyade de marmitones, según la prensa, uno de ellos lloró e hipó como no lo hicieron ninguna de las viudas, Jess me dijo que se trataba de Higini León, el chef del Atelier del León, el último cocinero encumbrado por Montes. Estaban también los directores de los principales diarios, presentadores de televisión, periodistas de todo pelaje, incluso algún actor. Durante muchos minutos destallaron los flashes y varias cámaras fueron saltando entre las filas de invitados y familiares, tomando las imágenes que servirían de apoyo para los noticiarios de la noche.

Cuando Jess se acomodó en su posición el cuarteto de cuerda empezó una lánguida y solemne melodía. La primera de las mujeres de Montes, doña Helena, inclinó el cuerpo hacia el mayor de sus hijos y le dijo con un tono lo suficientemente intenso como para que se escuchara entre las primeras filas pese a ser un susurro: «Mira la putita, ha crecido y se ha convertido en todo un putón». Jess, lejos de molestarse, liberó de los ojales los tres botones del abrigo de visón y dejó entrever su fingido embarazo, se llevó las manos ligeramente al vientre para acariciarlo con mimo y le dedicó a doña Helena el más dulce y pícaro de sus gestos, incluso frunció los rojos labios haciendo un mohín.

El funeral fue interminable y más pesado aún el trámite de pésame ya que los invitados primero se dirigieron a los hijos, después a la viuda. Doña Helena siguió desgranando sus frases de vitriolo: «La viuda, la viudita y el viudón». Apenas terminó aquel sainete Chântal se escabulló junto con su marido y su hijo, su abogada me dijo que esa misma noche regresaban a París y dejaban en sus manos la gestión de la herencia. Se formó una larga fila de personas dispuestas a pasar el trámite del besamanos, escabullida Chântal el cortejo fúnebre lo formaban la viuda y el viudón así como Desi, que era sin duda la más afectada; un concejal le dijo a la criada: «Los primeros en marchar son siempre los mejores »; Desideria, sin perder el gesto compungido, le espetó: «El señor puede que tuviera otras virtudes pero bueno, lo que se dice bueno, no era».

Del cortejo fúnebre, justo al llegar a mi altura, se separó un tipo con pinta de policía, se identificó como el inspector Caballero, de los mossos de escuadra, encargado del caso, me preguntó si era el abogado de Jessica Palomeque, por fin sabía el apellido, y si sería necesario que le enviara un requerimiento para poderla tomar declaración o si acudiría voluntariamente, le aseguré que no necesitaría citación formal, que a última hora de la mañana acudiríamos a la comisaría, me deslizó una tarjeta con la dirección y le dio un apretón de manos a las viudas y se retiró discretamente.

Jess, sin abrir la boca en público, exhibió sus beldades y sus gravideces, sin perder de vista a doña Helena, recibió el consuelo y confort de casi todos los invitados y me facilitó algún apunte de los principales. Varias personas se me acercaron identificándome como el abogado de Montes, de los Montes o de la viuda, sin especificar cual; un tal Rovirosa, editor, me extendió una mano exageradamente sudada y me rogó que le dedicara unos minutos, por lo visto Montes se había comprometido a entregarle un manuscrito con una nueva obra, si lo la recibía en los próximos días Rovirosa se vería obligado a demandar a los herederos ante la justicia ya que había adelantado más de cincuenta mil euros en derechos de autor. Mateu, Puertas, el inspector Caballero, Desi, Rovirosa … se me abrían muchos frentes para poder indagar sobre los últimos días y las últimas voluntades de Montes.

Jess buscó de nuevo mi brazo, puso cara de cansada, se llevó nuevamente las manos al vientre y con el abrigo abierto empezó a caminar por el pasillo central en imposible equilibrio sobre sus tacones, dejándose fotografiar. Mi madre me guiñó un ojo, yo me ruboricé. Jess me dijo que los «íntimos» habían preparado una cena ligera en el Atelier del León, que por favor le acompañara. Los íntimos eran Higini León, el tal Rovirosa, el director del diario en el que Montes escribía una crónica semanal, un presentador de un programa de variedades de la radio que se emitía diariamente por las mañanas y un alto cargo de la Generalitat que, por lo visto, estaba gestionando una importante condecoración a título póstumo.

