viernes, 23 de agosto de 2019

Capítulo CDLXXXIII.- Caro Grilli


«Caro Grilli,

Ricordi quell’estate a Mallorca?

Furono vere vacanze, erevamo

Giovani e belli, mettiamo, tutti,

Els grans i sobretot les nenes, adolescents,

La teva Guglielmina i la Laura, la nostra

Neboda, les dues una mica somnàmbules,

Absents dins del sol que cremava

I dins de la boira de la seva edat

Tan incerta. Che sarà, che sarà…

cantava jo en silenci, mentre les mirava

mig nues a la platja, les seves pells de pètal,

els pits incipients, les natges torbadores,

tot el cabdell d’infinites, merevelloses, falses,

promeses de futur…

¿Recordes Felanix, sec i silenciós,

amb totes les persianes tancades als migdies

i aquella olor de pa calent i de saïm

que sortia del forn del carrer del mercat?

¿Recordes el batec del mar a s’Arenal

i aquella sorra fina enganxada a la pell

i els tamarells polsosos?

¿Recordes la cuineta de la casa del Port on preparaves “menjar de gallina”

Un vespre, i l’endemà, per venjar-te

De les critiques de la Dolors i de les nenes,

Ens vas sorprendre amb un pastís

de melanzane inoblidable?

Giovani e belli eravamo, Giuseppe,

E la vita ci guardava ancora

con una confortevole pietà.

Quella pietà aveva un nome, illusione.»

Estos versos son parte de un poema de Narcís Comadira, una carta homenaje a su amigo Giuseppe Grilli en el poemario Manera Negra (edicions 62, Barcelona 2018). Estos párrafos condensan todo lo que debiera ser un verano en el Mediterráneo.

Estoy a más de siete mil kilómetros de casa, unos pocos más de las playas de Felanix, de las de Mallorca, que fueron las playas de gran parte de mi vida. Sin embargo, todas y cada una de las sensaciones, imágenes y olores son idénticos.

Estamos en una casa en mitad de un olivar, una casa de dos plantas en un cercado con algunos olivos, perales, un laurel incipiente y matojos de albahaca. Los niños han cogido erizos de mar que se están secados apoyados en un murete al que le da el sol gran parte del día.

Abrimos todas las puertas y ventanas de la estancia para que nos sacuda la brisa. Aquí no hace calor, tampoco frio, sólo el viento suave que hace que las mañanas y las tardes sean llevaderas, muy llevaderas.

Normalmente me levanto antes de que amanezca, bajo al salón y me lanzo sobre un sofá que es mucho más cómodo que mi cama; allí leo un rato, también escribo y, si los dioses me son propicios, en un rato vuelvo a enganchar la ola de sueño y descanso hasta pasadas las nueve. Si el azar no me es propicio, que no suele serlo, bajo a la playa a ver amanecer y luego me tomo un café en la panadería, que abre a las siete. Todos los badulaques de la zona abren a esa hora: el frutero rastafari que ordena los tomates y los melocotones, el supermercado que hay a pie de carretera y que recibe a los proveedores que llegan de la capital y descargan de pequeñas furgonetas frigoríficas. Las dos pescaderías de un puerto cercano a las ocho están en marcha, colmados a pie de calle con los pescados expuestos en cajones de polispán, sobre camas de hielo picado. Muchos de los pescados tienen todavía el escorzo de la muerte reciente y boquean. Las sardinas y los boquerones brillan como joyas, los pargos, los dentones, las corvinas, los besugos y los meros son una bendición, como lo son los verdeles, las caballas, los cabrachos y tras especies que me cuesta identificar.

Nuestra casa está a diez minutos de cualquiera de estos puntos, también de la playa, de una gran playa de arena fina en la que nunca cubre que está orientada a un monte sagrado que enfada sobremanera a las chicas, a nuestras chicas, que amenazan con invadir la península cercana y romper con la disciplina misógina que el monte arrastra desde hace más de un milenio; yo les digo que tienen razón, pero que no tiene sentido que para quince días rompamos con las reglas de varios siglos, que tiempo tendremos de enderezar las cosas.

