sábado, 24 de diciembre de 2022

CApítulo LDXXXIX.- Cocinar para extraños y entre extraños (Helplessly hoping)

A veces para empezar a cocinar, para que los ingredientes se pongan en orden, necesito que suene una canción, unas notas que me sirvan para arrancar los fogones. No hay un patrón indeterminado, no hay un cantante o un grupo preferido, basta una intuición, como el día que quise guisar escuchando a Rachmaninov. Llevo días sin escribir, puede que agotado o agotadas las ideas, no tanto literarias, sino las que me sirven para arrancar el blog, no siempre un plato o una receta cuenta con el beneplácito de los “dioses” para ser contada. Las musas de los fogones no siempre van de la mano de la literatura, aunque sea literatura de andar por casa. Pero hoy sí que creo que hay una historia digna de ser contada, una aventura que todavía debe quedar marcada por un halo de cierto secreto, un reto. Durante semanas ha retumbado en mi cabeza una vieja canción escrita en 1969, cantada por tres tipos en apariencia duros, con sus bigotones y el pelo largo, enfundados en chaquetas vaqueras. Pese a su apariencia dura, sus voces eran atipladas, con algo de falsete; melancólicos y tristes cantaban “Esperando impotente”, cantada en español sueña cursi, pero en inglés “helplessly hoping” remonta el vuelo. No solía oír a Crosby, Stills & Nash. De joven, hace ya muchos años, me sonaban viejunos y, paradojas de la vida, ahora que voy haciéndome mayor me ha dado por escucharlos. Me gustan sobre todo en las grabaciones en directo, ganan un punto cuando se incorpora el eléctrico y arisco Neil Young. Ahora son cuatro ancianos que siguen cantando, alguno de ellos ha cumplido los ochenta años, sus voces están más rotas, las guitarras un poco más afiladas. “Helplessly hoping” me ha acompañado obsesivamente las últimas semanas, puede que la haya escuchado un centenar de veces. Ha dado vueltas en mi cabeza hasta terminar encajando. “Esperando impotente, su arlequín se cierne cerca esperando una palabra…” Sin ese toque dramático, lo cierto es que estos días me toca esperar, puede que impotente, esperando noticias. Hace unos días me plantearon un reto, algo nuevo para el diletante. Hasta ahora había cocinado para familiares y amigos, siempre en entornos amables, sabiendo de antemano que lo que preparara iba a gustar; incluso aunque no fuera un guiso redondo, recibiría una palabra amable, agradecida. Sin embargo, hace unas semanas me anunciaron que debía cocinar para extraños y cocinar ante extraños. Primero debía llevar un plato que me definiera. Dudé, primero pensaba preparar un brioche y un paté de campaña, pero la logística era complicada ya que el plato tenía que presentarlo lejos de casa, lejos de mis fogones. Al final opté por un escabeche suave de pollo con un falso cuscús de coliflor. El escabeche suena tan viejuno como Crosby, Stills & Nash, lo sé, pero un escabeche “suave” puede esconder algunas modernidades. La logística del plato era complicada. Debía cocinarlo días antes (no es un problema para el escabeche, al contrario). Con las navidades a las puertas y la agenda cargada de compromisos profesionales debía encontrar los momentos de calma para seleccionar los mejores ingredientes y abrir una ventana en mis rutinas cotidianas para empezar a guisar. Escabeche suave/Helplessly hoping. Al final no me atreví a titular mi plato como la vieja canción de los CS&N; sin embargo, la canción no ha parado de sonar en mi cabeza estos días. Para mi “helplessly escabeche” (no hay una palabra específica en inglés para definir escabeche y la más cercana, “marinade”, queda a años luz de lo que supone cocinar un escabeche) necesitaba unas pechugas de pollo de corral. Pechugas con piel, un poco más grandes de las de los pollos de granja. El escabeche se conforma a partir de una cebolla grande, que he de picar en juliana (elegí una cebolleta tierna, que es un poco más dulce), un par de zanahorias, tres dientes de ajo, una rama de apio (una rama lo más blanca posible, que no sea muy leñosa) y medio pimiento rojo. Según el diccionario etimológico de Joan Corominas “escabechar” es un verbo que tiene su origen en la lengua arábigo/persa, proviene de la palabra Sikbâg, cocinar con vinagre. Por lo tanto, un escabeche ha de llevar entre sus ingredientes algo de vinagre. Mi escabeche, suave/falso, llevaba el zumo de una naranja y piel de naranja cortada en juliana, de ahí su suavidad. Fui a la compra un lunes, este lunes pasado. Desde el domingo estaba con un fuerte resfriado así que había perdido el olfato y mi paladar era de hojalata. Todo un problema para cocinar para extraños. No tenía tiempo para agobios. El lunes a medio día sumergí mis pechugas de pollo de corral con su piel en una salmuera en la que combiné litro y medio de agua con 150 gramos de sal gruesa (1 gramo de sal por cada 10 gramos de líquido). Mientras descabezaba un sueño la salmuera tenía que empezar a surtir efecto. La carne quedó una hora larga embalsamada. A eso de las cuatro de la tarde rescaté las piezas de pollo, las sequé bien y las aderecé con un toque de comino en polvo y un golpe de pimienta negra. En una sartén grande puse un trozo generoso de mantequilla (casi 100 gramos) y un chorrito de aceite de oliva. El fuego no muy fuerte, no quería que la mantequilla se arrebatase. Cuando la grasa quedó bien disuelta y empezaba a chisporrotear, coloqué las dos pechugas, con la cara de la piel tocando la superficie caliente de la plancha. Subí un pelín la intensidad del fuego para que la piel quedara ligeramente tostada. En dos minutos conseguí el efecto deseado. Retiré las pechugas a un plato hondo, bajé la llama y añadí los tres dientes de ajo partidos por la mitad, cuatro o cinco bolitas de pimienta negra y un poco de comino en grano (el que cabe en una cucharilla de café sin colmar). Sin solución de continuidad piqué en juliana la cebolleta (como eran bulbos pequeños tuve que emplear dos). Añadí un chorrito complementario de aceite de oliva y repartí las lascas de cebolla para que empezaran a pocharse. Mientras la cebolla se atontaba (la cebolla es fácil de atontar), pelé y corté en finas rodajas la zanahoria, que fue de inmediato al fuego. También corté la rama de apio y el medio pimiento rojo, que partí en arandelas. Subí un pelín el fuego, salé la verdura y busqué un exprimidor. El guiso empezaba a exhalar sus vapores, pero nada olía. Añadí un hatillo de especias secas (el bouquet grani francés con sus hojas de laurel, tomillo, perejil, romero, orégano y un pico de estragón). Con ayuda de un pelapatatas corté diez o doce tiras de piel de la naranja y las piqué en briznas finas que añadí a la sartén humeante. Removí un poco, porque si se tuesta mucho la verdura el escabeche se malbarata. Exprimí la naranja, su zumo era una de las bases principales del escabeche. El vinagre de jerez iba en la misma cantidad que el jugo de la naranja (medido todo a ojo, aprovechando el recipiente del exprimidor) y una cantidad pareja de agua. Subí un poco más el fuego para que evaporara rápido el exceso de líquido. No merecía la pena que probara el sofrito, mi paladar era un erial y nada olía. Calculo que desde que arrancó el fuego con las pechugas hasta que apagué la llama pasarían 25 minutos, no más tiempo. Dejé que la verdura reposara en la sartén. Mientras se atemperaban los ingredientes, saqué dos bolsas de cocción a baja temperatura. Recuperé la máquina de sellado para terminar de cocinar las pechugas. Cada pieza de carne fue a su bolsita individual, añadí un par de cucharadas de la verdura escabechada (con el cocinado al vacío no hay que ser codicioso, hay que acertar con el tamaño de las bolsas – la pieza ha de quedar holgada – y no rebosar). Puse en marcha el Thermomix con dos litros de agua, a 65 grados. Mientras el agua llegaba a la temperatura marcada sellé las bolsas, comprobé que no quedaba ningún poro ni fisura antes de depositarlas en el baño caliente. Cuando consulté en internet los tiempos y temperaturas de cocción caí en la cuenta de que todas las referencias se referían a pollos de granja y a pechugas de tamaño normal (unos 200 gramos), mis pechugas pesaban 450 gramos cada una y la carne era un poco más tersa. Programé la cocción 70 minutos y mantuve los 65 grados constantes durante todo el proceso. Mientras terminaba mi receta preparé unos macarrones para mis hijos (el mundo no paraba) y trabajé un rato. Cumplido el tiempo, saqué las bolsas y, sin abrirla, la guardé en un tupper sobre el mármol de la cocina, esperando a que enfriaran. Las pechugas habían sudado lo suyo y la salsa se había engrosado. Vacié la sartén con los restos de verdura en otro recipiente hermético que también fue a la cocina. El lunes a última hora de la tarde estaba preparado mi plato. El martes lo pasé entero fuera de casa, regresamos pasadas las once de la noche. Poco pude hacer útil en la cocina aquel día. El miércoles fue día de trabajo. A mediodía compré una coliflor y, ayudándome con un rallador y un cuchillo, fui rascando hasta formar una arenisca de coliflor con la textura del grano de cuscús. Sometí mi arena de coliflor a un golpe corto de vapor (4 minutos), sequé bien el falso grano y lo guardé en un bote hermético. Tenía que presentar el plato lejos de casa, a más de 300 kilómetros. Las vísperas de navidad son malas fechas para viajar. No quedaban billetes de tren, así que tuve que ir en coche. Cargué en una bolsa mis tuppers, más el instrumental para presentar el plato (un cuchillo grande y afilado, una cucharilla, un tenedor, las pinzas para colocar “bonitas” las verduras, dos platos instagrameables, un mantelito mono y un salvamantel, así como un botecillo con pimentón rojo dulce y otro con comino en polvo para rematar). Embarqué a mi familia en el coche a media tarde y llegamos a destino al anochecer. Vacié el minibar del hotel para acomodar mis recipientes y fuimos a cenar a un restaurante cercano. A primera hora de la mañana tocaba presentar el plato. Me enfrentaba a casi cien cocinillas que desembarcaron en un gran salón impersonal con sus preparaciones. Nos acreditamos, recibimos las indicaciones oportunas y dispusimos de media hora para montar nuestras propuestas. No había fogones, inducciones u hornos para dar un golpe final. En mi cabeza seguía sonando CS&N, “esperando en vano”. En 10 minutos había terminado mis tareas. Abrí una de las bolsas de cocción al vacío, la pechuga parecía en su punto, la salsa gelatinosa y brillante. Coloqué en un plato hondo negro una base de la verdura escabechada, sobre el otro plato dejé la pechuga que corté en filetes no muy gruesos que fui depositando sobre la verdura (la pinza era innecesaria, bastaba con el tenedor, pero pensé que quedaba elegante que me manejara como un cirujano). Cinco lonchas de pechuga descansaban sobre el escabeche. De nuevo las pinzas me sirvieron para coronar el plato con unas tiras de cebolla, unos aros de pimiento y unas rodajitas de zanahoria. Abrí el tarro de la coliflor (casi se me olvidaba) y coloqué dos pequeñas montañitas de mi falso cuscús. Añadí un poco de la salsilla del escabeche para dar brillo a la presentación, un golpe de comino en polvo y otro de pimentón sobre las bolillas de coliflor, un paso atrás y a esperar el veredicto del jurado. Había traído un librillo para matar el tiempo muerto. Mientras el resto de compañeros se afanaban en hacer fotografías para colgar en las redes, yo tuve tiempo para leer un rato, había guardado en mi hatillo un ensayo de una periodista alemana sobre el tiempo y la espera, muy entretenido, lo había empezado en un viaje anterior. No me había atrevido a probar mi guiso, seguía sin paladar y sin olfato, conteniendo a duras penas los secos golpes de tos. A última hora de la mañana pasé la evaluación. De los casi 100 cocinillas seleccionaron a 20, yo entre ellos. Se relajó el ambiente y nos dejaron pasear entre las mesas para probar las preparaciones ajenas. Había verdaderas maravillas, también alguna majadería. Yo probé un brioche de centolla que merecía todas las haleluyas del cielo, unos baos con carne guisada al estilo de Cádiz, un tartar de solomillo que se dejaba querer, un bocado de calamar a la mallorquina que tenía detrás una historia frívola y divertida, alguna albóndiga tristona, una tosta de encurtidos murcianos con guacamole y salmorejo, carne de potro guisada con vino… En definitiva, un festival de sabores, de sonrisas y de batallitas compartidas. Los descartados empezaron a recoger sus presentaciones, platos sucios, restos deslucidos, trapos con lamparones de grasa, mandiles doblados con malas trazas … Muchos de los descartados intentaban contener su frustración, alguna lágrima y la duda de si habían elegido de verdad a los mejores. La duda, siempre queda la duda y es preferible pensar que un amaño o una decisión injusta ha desequilibrado la balanza. Los elegidos recibimos instrucciones. Disponíamos de una hora libre antes de volver a guisar. La siguiente prueba era más arriesgada, nos darían 45 minutos para preparar, en una cocina improvisada, un plato sorpresa. Tendríamos que elegir los ingredientes y organizar el trasteo completo (incluida la presentación) en menos de una hora. Yo salí a buscar a mi familia, caminamos un rato, yo no tenía hambre después de mi picoteo desordenado. Había probado casi todos los platos, menos el mío, que seguía suspendido en la duda del punto de la carne y el riesgo de que el vinagre hubiera remontado. Poco antes de la convocatoria entré en un museo cercano al hotel, había una exposición de Julio González. Nadie en la sala. Pude pasear durante poco más de un cuarto de hora. Una vigilante entusiasta se me acercó para contarme algún detalle de la muestra, me habló de Julio González, de su vida, de su historia, de la escultura preparara para la exposición universal en plena Guerra Civil. Una obra suya y el Gernika de Picasso representaban a la república española. Charlamos un rato de lo divino y lo humano, del arte, de los artistas y de los riesgos del olvido. Hice algunas fotografías y me quedé con el recuerdo de la mujer ante el espejo, una escultura estilizada, sensual. Aquella mujer ante el espejo tendría casi cien años, el tiempo pasado desde su primera exposición. Colgaré la fotografía en Instagram. Regresé a la disciplina del hotel. Nos aguardaban en el hall a los 20 elegidos. Nos dividieron en grupos para cocinar. Instrucciones de todo tipo. Bajamos de nuevo a un salón, nos colocamos frente a una placa de inducción con nuestros mandiles, sin otro dato o referencia que unas estanterías llenas de ingredientes y condimentos diversos, cazos, sartenes e instrumental vario de cocina. Recibimos las instrucciones finales y nos mostraron la pieza a cocinar. Sonreí, de nuevo un pollo, más pequeñito que el que había cocinado para la sesión de la mañana. Miré a la cocinera que había revisado mi primer guiso. Una chica hermética que horas antes había probado mi escabeche. Hice una ligera mueca y le dije que podría preparar otro escabeche, se le escapó una carcajada. El cronómetro se puso en marcha y me tocó seleccionar los ingredientes. Tuve alguna duda, pero al final no hice un nuevo escabeche, cociné el pollo con una salsa de verduras y oporto, con un cuscús de verdad, con frutos y frutas secas, mucho comino y ralladura de piel de naranja. Durante la jornada siguió resonando en mi cabeza la vieja canción de CS&N. Ningún nervio durante las horas de espera, ningún nervio durante las evaluaciones. No me jugaba nada, sólo la diversión y el vértigo de lo desconocido. Jugar, sólo jugar.