El Atelier no estaba lejos de la iglesia pero el paseo fue interminable porque Jess apenas podía avanzar unos centímetros con cada paso, la inestabilidad de los tacones  el cansancio acumulado hicieron que las cuatro o cinco manzanas hasta el restaurante fueran agotadoras; Jess caminaba rezagada mientras el resto de íntimos caminaban dicharacheros, hablando de un gratapaller y de un borinot, de vez en cuando se les escapaba una carcajada. El Atelier tenía un reservado junto a la cocina en el que estaba preparada una mesa con todo tipo de aperitivos, los comensales pidieron whisky para entrar en calor. La sala la presidía una caricatura de Montes, era un gran abejorro con una cara apepinada y diminuta; Montes aparecía dibujado con una ridícula papada y cuerpo de abejorro, la caricatura tenía la leyenda: «Montes. El borinot», despejaba con ello la primera de mis dudas. Fueron pasando las bandejas con jamón y otros embutidos, después varios tipos de ensaladas, a cada cual más sofisticas, pastas rellenas de setas y trufas; se abrieron varias botellas de vino y, por fin llegó el afamado gratapaller, un timbal gelatinoso en el que pude identificar algo de marisco, carne de pollo, pies de cerdo y algunas especias. Presentaron el gratapaller sobre una base de pan de maíz empapado en salsa.

Rápidamente me noté mareado, no había renunciado ni al whisky ni a ninguna de las copas de vino; el resto de comensales eran unos profesionales de la bebida y aguantaban sin pestañear, lo tenía la lengua de trapo y no me di cuenta de que Jess se había marchado, dejándome un mensaje en el teléfono, pidiéndome que pasara a recogerla a eso de las once por su casa para acompañarla a comisaria.

Cuando los invitados se dieron cuenta de que Jess había marchado empezaron a subir el tono de sus anécdotas con Montes, con Montiño, como le llamaban, también se referían a Rafael como el Borinot, confirmaban lo que había dicho Desideria, Montes buena gente no era. Por lo visto era pródigo en el gasto, maestro del sablazo y el chantaje, arbitrario, agresivo, lascivo, mal oliente, envidioso, ególatra … No ponía en duda lo de los albanokosovares que había deslizado el inspector Caballero pero lo cierto es que durante aquellas horas había conseguido una lista de candidatos y candidatas que tenían razones más que suficientes para liquidar a Montes. Sólo Higini mantenía ciertas formas, incluso afeaba a sus compañeros de mesa los comentarios y anécdotas más soeces. En un aparte cuando tambaleándome fui al baño me abordó para enseñarme la cocina del Atelier y para comentarme que había querido mucho a Montes, aunque llevaban ya un tiempo separados; habían sido tan íntimos que incluso acompañó a Jess y a Montes en su viaje por la costa oeste norteamericana, él también había comprado un Wren que había colgado en el pasillo que unía el reservado con la cocina.

Nos despedimos entre abrazos fraternales, intercambiamos tarjetas de visita e Higini me deslizó la factura del ágape, cinco mil euros más que incrementaban el debe de Jess. Tal fue el dispendio de aquella noche que marché caminando de nuevo a casa para intentar despejarme y ahorrar unos euros a mi cliente.

Ya en casa busqué en internet qué significaba aquello del gratapaller, por lo visto era un pollo de payés que se cría en algunas zonas del Ampordá. La receta del gratapaller con pies de cerdo, cigalas y chocolate era un clásico de Higini León, una receta recuperada de los libros de Mercader y de Pla.