Aquí, a siete mil kilómetros de nuestra casa, de las playas que fueron nuestras, nos sentimos como en casa, mejor que en el hogar, con el que hablamos de vez en cuando gracias a la precisión de internet que me permite leer todos los días los periódicos y comprender lo ajeno y banal que resultan muchas de las noticias que hace algunas semanas me agobiaban.

Hemos viajado con un cargamento de medicamentos que no utilizamos, aquí no duele la cabeza, no hay acidez de estómago, no es necesario tomar otra cosa que no sea el sol, el mar y la brisa. Viajar con medicinas que no utilizamos nos da tranquilidad, nos hace sentir sanos y fuertes, incluso más jóvenes de lo que somos. Sólo necesitamos tiritas y Betadine porque los niños tienen los pies llenos de cortes y llagas de explorar sobre las rocas.

Casi por casualidad, sin haberlo concertado, hemos coincidido con amigos queridos, con los que hemos compartido atardeceres, puestas de sol maravillosas. Hemos bebido vinos baratos, de menos de tres euros, que sonrojarían al mejor de los gourmets y que aquí, a pie de arena, nos saben a gloria. Hacemos las excursiones con un cuchillo, un sacacorchos, vasos de papel y platos de plástico. Cualquier recodo nos sirve para hacer un parón y dar unos bocados. Uno de los días tuvimos durante horas semisepultado un melón a merced de las olas para que refrescara y, cuando cayó la tarde, los niños se lanzaron sobre la fruta como si hubiera sido regalada por los dioses.

El poema de Comadira juega con todas las sensaciones y sentimientos de estos plácidos días, nos quedan pocos veranos con niños dóciles, los nuestros están en edades en las que todavía nos quieren, luego vendrán tiempos distintos en los que marcarán distancias y dejaremos de ser maravillosos. Ayer, sin embargo, seguimos siendo felices pescando pulpitos, mientras unos veraneantes del pais nos increpaban y nos llamaban sádicos porque los queríamos dejar secando al sol. Las madres se enzarzaron en un conflicto internacional porque una señora cogió a los niños de espaldas y lanzó uno de los pulpos al mar entre insultos indescifrables. Después pescamos otros tres pulpos que hoy habré de cocinar.

A veces comemos en una taberna de las que sirven pescado y ensaladas a pie de arena, otras veces vamos con una bolsa frigorífica en la que guardamos bocadillos y sandía cortada, la sandía que nos vende el rastafari, que pesa más de diez quilos y que es dulce como un atardecer. No quiere vendernos medias sandías porque considera que es un desperdicio, así, los días transcurren a bocados de sandía y a caricias de tomates que huelen dulces y sabrosos, aunque lleven cuatro días descansando en el frutero que hay en el salón, porque los tomates nunca deben ir a la nevera. De hecho, escribo con un tomate a mi lado que me sirve de inspiración.

Yo lucho por cocinar en la casa, dispongo de horas de sobra durante la mañana para comprar y para cocinar. Voy colgando algunas de mis incursiones en la cocina en Instagram. De vez en cuando escalivo unas berenjenas que, antes, han reposado durante media hora en agua con sal. Las berenjenas son maravillosas si las rellenas con carne picada y una pizca mínima de nuez moscada, mezcladas con su propia pulpa y un sofrito de cebolla.

La señora de la casa nos ha dejado unos botes de mermelada casera, miel y una botella con litro y medio de aceite de oliva, de las olivas de la zona. Nos ha advertido que las vallas de la casa tienen que estar siempre cerradas para que no se cuelen las cabras que pacen por la zona y que transitan a mediodía, cuando más golpea el sol.

