martes, 27 de febrero de 2018

CDXXXVI.- Pimienta Negra Malabar


XIV.- PIMIENTA MALABAR NEGRA.

 La virgen de agosto, ferragosto pleno. Andrés esperó a que llegara Benita, enfrascada, como siempre, en un monólogo interminable. Andrés se había levantado pronto, se había duchado, afeitado y, en la medida de sus posibilidades, había elegido su vestimenta más nueva, un pantalón azul marino chino y una camisa azul claro. Quería transmitir buen aspecto, tranquilizar a su hada madrina.

Había preparado un café descafeinado y sobre la mesa había dispuesto unas tostadas de pan integral y mermelada sin azúcar. Todo un festín.

Benita traía un tupper con pescado hervido y verdura. Subía sólo para comprobar que todo fuera bien y que Andrés no desfalleciera de hambre. Rechazó el café y en poco segundos se la escuchaba charlotear escalera abajo, enfrascada en su eterna discusión.

Andrés se hizo la cama, fregó los cuatro cacharros usados para el desayuno, comprobó que persianas y ventanas quedaban cerradas y marchó hacia a la calle. Había hecho propósito de enmienda, olvidaría cualquier referencia al hombre del respingo y a sus circunstancias. Evitaría cualquier contacto con ellos, ni tan siquiera visual, pero le resultaba imposible prescindir del museo y, sobre todo, prescindir de Velázquez y de las Meninas.

Con paso quedo llegó a la escalinata de los Jerónimos, ya a pleno sol. Grupos de turistas se arremolinaban entorno a la entrada principal. Junto a la puerta de Cristina Iglesias le aguardaban inquietos Anglada y Mendieta, él de uniforme, ella con un fresco vestido floreado. Le recibieron aliviados. Anglada le lanzó la mano y se atrevió a darle un ligero golpe sobre el hombro, un abrazo frustrado. Mendieta le dio un tímido beso en la mejilla, le tranquilizó el buen aspecto, completamente ajeno al rostro demacrado que vio en el hospital. Llevaba una bolsita de papel y dentro una caja de trufas de polispan, para preservarlas del calor, «trufas sin azúcar», le dijo, «aderezadas con una pizca de pimienta Malabar, toda una delicatessen. Me ha costado dios y ayuda encontrarlas».

Andrés sonrió, abrió torpemente la caja y les ofreció un dulce. El calor hizo que las virutas de chocolate empezaran de inmediato a brillar. Tomaron las trufas rápidamente, dos cada uno. La caja quedó vacía, pero Andrés decidió conservarla en la bolsa. Hacía años que no recibía un regalo.

Andrés quería entrar al museo, el calor empezaba a ser insufrible y tenía necesidad de reencontrarse con las Meninas, volver a la normalidad. Mendieta le cogió del brazo y, tras unas palabras amables, cambió por un tono solemne. «Necesitamos su ayuda, Baztán. Hemos perdido todo contacto con Idris y con el resto de la banda. Ayer dejaron de venir. Habíamos intervenido los teléfonos móviles y desde hace 30 horas han dejado de comunicarse. Empezamos a estar nerviosos y necesitamos que nos ayude a encontrar un detalle, un hilo que nos permita recuperarles.»

Baztán respondió con vaguedades, no sabía más que lo que había comunicado, apeló a su condición de convaleciente mientras se aproximaba poco a poco a la entrada, buscando el cobijo del interior refrigerado.

Mendieta rogaba que hiciera memoria, que recordara el más mínimo detalle que les permitiera retomar el hilo de sus pesquisas.

Andrés franqueó la puerta principal enseñando su carnet de amigo del museo. Anglada y Mendieta mostraron su placa. Entraron sin problema. Andrés inició el recorrido que había hecho la mañana que coincidió con Idriss en el museo, pasó del edificio nuevo al de Villanueva y se encaminó hacia las salas de Goya, allí había mirado a los ojos al hombre del respingo y durante unos segundos compartieron miedos, angustias y suspicacias.

Mendieta aseguraba que el museo y sus inmediaciones estaban tomados, discretamente, por un ejercito de policías de paisano, policías con los que Mendieta intercambiaba ligeros cruces de miradas entre un mar de turistas que deambulaban como bueyes en reata.