Para preparar el pollo con pies de cerdo, cigalas y chocolate se necesita, claro está un pollo, no cualquier pollo, sino el dichoso gratapaller, que se tiene que cortar en octavos, salpimentarlo y enharinarlo.

Se pone una gran cazuela al fuego con un chorro de aceite de oliva, se rehogan a fuego vivo con el aceite chisporroteando las piezas de pollo, no hay que cocerlo del todo, sólo dorarlo y retirarlo intentando que no se queme el aceite.

En otra cazuela se pone un poco más de aceite de oliva y se saltean 8 cigalas grandes, pero sin pasarse. También se retiran y se conservan.

Se pelan dos cebollas de Figueras – son más dulces – se rallan dos zanahorias hermosas y cuatro tomates maduros. En la misma cazuela en la que se sofrieron las cigalas se rehoga la cebolla y las zanahorias, a los tres minutos se añade el tomate rallado. Se remueve bien antes de ponerle una copita de vino rancio y otra de coñac. Se baja el fuego, se deja reducir el líquido a la mitad e incorporan las piezas de pollo. Se cubre la cazuela con caldo de pollo y se deja cociendo a fuego suave hasta que el pollo quede tierno (calcular 50 minutos).

Un cuarto de hora antes de que termine la cocción se añaden dos pies de cerdo cocidos previamente y cortados por la mitad.

En un mortero se pican los dientes de media cabeza de ajo, unas hojas de perejil, dos carquiñolis – son unas galletas duras de almendra típicas catalanas -, un puñado de avellanas, una pizca de sal, pimienta  60 gramos de chocolate a la piedra – chocolate que se utiliza para hacer el chocolate a la taza, un poco terroso -. Se echa un poco de la salsa del caldo para que se deshaga la picada. Se añade al guiso con las cigalas y se deja cocer durante 5 minutos más.

Higini lo que hizo  fue deshilachar algunas piezas del pollo, vaciar la carne de las cigalas y picarlas, los pies de cerdo también los deshueso. Picó todo y montó cada uno de los timbales, compactándolas con la salsa.

Así se hacía el gratapaller, un plato que ni en mis mejores sueños hubiera pensado que se pudiera preparar.

martes, 3 de febrero de 2015

CAP.CCCLXI.- Pequeña muerte por chocolate -2.


2. LA VERSIÓN DE YES & K.

Llegué al hotel media hora antes de la cita, me acerqué a recepción y pregunté por la señora Chernenko, era mi técnica habitual, solía dar un nombre extranjero al azar, revisaban el listado de clientes y me aseguraban que no estaba alojado, yo quedaba sorprendido y les comentaba que a lo mejor estaba registrada con su nombre de casada, pero que no lo recordaba, les indicaba que aguardaría en el hall del hotel, señalaba una esquina tranquila o la cafetería si estaba abierta. Solía buscar un recodo que tuviera contacto visual directo con la recepción para así poder escrutar a quien se dirigiera allí, abría un ordenador portátil, abría una carpeta y dejaba el móvil a la vista para dar sensación de que estaba ocupado.

No convenía repetir mucho los hoteles, solía dejar tres o cuatro meses entre cita y cita para que mi cara resultara conocida a los empleados pero que no pudieran desentrañar mis artimañas. Llegaba con mi mejor traje, en realidad con el único traje, y me dirigía a los empleados con cierta confianza pero manteniendo las distancias, tratándoles siempre de usted, con cordialidad mundana. Si conocía al cliente me dirigía a él antes de que pudiera preguntar a los encargados de información, si no le conocía solía especular sobre su aspecto para levantarme justo cuando trasladara mi nombre a los empleados, con el paso del tiempo había aprendido incluso a leer en los labios desde cierta distancia.

En esta ocasión además del portátil, el móvil y una cartera de piel llevaba el libro de Rafael Montes que había empezado a hojear la noche anterior. En dos o tres ocasiones estuve a punto de levantarme para dirigirme a una de las visitantes del hotel, todas ellas mujeres vistosas, extranjeras, elegantemente vestidas. Cuando pasaron los 20 primeros minutos se me acercó un camarero para ofrecerme un café, en estas circunstancias era conveniente realizar algún consumo, aunque fuera mínimo, aproveché para pedirle el periódico.