Las cabras más atrevidas se encaraman a la valla y comen los brotes tiernos de los arbustos de nuestro jardín. El padre de la casera riega el césped dos veces al día, al amanecer y al anochecer, cuesta que la hierba enganche y el jardín es irregular, lleno de calvas y accidentes. El camino que hay desde la puerta de entrada hasta la de la casa es una aventura de hormigas laboriosas y gordas como aceitunas negras, hay alguna avispa, pocas moscas y un ejército de pequeños saltamontes que se escabullen a nuestro paso y nos dan escolta.

En el jardín hay un cenador que nos niños utilizan para jugar a las cartas, pasan horas jugando y voceando. Yo me he empeñado en preparar una fideua, tarea imposible a tanta distancia, pese a que los productos aquí y allí son los mismos. Me sorprende que con ingredientes y culturas comunes haya algunos escalones gastronómicos insalvables.

Yo he viajado con un botecito lleno de azafrán, no descarto hacer otra paella o guiso similar en los próximos días. Aquí es imposible encontrar fideos finos, he conseguido una pasta italiana que puede hacer las veces del fideo grueso y pequeño.

Compré gamba fresca, de la blanca, que aquí casi regalan, un par de calamares pescados unas horas antes y unas rascasas, cuatro, que todavía boqueaban. He preparado el caldo hirviendo unos tomates, unas cebollas y una especie de apio salvaje, mucha zanahoria y unas hojas de laurel que he robado del huerto.

45 minutos hirviendo, me ha quedado caldo para hacer una sopa de arroz esta noche.

Hice el sofrito tradicional, a base de cebolla, tomate y zanahoria que he dejado pochar hasta que quedó como una mermelada. Le puse los dos calamares cortados en tiras para que se rehogaran con la verdura.

En una cazuela a parte rehogué durante un par de minutos las gambas, luego las pelé, reservé los cuerpos y utilicé cabeza y cáscaras para enriquecer el caldo.

Nacaré los fideos en una sartén, con un chorro de aceite, y luego los añadí al sofrito.

El primer golpe de caldo, templado, lo puse con unas hebras de azafrán infusionadas. A fuego medio, aquí las cocinas son eléctricas y es un suplicio, fue incorporando el caldo caliente a los fideos, como si fuera un risotto. No he encontrado almejas en ningún sitio y los mejillones son tristes y deslucidos, así que mi guiso no lleva concha.

En el tramo final puse unas judías verdes de las que me había encaprichado y las gambas peladas. Dejé que cocieran dos minutos y llevé la olla la mesa.

Aquí no hay paelleras, tampoco hay morteros, así que guisé con lo que pude, sin posibilidad de majadas ni de aliolis, tampoco pude extender los fideos, más de un kilo, sobre la paella para que se cuezan in extenso.

Preparamos una ensalada de tomate con un queso local y con pepinos. También unas berenjenas asadas y el vino barato y fresquito. De postre una gran bandeja de sandía y unos helados que compraron en un badulaque de carretera. También asomó alguna tableta de chocolate. A eso de las cinco de la tarde marchamos hacia la playa para ver caer el sol.

Caro Grilli erevamos giovani e belli, sobre todo los pequeños.
España, Francia, Italia y Grecia tienen una conexión muy especial, aunque no en todos estos países sea posible hacer una fideua. Matisse ha sido quien mejor ha captado la luz y el color en común de estos países.
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domingo, 11 de agosto de 2019

Capítulo CDLXXXII.- Fideua en Benicarló.