viernes, 21 de octubre de 2022

CAPITULO LDXXXVIII.- La vida secreta de las cosas.

He pasado algunas semanas intentando centrarme. Terminaron ya las obras de casa, que todo lo trastocan, y también van acabando las obras interiores, que alteran mucho más. Lo cierto es que cuando se producen o anuncian cambios cuesta poner en orden las cosas, parece que tengan vida propia, seguramente la tienen. En casa hemos hecho reformas en la entrada, salón y cocina, las estancias en las que pasamos gran parte del día. Hemos tirado tabiques, cambiamos la distribución de una parte importante del salón, quedaron fuera muebles, sustituidos por estanterías. La televisión cambió de sitio y hace diez días llegó un gran sofá, en forma de L que se ha convertido en el centro estratégico de la casa. Tuvimos que sacar una parte importante de los muebles, también libros, cuadros, vajillas, cristalerías, adornos varios. A medida que avanzaban las obras en nuestra cabeza y en la realidad íbamos buscando acomodo a cosas que hasta ahora pensábamos que eran imprescindibles, buscando espacios para otras que creíamos que encajarían en la nueva estructura de la casa. Libros grandes, casi todos los míos de cocina, catálogos de pintura y de pintores que he ido coleccionando durante años, cuadros, esculturas… Al final nos hemos dado cuenta de que muchos de aquellos objetos que creíamos imprescindibles han terminado olvidados en el fondo de un armario, incluso en algún contenedor. Otros, sin embargo, han ganado protagonismo, han ido reivindicando espacios, han recuperado su trono. Creo que las cosas tienen vida secreta, que toman decisiones, se esconden o se ubican en función de lógicas que nos superan. No descubro nada nuevo. Desde que era niño me he acostumbrado a ver en los dibujos animados que los objetos más anodinos tienen vida propia, autónoma e independiente de sus dueños, se rebelan, te acogen, te rechazan o juegan sin malicia o con toda su maldad. Cuantas veces no nos hemos desesperado buscando algo que sabíamos perfectamente que habíamos dejado en un lugar determinado. Las tazas de “La Bella y la Bestia”, las escobas del “Aprendiz de Brujo”, los juguetes de “Toy Story”… Se han convertido en seres animados y con personalidad propia. Puede que los objetos protesten cuando se hacen obras sin consultarles, cuando se perturba su paz, cuando cambia la iluminación o cuando se los coloca en junto a otros objetos con los que se llevan mal. No es sólo una cuestión estética, sino ética. No sabemos cuáles son los códigos éticos de objetos que apreciamos, como mi tocadiscos, un regalo de hace años que estaba cómodamente guardado en el fondo de un cajón, ajeno al mundo y a los ruidos. Ese tocadiscos que tiene un toque pop y que no estaba acostumbrado a ser utilizado. Sin embargo, los discos están muy contentos, en varias ocasiones han estado al borde de terminar en el mercadillo o en un contenedor, pero, de repente han vuelto a ser hermosos y útiles. He de decir que hay canciones que sólo podría escuchar en un tocadiscos de aguja, no en spotify. Cuando terminó la obra recolocamos adornos y ajuar conforme a un plan predeterminado en casa, siguiendo una pauta estética que creíamos irreprochable, pero pronto nos dimos cuenta que la vida propia de los objetos imponía lógicas estéticas distintas, que entre ellos formaban alianzas que nos resultaban extrañas y que, de repente, una fotografía que creíamos maravillosa se ha convertido en una imagen sin tono ni belleza. Creo que, terminadas las obras de casa y a punto de terminar otros cambios, es bueno que dejemos que las cosas recobren su equilibrio, se reubiquen y dejen de protestar. Eso me ha pasado en la cocina. Los meses de cambio hicieron que la cocina fuera un espacio poco acogedor. Aparentemente le hemos quitado una parte que ha pasado a ser una tierra ambigua, a medio camino entre la entrada y el salón. Cambiamos luz y suelo para que un espacio hasta ahora desaprovechado se convierta de repente en un rincón acogedor. Pero mi cocina, que es terca como una mula, ha conseguido integrar ese nuevo espacio en una parte distinta, pero útil del devenir culinario. En las nuevas repisas de mármol he conseguido que reposen masa, que aguarden bandejas con fiambres, que se acumulen frutas y verduras. Incluso los libros de cocina han ganado mucha más presencia, sobre todo los que marcaban el ritmo de mis guisos: El imperial Ducasse, el imprescindible Bocusse, la práctica Parabere… Han ganado en jerarquía ya que no tienen que compartir espacios con recetarios de cocinas étnicas o de técnicas ya desfasadas. Aprendí mucho de la vida secreta de las cosas viendo dibujos animados. Tuve la inmensa suerte de seguir viendo dibujos hasta hace bien poco, porque hasta hace poco tiempo mis hijos seguían embobados viendo Bob Esponja, que no deja de ser un objeto absurdo con vida e inquietudes propias. También aprendí sobre esa vida y esas palabras ocultas de las cosas contemplando bodegones en apariencia fríos. En este tiempo de cambios he hecho viajes, casi todos increíbles, en todos me he ido fijando en pequeños detalles, en pequeñas cosas. Hace poco estuve/estuvimos en Bolonia, allí, por sorpresa, descubrimos un museo dedicado casi por completo a Giorgio Morandi. En el Museo de Arte Moderno de Bolonia (MamBo) pudimos disfrutar de varias salas dedicadas a las frías rutinas de Morandi, a sus botellas de tonos apagados, sus jarrones alargados, sus vasos y copas sin lustre… Morandi sí que tuvo la capacidad y la paciencia de comprender a los objetos inanimados, dialogar con ellos. Yo también intento aprender. Dejo sobre la nueva encimera de madera todos los ingredientes de los platos que voy a preparar. Los ordeno en muchas ocasiones por criterios estéticos, respeto sus jerarquías, los separo y doy dos pasos atrás para ver cómo van encajando. Intentar escuchar cómo hablan entre ellos y como imponen rutinas distintas de las que yo pudiera tener pensada. Empeñado en esta nueva tarea de comprender la vida secreta de las cosas, hoy por la tarde tendré que ponerme a cocinar, mañana vienen unos buenos amigos a conocer de primera mano los cambios y queremos prepararles una buena cena, algo especial, aunque no sea especialmente novedoso. Cocinando quiero transmitir lo mucho que aprecio a mis amigos. Eligiendo un vino que sé que les puede gustar o sorprender, dándole un punto a la cocción que les haga sonreír con el primer bocado. Ahora todavía no ha amanecido. Marcho en tren hacia Madrid, a media tarde estaré en casa, de regreso. Cuando llegue tendré que preparar rabo de ternera. Las piezas de carne las compré ayer, las dejé macerando en un buen vino, especiadas sin abusar. Esta tarde tendré que rehogar la carne, dejarla al punto meloso que me permita deshilacharlas para hacer unos canelones de rabo de ternera con puré de boniato, plato principal. Estuve tentado de preparar la carne a la baja temperatura, envasarla al vacío y dejar que, durante horas, muchas horas, fuera sudando y aflojándose. La cocina al vacío da unos resultados fantásticos, aunque a veces tengo la sensación de que en realidad no cocino. Después de darle alguna vuelta, he optado por una técnica radicalmente distinta, la de la cocotte. Justo lo contrario de lo inicialmente pensado. En ese diálogo entre ingredientes, me parece que llenar la cocina de olores recios a guiso de toda la vida puede ser mucho más divertido que meter ingredientes anodinos en una bolsa hermética sumergida en agua tibia. Tengo una cocotte fantástica, de color rojo intenso. Un cacharro pesado, contundente, volcánico. Espero colocarlo en la encimera nada más llegar, para que marque el territorio. Mientras el horno calienta (180º), rehogaré en una sartén ancha las piezas del rabo de ternera. Estarán ya escurridas y secas, oscuras, porque el vino del bierzo ha tenido sus tejidos. Pondré un chorro generoso de aceite de oliva y dejaré que caliente hasta empezar a chisporrotear. Doraré las piezas a ese fuego vivo para que queden mucho más pardas, para que queden enganchadas briznas de carne sobre la superficie caliente de la sartén. Habré pelado dos o tres cebollas (en función del tamaño), las habré picado en juliana y, cuando retire el rabo de la sartén, esparciré las hebras de cebolla, bajaré el fuego y dejaré que se rehoguen mientras pelo y pico tres zanahorias tersas, también incorporaré el blanco de un puerro en juliana y los tallos más tiernos de un apio, más una cucharada cumplida de salsa de tomate. Toca el turno de las verduras, que exigen temperaturas menos violentas que la carne. He de salpimentarlas, creo que si añado la cáscara picada de una naranja conseguiré darle un toque elegante al guiso. Parte del éxito de la receta parte del diálogo entre el reposo del vino, la pizca de canela en la que maceró la carne, la pimienta blanca, un golpe de comino y la peladura de naranja. La gelatina que va destilando la carne mezclada con la verdura pochada y las especias irán creando un magma sabroso. Abriré la tapa de la cocotte, allí quedará depositada primer la carne, por encima la verdura pochada casi hasta el límite. Sobre la sartén pringada todavía añadiré un chorrito de vino y un poco de caldo de pollo. Rascaré bien con la cuchara para que toda la sustancia se despegue de las paredes de la sartén, dejaré que reduzca un poco antes de bañar la carne, cerrar la cocotte y sepultarla en los ardores del horno durante tres horas. El tiempo necesario para que la carne termine de hacerse. Reposará con el horno apagado toda noche, intentando que la temperatura no se quiebre de golpe, dejando que gradualmente se atempere. La mañana del sábado, a primera hora, será el momento ideal para deshilachar la carne y dejarla reservada en un tupper junto a la verdura que estará ya caramelizada, gelatinosa, densa, en ese punto enigmático que consigue la carne cuando se cocina a conciencia. Probablemente para poder montar los canelones por la noche tendré que preparar un poco más de sofrito que mezclaré con la carne. He comprado unas láminas de pasta fresca para hacer el canelón grande, inabarcable. El Thermomix prepara una bechamel ligera rica y de preparación fácil. El golpe de bechamel casi al final, puede que incluso ya en la mesa, para que no empapuce el plato, más una cucharada de puré de boniato, zanahoria y calabaza. Poco más. Espero que esta me permita reconciliarme con la cocina y con su vida secreta. Colgaré en Instagram el cuadro de Morandi.

miércoles, 31 de agosto de 2022

Capítulo DLXXXVI.- Desde/hacia el Oeste.