Me acercaron el diario en el colaboraba Montes, allí aparecían algunas noticias sobre el suceso, fijaban la hora de la muerte sobre la media tarde del sábado, había fallecido tras recibir dos disparos en la boca del estómago, a poca distancia, aseguraban que la muerte había sido lenta, extremadamente dolorosa. El asesino había revuelto prácticamente toda la casa, había esparcido por el suelo de las habitaciones libros, apuntes, reseñas, recortes, cajones, ropa, muebles …  era complicado identificar con certeza el motivo del asesinato, no se descartaba que fuera un robo. El asesino o asesina, puntualizaban, conocía bien la casa de la víctima, sus hábitos y manías, habían arrancado el cableado del teléfono, habían pisoteado el teléfono móvil de la víctima, habían cerrado todas las persianas para dar la sensación de que la casa estaba vacía y habían cerrado con llave a Montes, dejándole que agonizara sin posibilidad de salir a pedir auxilio o comunicarse con el exterior. Montes vivía en un edificio de los llamados de planta regia, un vecino por planta, gruesas paredes, una zona discreta en un barrio residencial por encima de la Diagonal y por debajo de la Vía Augusta. Aunque se daban muchos detalles la prensa aseguraba que el juez había decretado el secreto del sumario, la mejor manera de que se chafardeara cualquier dato, por nimio que fuera.

Dejé el periódico y abrí de nuevo el libro de Montes por la página de la escalibada, pensaba que sería una receta accesible, Montes contaba un viaje por La Garrotxa a mediados de los años setenta, explicaba que les habían invitado a participar en la matanza una madrugada gélida de febrero, en una era no muy lejana del corral en el que estaba  el cerdo que iban a sacrificar, se alzaba una hoguera de fuego vivo que alimentaban los encargados de la masía, se iban congregando los invitados alrededor del fuego, exhalando vaho por el frio, dándose palmadas en los muslos para quitarse la sensación de frio. Una señora les pasaba café de puchero, hecho sobre las brasas apartadas de la fogata, y vasitos de ratafía. En unos minutos engancharían al marrano con un garfio y lo arrastrarían entre varios mozos al centro de la era, donde le terminarían de degollar, ya estaban preparados los baldes. Las llamas desbocadas servirían para eliminar los rastros de los pelos del animal una vez se hubiera desangrado.

La estampa era tétrica y Montes no reparaba en dar todo tipo de detalles pero cuando parecía que iba a desgranar minuto a minuto la agonía del cerdo, dio un salto en el tiempo y contó cómo se escalibaba la verdura, mientras tanto los hombres despedazaban sistemáticamente las piezas principales del verraco, las mujeres empezaban a organizar las especias que servirían para aderezar los embutidos primeros.

Yo hubiera jurado que las verduras escalibadas se contentaban con ablandarse lentamente al amor del horno, sin embargo aquello tenía su ciencia, empezando por la etimología ya que la palabra escalibada vive del latín calivu, que significa cocción bajo las brasas, la llamada cocina al caliu catalana. Para preparar 4 raciones de escalibada se necesitan tres grandes pimientos rojos, grandes y de piel tersa; 3 berenjenas de tamaño equivalente, berenjenas bermellonas en las que también es primordial que la piel resplandezca; dos cebollas, 4 patatas de tamaño superior al puño de un hombre adulto, sal, pimienta y aceite de oliva.

Montes aseguraba que las llamas de aquella hoguera eran de encina, la más aromatizadora de las maderas. Había que poner los pimientos cerca de la parte con más llamas, dejar que se ennegrezca la piel; las berenjenas sin embargo requieren menos fuego, pero también exigen contacto directo con la llama, las berenjenas exigen menos llamas pero más tiempo. Las cebollas y las patatas son mucho más delicadas. Las envolvieron individualmente en papel de aluminio y las enterraron entre las cenizas y los rescoldos, bien enterradas en las cenizas.

