viernes, 21 de octubre de 2022

CAPITULO LDXXXVIII.- La vida secreta de las cosas.

He pasado algunas semanas intentando centrarme. Terminaron ya las obras de casa, que todo lo trastocan, y también van acabando las obras interiores, que alteran mucho más. Lo cierto es que cuando se producen o anuncian cambios cuesta poner en orden las cosas, parece que tengan vida propia, seguramente la tienen. En casa hemos hecho reformas en la entrada, salón y cocina, las estancias en las que pasamos gran parte del día. Hemos tirado tabiques, cambiamos la distribución de una parte importante del salón, quedaron fuera muebles, sustituidos por estanterías. La televisión cambió de sitio y hace diez días llegó un gran sofá, en forma de L que se ha convertido en el centro estratégico de la casa. Tuvimos que sacar una parte importante de los muebles, también libros, cuadros, vajillas, cristalerías, adornos varios. A medida que avanzaban las obras en nuestra cabeza y en la realidad íbamos buscando acomodo a cosas que hasta ahora pensábamos que eran imprescindibles, buscando espacios para otras que creíamos que encajarían en la nueva estructura de la casa. Libros grandes, casi todos los míos de cocina, catálogos de pintura y de pintores que he ido coleccionando durante años, cuadros, esculturas… Al final nos hemos dado cuenta de que muchos de aquellos objetos que creíamos imprescindibles han terminado olvidados en el fondo de un armario, incluso en algún contenedor. Otros, sin embargo, han ganado protagonismo, han ido reivindicando espacios, han recuperado su trono. Creo que las cosas tienen vida secreta, que toman decisiones, se esconden o se ubican en función de lógicas que nos superan. No descubro nada nuevo. Desde que era niño me he acostumbrado a ver en los dibujos animados que los objetos más anodinos tienen vida propia, autónoma e independiente de sus dueños, se rebelan, te acogen, te rechazan o juegan sin malicia o con toda su maldad. Cuantas veces no nos hemos desesperado buscando algo que sabíamos perfectamente que habíamos dejado en un lugar determinado. Las tazas de “La Bella y la Bestia”, las escobas del “Aprendiz de Brujo”, los juguetes de “Toy Story”… Se han convertido en seres animados y con personalidad propia. Puede que los objetos protesten cuando se hacen obras sin consultarles, cuando se perturba su paz, cuando cambia la iluminación o cuando se los coloca en junto a otros objetos con los que se llevan mal. No es sólo una cuestión estética, sino ética. No sabemos cuáles son los códigos éticos de objetos que apreciamos, como mi tocadiscos, un regalo de hace años que estaba cómodamente guardado en el fondo de un cajón, ajeno al mundo y a los ruidos. Ese tocadiscos que tiene un toque pop y que no estaba acostumbrado a ser utilizado. Sin embargo, los discos están muy contentos, en varias ocasiones han estado al borde de terminar en el mercadillo o en un contenedor, pero, de repente han vuelto a ser hermosos y útiles. He de decir que hay canciones que sólo podría escuchar en un tocadiscos de aguja, no en spotify. Cuando terminó la obra recolocamos adornos y ajuar conforme a un plan predeterminado en casa, siguiendo una pauta estética que creíamos irreprochable, pero pronto nos dimos cuenta que la vida propia de los objetos imponía lógicas estéticas distintas, que entre ellos formaban alianzas que nos resultaban extrañas y que, de repente, una fotografía que creíamos maravillosa se ha convertido en una imagen sin tono ni belleza. Creo que, terminadas las obras de casa y a punto de terminar otros cambios, es bueno que dejemos que las cosas recobren su equilibrio, se reubiquen y dejen de protestar. Eso me ha pasado en la cocina. Los meses de cambio hicieron que la cocina fuera un espacio poco acogedor. Aparentemente le hemos quitado una parte que ha pasado a ser una tierra ambigua, a medio camino entre la entrada y el salón. Cambiamos luz y suelo para que un espacio hasta ahora desaprovechado se convierta de repente en un rincón acogedor. Pero mi cocina, que es terca como una mula, ha conseguido integrar ese nuevo espacio en una parte distinta, pero útil del devenir culinario. En las nuevas repisas de mármol he conseguido que reposen masa, que aguarden bandejas con fiambres, que se acumulen frutas y verduras. Incluso los libros de cocina han ganado mucha más presencia, sobre todo los que marcaban el ritmo de mis guisos: El imperial Ducasse, el imprescindible Bocusse, la práctica Parabere… Han ganado en jerarquía ya que no tienen que compartir espacios con recetarios de cocinas étnicas o de técnicas ya desfasadas. Aprendí mucho de la vida secreta de las cosas viendo dibujos animados. Tuve la inmensa suerte de seguir viendo dibujos hasta hace bien poco, porque hasta hace poco tiempo mis hijos seguían embobados viendo Bob Esponja, que no deja de ser un objeto absurdo con vida e inquietudes propias. También aprendí sobre esa vida y esas palabras ocultas de las cosas contemplando bodegones en apariencia fríos. En este tiempo de cambios he hecho viajes, casi todos increíbles, en todos me he ido fijando en pequeños detalles, en pequeñas cosas. Hace poco estuve/estuvimos en Bolonia, allí, por sorpresa, descubrimos un museo dedicado casi por completo a Giorgio Morandi. En el Museo de Arte Moderno de Bolonia (MamBo) pudimos disfrutar de varias salas dedicadas