martes, 31 de agosto de 2021

Capítulo DLXXXV.- Nido vacio.

En el teatro y en la ópera antes del estreno se suele hacer un ensayo general con público, allí se ajustan los últimos detalles y se evalúa la reacción de la gente. En mi caso el ensayo general será sin público y también debe servir para comprobar si mi orquesta está correctamente acoplada. Dentro de unos días, pocos, mis hijos marchar a estudiar un trimestre fuera de casa, van a un internado, voluntariamente, lo que hará que durante muchas semanas no podamos vernos. Llevo desde los 27 años gerenciando niños, el 17 de septiembre cumplo 56 años, por lo que durante casi tres décadas mi vida ha estado marcada por el día a día de los hijos, desde bebés a la universidad. Salvo breves lapsos de tranquilidad, lo cierto es que cada uno de esos más de diez mil días ha tocado preparar un desayuno, ir a recogerlos al colegio, hacer una fotocopia o cualquier otra tarea en apariencia rutinaria vinculada a las labores de crianza. Es verdad que mis hijos todavía son pequeños (12 y 14 años), pero este lapso de tiempo se supone que será un ensayo general de lo que puede ser un futuro sin hijos, para ser más precisos, sin tener una preocupación cotidiana por ellos (la preocupación estructural no desaparece, tengo ya una hija de 28 años y sigo pendiente de ella, pero de otro modo). En definitiva, creo que el reto es más mío que de los niños, que viven su trimestre fuera de España como una aventura. Aprender a vivir sin estar permanentemente pendiente de los niños es uno de los objetivos de este ensayo sin público. Uno de los primeros cambios vendrá por la cocina, durante unos meses habrá que olvidar las cacerolas llenas de albóndigas, los dos pollos asados para que la tropa no se quede con hambre, las tortillas de seis huevos y otras rutinas necesarias para aplacar el hambre feroz de los adolescentes o preadolescentes. Aunque echaré de menos las grandes perolas, creo que no tendré problemas para cocinar pequeñas raciones, de hecho, ya lo he hecho en alguna ocasión porque cuando tengo oportunidad cocino para mí mismo. Uno de los cocineros que he descubierto últimamente es Alain Passard, el jefe del Arpège, en Paris. De vez en cuando cuelga en las redes sociales algunas recetas, en realidad, vegetales que apenas manipula. Una de las últimas propuestas es la de unos tomates rellenos con flor de calabacín. Yo he introducido algunas modificaciones para estos tomates que tienen por objeto potenciar al máximo los sabores del tomate. Para esta receta se necesitan 3 o 4 tomates hermosos (uno por comensal). No conviene que estén muy maduros para que no se deshagan ya que hay que pelarlos. Tampoco conviene que el tomate sea muy rugoso, porque será más difícil de pelar. He elegido unos tomates rosados que apenas puedo abarcar con el puño cerrado. Lavados los tomates y descorazonados. Hay que ser generoso a la hora de quitarles el pedúnculo para que quede un hueco suficiente para poner el relleno. Passard sazona generosamente los tomates una vez pelados, no los pasa por el horno. Yo he preferido poner el horno a 70º para hacer sudar un poco a los tomates. Han estado 40 minutos a esa temperatura, con bastante sal en escamas, pimienta negra recién molida y un poco de comino. Antes de ponerlos al horno he regado los tomates con aceite de oliva. Mientras los tomates se atontaban, he preparado un sofrito muy sencillo (el de Passard era a base de flor de calabacín). Mi sofrito será un poco más grueso, pondré en la sartén un chorrito de aceite de oliva, una cebolleta picada, media zanahoria y medio calabacín en dados, puede que le ponga unos taquitos de jamón, no muchos, porque quiero que mande el sabor del tomate. No hay que gratinar los tomates rellenos, no hace falta, a lo sumo, coronarlos con un poco de perejil fresco, de hojas de albahaca o de cebollino. Así pueden ir a la mesa. Acompaño esta receta con una naturaleza muerta de Elisabeth Peyton. Nuevos tiempos, nuevos artistas. (He de colgarlo en Instagram porque sigo sin poder/saber colgar fotos en el blog).

