sábado, 30 de abril de 2022

Capitulo DLXXXIII.- Viaggio a Napoles (lleno de paréntesis)

Seguramente hay miles de imágenes, detalles o referencias destacadas de cualquier viaje que pudiera hacerse a la Campania italiana. La luz, los olores, el sabor, el ruido, la apariencia de caos minuciosamente organizado … Cien mil detalles. Sin embargo, de mi reciente viaje a Nápoles y a los pueblos cercanos si algo me ha llamado la atención es la “sosegada” presencia de la muerte en casi todos los rincones. Los muros y postes de toda la Campania están llenos de esquelas que recuerdan el fallecimiento de un vecino del lugar. Sucede tanto en los pueblos más pequeños como en la propia capital. A cada paso, junto a pintadas, grafitis o simples frases de protesta o de celebración (de todo hay), hay centenares de carteles que anuncian la muerte o el aniversario de la desaparición de personas de toda edad y condición. Esas esquelas callejeras probablemente sustituyen a lo que en España organizamos por medio de obituarios o reseñas en algunos periódicos, sobre todo de provincias. El anuncio de la muerte ha quedado en España como algo residual, un apartado ínfimo en un diario que es muy fácil de eludir (solo los viejos y los cotillas revisan/revisamos las necrológicas de personas no célebres en los periódicos). Sin embargo en Italia las calles están inundadas de carteles de un blanco inmaculado, de un tamaño medio, poco más de un folio, donde se anuncia la muerte o el aniversario de la muerte de cualquier vecino, detallando la edad, la fecha de la muerte (muchas son recuerdos o aniversarios) y la iglesia en la que se celebrarán las exequias o funerales. No recuerdo ninguna cartela que adjuntara fotografía (costumbre que sí que existe en algunos pequeños pueblos andaluces y castellanos), pero sí la imagen de un angelote, de una virgen barroca o el retrato de un monje que suele repetirse con frecuencia y que se parece al Fray Leopoldo de las estampitas de Granada. Esa presencia constante de la muerte en las paredes de la Campania no es, en absoluto, angustiosa; puede resultar, en cierta medida, armónica y sosegada, aunque la dejadez de los italianos del sur hace que algunas paredes soporten capas y capas de afiches mortuorios que imagino que podrían llegar a ser centenarios, puede que debajo de la última capa aparezca el recordatorio de un muerto anterior a la unificación italiana. Tan impactado quedé por esa costumbre que llevo casi un folio escrito sobre mi reciente viaje napolitano en bucle. Durante mis días italianos estuve pendiente de sorprender a alguien que se ocupara de encolar y pegar los carteles, no lo vi. Me fijé en la fecha de algunos fallecimientos para comprobar si se trataba de una costumbre ya olvidada, de la que sólo quedaba el rastro indeleble de unos muros que no se han limpiado desde hace décadas (la imagen de Madarona es omnipresente, pese a que abandonó Nápoles hace casi 30 años). Probablemente un escritor de talento sería capaz de escribir un cuento que tuviera como protagonista a un empapelador necrológico, describir sus hábitos, pautar sus tomar de decisión sobre las paredes más adecuadas para anunciar la luctuosa noticia; negociar con la familia precio a partir del número de carteles que quisieran pegarse, eligiendo los rincones más destacados de la ciudad, en función de los hábitos del fallecido… No tendría por qué ser un cuento triste, ni morboso, al contrario, da para una comedia lleva de luces y de pillerías. Imagino que serán las funerarias las que se ocuparan de los empapelados, que habrá tarifas en función de cientos de factores, aunque no me extrañaría que la Camorra hubiera asumido gratuitamente la tarea de anunciar el fallecimiento de sus parroquianos, incluso que esos carteles respondan a un código encriptado de una sociedad secreta. Necesitaría una vida entera para descifrar los múltiples códigos que se reciben pasean por Nápoles, o por cualquiera de sus pueblos desde Pompeya hasta Salerno. La presencia de la muerte como algo