Goya había vivido y pintado subyugado por el espíritu y talento de Velázquez. Con poco menos de 150 años de diferencia, ambos fueron pintores reales, ambos gozaron de la confianza de la familia real y ambos vivieron momentos de gloria en vida, ambos obsesionados por la luz. Goya reprodujo, sin mucho éxito, las Meninas en un grabado, la plancha desapareció y sólo quedan cuatro aguafuertes originales.

En la Familia de Carlos IV Goya utilizó alguno de los recursos escénicos de las Meninas, no pudo darle la profundidad de campo del original, pero compensó esas carencias con un ejercicio psicológico ejemplar, los retratos de Goya destilaban una mala leche sólo tolerada a los genios.

La mirada de Velázquez en las Meninas es altiva, pero plácida. La de Goya en la familia de Carlos IV es desafiante, agresiva.
La familia de Carlos IV.jpg

Andrés en sus buenos tiempos asumió modos más cercanos a los de Goya, era y se tenía por un héroe, un héroe amargado, pero héroe, al fin y al cabo. Lo había sacrificado casi todo por la heroicidad. Eso le permitía mirar al mundo desde una atalaya aburrida y distante, pero atalaya en todo caso.

Baztán marcó a Mendieta el ventanal en el que vio apoyado a Idriss, desde allí se veía la entrada del Jardín Botánico, la esquina de la calle Ruiz de Alarcón con la plaza de Murillo. Mendieta se quedó contemplando el exterior durante unos instantes y, de repente, se le iluminó la mirada. Seguramente había dado con parte de la clave de todos los enigmas o, por lo menos, un hilo del que tirar. Mendieta se despidió a trompicones y marchó lanzada hacia la salida más cercana. Anglada intentaba seguirla, no acertó a despedirse y dejó a Andrés en la sala 38, en el ala dedicada a Goya.  Contempló primero la Familia de Carlos IV y después las Meninas. Deambuló por el museo hasta que el hambre le atenazó, intentó con todas sus fuerzas abstraerse, pero fue inevitable que vigilara los ventanales del exterior, buscando a Mendieta e intentando desentrañar aquel cúmulo de misterios.

Salió del museo en el momento de más calor del día, se dirigió a paso lento hacia su casa no sin antes pasar en una tienda de ultramarinos para comprar un brick de nata líquida y una tableta de chocolate amargo, con un porcentaje de chocolate del 70%.

Había mantenido en boca o, cuando menos, en mente, el recuerdo de las trufas con las que había sido recibido.

No era complicado preparar unas trufas. Puso en un cacillo metálico el brick de nata, 250 gramos, a fuego suave dejó que fuera tomando calor, que burbujeara sin violencia. Partió en pequeñas onzas la tableta de chocolate, 250 gramos también. Le puso una cucharada de mantequilla a la nata y dejó que fuera cogiendo temperatura.

Añadió las piezas de chocolate y, con una cuchara de madera, fue removiendo amorosamente para que el chocolate se deshiciera y se integrara en la nata. Era un líquido oscuro y brillante, una crema que borboteaba ligeramente. Era fundamental que no se arrebatara la mezcla, que no se pegara en el fondo del cazo.

Buscó en el armario de la cocina hasta dar con el bote de la sal, la dejó a mano pero retuvo la tentación inicial de incorporarla a la mezcla. Buscó después entre los botes de pimientas, recordaba haber comprado hacía unas semanas unas pizcas de pimienta Malabar. Cogió unas bayas y, ayudándose con un rallador, convirtió en polvo los pequeños granos, sin dejar de mezclar.

Comprobó que la masa no tenía grumos, que era densa, brillante y uniforme.

Sacó una bandeja de cristal, la cubrió con film de cocina y volcó poco a poco la mezcla de nata y chocolate en la bandeja. Dejó que reposara durante unos segundos y luego espolvoreó unos cristales de sal que quedaron atrapados en el chocolate.

Cuando la masa se atemperó la dejó en la nevera. Cubrió la masa con una ligera capa de mantequilla para evitar que el chocolate blanqueara al contactar con el frio.

La pasta tenía que reposar durante varias horas, tiempo suficiente para que Andrés durmiera una larga siesta, impulsada por los ansiolíticos que le habían recetado para gestionar los días posteriores al alta.