lunes, 23 de agosto de 2021

Capítulo DLXXIV.- Langosta encebollada.

Este año estamos veraneando en una casa fantástica. Desde la terraza vemos la playa, las copas retorcidas de los pinos y las dunas. Caminamos 200 metros y estamos ya en el mar. Es un verano de bermudas viejas, de camisetas raídas y desbocadas, de caminar descalzo hasta llegar a la arena y de lavarse los pies en un balde de agua para no manchar las baldosas blancas del apartamento. Algunas tardes sacamos desde un ventanuco del baño el cable de la ducha y los niños se quitan la sal en el exterior. Es una imagen un poco de postguerra: La mano del padre asomando por el ventanuco y guiando el chorro de la ducha para que los críos no entren sucios de arena a la casa. Luego les lanzo una toalla porque tampoco queremos que queden las marcas de los pies descalzos en el suelo. Hemos pasado días felizmente calurosos en los que nuestro principal objetivo era no salir del agua. En el pueblo no venden el periódico, hay una pequeña tienda de ultramarinos que regenta un uruguayo de mirada triste. Tiene unos vinos bastante decentes que no vende a casi nadie porque la gente ya no bebe vino en verano y yo traje en el barco dos cajas completas que todavía no he acabado. Hace tanto calor que ni siquiera me acerco por las mañanas a otro pueblo un poco más grande que está a 15 quilómetros de aquí, donde sin duda encontraría todo lo que aquí falta. Echo de menos la lectura del periódico en papel, pero la pereza de las mañanas en las que el termómetro amanece ya a treinta grados aplacan cualquier añoranza. Tenemos cargada la nevera, aunque no enfríe. En la terraza no hay enchufes, por lo que tengo que organizar todas las mañanas un lio de cables que salen desde la ventana y que me permiten escribir antes de que amanezca, el único momento en el que sopla algo de brisa no abrasadora. El ritmo del día no lo marcan los niños, que ya son mayores, sino dos gallos peleados que pasan el día cantando. Empiezan a cantar a eso de las cuatro de la mañana. Una sinfonía de réplicas y contrarréplicas que sólo interrumpen a mediodía. Porque no es cierto que los gallos anuncien el amanecer, por lo menos los nuestros. Los muy canallas marcan su contienda desde muy avanzada la noche y, el más pinturero, pasea por delante de nuestra terraza a media mañana, en compañía de una gallina enamorada y cuatro o cinco polluelos. He saltado por la barandilla en más de una ocasión para intentar fotografiarlo, pero mi gallo debe ser un poco cagón, huye enseguida y se esconde entre las ramas más tortuosas del bajo bosque de pinos que empieza nada más saltar la cancela de la casa. Es un gallo negro, no muy grande. Un gallo pinturero que se desgañita antes de que salga el sol para marcar su territorio. Al otro gallo, el que le da las réplicas, todavía no lo he visto. Podría colgar en la entrada de hoy una receta de arroz caldoso con gallo, pero le estoy cogiéndoles cariño con el paso de los días y no soportaría ver pasear a las viudas por los confines de la finca llorando sus penas. Acepto con resignación que desde las cuatro a las cinco de la mañana inicie su sesión imperturbable. He estado estudiando una receta muy mallorquina, he leído mucho sobre ella, pero no la he probado estos días, cuestión de bolsillo, más que nada. Se trata de la langosta encebollada, un plato de referencia en las islas, sobre todo el Menorca. Me ha ocurrido como siempre, hay tantas recetas como cocineros y las variaciones son abismales. Para entender la variedad de guisos de langosta debe tenerse en cuenta la historia de la cocina del marisco en el mediterráneo. Hasta hace relativamente poco tiempo (puede que 60 años) el marisco no era muy apreciado, eso hacía que en platos como el pollo con cigalas el elemento más valioso fuera el pollo. La pasión por la langosta es, por tanto, una moda reciente. Esa moda casi ha esquilmado el mediterráneo de langostas, especialmente las costas mallorquinas, y