integrado en la cultura del sur no sólo se detecta por los cartelones encolados a media altura, sino también por los cientos de iglesias, capillas o imágenes sacras diseminadas por cualquier rincón o calleja (me divirtió especialmente una urna con la escultura de una santurrón en la calle dedicada a Palmiro Togliatti en barrio del Caballo de Bronce, que fue donde nos alojamos. No creo que se observe ninguna contradicción en un barrio residencial que tiene la práctica totalidad de sus calles a la beatería comunista de italiana (desde Benedetto Croze a Enrico Berlinguer, Pasando por Togliatti, Antonio Gramsci), a la vez, presenta iglesias abarrotadas y altares dedicados a todo tipo de santos, vírgenes y mártires, incluido Maradona, un icono a medio camino entre el redentor y Raffaela Carrá (la messimanía catalana de los mejores días del FC Barcelona es una ridiculez al compararla con la devoción maradoniana del napolitano medio). Nápoles al fin y al cabo es la desmesura. Cualquier esquina, cualquier rincón se sitúa en los confines de lo cómico y de lo trágico. Es desesperante la suciedad, pero mucho más la normalidad con la que conviven la mayoría de los transeúntes, italianos o no, que terminan fotografiando los nidos de basura como una atracción más. En cualquier pared se puede escribir una frase insultando al gobierno, amenazando a un rival o declarando un amor infinito a una “bella ragazza” o un “bello ragazzo” del barrio (en la parada del tren cercana a nuestra casa había una pintada en la que aseguraba que los dulces ojos de Verónica eran el desayuno diario de su enamorado – gli occhi de Veronica sono la mia colazzione -). Pasamos tres noches en un apartamento en Pompeya y dos más cerca de Nápoles, en el barrio donde nació Massimo Troisi (el protagonista de El Cartero y Pablo Neruda). No quisimos alojarnos en el centro de la ciudad para evitar la sensación de agobio que tuve años atrás, la primera vez que visité Nápoles. Creo que fue un acierto huir del centro y movernos en transporte público, con todas sus ventajas y sus inconvenientes. Sólo para hacer la ruta amalfitana, la “costiera”, alquilamos un coche, un cacharro minúsculo al que le rascaba el cambio de marcha. Conducir por la “costiera” entre limoneros y motorinos locas es una experiencia divertida en la que la sensación de catástrofe puede aparecer a la salida de cualquier curva. Los conductores de autobús napolitanos son mucho más precisos que el neurocirujano más diestro de Milán. En varias ocasiones quedamos a milímetros de la tragedia y, sin embargo, no puedo recordar ningún accidente durante esos días. Tengo todavía gravado el “pit-pit” con el que los motoristas apartaban turistas por las callejas del barrio español de Nápoles. Ese pit-pit que esconde un código binario más sofisticado que el de cualquier programa de ordenador de Sillicon Valey. Dos toques cortos de bocina son un saludo, una advertencia, un anuncio de cualquier eventualidad. Un pit-pit permite al emisor la impunidad casi absoluta porque ya avisado de su presencia y de su voluntad de pasar por donde sea, aunque tengas que dar un salto y abandonar la acera porque un motorista tiene prisa por llegar a su casa. Quien emite el primer destello sonoro gana preferencia y esa preferencia le permite saltarse un stop o un semáforo en rojo. El viaje a Nápoles quedó pendiente de antes del Covid (recuerdo que en Marzo de 2020, antes de que se derrumbara todo, estuvimos a punto de comprar los billetes de avión porque pensábamos que el Covid era un problema sólo de milaneses y bolonios). Queríamos ver las ruinas de Pompeya y Ercolano, también el museo arqueológico de Nápoles, que es donde de verdad están las maravillas sepultadas hace más de dos mil años, en Pompeya y Ercolano no quedan sino los muros de las casas, los jardines y las audioguías que indican lo que sólo puede verse si se tiene la paciencia de visitar en Nápoles el impresionante museo arqueológico en el que las esculturas de los farnesios compiten con la infinidad