El día 29, por la noche, regresamos de vacaciones. Tres semanas fuera de casa. 6 vuelos más uno en avioneta, casi 4500 kilómetros en coche cruzando desiertos y parques nacionales. Tres estados y dos países. Más de 20 horas Para volver. Cuando entramos la casa seguía manga por hombro, casi peor de cómo la habíamos dejado. Las obras no avanzaron casi nada durante nuestra ausencia y, además, el gas estaba cortado, los fogones de la cocina desmontados, los pasillos colapsados por listones sobrantes, cajas destartaladas y una gruesa capa de polvo cubriendo cada rincón. Nosotros, que pensábamos que la misma noche de llegada podríamos hervir unas judías verdes y preparar unas pechugas a la plancha, tuvimos que marchar en busca de una pizzería de guardia para aplacar el apetito voraz después de casi un día de aviones, enlaces y tránsitos. Pasadas 48 horas de nuestra llegada la casa poco a poco vuelve a la normalidad. Quedan todavía algún fleco, en unos días llegarán los muebles y, acabados los múltiples flecos, puede que a final de mes podamos dar por buena la aventura de la obra. Puede que la verdadera gesta del verano. Hemos estado tres semanas conduciendo por el oeste de los Estados Unidos, un recorrido que empezamos en Las Vegas y terminamos en Los Ángeles, con muchas idas y venidas para intentar exprimir al máximo el tiempo programado. Los cuatro días finales los pasamos en la Baja California, en México, intentando descansar en la playa. La sensación del regreso ha sido contradictoria. Hemos visto mucho, pero ha quedado mucho por ver. Hay momentos en los que parece que puedas comprender la mentalidad y el modo de vida americano, pero rápidamente me doy cuenta de que es una sensación un tanto superficial, un primer contacto con mundos en apariencia cercanos, llenos de referencias comunes, pero con diferencias abismales en el modo de enfrentarse al día a día. Cuanto más viajo más dudas me asaltan, menos seguro estoy de todo lo que sé, de todo lo que pienso. Tengo la suerte de que, al viajar en familia, los asideros y las complicidades son firmes, lo que me permite enfrentarme a las novedades con mucha tranquilidad. Como ya me ha sucedido en otras ocasiones, esta vez tampoco hemos buscado/tenido grandes emociones culinarias, aunque el bufet del hotel de México y sus restaurantes temáticos estaban razonablemente bien. La cocina Mexicana necesitaría un viaje destinado única y exclusivamente a descubrir toda la riqueza y todos los matices de sus fogones, de las combinaciones que desde fuera parecen imposibles. Espero disponer de tiempo, de fuerza y de dinero suficiente como para regresar a México sólo para comer y beber. Si tuviera que elegir tres momentos de estos últimos días seguramente me decantaría por la llegada a Monument Valley, no me defraudó en absoluto, el paseo por el Bosque de Muir, en San Francisco, y un whisky que me tomé en la terraza del hotel, viendo romper las olas del Mar de Cortez. Solo por esos tres ratos de calma merece la pena todo el viaje. En lo que afecta a la comida puedo corroborar que los norteamericanos por regla general comen fatal. Que lo que ellos llaman comida “gourmet” (un término que cada vez me molesta más), es excesivamente cara y pretenciosa. Una comida que en Europa sería normalita se convierte en USA en una experiencia obscenamente cara y pretenciosa. En ninguna de las mesas faltaba el kétchup, una salsa omnipresente que me genera sensaciones contradictorias. He de reconocer que una patata frita puede llegar a otra dimensión sólo con una gota de esa salsa. Creo que nadie en su sano juicio se plantea reproducir este tipo de salsas. Nuestro paladar está tan acostumbrado a ese mejunje industrial que cualquier intento de salsa casera que lo emule estaría condenado al fracaso. Sin ayuda de la química más obscena resulta complicado reproducir la textura casi gomosa de ese derivado del tomate. Conseguir el color entre rojo y bermellón, el reluciente contraluz espero de la salsa colocada sobre la mesa, dispuesta a disimular cualquier mala pieza de carne o cualquier patata congelada. El kétchup puede servir indistintamente para describir el sueño y la pesadilla americana, las historias de éxito rutilante, también los fracasos más ruidosos. Cada una de las historias con las que nos hemos cruzado estos días podría acompañarse de una botellita o una tacita con esta salsa. Cada vez que mis hijos veían un cochazo deportivo o una casa colgada de un acantilado, frente al mar, les recordaba que por cada persona de éxito suele haber cien personas que han fracasado y que han terminado trabajando (normalmente siendo explotadas) por el triunfador. La marca más famosa de Kétchup produce al año 650 millones de botellas, casi doscientas mil toneladas de ese magma pringoso y seductor. El kétchup no deja de ser una salsa de tomate frito, endulzada con miel y azúcar, por lo tanto, el punto de partida es siempre el tomate. Después de consultar diversas recetas creo haber dado con una fórmula que podría aproximarse en sabor y en textura al kétchup. En cuanto recupere el domino de mi cocina haré los ensayos pertinentes, con la esperanza de poder convencer a mis hijos, consumidores expertos de kétchup. El punto de partida son tomates maduros, 750 gramos de tomates cortados en cuartos. Sirve el tomate de pera, conviene elegir una modalidad que no tenga mucha pepita y que no sea muy acuosa. Creo que podría sustituir los tomates frescos por un buen preparado de tomate natural, una casata italiana podría servir. Hay pocos detalles sobre las verduras que acompañan al sofrito de tomate. Todos los recetarios coinciden en que la receta lleva 50 gramos de pimento rojo y un poco menos de cebolla (35 gramos). Yo creo que la base mejorará sustancialmente si sofrío una cebolla hermosa (casi 100 gramos), soy un poco más generoso con el pimiento (75 gramos) y añado un diente de ajo, dos zanahorias y una rama de apio que no sea muy fibrosa. Descarto casi por completo que los norteamericanos utilicen aceite de oliva para el sofrito. Yo no pienso renuncia a él. Así las cosas, enciendo los fogones, pico la cebolla, el pimiento, el diente de ajo, las dos zanahorias peladas y el apio. Arranco el sofrito con un chorro generoso de aceite de oliva. Fuego medio/bajo y dejo pochando la primera tanda de verduras. Cuando la cebolla empiece a estar transparente incorporo los tomates (o el concentrado de tomate). Mezclo bien y cuando se asumen los primeros borbotones afronto el reto de las especias. Dos pizcas de sal, un golpe de pimienta negra, también una ramita de canela para dar sabor, más dos clavos de sal (tanto la canela como la sal conviene retirarlas pasados los primeros 15 minutos de cocción). Yo no estoy dispuesto a renunciar a darle un golpe de comino, incluso otro de orégano. Una de las claves del éxito del kétchup es su textura, para conseguirla es necesario que evapore bien el agua, sin prisas ni estridencias, manteniendo una temperatura media, removiendo con frecuencia para que no se pegue la salsa y no empiecen a aparecer ribetes pardos. En función de los recetarios consultados la siguiente encrucijada es la del vino blanco (hay quien lo sustituye por vinagre). La cantidad recomendada es de 40 gramos (una copita). Yo creo que para evitar dudas y conseguir cierto toque elegante le pondré un jerez o un oloroso, prescindiré del vinagre y de cualquier vino peleón que queden en la nevera. Un buen jerez puede servir, incluso un coñac. Con la llegada del alcohol conviene subir un poco la llama para favorecer que evapore rápido. Cuando la salsa haya absorbido el vino bajaré la temperatura casi al mínimo y añadiré la miel (20 gramos) y el azúcar moreno (otros 20 gramos). En función del grado de dulzor que tenga la salsa previamente ajustaré el dulce, puede que incluso lo reduzca casi a la mitad. Toca ahora remover bien, dejar que la salsa termine de ligar y vaya espesando. Si las verduras no se deshicieran del todo convendría pasar la salsa por la batidora o por un chino. Utilizaré algún bote de kétchup vacío para conservar mi salsa. Puede ser bueno que la salsa repose 24 horas, primero fuera de la nevera, hasta que quede a temperatura ambiente, después en el refrigerador. A partir de la salsa kétchup podrá animarme con otras salsas americanas, como la barbacoa, pero eso dará para otro capítulo. Como cuadro de contrapunto de la receta he encontrado una pintura de Sorolla, El Pie Herido, una acuarela playera que está expuesta en la Fundación Getty de Los Ángeles, uno de los museos que no he podido visitar. En esta ocasión no había programados museos y restaba complicada la negociación con los niños para destinar tres o cuatro horas al arte. En definitiva, quedaron muchas tareas pendientes que justifican que regrese al Oeste. La imagen, como siempre, en Instagram (#undiletanteenlacocina).

jueves, 4 de agosto de 2022

Capítulo DLXXXV.- Obras.

Los neurólogos aseguran que lo más peligroso para un enfermo mental es romper sus rutinas, cualquier alteración, por leve que sea, puede desatar una tormenta. Mover un jarrón, cambiar un cuadro de sitio, recoger la alfombra en verano… Puede parecer una tontería para una persona normal, pero en el frágil equilibrio de un convaleciente es la antelasa del caos. Puede que mi aversión a las obras sea el síntoma de una futura demencia senil, aunque creo que ya no se llama así a las demencias seniles. Llevamos más de un mes de obras en casa. El plan era sencillo, largamente meditado, estudiado en sus más mínimos detalles, asesorado por profesionales y expertos. Se trataba de tirar un par de tabiques inútiles para dar un poco más de espacio al salón, reducir las dimensiones del recibidor, que es una pieza que ha perdido su prestigio en el mundo moderno. El reajuste afectaba también a la cocina, que pierde/gana terreno, en función de cómo se mire. Mi cocina era un espacio funcional, estrecho, en forma de ele. Hace algunos años, cuando programamos la reforma, conseguí disponer de espacios amplios para manipular todo tipo de alimentos, para desplegar toda mi maquinaria con comodidad. Conseguí también colocar unas baldas para guardar casi todos mis libros de cocina, convirtiendo la parte no útil de la ele en una biblioteca de referencias vistosas, porque la mayor parte de los modernos libros de cocina son pequeñas obras del perdido arte de la edición. La dictadura de internet hace que las bibliotecas de cocina se hayan convertido en espacios de saber inútil, reliquias de un pasado glorioso. San Google recupera una receta en una décima de segundo, por complicada que sea, sin embargo, localizar la página del libro en la que recordaba que se explicaba la temperatura que necesita una pieza de carne para el asado puede ser una tarea para la que haya que invertir horas, sin certeza del éxito. Las obras de casa afectaban/afectan también al salón, que no sólo gana espacio, sino que cambia su configuración. Mantenemos los dos ambientes, el destinado a comedor y la zona de estar, pero los metros se distribuyen de otra manera, con mayor sensación de amplitud pues desaparece el gran mueble vitrina, la televisión cambia de lugar, llega un nuevo sofá, quitamos el viejo y desgastado mármol, sustituido por suelo de madera en espiga, mucho más cálido. Con las obras las incertidumbres vitales se convierten en abismos. Se instala la filosofía del yaque. Ya que modificamos el salón, se puede pintar toda la casa. Ya que entraran los operarios en breve, hemos de aprovechar para hacer limpieza de trastos viejos. Ya que hay que desmontar las baldas, podríamos … Y con los yaques llegan las incidencias, fatales durante el mes de julio, irreparables a medida que se aproxima el inicio de agosto. Si se retrasa la llegada del parqué del salón porque se ha producido un error en la elección del barnizado de la madera, o si los técnicos piensan que era poco operativo el suelo en espiga, se desencadenan una serie de fatalidades que hacen que el objetivo inicial de que la obra esté acabada para la primera semana de agosto se convierta en una quimera. Una obra no es sólo una obra, es un ritual que puede durar meses en los que todo es provisional. Semanas antes de que entraran los operarios había que recoger libros, desmontar espacios que hasta ahora cumplían su función, perder de vista revistas que puede que nunca hubiera hojeado pero que aportaban su referencia zen apiladas junto al viejo sillón. Una obra supone un traslado provisional porque durante unos días/semanas/puede que meses el olor a pintura o a barniz puede ser insano. Se instala una capa de polvo que invade cada rincón de la casa y que hace que el cuerpo entre en estado de irritación permanente, acentuado por las olas de calor que son inevitables cuando se inicia una obra. Es suelo está lleno de costrones de yeso o de pintura que parecen indelebles, hay eco en el pasillo, los enchufes han desaparecido y en su lugar quedan haces cables de colores, descubres que el techo era falso, que los viejos puntos de luz son ahora zonas umbrías. Tienes la secreta esperanza de que todo vuelva a su ser, no el viejo ser, ya desterrado, sino un ser nuevo, mucho más confortable. Una parte importante de los muebles reposan en un almacén, quedarán allí desterrados esperando a un septiembre que parece lejano. Yo he ido trasladando gran parte de mis aperos de cocina a la residencia provisional, cuando decidí llevarme el Thermomix asumí que la provisionalidad no era de unos pocos días, sino de un lapso más grande. Con la máquina viajó también el cajón de las especias. Estas semanas/meses de provisionalidad colocan todas mis artes culinarias en posición defensiva, en modo supervivencia. Pasar por la plancha un lomo de pescado es mi máxima aspiración. Picar un poco de lechuga o aliñar una ensalada decentemente es mi máxima aspiración estival. Además, en unos días iniciamos un largo viaje, un viaje soñado durante años. Abriremos así un paréntesis de tres semanas en medio de nuestras incertidumbres actuales, nos darán igual nuestras dudas, incluso perdonaremos que el comercial que nos vendió el sofá nos avise de que la entrega se ha de demorar más allá de la primera quincena de septiembre. Cuando regresemos una parte importante de los enseres de casa seguirán exiliados en un ignoto almacén, todavía no habremos decidido qué cuadros vestirán las relucientes paredes. A partir del martes que viene todo dará lo mismo. Nuestra casa estará vacía, desnuda. Situado en modo supervivencia, me ha resultado muy complicado pensar en cocina. He cocinado todos estos días, pero con una sensación de interinidad que me ha dificultado el proceso de sedimentación que normalmente necesito para escribir sobre cocina. Durante estos días he tenido que reconfigurar mi relación no sólo con los espacios de cocina, sino también con los tiempos. Se agolpaban las horas sin mucha armonía, todo lo que he pensado me ha parecido vulgar, he empezado algunos capítulos que, en pocos párrafos, han terminado en el cubo de basura virtual. Cada idea que durante un instante me parecía brillante o, por lo menos, interesante de compartir, ha caducado de inmediato. Me ha entrado el vértigo de no ser capaz de volver a escribir sobre cocina, de no volver a escribir, en general. Sin embargo, a medida que se acerca el día del inicio de las verdaderas vacaciones, las piezas del puzzle han empezado a encajar de nuevo. Mientras despellejaba un limón buscando conseguir tiras de piel impolutas que me sirvieran para preparar una mayonesa me he dado cuenta de los cambios en el olor del limón. Al quedar desnudo, envuelto en una capa blanca, el cítrico desprende nuevos matices que se pierden enseguida ya que rápidamente se empieza a secar la superficie formando una nueva coraza porque el albedo (así se llama esa capa blanca y amarga) se endurece para asumir su nueva función de protección y evitar así que la pulpa se seque. He conseguido hacer en varias ocasiones una mayonesa muy sabrosa a base de piel de limón, wassabi y mostaza de Dijón. La base principal de una futura ensaladilla rusa que me reconcilie con el mundo, después de haber sufrido los rigores de la ensaladilla rusa nefanda del bar del mercado. También conseguí preparar una sopa fría de melón partiendo de una pieza de melón insípida que compré hace unos días en un supermercado. Pocos sabores hay más tristes que el de un melón apepinado, sin embargo, puede convertirse en la antesala de un gazpacho fresco y veraniego (asumiendo que hemos terminado por llamar gazpacho a cualquier sopa o crema fría, aunque no lleve tomate (aunque, por cierto, en el gazpacho original no hubiera rastro de tomate)). Para una sopa fría de melón se necesita medio melón triste, sin dulzor; un primo cercano del pepino. Hay que despepitarlo bien (se podrían dejar al sol las pepitas y luego sofreirlas con un poco de sal para conseguir un aderezo de pipas de melón (es ingrata la tarea de secar las pepitas y pelarlas, pero las pipas de melón son sabrosas)). Despepitado el melón, de corta en trozos no muy grandes, despreciando la piel. Se añade un diente de ajo previamente atontado durante 30 segundos en el microondas, abundante hoja de menta, una pizca de sal, la ralladura de la piel de medio limón y un chorro generoso de vinagre de jerez. Se procesa la mezcla con la batidora hasta que quede una sopa de ligero tono verdoso (gracias a la menta). A mí me gusta incorporar poco a poco el aceite de oliva, para que quede cremoso y espese un poco (si no se traba bien el melón con el aceite, la sopa queda un poco granulosa, mal integrada). Se rectifica del punto de sal y el del vinagre. Se busca el espesor deseado añadiendo un poco de agua o un poco más de aceite (el mundo de las texturas de las sopas frías es tan subjetivo que resulta imposible establecer un canon respetable (a mí me gustan las sopas frías cercanas a la textura del salmorejo y no me duelen prendas por añadir un poco de miga de pan de molde o incorporar el aceite a gotas, como para una mayonesa). La sopa fría por definición debe servirse muy fría. La sal, el vinagre, la menta abundante, la ralladura de limón y el ajo han ennoblecido mi insípido melón. Unos taquitos de jamón y un manojo de pipas tostadas (si no hay paciencia para conseguir las pipas de melón, las de girasol o las de calabaza hacen su función) terminan de arreglar la receta. Para mi primera entrada en varias semanas creo que nada mejor que un cuadro de Helene Schjerfbeck, una pintora finlandesa realista, pero marcada por los Istmos de finales del Siglo XIX. La obra que he elegido: El convaleciente. Como dirían mis hijos, “ahí lo dejo”. Como sigo sin poder colgar cuadros en el blog, los dejo en Instagram (#undiletanteenlacocina).