el precio es estratosférico. En alguna de las lecturas veraniegas he comprobado que alguno de los gurús de la cocina afirma que la langosta es insípida, que necesita guisos potentes para destacar. No estoy de acuerdo. Una buena langosta, de carnes prietas, es una verdadera delicia hecha a la plancha, con un poco de sal y poco más. Después de leer mucho sobre la langosta encebollada, de bucear en los secretos de los restaurantes que mejor las preparan, he llegado a mi propia versión, una versión que espero poder hacer en cuanto pasen los calores y la gente abandone las islas, entonces bajará algo el precio del crustáceo. Lo primero que he hecho es descartar las recetas que incluyen el pimiento entre sus ingrediente. El pimiento marcha mucho el sabor de los platos y puede dejar a la langosta en segundo plano. También deshecho las recetas que abusan del tomate. No tiene sentido preparar un plato con un ingrediente tan caro y al final esconderlo tras una salsa de tomate frito. Hay en la red propuestas muy sencillas, casi anodinas, que se contentan con sofreír una cebolla con la langosta cortada. Después de mucho cavilar, he optado por la más arriesgada, la que lleva algún ingrediente extraño. Creo que puede estar muy buena, siempre que no se abuse del toque radical. Para la langosta encebollada se necesitan por lo menos dos langostas. Las langostas de baleares no son muy grandes, de poco más de 700 gramos por pieza. Son crustáceos de cáscara muy rugosa, de un rojo anaranjado que se intensifica cuando se fríen o hierven. Lo primero que hay que hacer es buscar una tabla grande para poder cortar bien las langostas y conservar los líquidos de la operación. No quiero herir sensibilidades si defiendo que es preferible que la langosta esté viva. El ritual de sacrificio es sencillo, se busca un cuchillo bien afilado, grande. Se clava en el intersticio que hay entre la cabeza y la cola. Para la langosta encebollada conviene separar las cabezas de las colas. Partir luego las cabezas en dos mitades y cada mitad, a su vez, se parte también en dos. Las colas se cortan aprovechando los anillos, lo que permite tener así unas porciones relativamente grandes. El agüilla que se consigue con toda la maniobra de sacrificio, más los restos de la cabeza se reservan para la picada. En una cacerola grande (los mallorquines utilizan las de barro, que dicen que dan mejor sabor, aunque yo tengo mis dudas), se añade aceite de oliva, se ponen dos dientes de ajos y se enciende el fuego. El primer paso de la receta es el de rehogar la langosta una vez troceada. El aceite tiene que estar caliente, sin llegar a humear. Se salpimentan los crustáceos antes de sofreírlos. No me gusta hacer mucho el marisco, por eso este primer paso de la receta prefiero que sea rápido, apenas tres o cuatro minutos, removiendo bien para que el aceite impregne bien la carne de la langosta. Enseguida cambiará el color de la cáscara y se intensificarán los rojos y naranjas. Se retiran las piezas del marisco, empezando por las de la cola, que se hacen más rápido. Se puede retirar también el ajo. Se añade un poco más de aceite y se baja la temperatura para conseguir un fuego dulce que permita sofreír la cebolla en ver de hervirla. Se pica un quilo de cebolla, picada en juliana, en tiras largas. El aceite estará ya alegre así que la cebolla se sofreirá con la misma alegría (ojo con el aceite muy caliente porque entonces se arrebata la cebolla y amargará el plato). Yo dejo que la cebolla se haga bien antes de añadir la sal, la pimienta blanca (poca). No va mal que la cebolla llegue al punto de la caramelización, aunque sin pasarse. Doradita y brillante va bien. En el tramo final del sofrito se añade la sal, la pimienta y una cucharada de pimentón dulce. Mientras la cebolla se atonta se prepara una picada en un mortero. Para la picada aprovecho los restos del degüelle de la langosta (el agüilla, los corales y otros restos blandos que es mejor no