Los pimientos y las berenjenas pierden la tersura con cierta rapidez, con la piel arrebatada se retiran y se envuelven en varias páginas de papel de periódico para que conserven el calor y no pierdan más humedad. La patata y la cebolla van a un ritmo más pausado, las abuelas hurgan entre las cenizas con un largo pincho hasta dar con los envoltillos, clavan ligeramente la punta para ver si las carnes ceden. No hay prisa.

Poco antes de comer se desenvuelven los pimientos y las berenjenas, las patatas y las cebollas también se han retirado pero siguen con la coraza metalizada llena de cenizas. Las ancianas pelan con agilidad las verduras, lo hacen con los dedos, escaldándose las yemas, colocan las tiras de verdura en una bandeja de metal; primero los pimientos, después la carne de las berenjenas, los cascotes interiores de las cebollas y las patatas con la piel, partidas por la mitad; aliñan bien con sal gruesa, pimienta molida y aceite de oliva. Ya está la verdura escalibada. El plato permite incluir algunas verduras más –tomates envueltos en papel de plata, puerros, cebolletas, cabezas de ajo que se entierran directamente en las cenizas … - Es un plato que se toma templado bien como entrante, con unas tiras de bacalao desecado, bien como guarnición para un plato de carne a la brasa. Los restos de tizne o de carbón, si no son muchos, le dan un sabor especial al plato.

Ni qué decir tiene que la lectura de la receta me recordaba que apenas había desayunado. Habían pasado más de 60 minutos respecto de la hora inicialmente prevista, mi teléfono no había sonado y eso que había comprobado reiteradamente que había cobertura máxima de la red. Veía que llegaba el momento de pedir la cuenta por el café, un trance extremadamente doloroso porque el servicio era un primor pero era exagerado tener que pagar casi veinte euros por un café con leche y cuatro galletas servidas por cortesía de la casa, lo correcto era dejar casi todo el cambio como propina para no despertar recelos entre el servicio.

Cuando ya había abandonado toda esperanza llegó una mujer con un traje de chaqueta rosa muy ajustado, los botones eran incapaces de contener la exuberancia de unos pechos evidentemente artificiales. Imposible identificarla con ninguna de las niñas que jugaban en el parque durante mi infancia. No le di opción de que se acercara a recepción, me la jugué a aquella carta que parecía un gran chicle de fresa. Ella tomó la iniciativa y en un tono elevado que despertó la curiosidad de toda la recepción, empezó a decir: «¿Marcelo?¿Marcelino…?», me estampó dos ruidosos besos en las mejillas que me dejaron tatuados los labios de intenso color rosa simétricamente la cara. A duras penas pude conducirla de la mano a la mesa en la que había desplegado mi improvisado despacho. Hablaba a borbotones, los mismos borbotones que la tarde anterior me habían impedido replicar. Preguntó por mi madre, a quien recordaba con «el máximo cariño», y, sin solución de continuidad me expuso su situación, que describía como «extremadamente sencilla», hablaba con cierta afectación. Me extendió una tarjeta de visita sobre fondo rosa, el mismo rosa de su vestido, en la que aparecía el logotipo Yes & K, diseñadora de interiores. Yo podría llamarla Yes o Jess, no era necesario que usara su nombre de pila, estaba «terminantemente prohibido llamarla Jessi», ya me hubiera gustado tener el valor de decirle que a mí no me gustaba que me llamaran Marcelo y mucho menos Marcelino.

En unos minutos me contó que llevaba tres años viéndose con Montes, los dos últimos de modo oficial, Montes había hecho testamento manuscrito dejándola usufructuaria de todo su patrimonio y facilitando a Jess el acceso a un banco de esperma en el que había depositado una cantidad suficiente de su simiente para que cuando ella lo considerara oportuno concebir un hijo en común.