viernes, 3 de junio de 2022

Capítulo DLXXXIV.- ¿Qué ocurre dentro de una cocotte cuando está en el horno?

Días inciertos. Primeros golpes de calor y cansancio acumulado. En dos o tres ocasiones me he puesto la máscara del diletante para empezar a escribir, pero cuesta. Pequeñas ciclotimias que pueden mitigarse a base de disciplina, sin agobios. Cuando empiezan los calores en la cocina pasa como con el cambio de armarios, da cierta pereza ponerse en modo verano, olvidarse de los guisotes y de las sopas para pasar a las cremas frías y a las ensaladas. De hecho, mi primera intención fue la de escribir sobre la ensaladilla rusa, un punto de referencia habitual en mis entradas. Me gusta mucho la ensaladilla rusa aunque rara vez la hago en casa. Arranqué enfrentándome a la ensaladilla rusa como una especie de tensión entre lo ácido y lo básico, el yin y el yan concentrado en un solo plazo. Pero ayer me dio el bajonazo, a mediodía paré en un bar a tomar un tente en pie y probé una de las peores ensaladillas rusas del mundo, una catástrofe natural que pude haber evitado, pero eran tan grandes mis ansias de tomarme una cerveza bien fría que asumí el riesgo de ensaladillearme rusamente pidiendo media ración. Tan catastrófica fue la experiencia que seguramente en los próximos días, una vez recuperado del impacto, me anime a volver a filosofar sobre las virtudes de una buena ensaladilla rusa. Las circunstancias me obligaban a cambiar de tercio. He dejado pasar algunas semanas y el diletante protestaba. Visto con la perspectiva de los años, creo que realmente escribo para mí, sin perjuicio de agradecer que amigos, conocidos y despistados puedan leer mis entradas. Enfrascado en mis cuitas, intentando programas las semanas que quedan hasta el verano, ayer preparé unos codillos de cerdo en cocotte. Si dijera que los codillos los guisé a la cazuela seguramente quedaría menos glamuroso. Hace la friolera de 8 años incorporé una receta de codillo (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/02/cccvi-codillo-con-zanahorias-y-zumo-de.html ). Revisada aquella receta, la de hoy no queda tan lejos. Hace un par de años la familia me regaló una cocotte de loza, una pieza de tamaño y peso considerable, con forma ovalada, un recipiente especialmente pesado para guisar pollos y otras aves. Mi cocotte es de color rojo intenso, terracota. Una pieza de loza compacta que va directamente al horno. Cada vez que saco el recipiente para cocinar pienso en el infierno. He de poner el horno a 220 grados antes de introducir la cocotte cerrada. Seguramente podría hacer el mismo guiso en una cazuela de toda la vida, al fuego vivo de la cocina, o cocinarla en la olla express. Puedo asegurar que con los codillos he jugado con toda clase de cocciones, desde las largas horas con envase al vacío y baja temperatura, a la escaramuza de la olla a presión, previo tostado o dorado de los codillos en sartén. La cocotte tiene la virtud de aprovechar una parte de la técnica de cocción de las ollas express ya que su pesada tapa hace que se condensen sabores. La cocotte tiene una ventaja sobre la olla express ya que me permite cocinar sin tener que añadir agua al guiso. Las piezas de cerdo y la verdura exudan el suficiente líquido como para conseguir una salsa sabrosa sin líquido añadido. Además la cocotte tiene la enorme ventaja de poderla dejar olvidada en el horno durante una hora larga, sin preocuparse en exceso de cómo va el punto de la carne y las verduras. Es un misterio lo que llega a suceder en el interior de una hermética cocotte de loza roja cuando queda sepultada en el horno. Ayer, aprovechando una ventana de paz doméstica, preparé unos codillos de cerdo guisados en mi cazuela chic. Engrasé mínimamente la superficie de la cocotte con un chorrito mínimo de aceite de oliva. Piqué una cebolla, dos zanahorias que tenía despistadas en la nevera, dos manzanas Golden (a punto estuve de enloquecer y bajar a por unos cortes de piña, pero todavía me queda algo de sentido común). Salpimenté, añadí comino molido, la cáscara de una naranja cortada en tiras y un curry tailandés que había comprado esa misma tarde. Localicé una botella mediada de calvados y le di a la verdura un golpe suave de licor. En mi compra/capricho de ayer también cayeron unas nueces de macadamia que terminaron cocottizadas. Mezclé las verduras con las manos para que quedaran bien empapadas y bien repartidas. Dejé reposando sobre las verduras los dos codillos partidos longitudinalmente. De haber sido previsor, tendría que haberlos dejado durante unas horas en salmuera, pero no me acordé de hacerlo por la mañana, así que mis codillos se contentaron con un golpe de sal. Mientras el horno terminaba de llegar a los anhelados 220º dejé la cazuela cerrada para que la carne aprovechara un poco la maceración de la verdura. Cuando el marcador del horno llegó a la temperatura elegida sepulté la cocotte en la parte más profunda y regresé a mis ocupaciones más mundanas. Ayer para cocinar elegí a un grupo fresco de chicas que se hace llamar Las Ginebras, tienen un punto punky, pero no olvidan las melodías chiclosas y letras con mala leche. Dejé la cocotte del crematorio durante cincuenta minutos. Cuando sonó la alarma decidí, sin abrir el catafalco, que necesitaba veinte minutos más, mientras las Ginebras aseguraban que todas mis Ex tenían novio. Cuando se acercó la hora de cenar abrí el horno para quitar la tapa de la cocotte y recibir un vahído que me permitió comprobar que los sabores se habían combinado con acierto. Aromas cítricos y tostados. Dejé el cacharro destapado en el horno 15 minutos con la temperatura alta para que se tostara la superficie de los codillos y se terminaran de marear el resto de ingredientes. La salsa que supuró el guiso me permitió acompañar el plato con un cuscús hecho con un poco más de piel de naranja y un curry más convencional. Mi cocotte roja, ardiente y humeante pensaba que era la imagen viva del infierno. Las Ginebras sonaban a todo trapo mientras mis hijos se escaqueaban de poner la mesa. Esta tarde revisando la Divina Comedia de Dante comprobé que el infierno de la gula para el divino no es ni mucho menos un lugar caluroso. El infierno de los glotones « Era el círculo tercio; fría greva, de eterna lluvia, habitación maldita, dónde ninguna vida se renueva. Grueso granizo allí se precipita, y nieve y agua negra, en aire turbio, pudre la tierra y todo lo marchita.» Esos versos de Dante me llevan inevitablemente a mi experiencia fantasmagórica con la ensaladilla rusa del bar del mercado, una experiencia que dejo para la próxima entrada. La excusa de Dante y de su infierno helado me sirve como imagen para la entrada de hoy. El retrato de Dante pintado por Botticelli puede llegar a ser tan enigmático como lo que sucede durante las horas en las que una cocotte está en el horno. Como casi siempre, la imagen queda en el Instagram del Diletante #undiletanteenlacocina.

sábado, 30 de abril de 2022

Capitulo DLXXXIII.- Viaggio a Napoles (lleno de paréntesis)