a las frías rutinas de Morandi, a sus botellas de tonos apagados, sus jarrones alargados, sus vasos y copas sin lustre… Morandi sí que tuvo la capacidad y la paciencia de comprender a los objetos inanimados, dialogar con ellos. Yo también intento aprender. Dejo sobre la nueva encimera de madera todos los ingredientes de los platos que voy a preparar. Los ordeno en muchas ocasiones por criterios estéticos, respeto sus jerarquías, los separo y doy dos pasos atrás para ver cómo van encajando. Intentar escuchar cómo hablan entre ellos y como imponen rutinas distintas de las que yo pudiera tener pensada. Empeñado en esta nueva tarea de comprender la vida secreta de las cosas, hoy por la tarde tendré que ponerme a cocinar, mañana vienen unos buenos amigos a conocer de primera mano los cambios y queremos prepararles una buena cena, algo especial, aunque no sea especialmente novedoso. Cocinando quiero transmitir lo mucho que aprecio a mis amigos. Eligiendo un vino que sé que les puede gustar o sorprender, dándole un punto a la cocción que les haga sonreír con el primer bocado. Ahora todavía no ha amanecido. Marcho en tren hacia Madrid, a media tarde estaré en casa, de regreso. Cuando llegue tendré que preparar rabo de ternera. Las piezas de carne las compré ayer, las dejé macerando en un buen vino, especiadas sin abusar. Esta tarde tendré que rehogar la carne, dejarla al punto meloso que me permita deshilacharlas para hacer unos canelones de rabo de ternera con puré de boniato, plato principal. Estuve tentado de preparar la carne a la baja temperatura, envasarla al vacío y dejar que, durante horas, muchas horas, fuera sudando y aflojándose. La cocina al vacío da unos resultados fantásticos, aunque a veces tengo la sensación de que en realidad no cocino. Después de darle alguna vuelta, he optado por una técnica radicalmente distinta, la de la cocotte. Justo lo contrario de lo inicialmente pensado. En ese diálogo entre ingredientes, me parece que llenar la cocina de olores recios a guiso de toda la vida puede ser mucho más divertido que meter ingredientes anodinos en una bolsa hermética sumergida en agua tibia. Tengo una cocotte fantástica, de color rojo intenso. Un cacharro pesado, contundente, volcánico. Espero colocarlo en la encimera nada más llegar, para que marque el territorio. Mientras el horno calienta (180º), rehogaré en una sartén ancha las piezas del rabo de ternera. Estarán ya escurridas y secas, oscuras, porque el vino del bierzo ha tenido sus tejidos. Pondré un chorro generoso de aceite de oliva y dejaré que caliente hasta empezar a chisporrotear. Doraré las piezas a ese fuego vivo para que queden mucho más pardas, para que queden enganchadas briznas de carne sobre la superficie caliente de la sartén. Habré pelado dos o tres cebollas (en función del tamaño), las habré picado en juliana y, cuando retire el rabo de la sartén, esparciré las hebras de cebolla, bajaré el fuego y dejaré que se rehoguen mientras pelo y pico tres zanahorias tersas, también incorporaré el blanco de un puerro en juliana y los tallos más tiernos de un apio, más una cucharada cumplida de salsa de tomate. Toca el turno de las verduras, que exigen temperaturas menos violentas que la carne. He de salpimentarlas, creo que si añado la cáscara picada de una naranja conseguiré darle un toque elegante al guiso. Parte del éxito de la receta parte del diálogo entre el reposo del vino, la pizca de canela en la que maceró la carne, la pimienta blanca, un golpe de comino y la peladura de naranja. La gelatina que va destilando la carne mezclada con la verdura pochada y las especias irán creando un magma sabroso. Abriré la tapa de la cocotte, allí quedará depositada primer la carne, por encima la verdura pochada casi hasta el límite. Sobre la sartén pringada todavía añadiré un chorrito de vino y un poco de caldo de pollo. Rascaré bien con la cuchara para que toda la sustancia se despegue de las paredes de la sartén, dejaré que reduzca un poco antes de bañar la carne, cerrar la cocotte y sepultarla en los ardores del horno durante tres horas. El tiempo necesario para que la carne termine de hacerse. Reposará con el horno apagado toda noche, intentando que la temperatura no se quiebre de golpe, dejando que gradualmente se atempere. La mañana del sábado, a primera hora, será el momento ideal para deshilachar la carne y dejarla reservada en un tupper junto a la verdura que estará ya caramelizada, gelatinosa, densa, en ese punto enigmático que consigue la carne cuando se cocina a conciencia. Probablemente para poder montar los canelones por la noche tendré que preparar un poco más de sofrito que mezclaré con la carne. He comprado unas láminas de pasta fresca para hacer el canelón grande, inabarcable. El Thermomix prepara una bechamel ligera rica y de preparación fácil. El golpe de bechamel casi al final, puede que incluso ya en la mesa, para que no empapuce el plato, más una cucharada de puré de boniato, zanahoria y calabaza. Poco más. Espero que esta me permita reconciliarme con la cocina y con su vida secreta. Colgaré en Instagram el cuadro de Morandi.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchas gracias por los comentarios, es la única manera de poder mejorar. Esta página surge por la necesidad de compartir algunas inquietudes, de ahí la importancia de tu mensaje.