miércoles, 31 de agosto de 2022

Capítulo DLXXXVI.- Desde/hacia el Oeste.

El día 29, por la noche, regresamos de vacaciones. Tres semanas fuera de casa. 6 vuelos más uno en avioneta, casi 4500 kilómetros en coche cruzando desiertos y parques nacionales. Tres estados y dos países. Más de 20 horas Para volver. Cuando entramos la casa seguía manga por hombro, casi peor de cómo la habíamos dejado. Las obras no avanzaron casi nada durante nuestra ausencia y, además, el gas estaba cortado, los fogones de la cocina desmontados, los pasillos colapsados por listones sobrantes, cajas destartaladas y una gruesa capa de polvo cubriendo cada rincón. Nosotros, que pensábamos que la misma noche de llegada podríamos hervir unas judías verdes y preparar unas pechugas a la plancha, tuvimos que marchar en busca de una pizzería de guardia para aplacar el apetito voraz después de casi un día de aviones, enlaces y tránsitos. Pasadas 48 horas de nuestra llegada la casa poco a poco vuelve a la normalidad. Quedan todavía algún fleco, en unos días llegarán los muebles y, acabados los múltiples flecos, puede que a final de mes podamos dar por buena la aventura de la obra. Puede que la verdadera gesta del verano. Hemos estado tres semanas conduciendo por el oeste de los Estados Unidos, un recorrido que empezamos en Las Vegas y terminamos en Los Ángeles, con muchas idas y venidas para intentar exprimir al máximo el tiempo programado. Los cuatro días finales los pasamos en la Baja California, en México, intentando descansar en la playa. La sensación del regreso ha sido contradictoria. Hemos visto mucho, pero ha quedado mucho por ver. Hay momentos en los que parece que puedas comprender la mentalidad y el modo de vida americano, pero rápidamente me doy cuenta de que es una sensación un tanto superficial, un primer contacto con mundos en apariencia cercanos, llenos de referencias comunes, pero con diferencias abismales en el modo de enfrentarse al día a día. Cuanto más viajo más dudas me asaltan, menos seguro estoy de todo lo que sé, de todo lo que pienso. Tengo la suerte de que, al viajar en familia, los asideros y las complicidades son firmes, lo que me permite enfrentarme a las novedades con mucha tranquilidad. Como ya me ha sucedido en otras ocasiones, esta vez tampoco hemos buscado/tenido grandes emociones culinarias, aunque el bufet del hotel de México y sus restaurantes temáticos estaban razonablemente bien. La cocina Mexicana necesitaría un viaje destinado única y exclusivamente a descubrir toda la riqueza y todos los matices de sus fogones, de las combinaciones que desde fuera parecen imposibles. Espero disponer de tiempo, de fuerza y de dinero suficiente como para regresar a México sólo para comer y beber. Si tuviera que elegir tres momentos de estos últimos días seguramente me decantaría por la llegada a Monument Valley, no me defraudó en absoluto, el paseo por el Bosque de Muir, en San Francisco, y un whisky que me tomé en la terraza del hotel, viendo romper las olas del Mar de Cortez. Solo por esos tres ratos de calma merece la pena todo el viaje. En lo que afecta a la comida puedo corroborar que los norteamericanos por regla general comen fatal. Que lo que ellos llaman comida “gourmet” (un término que cada vez me molesta más), es excesivamente cara y pretenciosa. Una comida que en Europa sería normalita se convierte en USA en una experiencia obscenamente cara y pretenciosa. En ninguna de las mesas faltaba el kétchup, una salsa omnipresente que me genera sensaciones contradictorias. He de reconocer que una patata frita puede llegar a otra dimensión sólo con una gota de esa salsa. Creo que nadie en su sano juicio se plantea reproducir este tipo de salsas. Nuestro paladar está tan acostumbrado a ese mejunje industrial que cualquier intento de salsa casera que lo emule estaría condenado al fracaso. Sin ayuda de la química más obscena resulta complicado reproducir la textura casi gomosa de ese derivado del tomate. Conseguir el color entre rojo y bermellón, el reluciente contraluz espero de la salsa colocada sobre la mesa, dispuesta a disimular cualquier mala pieza de carne o cualquier patata congelada. El kétchup puede servir indistintamente para describir el sueño y la pesadilla americana, las historias de éxito rutilante, también los fracasos más ruidosos. Cada una de las historias con las que nos hemos cruzado estos días podría acompañarse de una botellita o una tacita con esta salsa. Cada vez que mis hijos veían un cochazo deportivo o una casa colgada de un