A duras penas conseguí hilar yo unas palabras, las imprescindibles para pedirle que me indicara donde estaba depositado el testamento. «Aquí empezaban nuestros problemas», socializaba de inmediato los conflictos, el testamento por lo visto lo había redactado ese mismo fin de semana, el sábado por la mañana, y era fundamental encontrarlo antes de que las brujas de las exmujeres tomaran cartas en el asunto.

El relato era muy sencillo. Yes, como había hecho muchas veces, llegó a casa de Montes del sábado a primera hora de la mañana, no vivían juntos pero ella disponía de llave del piso. Montes solía despertarse después de las 10, Yes tenía tiempo suficiente para prepararle el desayuno, con los croissants preferidos, comprados en una pastelería no muy lejana del domicilio del crítico. Había cierta ceremonia en ese desayuno, una ceremonia de la que Yes no me privó de los detalles más íntimos. A Montes le gustaba que pasara a la habitación sólo con la ropa interior, ropa blanca de blonda, de la marca de la Perla, elegida especialmente por él. Montes resoplaba en la penumbra, ella abría la contraventana para que entrara algo de luz, dejaba la bandeja sobre la mesilla y se deslizaba entre las sábanas; ella describía sus maniobras como las «marranaditas que ayudaban a Falín a despertar», costaba mucho animarle, sobre todo de cintura para abajo, pero de pronto un jadeo suave y un ronquido profundo anunciaban el fin de la ceremonia. Él suspiraba: «Yes, mi pequeña Yes, llega la muerte, la pequeña muerte», ella se colocaba a su lado, sobre la almohada y le acariciaba el pelo mientras llegaba la recuperación. Montes descabezó un sueño de unos minutos antes de desayunar. Ella aprovechó la súbita alegría del sábado por la mañana, culminadas las marranaditas, para recuperar viejas promesas que esperaba que no cayeran en saco roto. Según contaba desgranó aquellos compromisos mientras con los la yema de los dedos jugueteaba entre los pliegues de su ropa interior de su novio.

Rafael le pidió que le alcanzara uno de los libros que se apilaban debajo de la mesilla, un libro de tamaño considerable, había muchos desperdigados por la habitación, Montes utilizaba la alcoba como improvisado despacho en el que alargaba sus lecturas y trabajos hasta sobremesa. Le pidió que le acercara un bolígrafo y en la primera de las páginas, completamente en blanco, escribió: «Todo para tí Jessica, mi amada, a quien dejo todo y a quien quiero dar un hijo que selle nuestra unión». Yes rezó aquel testamento como si fuera una letanía que hubiera dictado a un Rafael completamente entregado a sus encantos. Cuando ella comprobó que Montes había redactado el testamento dejó que su mano se terminara de colara entre los pliegos de su ropa interior. Aquella escena la convertía en la sospechosa principal del crimen, sobre todo si teníamos en cuenta que Montes se había casado dos veces y su herencia la aguardaban tres hijos que estarían deseosos de disfrutar del patrimonio de aquel padre de la cocina del país.

Le dije a Jessica, como cliente debía establecer ciertas distancias, que convenía que no diera muchos detalles cuando hubiera de declarar ante la policía, trance inevitable en cuanto pasaran unas horas. Ella me sonrió ingenua, le prometí ayudarla a preparar la declaración y suavizar algunas aristas, convertirla en una viuda entristecida que encajaba mal con esos pechos de silicona embutidos en un estrecho traje de Chanel, despojándola de todas las blondas y detalles escabrosos.

No tenía ni idea de por dónde empezar mi trabajo como abogado, así que decidí pedirle una provisión de fondos, le comenté que mis honorarios serían elevados pero que en principio podría iniciar las labores previas con quince mil euros; lejos de escandalizarse abrió el bolso y sacó un grueso fajo de billetes de 200 y 500 euros que contó, sin recato, ante las miradas de un camarero que había seguido con cierto interés el relato de su último encuentro con Montes. Dejó sobre la mesa mi provisión y, como dijo, quedó en mis manos.