Seguramente hay miles de imágenes, detalles o referencias destacadas de cualquier viaje que pudiera hacerse a la Campania italiana. La luz, los olores, el sabor, el ruido, la apariencia de caos minuciosamente organizado … Cien mil detalles. Sin embargo, de mi reciente viaje a Nápoles y a los pueblos cercanos si algo me ha llamado la atención es la “sosegada” presencia de la muerte en casi todos los rincones. Los muros y postes de toda la Campania están llenos de esquelas que recuerdan el fallecimiento de un vecino del lugar. Sucede tanto en los pueblos más pequeños como en la propia capital. A cada paso, junto a pintadas, grafitis o simples frases de protesta o de celebración (de todo hay), hay centenares de carteles que anuncian la muerte o el aniversario de la desaparición de personas de toda edad y condición. Esas esquelas callejeras probablemente sustituyen a lo que en España organizamos por medio de obituarios o reseñas en algunos periódicos, sobre todo de provincias. El anuncio de la muerte ha quedado en España como algo residual, un apartado ínfimo en un diario que es muy fácil de eludir (solo los viejos y los cotillas revisan/revisamos las necrológicas de personas no célebres en los periódicos). Sin embargo en Italia las calles están inundadas de carteles de un blanco inmaculado, de un tamaño medio, poco más de un folio, donde se anuncia la muerte o el aniversario de la muerte de cualquier vecino, detallando la edad, la fecha de la muerte (muchas son recuerdos o aniversarios) y la iglesia en la que se celebrarán las exequias o funerales. No recuerdo ninguna cartela que adjuntara fotografía (costumbre que sí que existe en algunos pequeños pueblos andaluces y castellanos), pero sí la imagen de un angelote, de una virgen barroca o el retrato de un monje que suele repetirse con frecuencia y que se parece al Fray Leopoldo de las estampitas de Granada. Esa presencia constante de la muerte en las paredes de la Campania no es, en absoluto, angustiosa; puede resultar, en cierta medida, armónica y sosegada, aunque la dejadez de los italianos del sur hace que algunas paredes soporten capas y capas de afiches mortuorios que imagino que podrían llegar a ser centenarios, puede que debajo de la última capa aparezca el recordatorio de un muerto anterior a la unificación italiana. Tan impactado quedé por esa costumbre que llevo casi un folio escrito sobre mi reciente viaje napolitano en bucle. Durante mis días italianos estuve pendiente de sorprender a alguien que se ocupara de encolar y pegar los carteles, no lo vi. Me fijé en la fecha de algunos fallecimientos para comprobar si se trataba de una costumbre ya olvidada, de la que sólo quedaba el rastro indeleble de unos muros que no se han limpiado desde hace décadas (la imagen de Madarona es omnipresente, pese a que abandonó Nápoles hace casi 30 años). Probablemente un escritor de talento sería capaz de escribir un cuento que tuviera como protagonista a un empapelador necrológico, describir sus hábitos, pautar sus tomar de decisión sobre las paredes más adecuadas para anunciar la luctuosa noticia; negociar con la familia precio a partir del número de carteles que quisieran pegarse, eligiendo los rincones más destacados de la ciudad, en función de los hábitos del fallecido… No tendría por qué ser un cuento triste, ni morboso, al contrario, da para una comedia lleva de luces y de pillerías. Imagino que serán las funerarias las que se ocuparan de los empapelados, que habrá tarifas en función de cientos de factores, aunque no me extrañaría que la Camorra hubiera asumido gratuitamente la tarea de anunciar el fallecimiento de sus parroquianos, incluso que esos carteles respondan a un código encriptado de una sociedad secreta. Necesitaría una vida entera para descifrar los múltiples códigos que se reciben pasean por Nápoles, o por cualquiera de sus pueblos desde Pompeya hasta Salerno. La presencia de la muerte como algo integrado en la cultura del sur no sólo se detecta por los cartelones encolados a media altura, sino también por los cientos de iglesias, capillas o imágenes sacras diseminadas por cualquier rincón o calleja (me divirtió especialmente una urna con la escultura de una santurrón en la calle dedicada a Palmiro Togliatti en barrio del Caballo de Bronce, que fue donde nos alojamos. No creo que se observe ninguna contradicción en un barrio residencial que tiene la práctica totalidad de sus calles a la beatería comunista de italiana (desde Benedetto Croze a Enrico Berlinguer, Pasando por Togliatti, Antonio Gramsci), a la vez, presenta iglesias abarrotadas y altares dedicados a todo tipo de santos, vírgenes y mártires, incluido Maradona, un icono a medio camino entre el redentor y Raffaela Carrá (la messimanía catalana de los mejores días del FC Barcelona es una ridiculez al compararla con la devoción maradoniana del napolitano medio). Nápoles al fin y al cabo es la desmesura. Cualquier esquina, cualquier rincón se sitúa en los confines de lo cómico y de lo trágico. Es desesperante la suciedad, pero mucho más la normalidad con la que conviven la mayoría de los transeúntes, italianos o no, que terminan fotografiando los nidos de basura como una atracción más. En cualquier pared se puede escribir una frase insultando al gobierno, amenazando a un rival o declarando un amor infinito a una “bella ragazza” o un “bello ragazzo” del barrio (en la parada del tren cercana a nuestra casa había una pintada en la que aseguraba que los dulces ojos de Verónica eran el desayuno diario de su enamorado – gli occhi de Veronica sono la mia colazzione -). Pasamos tres noches en un apartamento en Pompeya y dos más cerca de Nápoles, en el barrio donde nació Massimo Troisi (el protagonista de El Cartero y Pablo Neruda). No quisimos alojarnos en el centro de la ciudad para evitar la sensación de agobio que tuve años atrás, la primera vez que visité Nápoles. Creo que fue un acierto huir del centro y movernos en transporte público, con todas sus ventajas y sus inconvenientes. Sólo para hacer la ruta amalfitana, la “costiera”, alquilamos un coche, un cacharro minúsculo al que le rascaba el cambio de marcha. Conducir por la “costiera” entre limoneros y motorinos locas es una experiencia divertida en la que la sensación de catástrofe puede aparecer a la salida de cualquier curva. Los conductores de autobús napolitanos son mucho más precisos que el neurocirujano más diestro de Milán. En varias ocasiones quedamos a milímetros de la tragedia y, sin embargo, no puedo recordar ningún accidente durante esos días. Tengo todavía gravado el “pit-pit” con el que los motoristas apartaban turistas por las callejas del barrio español de Nápoles. Ese pit-pit que esconde un código binario más sofisticado que el de cualquier programa de ordenador de Sillicon Valey. Dos toques cortos de bocina son un saludo, una advertencia, un anuncio de cualquier eventualidad. Un pit-pit permite al emisor la impunidad casi absoluta porque ya avisado de su presencia y de su voluntad de pasar por donde sea, aunque tengas que dar un salto y abandonar la acera porque un motorista tiene prisa por llegar a su casa. Quien emite el primer destello sonoro gana preferencia y esa preferencia le permite saltarse un stop o un semáforo en rojo. El viaje a Nápoles quedó pendiente de antes del Covid (recuerdo que en Marzo de 2020, antes de que se derrumbara todo, estuvimos a punto de comprar los billetes de avión porque pensábamos que el Covid era un problema sólo de milaneses y bolonios). Queríamos ver las ruinas de Pompeya y Ercolano, también el museo arqueológico de Nápoles, que es donde de verdad están las maravillas sepultadas hace más de dos mil años, en Pompeya y Ercolano no quedan sino los muros de las casas, los jardines y las audioguías que indican lo que sólo puede verse si se tiene la paciencia de visitar en Nápoles el impresionante museo arqueológico en el que las esculturas de los farnesios compiten con la infinidad de detalles sepultados y conservados por la lava. Como siempre que se viaja con niños, quedan muchos sitios pendientes de visitar, muchas tareas pendientes para un nuevo viaje que espero que no se demore. No pude visitar el gabinete secreto del museo arqueológico, donde conservan los frescos pornográficos y las esculturas procaces, las normas para visitar ese rincón son muy estrictas y aunque mis hijos son mayores, creo que es preferible que ellos y yo lo visitemos por nuestra cuenta. También quedó en el tintero una excursión a Paestum, para seguir el rastro de los templos romanos y el fresco sobre la metáfora de la muerte que siempre me fascinó (sobre el que ya he escrito sin haberlo visitado -http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/01/ -). Subimos y bajamos al Capodimonte, pero no me vi con ánimo de someter a mis hijos a una visita al museo, después de haber estado toda la mañana en el arqueológico pensé que no aguantarían una sesión vespertina de Tizianos. Una de las mañana, mientras se desperezaban los niños, hice una visita virtual al museo y me quedé durante unos minutos frente al retraso del Papa Pablo III y sus sobrinos, todo un tratado de psicología humana, de ambiciones, pasiones, agotamientos, miedos y secretos bajo esclavinas púrpuras. La mirada del viejo Pablo III, con aspecto de ser un pecador empedernido, pone de manifiesto que toda la maldad tiene su sentido si se canaliza adecuadamente. Seguro que hay por el mundo algún libro dedicado única y exclusivamente a retratos de papas y cardenales, desde los borgias y los farnesios, desde Tiziano a Bacon, pasando por Velázquez. Me quedo con las ganas de ver de verdad ese retrato para intentar descifrar la razón de la leve sonrisa de Pablo III cuando ya tenía un pie en el estribo y pocas necedades por abordar. De nuevo el rastro sosegado de la muerte en esta visita. (Dejaré en Instagram la referencia de este cuadro, en realidad, de los cuadros porque pocas personas tienen la suerte de ser retratados por Rafael y por Tiziano) (#undiletanteenlacocina). La “maldad” de Pablo III debe ser proporcional a los logros de su vida ya que fue el papa que convocó el Concilio de Trento, el que favoreció la fundación de la Compañía de Jesús, elaboró la primera lista de libros prohibidos y sentó las bases de la inquisición, todo ello sin dejar de favorecer a su familia más allá de lo razonable, basta ver el palacio de los Farnesios en Nápoles para comprender su grandeza. No todo fue suciedad y ruido. Para mí fue una sorpresa el paseo por Sorrento, un remanso de calma y orden en el caos amalfitano. En Sorrento descubrimos el hotel en el que Willy Wilder había rodado Avanti. El hotel se conservaba con la presencia, elegancia y decadencia que ya tenía en esa película, aunque creo que el pillo de Wilder indicaba que la película transcurría en la isla de Isquia, pero se rodó en realidad en la península de Sorrento, en ese hotel en el que todavía podría estar apurando negronis en su terraza, oliendo las flores de los limoneros. Hotel Victoria, no descarto volver para alojarme durante unos días como Jack Lemmon y Julia Mills. Nos costará encontrar un Carlucci a la altura del que aparece en la película, tan grande que el actor que lo representó era Neozelandes, no italiano, lo que demuestra que los italianos, como los bilbaínos, pueden nacer en cualquier sitio Tan impactante fue el viaje que casi olvido los placeres culinarios que fueron muchos, empezando por las pizzas y siguiendo por las mozzarellas (todos los días pedí mozzarella para comer o para cenar, jurando que nunca más volvería a probar la mozzarella del Mercadona). La porosidad de las mozzarellas que hemos comido estos días merecerían un tratado, creo que estaría dispuesto a dedicar un año entero de mi vida a vagar por el sur de Italia buscando la mozzarella perfecta, una mozzarella que he tenido la suerte de probar varias veces en mi vida, en circunstancias siempre estrambóticas que espero poder tener tiempo de contar algún día (como las mozzarellas que conseguía mi amigo Antonio Serrano, las que comíamos nada más desembarcaban del vuelo de Nápoles, o la pizca de mozarrella que de vez en cuando incluían en los menús de El Bulli). Pizza Margherita y Mozzarella son un universo en sí mismo, como podría serlo la pasta al frutti de Mare, o simplemente con almejas (vongoles) o con mejillones (cozze). Pero ni el jamón ni las gambas pueden competir con las españolas, por mucho que se empeñen los italianos. Mis hijos podrían vivir a base de pasta y de pizza sin aburrirse jamás, yo también. De los paseos por Nápoles guardo especial recuerdo de una caminata matinal por Chiaia, un barrio con ínfulas parisinas junto al mar. Si tuviera que sintetizar el placer gastronómico del viaje me quedaría con unos pulpitos a la Luciana, un plato que puede servirse acompañado de una pasta al dente que hace que el viaje merezca la pena. Empiezo, como siempre, picando cebolla, como siempre, una cebolla, grande, puede que dos. Mientras se sofríe la cebolla en aceite de oliva, se pela y lamina un diente de ajo. La receta canónica de los lucianos no lleva hinojo, pero creo que picar un poquito de bulbo de hinojo puede irle bien. La verdura debe sudar, ir formando una salsa viscosa y brillante. Cuando la primera tanda de verduras queda atontada, añado unos tomates cherry de los de pera, las salsas salen mucho más sabrosas con estos tomates. Un kilo de tomates será suficiente. Añado la sal, una pizca de pimienta negra recién molida, una hoja de laurel, perejil picado y remuevo. Con las verduras no pongo cantidades, pero creo que conviene ser un poco exagerado, a la napolitana, para que quede una base del plato abundante. Para darle contraste a la salsa que se va haciendo, pico un puñado de alcaparras (20 gramos) y 2 filetes de anchoa. Cuando la cebolla haya quedado transparente y estén a punto de deshacerse, añado una copa de vino blanco, seco, subo un poco el fuego para que evapore. Después del vino, un poco de albahaca fresca (podría sustituirse por eneldo, sin problemas), también picada y un puñado de aceitunas negras de las que son un poco arrugadas. Añado los pulpitos bien limpios. Si son pequeños puedo incorporarlos enteros. Un kilo y medio de pulpitos permite un estofado contundente. Dejamos que se hagan durante media hora a fuego bajo, vigilando de vez en cuando, dando un meneo de cuchara. Se rectifica de sal y de pimienta y se llevan a la mesa. Nosotros probamos los pulpitos a la Luciana en una trattoría muy sencilla del barrio español. Los tomé con pasta, bucatini. En el momento de llevarlos a la mesa espolvorearon un poco de albahaca fresca. Como decía uno de los guías que nos atendieron: “ciò che è bello è bello, non più parole”, poco más se puede decir.

martes, 12 de abril de 2022

Capítulo DLXXXII.- Instrucciones para preparar una tortilla Francesa.

«Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables.» Así empiezan las Instrucciones para Subir una Escalera de Julio Cortázar, uno de los capítulos del libro Historias de Cronopios y de Famas (1962). Leí aquel libro de adolescente. Debe estar perdido en algún rincón de mi desordenada biblioteca. Hace unos meses volví a revisar el libro, lo localicé en la red y lo imprimí en papel, apenas tiene sesenta páginas escritas como su fuera un dietario deshilachado. La mayoría de los capítulos se leen en seis o siete minutos, no más. Ese es el tiempo que mi ordenador tarda en arrancar. Todas las mañanas mientras el ordenador se despereza yo leo unos minutos, primero fueron los Cronopios de Cortázar, ahora La Piel de Del Molino. El papel nunca falla, papel rugoso, anticuado pero infalible. Leo pacientemente, mirando de reojo la pantalla del ordenador para vigilar que la rutina de programas, algoritmos e instrucciones que configuran el sistema. Si algún día me cambian los equipos puede que pierda esos minutos de lectura en papel, por eso no tengo mucha prisa en que lleguen máquinas más modernas. Durante los días que leí los Cronopios me entretenía en codificar algunas de sus frases en mis sentencias, un juego infantil que no suele llevarme a ninguna parte, pero me entretiene. A veces, cuando estoy dictando una sentencia introduzco clandestinamente una cita, una frase o un acróstico de un poema, de un cuento o de una obra de teatro. Alicia en el País de las Maravillas es la que utilizo más. De momento nadie ha descubierto mi chiste privado. Releyendo las Instrucciones para Subir una Escalera se me ocurrió escribir esta entrada, porque en los más de 500 capítulos trabajados durante estos once años nunca expliqué como hacer una tortilla francesa, así que hoy, para celebrar el undécimo cumpleaños del diletante, he decidido desentrañar las instrucciones para preparar una tortilla francesa. Parece sencillo, pero puedo asegurar que durante años no supe hacer una tortilla, se me pegaba, quedaba seca, se quebraba antes de llevarla al plato… He invertido horas viendo tutoriales de los mejores cocineros explicando sus trucos para preparar la tortilla, hoy mismo he leído un artículo publicado en La Vanguardia. Creo que era en la película Un Viaje de 10 Metros (Lasse Hallström) en la que había una escena en la que el protagonista preparaba una tortilla a las finas hierbas. También recuerdo un cuento erótico de Juan García Hortelano que giraba en torno a una tortilla francesa. Una de las rutinas que me fascina es la de ver al cocinero de un hotel preparando tortillas para el desayuno. Me coloco disciplinadamente en la cola, con mi plato cogido por las dos manos, protegiéndolo sobre el pecho como si fuera un diario secreto, mientras disfruto de las maniobras del cocinero preparando decenas de tortillas con una sartén desportilladas. Prefiero los hoteles donde utilizan huevos de verdad, no cuencos llenos de huevina, porque me gusta ver como cascan los huevos maquinalmente sobre el plato, cómo lanzan una pizca de sal, cómo los baten con brío para luego depositar el fluido anaranjado sobre la sartén que previamente han engrasado con un golpe furioso de aceite. Los tortilleros de hotel merecen todos sus respetos. Se manejan como bailarinas del Bolshoi, rodeados de pequeños boles con cebolla, pimiento o tomate picado, briznas de jamón de york, lascas de queso o tiras de panceta que crepitan ruidosamente sobre la plancha. No me importa hacer cola los minutos que haga falta, incluso hacer varios viajes para que mi familia desayune tortilla, porque en cada mínima maniobra del tortillero se desvelan infinitos secretos de la buena vida, también las infinitas miserias de los que deben cuidarse de nuestra buena vida, porque hay un perfil de tortillero cabreado con el mundo, que asume su función matinal como el más severo de los castigos. Tortilleros que se manejan con desdén, que otean enfadados la cola que se va formando de diletantes que esa mañana no tienen prisa, a los que se les ha antojado desayunar una tortilla. El tortillero contrariado de desayuno de hotel se encuentra frente a un precipicio porque nadie perdona una tortilla mal hecha por la mañana. Una tortilla a la francesa debe tener las ondas, los matices y reflejos de un campo de trigo de Van Gogh, deben formarse los ribetes, cenefas y jaretones de un vestido de baile. Una tortilla perfecta debe tener el vuelo de un vals bailado en el salón de un palacete. La tortilla perfecta ha de ser esponjosa, tener un punto de brillo y forma oblonga. Hay que huir de las tortillas redondas de perímetro perfecto, también evitar las que terminan teniendo la forma de un canuto apergaminado. La tortilla francesa, como un copo de nieve, debe tener una forma y estructura caprichosa e inimitable. La tortilla responde a una de las reglas básicas de la alquimia en la cocina, la magina de convertir lo líquido en sólido partiendo de un huevo. Si ya es de por sí misterioso un huevo, convertir un huevo en tortilla puede que fuera considerado en el principio de los tiempos un acto de brujería. No sé muy bien qué serie de casualidades o de decisiones arriesgadas llevaron al primer ser humano a cascar un huevo para comérselo. Imagino que sería el hambre, un hambre extrema, la que llevara a probar ese líquido mocoso escondido en el interior de un huevo. Tampoco sé cuántas pruebas tuvieron que hacerse hasta conseguir preparar la primera tortilla francesa correcta. Seguro que hay algún estudioso que ha escrito una monografía sobre la historia de la tortilla. Emulando a Cortázar, podría empezar diciendo que nadie habrá dejado de observar que con frecuencia si se deposita el interior viscoso de un huevo sobre una superficie suficientemente caliente las mucosidades que habitan en el interior del huevo terminan por solidificarse, tanto si la superficie exterior del huevo, que llamamos cáscara, es convenientemente quebrada, como si se coloca el huevo sin quebrar sobre esa misma superficie caliente, se produce la magia del paso de líquido a sólido. La temperatura que permite que obre la magia está entorno a los 60 grados centígrados, entre los 60 y los 70 grados la clara y la yema se empiezan a solidificar. Un experto en la materia debe tener en cuenta que el punto de solidificación es más bajo para la clara (entre 60º y 64º) que para la yema (65º-70º), lo que permite cierto juego de texturas cuando ambos componentes no se mezclan. Es importante advertir que los grados empleados sean centígrados, también llamados Celsius, porque si el tortillero está familiarizado con otras medidas de la temperatura (los grados Farenheit o los Kelvin) los resultados pueden ser nefastos. Preparar una tortilla a la francesa obliga a tomar una serie de decisiones previas que en muchas ocasiones exigen una preparación de horas, incluso de días, porque una tortilla perfecta no puede prepararse si, previamente, no se dispone de la sartén adecuada. No todas las sartenes sirven para hacer una tortilla y elegir una al tuntún, abriendo si criterio el cajón de las sartenes, puede llevar al desastre. Por eso los grandes tortilleros suelen tener escondidas en el fondo de sus armarios sartenes exclusivamente destinadas al ritual tortilleros, sartenes que no pueden utilizarse para otra labor que no sea la sacrosanta de preparar un huevo en cualquiera de sus modalidades. Esa sartén especial para tortillas no tiene porqué ser la más cara, basta con ver las sartenes desvencijadas de las cocinas de los hoteles para saberlo. Lo importante es que el ejecutor de la tortilla crea y asuma que esa sartén es la adecuada por su diámetro (nunca muy grande, tampoco muy pequeña) y por su grosor permitirá esa tortilla soñada. Es recomendable que los huevos no estén fríos (mal asunto el de los huevos fríos para cualquier manifestación de las debilidades y deseos humanos). Los huevos deben estar a temperatura ambiente, siempre que el ambiente no sea extremo. Una cocina que se encuentra a 16 o 18 grados (centígrados, no Farenheit) puede ser adecuada. Pero, ojo, el huevo es un arma peligrosa, no puede estar indefinidamente a la intemperie porque puede corromperse y convertir la tortilla en un arma letal que arrastre al comensal a vómitos y cagarrinas. Por eso la exposición del huevo a una temperatura exterior que jamás debe ser extrema no puede ser superior a una hora, a lo sumo dos. No entraré en disquisiciones sobre la calidad y tamaño de los huevos, sobre todo en estos tiempos en los que los lineales de los supermercados llegan a albergar huevos de varios calibres y de varios tipos de gallinas, en función de las horas de libertad de las que dispongan. Yo utilizo una marca de huevos que asegura que sus gallinas son felices, no tengo datos que contrasten esta información, pero me conforta coger las hueveras de estas gallinas felices en el supermercado. Los días de fiesta puedo acercarme al mercado para buscar huevos de oca o de pato para tortillas de festín, pero preparar tortillas especiales con huevos no habituales rompe con una de las reglas básicas del tortillerismo militante. La tortilla debe ser en apariencia humilde, nada de dispendios. Hay muchos partidarios de la tortilla “pizpireta”, de un solo huevo, yo prefiero una tortilla de más cuerpo, la de dos huevos, aunque todo dependerá de los tamaños. Una tortilla francesa de más de dos huevos puede llegar a ser inmanejable, su ejecución entraña riesgos que un tortillero ortodoxo no debería sumir. Sobre el batido del huevo para la tortilla hay posiciones insalvables. Algunos cocineros aseguran que el huevo no tiene que batirse con virulencia, que basta con dos o tres golpes de tenedor para que se rompa la yema y se mezcle ligeramente con la clara, los defensores de esta tesis consiguen tortillas que esconden hebras más blanquecinas, exclusivamente clariles, con otras del naranja intenso de la yema impoluta. Sin embargo, los defensores de la tesis contraria aseguran que los huevos deben ser severamente batidos hasta conseguir que la mezcla espume y gane volumen, para conseguir así unos tonos ligeramente anaranjados y unas texturas muy esponjosas. Yo me declaro defensor de la tesis del batido severo, incluso con varillas si fuera necesario, pero he de reconocer que la tortilla de huevo ligeramente agitado tiene cierto encanto. Una tortilla a la francesa según los cánones debe llevar una pizca de sal previa al inicio de batido, pizca y media si se busca que sea un poco más sabrosa. Yo no soy partidario de pimientas en la tortilla. La tortilla acepta casi cualquier combinación de sólidos suficientemente picados (desde hierbas a carnes, quesos o verduras) pero esas combinaciones nos llevan a dimensiones tortilleriles más sofisticadas que pueden conducir al fracaso si no están bien asentados los pilares de la perfecta ejecución de la tortilla. Capítulo aparte merecen los defensores del golpe de leche o de nata en la tortilla, para conseguir que sea más cremosa. No atacaré a quien considere oportuno ese truco lácteo, pero deben asumir que es como hacer trampas al solitario, o comprarse una bici eléctrica. Una tortilla láctea puede ser sabrosa, incluso digna, pero deja de ser una tortilla canónica. En mi caso, el proceso de batido me sirve para conseguir la temperatura adecuada de la sartén. Enciendo un fuego medio, coloco la sartén y, mientras calienta la superficie, caso y bato los dos huevos. En España solemos engrasar las sartenes con aceite de oliva. Seguro que hay defensores del aceite de girasol, más neutro, para no profanar el sabor del huevo (mal negocio si los huevos son de gallinas infelices). A mí me gusta el punto ácido del chorrito de aceite de oliva virgen. Pero, ojo, la tortilla jamás debe flotar en aceite, la tortilla no se fríe. La grasa debe ser mínima, tres o cuatro gotas, un chorrito tacaño, nada más. En ocasiones he preparado tortillas francesas con mantequilla, una mínima nuez que distribuyo por la sartén. La mantequilla, con un punto de ebullición más liviano que el aceite, tiene la ventaja de marcar con precisión el momento de lanzar el huevo sobre la superficie caliente, cuando empieza a espumar la mantequilla es el momento de empezar a cocinar. Cuidado con la temperatura de la sartén. Si la superficie supera los 70 grados la tortilla quedará seca, apergaminada, no podrá doblarse ni formar ondas. Hay maestros tortilleros que comprueban la temperatura de la superficie aproximando el envés de la mano (la palma no, porque es menos sensible), y está el truco ancestral de lanzar la gota de huevo que queda suspendida en el tenedor con el que se han batido los huevos para comprobar si puede cuajar la mezcla. Cuando se vierte la mezcla sobre la sartén caliente hay que actuar con precisión y convicción, no albergar dudas. Ya no es tiempo de rectificaciones. Cualquier error puede ser fatal. Mientras una mano conduce el plato hondo en el que está el huevo batido, la otra debe tener ya preparado el cucharón o la espátula con la que empezar a mezclar. Cucharón o espátula de madera o de silicona, nunca de metal. El primer paso es obligado, hay que dejar que se extienda el huevo batido sobre toda la superficie de la sartén, escuchar un leve crepitar del contacto de la mezcla fría con la superficie engrasada. Yo levanto ligeramente la sartén, alejándola unos centímetros del fuego, haciendo un leve movimiento circular de muñeca para facilitar la extensión de la mezcla. A la vez, ayudándome con la espátula, empiezo a hacer movimientos circulares, ampulosos, recreándome en la formación de las primeras ondas, los primeros pliegues que se superponen de modo armonioso. Manejo con la mano izquierda la sartén, acercándola y alejándola del fuego, mientras, con la espátula, voy despegando las zonas que se van cuajando en los puntos cercanos a la pared de la sartén. Intento despegarlas con cuidado, sin que se rompa el ligero entelado sólido. Hay un instante en el que los fluidos más alejados del centro de la sartén son más sólidos que líquidos, es el momento de empezar los pliegues, como si se tratara de un pañuelo que quisiéramos colocarnos en el bolsillo de la chaqueta. Esos pliegues propios de un papirofléxico experto deben hacerse con el fuego al mínimo, incluso hay quien recomienda, con acierto, que se apague el fuero para ese plegado final. Se va inclinando la sartén ligeramente, facilitando así que el plisado tortillil caiga suavemente hacia una de las lindes. Cada pliegue ayudará a esconder las ondas cremosas, las que consiguen estar en el límite entre lo sólido y lo líquido. Con cada pliegue comprobamos si la superficie que ha tenido contacto directo con el calor ha tomado un tono ligeramente tostado, un anaranjado más intenso. Esos mismos pliegues permitirán comprobar si la tortilla ha quedado con el brillo, con el lustre adecuado. El último de esos plisados debe cerrar sobre sí misma la tortilla, conseguir esa forma ovalada. No son muchos los pliegues a ejecutar, cinco, seis a lo sumo. Se inclina un poco la sartén para que la tortilla, ya ejecutada, repose unos instantes antes de depositarla en el plato, o sobre una rebanada de pan tostado. La tortilla sobre pan sí que admite una loncha de jamón o de queso cremoso como acompañante. La tortilla debe consumirse de inmediato. La tortilla francesa fría es un sacrilegio. Preparar una tortilla francesa un miércoles laborable permite afrontar el día con la ilusión de que no será una jornada miserable. Disponer de diez o doce minutos a las siete de la mañana para preparar una tortilla a la francesa conjura todas las maldiciones y endereza malos presagios. Cada uno debería ser capaz de redactar su propio protocolo para preparar una tortilla francesa. Estas son mis instrucciones, si al lector no le han gustado, no me importa, puedo darle otras igualmente válidas y eficaces. En el Instagram del Diletante colgaré el cuadro de Van Gogh que define las ondas de una tortilla perfecta.

domingo, 20 de marzo de 2022

Capítulo DLXXXI.- De qué hablamos cuando hablamos de callos.