Mal empezamos. Había localizado una cita estupenda para arrancar esta entrada, era una cita de Manuel Vázquez Montalbán sobre el verano, la recogía Jorge Wagensberg en un libro de aforismos. Como no estoy en casa no puedo consultar el libro y, por lo tanto, la cita no es literal.
Una de las características del verano, por lo menos de mis veranos, es que casi nunca estoy en casa, por una u otra razón desde finales de junio hasta principios de septiembre no paro mucho por casa y eso hace que las condiciones de trabajo sean un poco precarias, siempre me falta el libro que quiero citar.
Durante el verano acarreo una mochila con el ordenador, llena de libros que nunca termino de leer y de carpetillas con papeles que nunca termino de ordenar, son las tareas que vas dejando para el verano y que, finalmente, no terminas de cumplir, por eso me gustaba la cita de Vázquez Montalbán que decía, poco más o menos, que eran necesarios muchos veranos para poder afrontar todas las tareas pendientes. El verano se convierte así en el cajón en el que se van acumulando todas aquellas cosas que no puedes hacer durante el año y que relegas al mes de agosto aún a sabiendas de que lo normal es que no consigas terminar aquello que no has terminado durante el resto de los meses, por eso a algunas personas el verano les genera cierta frustración.
El mundo moderno evoluciona de manera poco razonable. Ya nadie hace vacaciones de un mes, ni siquiera los niños a los que apuntamos a todo tipo de actividades estresantes para llenar su tiempo de ocio y convertir los veranos en un período casi más estresante que el resto del año ya que terminan haciendo un horario más severo para completar su formación en idiomas, en habilidades artísticas o disciplinas deportivas. Por razones que no vienen al caso, la mayoría de los niños han dejado de disfrutar de esos largos períodos de vacaciones que arrancaban a finales de junio y terminaban a mediados de septiembre que eran básicos para su formación como personas, mucho más importantes que las clases de ciencias sociales o de química. Durante los largos veraneos infantiles los niños aprendían a gestionar el tiempo y, sobre todo, a gestionar amplios espacios de libertad.
Hubo un tiempo en el que los niños podían extender su período estival de descanso durante 15 semanas porque sus madres no trabajaban o porque tenían abuelos en el pueblo que se hacían cargo de la canalla durante los largos días de canícula. Hay una novelilla de Rosa Regás muy divertida sobre los abuelos y el verano.
En estos tiempos en los que es necesario trabajar hasta el último segundo y en los que los abuelos han dejado de vivir en los pueblos, los veranos han dejado de ser los amplios territorios de indisciplina de los niños.
A pesar de todos los pesares, mis hijos son unos privilegiados, primero porque tienen abuela con casa en el pueblo, segundo, porque sus padres disponen de un régimen de vacaciones más amplio que los del resto de los mortales. Durante los últimos años, como nos han bajado el sueldo y nos lo tienen congelado, cada vez que hemos querido negociar con el ministro de turno para recuperar poder adquisitivo sólo hemos conseguido que se nos amplíen los permisos y las vacaciones, hemos cambiado retribución por tiempo de ocio, aunque no dispongamos de dinero suficiente para poder disfrutarlo.
Mientras que el resto de trabajadores han recortado sus vacaciones a la mínima expresión, de modo que ya es un lujo disponer de 15 días durante el mes de agosto, en nuestro caso las vacaciones son de mes completo, al que puedes incorporar, por delante o por detrás, algún permiso, eso nos permite estar mucho más tiempo con los niños y no tener que derivarlos a actividades de relleno.