identificar), también se añade uno de los dos ajos del sofrito inicial, almendras peladas (preferiblemente crudas) con cinco o seis es suficiente, perejil y una rebanada de pan frito (puede freírse al principio de todo, para comprobar como sube la temperatura del aceite antes de sofreír las cebollas). Es en la picada en la que pueden añadirse los ingredientes exóticos, a saber, una onza de chocolate negro del 70%, un par de tiras de piel de naranja picadas (no hay problema si está un poco seca) y una nuez (una cucharadita de las de café) de sobrasada mallorquina. No va mal una pizca más de sal, ayuda a que la picada se vaya convirtiendo en una pasta. Se pica muy bien la majada y se añade al sofrito de cebolla. Se sube una pizca el fuego, se remueve bien para que la picada se diluya en el sofrito. Aprovechamos los restos que quedan en el mortero para cubrirlo con un coñac o un ron añejo (también serviría un buen güisqui), prefiero que el licor no sea muy dulce. Con el alcohol limpiamos bien las paredes del mortero antes de lanzar el líquido a la cazuela. No va mal flambear el alcohol para terminar de tostar la cebolla. Con el fuego alegre añadimos un par de litros de caldo de pescado (mejor si es casero). Cuando rompa a hervir de nuevo se baja la llama, se tapa para que no evapore mucho y se deja cociendo diez o quince minutos. Pasado ese primer hervor se devuelven todas las piezas de langosta al guiso. Si la operación ha ido bien, los minutos de reposo de la langosta habrán servido para que termine de sudar, por lo que en el plato habrá quedado un caldito fantástico que añadirá más sabor al guiso. Se tapa de nuevo la cacerola y se deja cociendo a fuego suave unos minutos, no muchos, se menea un poco el perolón para que la salsa termine de ligar. Los que utilicen las cazuelas de barro mallorquinas deben tener en cuenta que conserva mucho el calor y que, apagado el fuego, el guiso sigue en cocción. Antes de servirse el guiso (que podría ir a la mesa así, sin más), se le puede dar un golpe de horno, de gratín. Si alguien decide darle este toque final, dos consejos: 1) Que no deje cocer mucho la langosta en la fase previa, para que termine de hacerse en el horno. 2) Que espolvoree antes de meter la cazuela en el horno un poco de pan rallado o de almendra molida y un poco de perejil fresco picado. Si todo ha ido bien, el plato es de los que pide mucho pan para mojar. De hecho, en Mallorca lo sirven a veces con unas rebanadas de pan moreno que hay que dejar que floten tranquilamente en el caldo durante unos minutos. Como cuadro de guarnición una langosta pintada por Miquel Barceló.

domingo, 8 de agosto de 2021

Capítulo DLXXIII.- Regreso a Mallorca. Coca de Albaricoques.

Primera etapa del mes de agosto. Pasamos por casa durante unas horas para preparar el equipaje, recupero una vieja sensación, casi perdida, de buscar cajas para guardar el vino y las especias que llevaremos para los próximos días. Hacía muchos años que no veraneábamos en Mallorca, años en los que no habíamos tenido que organizarnos para cargar el coche y coger el ferry nocturno que nos llevará a la isla. Uno siempre piensa que en el coche cabe prácticamente todo y yo de hecho he organizado dos cajas de vino, un cajón con frutos secos, especias, aceite de oliva y los restos de pan, fiambre y comida que quedaron en la nevera. Hemos encargado una macrocompra por internet para que en cuanto lleguemos a la casa podamos llenar nevera y alacena. Nos esperan unos días en la playa. Hemos abandonado temporalmente Grecia. Los protocolos Covid complican los desplazamientos familiares, generan riesgos y dudas hasta el último momento. Es curioso que cuando inicié el ciclo griego añoraba Mallorca y hoy, que reinicio el ciclo mallorquín, añoro Grecia. Tengo cierto temor a que la isla y los días soñados tengan poco que ver con la realidad. Es un misterio saber cómo se han transformado las playas y los pueblos que durante muchos años