De qué hablamos cuando hablamos de amor es un cuento de Raimond Carver, publicado en el año 1981, que cuenta la historia de dos parejas que empiezan una conversación sobre el amor mientras van bebiendo una botella de ginebra. Hacen referencia a amores pasados, amores tóxicos que marcaron su existencia. A medida que van bebiendo van mezclando el pasado de sus experiencias con el presente, se dispersan, pierden el hilo de la conversación, hasta el punto de reprocharse si están en realidad hablando del pasado o del presente. Es un cuento triste, marcado por el alcoholismo de Carver, un problema que nunca ocultó y que terminó siendo uno de los motores de su literatura, la de los cuentos de borrachos. Hoy casi nadie lee a Carver, sin embargo aquel título sigue utilizándose como muletilla verbal para empezar a hablar de cualquier cosa. Seguramente los que acuden a este título no han leído a Carver, no han leído su cuento, pero este título tan rítmico y sugerente les permite divagar sobre cualquier cuestión. Eso me sucede a mí con los callos. Ya he escrito muchas veces sobre mi afición por los callos (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/03/cap-cxxx-ying-y-yang-entorno-un-plato.html) y mi “epifanía calleresca” en Florencia. Ya era un diletante hecho y derecho cuando descubrí la fascinación por los callos, sin embargo los callos estaban en mi vida desde siempre, como probablemente lo están en la mayoría de quienes vamos teniendo una edad. Los callos han estado siempre en los mostradores de los bares, cuajados en cazuelillas individuales de barro o embalsamados en bandejas metálicas en las que asoma, en un mar de rojos y de naranjas, pequeñas briznas cartilaginosas poco apetecibles. Los callos, su afición o aversión, ha marcado largas conversaciones entre gastrónomos o simples comilones. Hay millones de argumentos contra los callos y muy pocos a su favor, pasa lo mismo con los caracoles o con los guisos sanguinolentos. Hablar de callos es hablar de la infancia, de la adolescencia, del sabor a pimentón, del debate eterno sobre lo que aporta el chorizo a los callos, sobre el asco de su textura, los escrúpulos sobre su origen... Quien más quien menos tiene una experiencia favorable o desfavorable con los callos a poco que haya acompañado a sus padres a tomar el aperitivo a un bar a finales de los años setenta. Incluso la legión de anticallistas han reconocido su disfrute al mojar una miga de pan en la salsa espesa o al pescar una rodaja de chorizo a hurtadillas. Muchos de los que consideran el callo una aberración, disfrutan como posesos en cualquier restaurante oriental en el que les colocan un guiso gelatinoso y mórbido. En mi caso, cuando hablo de callos hablo de todo lo que he escrito hasta ahora y de muchas cosas más. No creo que el callo “maride” bien con una botella de ginebra, aunque los modernos mixólogos serían capaces de obras el milagro, pero alrededor de una botella de vino tinto con algo de gracia (una uva bobal levantina, por ejemplo), sería capaz de divagar durante horas sobre los callos y sobre las encrucijadas en las que me coloca cualquier receta que quisiera afrontar. Sin tantas mis dudas que he tardado semanas en empezar a escribir esta entrada, pese a que fue a mediados de febrero la última vez que los cociné. Cuando voy a comprar callos he de tomar rápidamente una decisión. La verdad es que nunca he hecho callos solos, siempre los he mezclado con otras carnes bizarras. La combinación tradicional es la de los callos con la cabeza de cerdo (el cap y pota catalán), yo también utilizo algo de chorizo o de chistorra (pequeñas cantidades), incluso taquitos de jamón. Mis callos son, por lo tanto, callos heterodoxos desde su inicio. Suelo comprar un kilo largo de tripa, un kilo corto de cabeza, 200 gramos de chorizo/chistorra y 200 gramos de jamón serrano en taquitos. Dado que no me conformo sólo con las tripas, cualquier intento de preparar callos en casa me obliga a utilizar la olla grande y preparar guiso para varios regimientos. Los puristas del callo defienden la necesidad de que estas piezas de carne no queden solapadas con muchos ingredientes, mucho menos vegetales. Yo, sin embargo, suelo empezar el guiso con un sofrito de verduras bastante cumplido que arranca siempre picando un par de cebollas hermosas y dulces. No falta un puerro, una rama de apio, dos dientes de ajo, dos o tres zanahorias en dados y un pimiento rojo. Los corto en juliana fina y dejo que se rehoguen suavemente en aceite de oliva. Empiezo por los dientes de ajo, luego va la cebolla, después el puerro, la zanahoria, el apio y el pimiento. Dejo que se atonten bien, que se conviertan casi en un puré. Por descontado que con el arranque del guiso no pongo ni sal ni pimienta, pero la sal y la pimienta suelen terminar apareciendo cuando ya se está consumiendo el agüilla de las verduras. Mientras el fuego hace de las suyas (siempre bajo, siempre con un ojo puesto para que no se arrebaten las verduras). Voy picando la parte carnal. Aquí se abre otra incertidumbre sobre el tamaño de las piezas. Sé que hay quien defiende que si la tripa no se corta en rectángulos o cuadrados que se distingan bien, del tamaño de una cajetilla de cerillas, el guiso no es de callos, sino de otra cosa. Yo casi siempre opto por cortar la tripa y la cabeza en tiras de un dedo meñique de largo (de mi dedo meñique, que mide 7 u 8 centímetros, porque hay muchos dedos meñiques). Mis tiras son estrechas, no llegan al centímetro. El jamón y el chorizo van en tacos muy pequeños, del tamaño de la uña de mi meñique (que es como una moneda de un céntimo de euro). La última vez le puse también un poco de butifarra negra al guiso. Llega el momento del picante, aquí no tengo dudas, nada de wasabi ni de mostaza en polvo, en cuanto al picante acudo a las guindillas pequeñas, dos, y a una cucharada sopera pero rasa de pimentón de la Vera, pimentón del que llaman dulce. Mezclo bien. Puede que llegado a este punto decida empezar con la cerveza, con el vino o con el jerez. Antes de añadir la carne me enfrento a una nueva duda existencial que tiene que ver con el alcohol que debe ayudar a rehogar bien la verdura. Sé que los cánones mandan añadir vivo blanco, pero yo a veces le pongo un poco de vino de jerez, o de vermut blanco. La última vez decidí que mis callos, más bien mis no/callos, llevarían coñac, un coñac bueno de los que saben y huelen a madera. Fui generoso con el coñac, añadí un chorro largo, subí bien el fuego y dejé que me invadiera una bocanada de precallo, removí toco bien y dejé que durante un par de minutos el vapor colonizara la cocina. Después bajé el fuego al mínimo para añadir de golpe toda la carne (sé que podría haber iniciado el sofrito con el chorizo y el jamón, para que fueran colonizando con su sabor las verduras, pero preferí que las carnes viajaran todas juntas y todas juntas se empaparan el sabor alegre de mis verduras aderezadas. Remuevo bien con el cucharón de madera. Tengo que hacer algo de fuerza porque la suma de cantidades va haciendo que el guiso sea monumental. Meneo los ingredientes para que sea imposible distinguir uno de otro. Calculo la salsa que podrá quedar, en función del líquido que hayan destilado las verduras y el que destila la tripa. Prefiero añadir el agua al principio, con mesura, para garantizar que mis callos estén bien salseados. Necesitan al menos una hora de amor de lumbre. Tiempo más que suficiente para terminarme el vino o la cerveza y decidir si mis callos los serviré viudos, como segundo plato, o si irán con garbanzos, incluso con arroz. Los callos reposan, yo ya he hablado de los callos, de mis callos, con quien me quiera escuchar, puede que durante los preparativos me haya tomado más de una copa de vino y no sepa si estoy hablando de los callos del pasado, los del presente o los del futuro, pero sé que quien acuda a mi mesa va a disfrutar, incluso mis amigos más anticallistas han reconocido que mis callos juegan otras ligas y que están más cerca de un estofado de pobre que de los callos a la madrileña de las barras de los bares. Los anticallistas acérrimos prefieren que los acompañe con arroz o con garbanzos que sirva a parte, ellos se ocuparán de añadir la salsita sin tropezones para disfrutar del tacto pegajoso y denso de mi salsa de callos. Creo que mis callos se parecen a uno de los cuadros en apariencia desordenados de Alfonso Albacete. Las apariencias engañas porque todo caos, incluso el de mi receta de callos, responde a cierta lógica del paladar y de los sentidos. Últimamente los cuadros sólo puedo colocarlos en mi Instagram (#Undiletanteenlacocina).

miércoles, 2 de febrero de 2022

Capitulo DLXXX.- Sobre L'art d'Explicar l'Art y su aplicación a la cocina.

Un amigo ha escrito un libro, se titula L’art d`Explicar l`Art, el autor se llama Enrique Nogueras Abello. La lectura es, en apariencia, sencilla, ha elegido una treintena de obras de arte (pintura y escultura) sin otro patrón que el de sus gustos. No hay preferencia por una época o periodo determinado, aunque la mayor parte son obras son de los últimos 30 años. Este es el enlace del primer capítulo (https://grup62cat.cdnstatics2.com/libros_contenido_extra/49/48154_L_art_d_explicar_l_art.pdf ) Su propuesta es maravillosa, explica en pocas páginas cómo ver, como enfrentarse a una obra en principio extraña o anodina. Llega a cada cuadro, a cada escultura o a cada happening (hay bastante propuesta rompedora) con el espíritu de un niño, dispuesto a descubrir qué quiere contar el artista y como lo cuenta. En cada fotografía hay una pequeña historia que conecta con las emociones propias, con vivencias del artista y vivencias propias. No es un libro largo, está excelentemente editado y es una delicia que dura poco porque en pocos días se devora el centenar largo de páginas y de fotografías. AL leer el libro me ha dado envidia la capacidad de fascinación que mi amigo tiene utilizando párrafos no muy densos, frases cortas, llenas de ingenio y de ingenuidad, muy naturales. Me gustaría ser capaz de escribir de cocina con la facilidad con la que él escribe de arte. Empiezo poniendo en común a una de las artistas que aparecen en el libro, Joana Vasconcelos, una escultora portuguesa fresca, con un lenguaje propio que parece muy cotidiano y que encierra sorpresas. Es heredera del arte Pop, apasionada de formatos grandes en los que utiliza objetos sencillos a los que suele dar la vuelta, para darles un nuevo significado. Yo he elegido una escultura que se llama Marilyn, un zapato de tacón de aguja en el que, si ampliamos la imagen, descubrimos que está compuesto por cazuelas de acero inoxidable, una buena línea transversal entre la cocina, el arte, el cine y las rutinas diarias. (Esta es su web https://www.joanavasconcelos.com/menu_pt.aspx , un rincón ideal para perderse en las redes. Con estos mimbres he decidido ponerme a cocinar, en realidad a compartir, una receta de pescado, una merluza doblemente atrapada en papillote. Para el guiso se necesita una merluza de tamaño medio, por lo menos de dos kilos. Conviene no ser rácano, gastarse el dinero en una buena merluza de carnes prietas. La pieza se trabaja entera, hay que pedir al pescadero que quite la espina sin apurar mucho, dejando el interior limpio. También se necesitan verduras, las que toque de temporada. La cebolla, el calabacín, las zanahorias, el puerro, un poco de apio, unas berenjenas, espinacas, cardo …. No hay pautas previas. Sólo que sea fresca y se pique bien para rehogarla. Hay que tener cierta medida con las especias ya que pueden “comerse” a la merluza. Yo he optado por pimienta de Jamaica y unas hojas de cilantro (tres o cuatro para evitar fagocitaciones). En este caso opté por un sofrito en wok, verdura muy picada (cebolla, zanahoria, apio, calabacín y berenjena), con unas gotas de salsa de soja. Lo dejé muy atontado. Verdura abundante (2 cebollas, 2 zanahorias, un calabacín hermoso, una berenjena y una rama de apio). Hecho el sofrito, lo dejé reposar mientras preparaba la merluza. Para la merluza no hay mucha ciencia, se extiende cuan larga sea sobre papel de horno (el tamaño del papel un poco más del doble de la longitud de la merluza). Se abre la merluza para salpimentarla generosamente, se rocía con aceite de oliva (también con generosidad) y se coloca la verdura longitudinalmente (no conviene pasarse para que no rebose). Se cierra el lomo de la merluza, puede ser útil pinchar unos palillos para atravesar los lomos y que no se separen durante la cocción. Se envuelve la merluza cuidadosamente en el papel de horno, como si fuera el envoltorio de un regalo. Debe quedar bien cerrado, doblando por los bordes. Es el primer papillote. Se extiende sobre la mesa papel de aluminio (el doble del tamaño del paquete de la merluza) y se coloca el paquetillo de papel de hornear. Hay que repetir el proceso, de modo que el papel de aluminio envuelve completamente el paquete en el que está la merluza. Se precalienta el horno a 180º y se deja el papillote sobre la plancha del horno. El tiempo de cocción dependerá del peso final de la merluza (para una merluza cercana a los 2 kilos, 25 minutos es suficiente). Debe tenerse en cuenta que con una temperatura exterior de 180º la merluza se cuece a poco más de 100º ya que tiene dos capas protectoras. Si el envoltorio se ha cerrado correctamente (bien cerrado), la merluza quedará cocinada al vapor, sin perder sus sabores, que quedan encerrados en el papillote. La verdura habrá terminado de hacerse y dará sabor al interior del pesado, que queda muy sabroso. Hay que tener cuidado al abrir el paquete. Puede ser útil hacerlo sobre una bandeja con algo de fondo ya que el guiso deja una salsilla muy gustosa que le da vida al plato. Normalmente se abre el papillote ya en la mesa, ante todos los comensales. El papillote hace que el pescado aguante caliente 10 ó 15 minutos. El relleno podría ser una mantequilla de gambas con pimentón, en vez de la verdura, o cualquier otro relleno suave. Si todo ha ido bien, el plato es un festival de sabores y de colores. La merluza queda gustosa, de aspecto brillante, muy fácil de comer. Un poco de salsa holandesa o de mayonesa rematan la guarnición.