En la medida en la que se reduce el tiempo de ocio estival al mínimo indispensable, muchas de esas tareas pendientes que quedan para el verano se convierten en frustraciones para el resto de año, es imposible completar todos los objetivos marcados para el veraneo cuando se reduce a una quincena ramplona de la que hay que quitar el primero y el último de los días para garantizar los desplazamientos, hay que eliminar un par de días más porque son de adaptación al nuevo medio, bien porque haya que hacer una compra monumental para comer durante esos días, bien porque extrañes la cama y la almohada y no hayas podido pegar ni ojo en el arranque de las vacaciones. Hay también uno o dos días perdidos porque amanece nublado, o con mucho viento. Otro día perdido porque uno de los niños tiene gastroenteritis o le ha picado una medusa y hay que llevarle al ambulatorio. Vas restando días a partir de las incidencias y, al final, el veraneo se queda en casi nada, o en nada si además hay que tener el teléfono activo y cobertura de internet por si hay alguna incidencia de última hora en el trabajo.
Todos esos peros, propios de la vida moderna, en mi caso los he podido bandear gracias a que disponemos de un período de vacaciones más amplio lo que permite cumplir con alguna de las tareas pendientes y evitar así la frustración. Este verano mi tarea pendiente principal era leerme los Buddenbrook, de Thomas Mann, a última hora cambié de opinión y preferí leerme Moby Dick, hubo un momento, a finales de julio, que creí que sería capaz de leerme los dos libros (dos tochos de más de 800 páginas cada uno), pero ahora, agotado el primer tercio del mes de agosto, me dio cuenta de que sólo podré con Moby Dick, por lo que aliviaré de peso la mochila dejándome a los Buddenbrook en casa. Estoy aliviando las severas peripecias de los balleneros con algunos cuentos de Alice Munro, con alguna novelilla leve de las que casi se leen de un tirón en la piscina. Por necesidades que no vienen al caso, también he metido a última hora el Tractatus de Wittgenstein, porque de lo que no se puede hablar es mejor callarse, Zorba el Griego de Kazantzakis, porque me gusta leer algo sobre Grecia mientras estoy en ese país, y un librillo de poesía por si me da por ponerme lírico.
Así discurre el verano, con una mochila cargada de libros que sé que no podré terminarme y con el ordenador a cuestas para poder escribir un rato mientras la familia duerme.
Es curioso que los veraneos no suelen ordenarse o calificarse de modo lógico, salvo los veranos que coinciden con olimpiadas o el verano en el que ganamos el mundial de futbol. La mayoría de los mortales no hablan del verano del ’17, o del verano del ’98, sino de algún accidente o incidente que identifica aquel concreto verano porque hiciera especial calor, o porque estuviera nublado la mayor parte de los días, o el verano de las trombas de agua. Este verano seguramente lo recordaré por ser el del cambio climático, no porque haya cambiado el clima justo durante este mes de agosto, sino porque los periódicos advierten de manera machacona que el cambio climático ha hecho que al menos el mes de julio haya sido el más caluroso de la historia y agosto vaya por el mismo camino.
Yo no sé si este verano es el más caluroso de la historia, yo creo que en la costa mediterránea todos los veranos son de calor, excepto uno hace 20 años que se pasó nublado todo el mes de agosto, a partir de los 26 grados la humedad es imposible de llevar, sobre todo para los que sudamos mucho, y eso convierte las noches en un suplicio porque me cuesta conciliar el sueño y, pasadas cuatro o cinco horas, me despierto empapado en sudor, adherido a las sábanas. Durante todo el mes de julio y lo que llevamos de agosto he visto amanecer casi todos los días después de haber dado todo tipo de vueltas. Los días en los que los dioses me han sido propicios, he conseguido dar una cabezada pasadas un par de horas después de despertarme, pero la mayor parte de las veces desde las cinco o las seis de la mañana llevo en danza, lo que me permite avanzar a velocidad de crucero en la mayor parte de mis lecturas y abordar muchas de esas tareas dejadas para el verano, a las 9 de la mañana, cuando se va despertando el resto de la familia, llevo muy avanzadas gran parte de mis deberes.