fueron nuestro territorio en agosto. Quedan unas horas para embarcar, todavía no hemos terminado de cerrar cajas y maletas. He guardado entre las botellas un sacacorcho y un cuchillo muy afilado porque son los instrumentos que luego no encontramos en la casa. También llevo la batidora, pero no me he atrevido a empaquetar el Thermomix, que queda en la casa vigilando la cocina. El lunes por la mañana desembarcaremos en Palma. Cuando lleguemos no habrá nada abierto y hasta el mediodía no nos liberan el apartamento. Tocará deambular por la ciudad, ir a desayunar a Can Joan de S’aigo y tumbarse en la playa derrumbado hasta que nos puedan dar la entrada. A partir de las tres de la tarde llega la compra. Hay cientos de recetas mallorquinas que no podré probar o cocinar durante estos días, platos que guardo en la memoria y sobre los que he escrito una y mil veces. Sí espero poder tomar más de una ensaimada, de aquellas recién salidas del horno, con la grasa pringosa y el azúcar glaseado. También espero poder probar la coca de albaricoque, un bocado que he recuperado casi por casualidad y en circunstancias cómicas (organicé hace unas semanas una comida en casa y el postre lo tenía que traer una amiga mallorquina que cambió azúcar por sal y nos trajo una coca incomestible). La coca de albaricoque no deja de ser un bizcocho sencillo coronado por albaricoques cortados por la mitad. Dicho así, no tiene ningún encanto. Sin embargo, los mallorquines son capaces de complicar casi todo al máximo, con su aparente sencillez. Para empezar, la masa del bizcocho lleva fécula de patata, de hecho el blog que he consultado (Julia y sus recetas) lo prepara con 150 gramos de patata cocida y escurrida. Yo recomiendo evitar el hervido y añadir 150 gramos de fécula de patata (que le da esponjosidad al bizcocho). Para el bizcocho se necesitan 275 gramos de harina de fuerza, 150 gramos de fécula de patata y 50 gramos de manteca de cerdo (puede sustituirse por mantequilla, incluso por aceite de girasol, aunque se pierda el sabor a säim). 100 gramos de azúcar (bastarán 75), dos huevos y 25 mililitros de leche (un vaso). A la masa se le añaden 15 gramos de levadura de panadería. La masa requiere al menos dos fermentaciones a temperatura ambiente. Como hace calor las fermentaciones son cortas, en una hora la masa ha doblado su volumen. La masa se puede trabajar a mano o con un robot. Yo, rendido al thermomix, aprovecho una de las rutinas de amasado de brioche. La masa reposa una hora larga, dobla su volumen, la vuelvo a trabajar (esta vez a mano), para desairarla y dejarla reposando ya en un molde alto (la masa hasta doblar de nuevo). El molde ha de ser rectangular y, preferiblemente, de latón. Bordes altos. Se extiende la masa y, tras la segunda fermentación, se colocan los albaricoques deshuesados y partidos por la mitad, haciendo una pequeña hendidura para que queden ligeramente sepultados. Se espolvorea la masa y el albaricoque con un poco de azúcar. Hay quien pone bajo los albaricoques una cucharada de mermelada de albaricoque. Si la fruta no es de cámara creo que no es necesario, son lo suficientemente dulces y ácidos como para no necesitar complementos. En otros recetarios ponen los albaricoques boca abajo y esconden una pequeña nuez de sobrasada por dentro, toda una experiencia. Se precalienta el horno a 180 grados y se pone a cocer el molde con la masa durante 30 minutos. La masa ha de quedar bien tostada por fuera y los bordecillos de la fruta suavemente tostados. El azúcar y el calor intensificarán el color anaranjado. Se deja enfriar y, una vez fría, se espolvorea un poco de azúcar glaseado para que quede la capa dulce y blanquecina. Un bocado de la coca de albaricoque me remonta a mi infancia en la isla. Puede que a mucha gente la mezcla de bizcocho, grasa de cerdo y fruta ácida le deje indiferente. Qué se le va a hacer. El bocado se acompaña, como no podía ser de otro modo, con unos albaricoques de Cezanne.