Para provocar el sueño empezó a leer el libro de Brown, tenía la secreta esperanza de soñar con los perros de Velázquez y con los de Goya. Perros que contemplaban el mundo y la vida con cierta resignación.

La siesta fue más larga de lo habitual, no perturbada por ningún ruido, por nada.

Andrés fue hacia la cocina a comprobar la textura de la pasta. Estaba dura y brillante. Sacó la bandeja sobre la encimera y sacó dos cucharillas de postre de un cajón. Raspó ligeramente la superficie de la pasta formando un rizo lustroso de chocolate, un canutillo oscuro con forma de ola rompiéndose. Fue depositando los rizomas sobre una bandeja metálica, en vez de trufas hizo pequeños bucles de chocolate. Puso la bandeja metálica de nuevo en la nevera, el calor era insoportable y el chocolate se deshacía casi de inmediato.

Al día siguiente compraría un poco de cacao en polvo y de sal de Maldón para cubrir los rizomas.

Sabía que no podría tomarse esas golosinas, a lo sumo podría tomar una o dos al día, había preparado una cincuentena larga de ligeros bocaditos de chocolate, un capricho que duraría meses en su casa.

A espaldas de las verbenas y los jolgorios de agosto, encendió la televisión y dejó que llegara la noche y quien sabe si el sueño.



Pimienta Malabar Negra (Piper nigrum). Originaria de la India. La costa Malabar fue durante siglos la costa de la pimienta. La pimienta llegó a ser moneda de cambio durante la edad media.

La pimienta Malabar tiene notas florales, afrutadas, dulces y torrefactas. Presenta una larga persistencia.

Nace en tierras volcánicas, junto al mar. Recolectada en estado de madurez óptima en la costa Malabar.

Adecuada para preparaciones dulces y saladas, vieiras, calabazas y verduras a la plancha.


domingo, 4 de febrero de 2018

Cap.-CDXXXV.- Pimienta de Timiz.


XIII.- PIMIENTA DE TIMIZ

Catorce de agosto, segunda noche en el hospital, ya en planta. Todavía estaba sometido a somníferos y ansiolíticos. La noche fue plácida gracias al combinado de fármacos. La entrada de los enfermeros casi al amanecer no pudo sacar a Andrés del sopor, los escuchaba de fondo, pero apenas podía apretar ligeramente la mano. Entraba una luz intensa, había subido la persiana y el sol de agosto era severo e intenso, no perdonaba.

Escuchó como el enfermero comprobaba las constantes vitales, todas bajo control. Esa mañana recibiría por primera vez alimento sólido, no era, ni mucho menos, un festín. Andrés sabía el poco juego que daba el sucedáneo de café y la leche desnatada que casi parecía agua. Un biscote de pan integral y mermelada de melocotón sin azúcar. Con un poco de suerte recibiría una pieza de fruta, quien sabe si una manzana insulsa o un plátano todavía verde y leñoso.

Sin ánimo para abrir los ojos se acercó los dedos a la nariz, sabía que a nada olerían. Se frotó ligeramente los dedos cerca de las fosas nasales y aspiró con la esperanza de recoger, aunque fuera levemente, el olor a las pimientas que guardaba en casa. Colocaba unas bayas de pimienta sobre la palma de las manos, frotaba con intensidad y dejaba que el olor intenso a la pimienta impregnara su piel, retuviera durante unos minutos el aroma picajoso de las semillas que llevaba rápidamente a la nariz para recordarle viejos sabores, viejas historias casi imposibles de revivir.

Andrés estaba de nuevo en el hospital, apenas hacía seis meses que había salido de allí después de haber estado ingresado varias semanas hasta que se recuperó y le instalaron las primeras válvulas. Entonces fue un infarto severo, ahora era sólo un susto.

Recordaba con precisión los días anteriores al infarto, días de rutina, previos a las navidades. Andrés acababa de preparar unas terrinas de paté a la pimienta, había utilizado una pimienta blanca, convencional, unas semillas de pimienta negra y la pimienta de Timiz, unas semillas largas y rugosas, muy olorosas, que evocaban el olor al tabaco de pipa.

Quería preparar el paté para navidades, no sabía muy bien con quien lo podría compartir, en el peor de los casos le regalaría unos moldes a Benita.