Apuradas ya las primeras semanas, pocas novedades gastronómicas, por lo menos pocas reseñables. Aprovechamos este fin de semana para cambiar maletas, hacer lavadoras y prepararnos para el salto a Grecia, este año exploraremos las playas de Sinthonia. Antes hemos estado por la costa de Tarragona y hemos llegado hasta Valencia. Días tranquilos en las playas del delta del Ebro.
En una de las excursiones llegamos a Benicarló, orientados por unos amigos, fuimos a comer al Cortijo, un clásico de la ciudad con un amplio salón y un servicio excelente. El Cortijo es uno de esos restaurantes de toda la vida que cuidan el producto y al cliente. Fuimos con los niños que se pusieron camisa para la ocasión, llevan todo el verano en bañador y camiseta. Pedimos de entrantes una ensalada de bogavante, un revuelto de bogavante y unas navajas a la plancha; de plato principal una fideuá de pulpo, langostinos y alcachofas, de postre unas crepes suzette, un volcán de chocolate y un souflé Alaska. Todos los platos excelentes, ejecutados según los cánones tradicionales, una comida de llorar de felicidad.
La fideuá que tomamos merece una parada. Espectacular. He revisado las entradas del diletante (ocho veranos ya escribiendo) y he encontrado cuatro o cinco recetas de fideos con marisco.
Hasta la fecha, había optado casi siempre por utilizar el fideo grueso, el ligeramente curvado con un agujerito en el centro, me manejaba bien con este tipo de fideo que requiere una cocción más larga y que me resulta más sabroso. El fideo fino, el cabello de angel, me parecía más insulso y, además, me daba miedo pasarme de cocción y convertir el plato en un bloque compacto de pasta amalgamada.
Después de mi experiencia de Benicarló creo que voy a darle una oportunidad al fideo fino, no sé si al 00, al 01 o al 02, pero después de probar esta pasta en el Cortijo creo que merece la pena el intento.
La fideua suele ser más agradecida que el arroz, menos traicionera, aunque tiene sus reglas.
Primera regla. El caldo de pescado tiene que ser más sabroso que el que habitualmente se emplea en las paellas. El tiempo de cocción del fideo es más reducido que el del arroz y el grado de absorción del sabor de la pasta es inferior al del arroz.
Segunda regla. El caldo de pescado que se utiliza para la fideuá tiene que estar hirviendo cuando se incorpora a la pasta.
Estos últimos días he consultado varias recetas de fideua en webs de confianza y me ha sorprendido que muchos cocinillas reconozca, sin complejos, que utilizan caldos de pescado precocinados, incluso alguno recomienda los del Aneto. Yo sigo pensando que no cuesta nada hacer un fumet casero con pescado de roca y alguna verdura. En mi caso me gusta hacer el caldo con un tomate entero y me gusta también sofreír previamente la verdura, las espinas y las cabezas del pescado que utilizo para el caldo. En el video recetas de El Periódico (On Barcelona, Nando Jubany) recomiendan una cocción corta, que no llegue a los 45 minutos.
En función de los gustos, se puede añadir al caldo, una vez colado, bien unas hebras de azafrán, bien un golpe de pimentón dulce. Le dará color al plato e introducirá matices en el sabor del caldo.
Tercera regla. El sofrito de la fideua tiene que quedar bien seco, sin humedades. Los sofritos que recomiendan de base suelen ser sencillos, muy potentes de sabor, hechos a base de ajo (dos dientes), cebolla (media cebolla), un tomate rallado y laurel. El ajo y la cebolla han de picarse muy finos, de hecho en la fideua de El Cortijo apenas se notaban. Se tienen que rehogar en la propia paella a fuego muy suave, removiendo constantemente para que no se quemen. Cuando la cebolla y el ajo están bien sofritos se ralla el tomate y se deja sudando bien la verdura hasta que elimina toda el agua. Para que la verdura pierda bien el agua conviene poner la sal casi desde el principio. En algún recetario de los consultados incorporan al sofrito también zanahoria picada, incluso una cocinillas de fiar (Mónica Escudero) dice que su madre le echaba un vaso de vino tinto.