jueves, 6 de enero de 2022

Capítulo DLXXIX.- Egipto.

Media tarde del día de reyes, navidades casi/casi superadas, queda la resaca del fin de semana. Tenemos un covid positivo en casa, sin síntomas graves, pero nos ha obligado a suspender los planes de este tramo final. He descongelado el roscón pequeño, he montado un poco de nata y, después de comer, nos hemos dejado llevar por una siesta espesa, con la televisión a media voz, haciéndonos compañía. En National Geographics encadena varios capítulos sobre los tesoros ocultos de la arqueología egipcia. Supongo que este tipo de documentales suele ser habitual, pero, como acabamos de regresar de Egipto, la programación que antes saltábamos sin interés se convierte esta tarde en el hilo que nos lleva del mediodía a la noche. Enganchamos uno tras otro distintos capítulos en distintas cadenas que giran en torno a la historia y la cultura egipcia. El 27 de diciembre viajamos a El Cairo, allí pasamos tres días antes de embarcarnos en Luxhor para subir en crucero hasta Aswan. Pasamos fin de año como si fuéramos personajes de una novela de Agatha Christie y tentado estuve de cometer algún asesinato para deshacerme de los pasajeros más escandalosos. Al dar las doce de la noche conseguimos milagrosamente un cargamento de uvas y brindamos con un espumoso infame de origen desconocido, aunque utilizaba el nombre de Valmont, como el perverso vizconde de las Amistades Peligrosas. El viaje a Egipto ha sido una experiencia especial, impactante, casi puedo considerar un milagro que, con la que está cayendo, nos hayamos atrevido a viajar hasta el Cairo y salvar todas las incertidumbre con fortuna. Está claro que tenemos que acostumbrarnos a convivir con el Covid e incorporar pequeñas cautelas que nos mantengan razonablemente seguros. Al regresar a casa he recontado las entradas de los museos y monumentos que hemos visitado durante 6 días, 17 en total, empezando por las pirámides de Gizhe y terminando en el Templo de Abu Simbel. Hemos comprimido casi cinco mil años de historia desde la pirámide escalonada de Saqqara (año 2.650 antes de Cristo) hasta las callejas caóticas de la trilogía de El Cairo de Naguib Mahfuz (que escribió sus últimos artículos iniciado el siglo XXI). Inevitablemente el contacto con una cultura tan ajena es muy superficial, pero quedo con las ganas de futuros viajes en los que prometo estar más documentado. Mucha información en pocos días. No he llegado a la experiencia mística de un grupo de faranduleros con los que coincidimos durante el crucero, ellos han vivido con absoluto frenesí cada una de las paradas y han colgado en las redes sociales crónicas desaforadas de intensa emoción. Es una suerte coincidir con un actor más o menos de moda porque en su Instagram se puede seguir con detalle nuestro recorrido, incluso aparecemos nosotros como figurantes accidentales en alguna foto. Me he quedado con ganas de estar más días en El Cairo, soy el único de casa que regresa con esa sensación ya que al resto de la familia la ciudad les ha agobiado. Razones hay para el agobio porque la ciudad es absolutamente caótica, sin apenas semáforos y una circulación endiablada en la que cruzar una calle puede llegar a ser imposible. Hubo un día en el que tardamos una hora y media en recorrer dos kilómetros. Nos recogió un guía nada más llegar al aeropuerto y nos fueron tutelando hasta la mañana del regreso; gracias a los guías conseguimos franquear la infinidad de controles policiales que nos encontramos. El país está tomada por el ejército y la policía, armados hasta los dientes. Para entrar y salir de los hoteles había que franquear un arco de seguridad y pasar las mochilas por un escáner. Gracias a los guías, todos esos trámites resultaron relativamente sencillos y nos sentimos razonablemente seguros, aunque la mayor parte de los controles fueran sin duda inútiles ya que los detectores pitaban sin cesar sin que nadie se inmutara. Todo respondía a un código de comportamiento por el cual lo importante no es la eficacia de los medios empleados, sino la certeza de que para el país la seguridad de los turistas era una prioridad. La policía y el ejército de cada uno de los vados que superamos anotaba en unas libretas destartaladas las matrículas e identidad de nuestros conductores, como si llevaran un registro milimétrico de los movimientos de cualquier visitante. Viajando con niños no creo que sea recomendable circular por el país sin guía. Hay rutas que sólo pueden hacerse con una previa autorización administrativa y el cada control de seguridad parece que el policía o soldado de turno vaya a pedirte una mordida. Desde las columnatas del Templo de Saqqara hasta la espectacular mezquita de Muhamad Alí, en una de las colinas de El Cairo, cada una de las 17 paradas exigía años de estudio y de reflexión, pero nos conformábamos con quedarnos maravillados en cada una de las paradas, nuestro guía, Ihbramin, absolutamente encantador, reconocía que su trabajo era destacar tres o cuatro datos o detalles curiosos o sorprendentes, renunciando a exposiciones aburridas. El guía fue hilvanando un largo relato a lo largo de los días que pasó con nosotros jugando con referencias que repetía y sobre las que nos interrogara como si se tratara de un pasatiempo para niños. Sin quitarle mérito al esplendor de cada uno de los templos y pirámides que vimos, lo cierto es que en cada parada tuve la sensación de estar en el escenario de una película de Cecil B. de Mile, el gran Hollywood ha hecho mucho daño a la historia de Egipto, puede que también se lo haya hecho a Grecia y a Roma, convirtiendo la historia del arte en el atrezzo para un Pepplum. Quizás por esa sensación de haber visto antes en una película cualquiera de los monumentos visitados, mi impacto mayor ha sido con la desquiciada ciudad de El Cairo a la que espero regresar, como espero regresar a Estambul, a París, a Roma o a Nueva York con tiempo suficiente como para poder callejear sin prisas. También me quedo con algunas escenas divertidas, como la de los vendedores de manteles y chilabas que se engancharon a la motonave en la que hacíamos el crucero para lanzar a varios metros de altura sus mercancías embolsadas; estuvieron casi dos horas tirando y recogiendo todo su muestrario, sorteando las corrientes y regateando con los pasajeros mientras que el responsable del bazar del barco se desesperaba porque aseguraba que en su tienda las mismas piezas eran mucho más baratas. Aquella escena fue una fiesta que mereció, por si sola, el viaje. Los infinitos controles policiales terminaron por ser entretenidos, pasear entre tanquetas y corazas de acero daba al viaje un toque de aventura salvaje. La segunda noche el primer guía nos colocó una cena en una barcaza en el Nilo asegurando que no era para turistas y que resultó una experiencia surrealista en la que una bailaría insulsa y entrada en carnes ejecutaba una danza del vientre pretendidamente sensual y un trasunto de derviche malencarado empezó a dar vueltas sobre sí mismo, abriendo los vuelos de la falda al son de una música frenética; cuando pensábamos que el espectáculo iba a acabar, se apagaron las luces y de las faldas del derviche empezaron a iluminarse bombillas led y se convirtió en una atracción de feria, tan estridente que era imposible no quedar fascinados. Me pareció maravillosa la travesía por la carretera del desierto, desde Aswan a Abu Simbel, 250 kilómetros en línea recta, atravesando la nada más absoluta en una furgoneta que circulaba a todo trapo. Paramos a mitad de camino, en un chamizo de ladrillo en el que había un bar y unos baños con un chico que supervisaba el local y que exigía cinco libras por cada persona que accediera al urinario (cinco libras equivalen a poco más de 15 céntimos de euro). Bromeamos durante el resto del trayecto sobre la absurda profesión de encargado de mingitorio en el desierto, hasta que hicimos números y calculamos que si se detenían al día 5 autobuses con cien pasajeros por vehículo, la caja mensual del urinario podría superar el equivalente a 4.000 euros, si tenemos en cuenta que el sueldo medio en Egipto apenas llega a los 350 euros, el dueño de aquel local le sacaba un rendimiento millonario a las cuatro paredes olvidadas en mitad de las dunas, al pie de la carretera a Abu Simbel. Hubo algún instante de tensión en el regateo en algún bazar, donde pedían cantidades exorbitadas por figuras de alabastro imposibles obligando a un regateo absurdo en el que, gracias al auxilio de nuestro guía, evitamos tensiones mayores, aunque salimos con cajas destempladas de alguno de los locales. Terminó por ser agobiosa la insistencia de algunos vendedores que se apostaban a las puertas de todos y cada uno de los monumentos, eso hizo que termináramos decidiendo no comprar casi nada por lo cansinos que llegaban a ser. Tuvimos nuestro momento masterchef comprando especias en un bazar de Aswan, un tendero egipcio que chapurreaba el español nos enseñó unas fotografías con Jordi Cruz, el cocinero del Abac. Mientras nos ofrecía te de hibisco y un cesto con unos cacahuetes muy gustoso, nos hizo una exhibición de saber sobre especias y combinaciones dándonos a oler y a probar briznas de hierbas y semillas exóticas. Husmeé en los botes de azafrán iraní, cúrcuma, comino y pimientas varias, al final compramos al peso varias especias que he empezado ya a probar con resultado de momento satisfactorio (en otras ocasiones había regresado de algún viaje cargado de bolsas de serrín de colores, vendido como si fueran las esencias orientales). En los viajes organizados la comida suele ser un riesgo y así lo temimos durante los primeros días, en los que sólo comimos pinchos de albóndiga secos (Keftas) y pollo a la brasa con hummus, pero al llegar al crucero las expectativas cambiaron, el cocinero del barco era un profesional con imaginación y talento que hizo que disfrutáramos de algunos platos originales, así como de sopas, caldos y cremas en todos los pases. La cocina mediterránea oriental maneja con habilidad las cremas y los untarbles, derivados del hummus y de otros purés de legumbres y verduras. Ya escribí hace tiempo del Baba Gamush y no quiero repetirme. Cierro la entrada con la receta de las fool Mudammas, una pasta de habas rehogadas que reúne todos los elementos de nuestro viaje. En España cada vez se comen menos habas, a mí me gustan aunque reconozco que tienen un punto amargo y arenoso que puede resultar un poco agreste. Para estas Mudammas (habas) se necesita medio kilo de habas secas que hay que dejar en remojo durante al menos una noche (pueden ponerse a remojo en agua con gas, o ponerse una pizca de bicarbonato para que queden más esponjosas). Al día siguiente se prepara un sofrito con una cebolla bien picada, una zanahoria, un tomate cortado en dados, una pizca de comino en grano, un par de bolas de pimienta, sal y un poco de agua o de caldo de verduras (se anuncia como un plato vegano). Cuando el sofrito está hecho, se añaden las habas y se cubren de caldo durante 30 minutos (si se hierven en olla a presión). Una vez se han cocido las habas, se chafan con ayuda de un tenedor (no es necesario que quede una pasta muy fina), se riegan con un chorro generoso de zumo de limón, un ajo picado, un poco más de comino y otro chorro generoso de aceite de oliva. Ya está hecha la pasta de habas que puede servirse con pan de pita y con una picada de tomate, cebolleta y chiles verdes para darle un poco más de alegría y de frescura. Y como cuadro de compañía uno de los escarabajos de Joan Miró, deudores de los enigmáticos escarabajos egipcios que asomaban por casi todos los templos.