Le pregunté que dónde había pasado el resto del fin de semana, me comentó que había viajado con unas amigas a Madrid, para celebrar una despedida de soltera, no sería complicado seguir el rastro de las chicas por la capital ya que habían comprado, bebido, comido y bailado sin parar hasta la noche del domingo; me indicó el nombre de sus amigas, los locales que habían visitado y hasta los billetes de tren, además de un sinfín de recibos que justificaban todo tipo de gastos y compras. Todos aquellos papeles estaban ordenados en una carpeta que me dejó sobre la mesa, junto a los billetes del tren. Una chica ordenada, que llevaba todo preparado. «Ahora, Marcelino, a trabajar. Y deja de mirarme las tetas, coño, que eres mi abogado». Aprovechó la regañina para contarme que ella nunca se hubiera «hecho» los pechos pero que Rafa se había empeñado en regalárselos por su cumpleaños, meses atrás; fue inevitable imaginar cómo se mantendrían aquellos pechos inhiestos mientras ella envejecía hasta llegar a ser una anciana de ochenta años con un busto marmoleo que casi casi le atenazaba la garganta.

De pronto se me quitaron todos los agobios por el recibo de la consumición, incluso pagué gustoso el zumo de pomelo que había pedido ella. Miró de súbito el reloj y recordó que había quedado a almorzar con unas amigas, que llegaba tarde. Me dejó la carpeta con todos los papeles que justificaban su itinerario del fin de semana y me citó aquella misma noche, a las once a pocos metros del portal de la casa de Montes, estaba dispuesta a que entráramos en el piso de Montes para recuperar el testamento.

Marchó contoneándose como una gallina clueca, clueca y rosada; puede que también se hubiera retocado las caderas y elevado un poco las nalgas. Yo tardaría horas en procesar toda la información recibida, una información que lejos de tranquilizarme me inquietaron mucho más ya que si Yes no era capaz de moderar su locuacidad se convertiría en la principal candidata a pagar por la muerte de Rafael Montes y a mí, si no me andaba con ojo, en encubridor de aquel delirio de marranaditas, escotes y ropa de marca.

Dejé pasar unos minutos que dediqué a hablar con mi madre y a explicarle que me había reunido con la hija de su amiga, amparándome en la relación de confidencialidad con mi defendida me abstuve de darle detalles, sólo apunté que era un asunto difícil  y que sería inevitable el agobio de la prensa.

Salí del hotel camino de unos grandes almacenes, dispuesto a comprarme un traje nuevo, una corbata y una camisa acorde con mis nuevas encomiendas; compré un traje gris oscuro, de marca, incluso me homenajeé cogiendo una intensa colonia que aseguraban triunfaba en Hollywood. Yes me mandó un whatsApp para informarme de que me llamarían los abogados de las ex esposas, sin más detalles.

Inicié mi marcha hacia la Santina, pese a mi reciente golpe de fortuna pensé que no tenía sentido salirme de mis hábitos, con el dinero recibido podría ir tirando prácticamente hasta el verano, convenía ahorrar. Covadonga había preparado un guiso de patatas, chorizo y berza, un quitafríos garantizado que pasó a golpe de casi un litro de vino con gaseosa.

A eso de las cuatro y media de la tarde, cuando estaba ya sumido en el sopor de los carajillos recibí la llamada del abogado Mateu, Pere Mateu; en realidad hablé con su secretaria, que me dijo que el Sr. Mateu defendía los intereses de Helena Bofarrull, primera esposa del Sr. Montes. El objeto de la llamada era convocarme al día siguiente a una reunión en el despacho del Sr. Mateu con el fin de «pactar» los términos en los que discurriría el funeral que estaba previsto celebrar esa misma tarde. Le dije a la secretaria que me gustaría poder hablar personalmente con el Sr. Mateu, me contestó que estaba reunido y que mañana gustosamente le atendería a las nueve de la mañana; me indicó que las dos esposas anteriores del Sr. Montes habían preferido delegar en los letrados y que esperaba que Jessica hiciera lo mismo, eran momentos dolorosos.