Había comprado higaditos de pollo en la pollería, medio quilo, vísceras brillantes, sin restos de sangre ni de hiel. Era importante que no quedara resto alguno de hiel verdosa que amargara el platillo. Pasó por agua fresca los hígados, luego los dejo reposando una hora en un bol con agua helada hasta comprobar que había desaparecido cualquier resto sanguinolento.

Escurrió bien los hígados, los colocó sobre un paño seco para que absorbieran bien la humedad. Luego los devolvió al recipiente, añadió una pizca de sal y un chorro generoso de oporto, hasta comprobar que quedaban completamente cubiertos. Tapó los hígados con un plato y dejó la mezcla en la encimera de la cocina, en una esquina fría apenas intimidada por la luz.

Dejó que los hígados maceraran durante un día entero y la tarde posterior, previa al infarto, se dispuso a preparar el paté. Sacó una cacerola amplia, escurrió bien los hígados y añadió diez o doce bolillas de pimienta blanca, otras tantas de pimienta negra y ocho pequeños rizomas de pimienta de timiz, saló con mesura y cubrió la cazuela con agua fría. Encendió el fuego suave.

Mientras el agua se atemperaba cortó unas tiras gruesas de panceta (150 gramos) y otra cantidad similar de lacón gallego. Una vez rompió el agua a hervir calculó unos 10 minutos.

Mientras terminaba de cocerse la carne, deshizo en una sartén un par de cucharadas soperas de mantequilla, cuando la mantequilla empezó a chisporrotear añadió una cebolleta picada muy fina, bajó el fuego y dejó que la cebolleta perdiera el color y quedara casi transparente.

Escurrió con cuidado la carne y la incorporó, con las semillas de pimienta incluidas, al sofrito. Dejo que sudara bien, que los hígados y las carnes se deshicieran casi en hebras. Rectificó de sal, una pizca de pimienta blanca en polvo y añadió un chorro de oporto, equivalente a un vaso. Subió el fuego y dejó que evaporara el alcohol. Los azulejos de la cocina se empañaron y la estancia quedó inundada de un olor dulzón y alcohólico.

Retiró la sartén del fuego, ya sentía cierto sofoco, dificultades al respirar y pinchazos en el brazo. Había sido un día complicado de trabajo y tal vez había bebido más de la cuenta, incluidas un par de copas de licor mientras cocinaba.

Dejó reposando durante unos minutos el sofrito, luego volcó todo en el vaso de la batidora y trituró bien hasta que quedó una masa informe y densa de color grisáceo. Abrió un Brik de nata para cocinar que clarificó un poco la mezcla.

Vertió la pasta de carne, hígados, cebolla y nata en un molde alargado de metal, un molde que previamente había untado con mantequilla. Cubrió la superficie con una mezcla de semillas de las pimientas que había usado, dejó que se enfriara antes de envolverlo con plástico transparente. Dejó el molde sobre el mármol de la cocina, en una esquina protegida y marchó a la cama.

Se acostó cansado, confuso. Sufrió el ataque de madrugada, Benita, la bendita Benita, le salvó de morir como un perro abandonado en la cama. Llegó a primera hora de la mañana y se lo encontró inconsciente, tirado en el suelo del cuarto de baño.

De aquel momento sólo recordaba Andrés una nebulosa de idas y venidas, de voces y aspavientos. El paté quedó abandonado sobre la encimera de la cocina y, semanas después, cuando regresó a casa, se encontró el molde abandonado, con el paté ya florecido, cubierto de una capa de moho verdoso. Al destaparlo recibió un vahído intenso a oporto, hiel y pimientas. El mismo vahído que ahora echaba de menos, las mismas pimientas que ahora se contentaba con frotarlas entre los dedos para que prendiera el olor.

Aquel infarto puso al descubierto una lesión congénita de corazón y un problema heredado de mala metabolización de las grasas, había sido un milagro el que hubiera sobrevivido a aquel infarto. Quedaba ya condenado de por vida a una dieta libre de grasas, ajena al café, al alcohol, a los esfuerzos desmesurados.

Meses después, de nuevo en el hospital, recordaba aquellos días y añoraba el tiempo pasado.

Seguía sólo, seguía tendido en la cama de un hospital, aguardando a que el doctor Halil le regañara y le diera el alta para volver a las rutinas. Aguardó en vano a que viniera Benita a visitarle, seguro que andaba atareada fregoteando la escalera. Aguardó en vano a que viniera de nuevo a verle Mendieta y sus citas de la Divina Comedia, extraídas de antiguas clases en la academia de policía.