acantilado, frente al mar, les recordaba que por cada persona de éxito suele haber cien personas que han fracasado y que han terminado trabajando (normalmente siendo explotadas) por el triunfador. La marca más famosa de Kétchup produce al año 650 millones de botellas, casi doscientas mil toneladas de ese magma pringoso y seductor. El kétchup no deja de ser una salsa de tomate frito, endulzada con miel y azúcar, por lo tanto, el punto de partida es siempre el tomate. Después de consultar diversas recetas creo haber dado con una fórmula que podría aproximarse en sabor y en textura al kétchup. En cuanto recupere el domino de mi cocina haré los ensayos pertinentes, con la esperanza de poder convencer a mis hijos, consumidores expertos de kétchup. El punto de partida son tomates maduros, 750 gramos de tomates cortados en cuartos. Sirve el tomate de pera, conviene elegir una modalidad que no tenga mucha pepita y que no sea muy acuosa. Creo que podría sustituir los tomates frescos por un buen preparado de tomate natural, una casata italiana podría servir. Hay pocos detalles sobre las verduras que acompañan al sofrito de tomate. Todos los recetarios coinciden en que la receta lleva 50 gramos de pimento rojo y un poco menos de cebolla (35 gramos). Yo creo que la base mejorará sustancialmente si sofrío una cebolla hermosa (casi 100 gramos), soy un poco más generoso con el pimiento (75 gramos) y añado un diente de ajo, dos zanahorias y una rama de apio que no sea muy fibrosa. Descarto casi por completo que los norteamericanos utilicen aceite de oliva para el sofrito. Yo no pienso renuncia a él. Así las cosas, enciendo los fogones, pico la cebolla, el pimiento, el diente de ajo, las dos zanahorias peladas y el apio. Arranco el sofrito con un chorro generoso de aceite de oliva. Fuego medio/bajo y dejo pochando la primera tanda de verduras. Cuando la cebolla empiece a estar transparente incorporo los tomates (o el concentrado de tomate). Mezclo bien y cuando se asumen los primeros borbotones afronto el reto de las especias. Dos pizcas de sal, un golpe de pimienta negra, también una ramita de canela para dar sabor, más dos clavos de sal (tanto la canela como la sal conviene retirarlas pasados los primeros 15 minutos de cocción). Yo no estoy dispuesto a renunciar a darle un golpe de comino, incluso otro de orégano. Una de las claves del éxito del kétchup es su textura, para conseguirla es necesario que evapore bien el agua, sin prisas ni estridencias, manteniendo una temperatura media, removiendo con frecuencia para que no se pegue la salsa y no empiecen a aparecer ribetes pardos. En función de los recetarios consultados la siguiente encrucijada es la del vino blanco (hay quien lo sustituye por vinagre). La cantidad recomendada es de 40 gramos (una copita). Yo creo que para evitar dudas y conseguir cierto toque elegante le pondré un jerez o un oloroso, prescindiré del vinagre y de cualquier vino peleón que queden en la nevera. Un buen jerez puede servir, incluso un coñac. Con la llegada del alcohol conviene subir un poco la llama para favorecer que evapore rápido. Cuando la salsa haya absorbido el vino bajaré la temperatura casi al mínimo y añadiré la miel (20 gramos) y el azúcar moreno (otros 20 gramos). En función del grado de dulzor que tenga la salsa previamente ajustaré el dulce, puede que incluso lo reduzca casi a la mitad. Toca ahora remover bien, dejar que la salsa termine de ligar y vaya espesando. Si las verduras no se deshicieran del todo convendría pasar la salsa por la batidora o por un chino. Utilizaré algún bote de kétchup vacío para conservar mi salsa. Puede ser bueno que la salsa repose 24 horas, primero fuera de la nevera, hasta que quede a temperatura ambiente, después en el refrigerador. A partir de la salsa kétchup podrá animarme con otras salsas americanas, como la barbacoa, pero eso dará para otro capítulo. Como cuadro de contrapunto de la receta he encontrado una pintura de Sorolla, El Pie Herido, una acuarela playera que está expuesta en la Fundación Getty de Los Ángeles, uno de los museos que no he podido visitar. En esta ocasión no había programados museos y restaba complicada la negociación con los niños para destinar tres o cuatro horas al arte. En definitiva, quedaron muchas tareas pendientes que justifican que regrese al Oeste. La imagen, como siempre, en Instagram (#undiletanteenlacocina).

1 comentario:

  1. magnífica exposición de la receta.¿pasó bien la crítica de los expertos?

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