No me quedaba gran cosa que hacer hasta la cita de la noche, por lo que decidí marchar a mi casa a descabezar un sueño. Desperté con la boca pastosa y algo desorientado sobre las siete de la tarde, seguía sin grandes ocupaciones por lo que dirigí mis pasos hacia el barrio de Montes con el fin de comprobar que no se había puesto vigilancia alguna entorno al domicilio, había tenido la oportunidad de realizar alguna actuación con el juez encargado de la instrucción y me constaba que era un tipo riguroso, es decir, que se gastaba una mala leche de no te menees.

Terminé mi vigila en un bar no muy lejano, tomé un pincho de tortilla y un par de buñuelos de bacalao mientras hacía tiempo esperando a Yes.

Como era de esperar hasta bien pasadas las once y media no llegó, aunque por lo menos tuvo la deferencia de anunciármelo por medio de un mensaje.

Venía enfundada en una especie de mono negro, de cuello alto, probablemente era ropa de esquí, se había recogido el pelo y no se quitaba las gafas de sol por lo que el efecto que producía era el contrario al de alguien que quisiera pasar desapercibido. El body de plástico se le adhería al cuerpo remarcándole todas las curvas y haciéndolas todavía más artificiales. Menos mal que con ese frio tan atroz y a esas horas nadie circulaba por la calle.

Subimos al piso sin encender las luces de la escalera, la puerta de la casa no estaba precintada. Iluminándonos con el resplandor del teléfono móvil nos abrimos paso por la entrada, directos al salón. Libros, ropa y ajuar doméstico estaban desperdigados por el suelo, revueltos como si la vivienda hubiera sido conquistada por un ejército voraz.

Yes me dirigió directamente al dormitorio de Rafael, las sabanas y la colcha todavía seguían revueltas. Al caminar casi a oscuras me fui trastabillando con los obstáculos que encontraba por el suelo. Le pregunté a Yes si recordaba algún detalle del libro en el que Montes había redactado el testamento, había centenares de papeles y publicaciones por el suelo, era imposible revisarlos todos. Me contestó resuelta: «Por suerte en la vida no me ha sido necesario leer mucho. Por eso te he contratado, de tener controlado el libro en el que había escrito el libro me hubiera ocupado de recuperarlo sola».

Pese a nuestras cautelas era inevitable hacer algún ruido, enfoqué con la pantalla del teléfono hacia el suelo para ver si me ayudaba la fortuna. Se encendió una luz en el patio y es escucharon unos pasos en el piso de arriba. Nos pusimos nerviosos, le indiqué a Yes que fuéramos hacia la puerta, que ya tendríamos tiempo de revisar la casa sin necesidad de actuar como cazadores furtivos. Ella salió del dormitorio en dirección contraria a la puerta, entró en una estancia que debía ser un despacho y salió con un cuadro debajo del brazo. «Lo compramos juntos en Los Ángeles y no dejaré que esas harpías se lo pateen». Le cogí el cuadro de las manos, al fin y al cabo era su abogado, aguardamos en la entrada a que cesaran los ruidos del piso superior y se apagara la luz que se reflejaba en el patio. Ella salió primero, yo dejé pasar unos minutos, cuando llegué a la calle Yes había desaparecido. Caminé unos minutos por calles oscuras, vacías, frías; tardé un rato en conseguir un taxi que me llevara de regreso a casa. Era ya de madrugada, al día siguiente tenía que madrugar. Apoyé el cuadro sobre la pared del salón y me quedé unos instantes contemplándolo, intentando buscar alguna clave que me pudiera ayudar a salir de todo aquel lio.