Hizo acopio de fuerzas y se incorporó de la cama, caminó cansinamente hacia la ventana para descubrir las vistas desde la habitación. Estaba en una séptima planta, abajo en la calle transeúntes despistados buscan sombras que les protegieran el intenso calor del mediodía. En unas horas recibiría una severa regañina del doctor, que le recordaría su condición de enfermo crónico.

El doctor demoró su visita, llegó a última hora de la tarde, sorprendentemente afable, locuaz, simpático. Andrés sospechó que Halil había hablado con Benita, puede que incluso con Mendieta.

Andrés había dedicado la tarde a la lectura y, cuando ya casi pensaba que habría de pasar una noche más hospitalizado, llegó el doctor con el alta bajo el brazo. Charlaron durante unos minutos, Halil estaba sorprendido de que bajo aquel aspecto cansado, fofo y ojeroso residiera un antiguo héroe de la policía, un héroe de los años gloriosos en el País Vasco, un hombre obsesionado por Velázquez y las Meninas.

El doctor no había visto nunca las Meninas, de hecho, no había visitado nunca el Prado, aunque estuviera a pocos minutos del hospital. Andrés se ofreció a hacerle de cicerone por el museo, a sabiendas de que nunca aceptaría su propuesta.

El libro de Brown quedó sobre la cama. El doctor lo hojeó, deteniéndose sobre todo en las imágenes. Le pidió a Andrés que le contara alguna historia especial sobre las Meninas. Había muchas leyendas y anécdotas entorno al cuadro.

Andrés recordó el incendio de 1734, la víspera de navidad. El Alcázar Real ardió en llamas, los reyes no estaban en palacio. El fuego se inició en las estancias de uno de los pintores de la corte, un incendio rodeado de misterio, de sospechas. El incidente no era ajeno al deseo del rey de cambiar de palacio, construir unas nuevas dependencias que imitaran al palacio de Versalles.

El incendio no se pudo controlar, empezó pasada la media noche, mientras se celebraba la misa del gallo, duró más de cuatro días. Entre las llamas se perdieron cerca de medio millar de cuadros, entre ellos varios Velázquez. Las Meninas se salvaron milagrosamente, fueron lanzadas a la calle desde una de las ventanas del palacio y el cuadro quedó dañado, restos de hollín en la base y un orificio en la mejilla de la infanta. Probablemente entonces las Meninas no eran, ni mucho menos, las Meninas, sino un cuadro más de entre los centenares que se almacenaban en palacio.

Halil escuchaba atento, parecía no tener prisa. Finalizado el relato, se dirigió a Andres para repetirle que no se preocupara, que era habitual que los infartados vivieran alguna crisis de ansiedad. Le recetó unos ansiolíticos suaves si se notaba angustiado, le animó a que siguiera con sus paseos pero que evitara fatigas y obsesiones.

Una vez el doctor abandonó la estancia, Andrés se quitó la ridícula bata verde, se vistió con parsimonia, guardó en una bolsa sus escasas pertenencias y marchó hacia las oficinas del hospital para terminar de cumplimentar los trámites del alta.

No le daba tiempo a pasar por el museo, con suerte llegaría a su casa antes de que anocheciera. Seguro que Benita había dejado preparadas unas verduras hervidas.

Era la víspera de la verbena de la Paloma, de camino a casa se cruzó con algún paisano disfrazado de chulapo, camino del baile.

Caminó despacio hacia su piso, disfrutando del anochecer luminoso y rojizo de Madrid. Las Meninas entre llamas no debían ser muy ajenas a la versión que hizo Picasso del cuadro.
Resultado de imagen de Picasso las Meninas

Pimienta Timiz.- (Piper capense). Originaria de Etiopía.

Notas especiadas, aromas a hierbas asadas y a tabaco.

Es una baya endémica en Etiopía. Cosechada en los altiplanos salvajes de Etiopía, a 2000 metros de altitud.

Esta pimienta recoge y seca la tribu de los tukuts. El secado se realiza sobre las techumbres de las casas, normalmente cerca de las salidas de las chimeneas para acelerar el proceso de secado.

Adecuada para tarrinas de hígado de ave, queso fresco y langosta con cítricos. También para carnes blancas.