Cuarta regla. Conseguido el sofrito seco y meloso, toca sofreír los animalillos que lleve el fideo. En el Cortijo sofrieron pulpo y langostinos. En las fideuas tradicionales suelen sofreír calamar o sepia y gambas. Algunos consejos: (1) Bien las gambas, bien los langostinos, se sofríen enteros, ligeramente (un minuto por cada lado), luego se retiran y se pelan para añadirlos al final de la cocción, Las cabezas y las peladuras se pueden añadir al caldo de pescado para que gane intensidad. (2) La sepia o el calamar se sofríe después, bien limpio y picado en trozos no muy grandes. En caso de utilizar sepia puede añadirse el intestino de la pieza, los pescaderos eufemísticamente llaman a los intestinos la salsa, viene en un receptáculo muy parecido al que contiene la tinta, es de color parduzco. Se pica previamente en una tabla y se añade al sofrito, es una pasta viscosa que puede dar cierto reparo estético, pero que le da un sabor definitivo al plato. (3) La sepia o el calamar quedan ya incorporados al sofrito, no hay que retirarlos.
Tras añadir la sepia conviene probar el plato para poder equilibrar la sal.
Quinta regla. Hay que sofreír los fideos antes de añadir el caldo. La técnica es la del nacado, se trata de que los fideos queden ligeramente y uniformemente tostados, el plato ganará en color (no hay nada más triste que una fideua pálida), también en sabor. Ojo porque si se tuestan más de la cuenta los fideos o se requema el ajo el plato saldrá amargo.
En algunos recetarios recomiendan nacar los fideos con un chorro generoso de aceite y ajo antes de hacer el sofrito, incluso he visto quien realiza este proceso en una cazuela aparte.
Sexta regla. Toca añadir el caldo de pescado caliente. Tres partes de caldo por cada parte de fideo (250 gramos de fideo, ¾ de litro de caldo). Se reparte bien el caldo por la paellera a fuego vivo, mezclándolo completamente con el sofrito.
La manera de que el fideo no quede apelmazado es utilizar una paellera grande, en la que el fideo se extienda bien, quedando una capa muy fina de pasta.
En función del tipo de pasta, el tiempo de cocción es más o menos breve. Utilizando fideo del 00 (cabello de ángel) o del 01, el tiempo de cocción será de 7 o 9 minutos, no mucho más. La primera parte de la cocción, los primeros 5 minutos, puede hacerse a fuego vivo. El último tramo puede hacerse al horno, colocando la paella en la parte baja del horno, a 210º grados para que no se corte el hervor conseguido. Antes de poner la paella en el horno se añaden las gambas peladas y, si se quiere, la alcachofa (imagino que en El Cortijo utilizaron trozos de alcachofa en conserva ya que no era temporada), no conviene echar mucha alcachofa para que no se coma el sabor del langostino y de la sepia.
Al terminar la cocción en el horno el fideo queda tieso, levantado, termina de absorber el caldo y presenta ese aspecto inhiesto y pinturero de las fideuas levantinas. Si no se dispone de horno, se consigue el mismo efecto tapando la paella en los dos o tres minutos finales.
Séptima regla. Normalmente la fideua se sirve acompañada de alioli casero, el alioli le da más sabor al plato, pero es verdad que el ajo, que en el alioli es muy potente, termina por solapar todos los matices del sofrito y del marisco.
Si el caldo es sabroso y el sofrito se ha trabado bien, creo que se puede prescindir de la salsa.
Hay que llevar la paella de inmediato a la mesa, el fideo pierde calor rápido y la pasta perder su punto convirtiéndose en engrudo. El fideo ha de quedar suelto y seco para que el plato quede bien.
Octava regla. En la fideua menos suele ser más. Si lo que queremos destacar es el fideo y su sabor, no conviene llenar la paellera de todo tipo de verduras y frutos de la mar.

En el restaurante El Cortijo había unos bodegones de autor no definido, hablamos con el dueño que nos dijo que podían ser obra de un pintor llamado Guillen, que seguramente eran copias porque los originales los tenía a buen recaudo, nos indicó que en la próxima visita ya recordaría quien era el autor, incluso el precio. Si alguien puede facilitarme información lo agradeceré.