de detalles sepultados y conservados por la lava. Como siempre que se viaja con niños, quedan muchos sitios pendientes de visitar, muchas tareas pendientes para un nuevo viaje que espero que no se demore. No pude visitar el gabinete secreto del museo arqueológico, donde conservan los frescos pornográficos y las esculturas procaces, las normas para visitar ese rincón son muy estrictas y aunque mis hijos son mayores, creo que es preferible que ellos y yo lo visitemos por nuestra cuenta. También quedó en el tintero una excursión a Paestum, para seguir el rastro de los templos romanos y el fresco sobre la metáfora de la muerte que siempre me fascinó (sobre el que ya he escrito sin haberlo visitado -http://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/01/ -). Subimos y bajamos al Capodimonte, pero no me vi con ánimo de someter a mis hijos a una visita al museo, después de haber estado toda la mañana en el arqueológico pensé que no aguantarían una sesión vespertina de Tizianos. Una de las mañana, mientras se desperezaban los niños, hice una visita virtual al museo y me quedé durante unos minutos frente al retraso del Papa Pablo III y sus sobrinos, todo un tratado de psicología humana, de ambiciones, pasiones, agotamientos, miedos y secretos bajo esclavinas púrpuras. La mirada del viejo Pablo III, con aspecto de ser un pecador empedernido, pone de manifiesto que toda la maldad tiene su sentido si se canaliza adecuadamente. Seguro que hay por el mundo algún libro dedicado única y exclusivamente a retratos de papas y cardenales, desde los borgias y los farnesios, desde Tiziano a Bacon, pasando por Velázquez. Me quedo con las ganas de ver de verdad ese retrato para intentar descifrar la razón de la leve sonrisa de Pablo III cuando ya tenía un pie en el estribo y pocas necedades por abordar. De nuevo el rastro sosegado de la muerte en esta visita. (Dejaré en Instagram la referencia de este cuadro, en realidad, de los cuadros porque pocas personas tienen la suerte de ser retratados por Rafael y por Tiziano) (#undiletanteenlacocina). La “maldad” de Pablo III debe ser proporcional a los logros de su vida ya que fue el papa que convocó el Concilio de Trento, el que favoreció la fundación de la Compañía de Jesús, elaboró la primera lista de libros prohibidos y sentó las bases de la inquisición, todo ello sin dejar de favorecer a su familia más allá de lo razonable, basta ver el palacio de los Farnesios en Nápoles para comprender su grandeza. No todo fue suciedad y ruido. Para mí fue una sorpresa el paseo por Sorrento, un remanso de calma y orden en el caos amalfitano. En Sorrento descubrimos el hotel en el que Willy Wilder había rodado Avanti. El hotel se conservaba con la presencia, elegancia y decadencia que ya tenía en esa película, aunque creo que el pillo de Wilder indicaba que la película transcurría en la isla de Isquia, pero se rodó en realidad en la península de Sorrento, en ese hotel en el que todavía podría estar apurando negronis en su terraza, oliendo las flores de los limoneros. Hotel Victoria, no descarto volver para alojarme durante unos días como Jack Lemmon y Julia Mills. Nos costará encontrar un Carlucci a la altura del que aparece en la película, tan grande que el actor que lo representó era Neozelandes, no italiano, lo que demuestra que los italianos, como los bilbaínos, pueden nacer en cualquier sitio Tan impactante fue el viaje que casi olvido los placeres culinarios que fueron muchos, empezando por las pizzas y siguiendo por las mozzarellas (todos los días pedí mozzarella para comer o para cenar, jurando que nunca más volvería a probar la mozzarella del Mercadona). La porosidad de las mozzarellas que hemos comido estos días merecerían un tratado, creo que estaría dispuesto a dedicar un año entero de mi vida a vagar por el sur de Italia buscando la mozzarella perfecta, una mozzarella que he tenido la suerte de probar varias veces en mi vida, en circunstancias siempre estrambóticas que espero poder tener tiempo de contar algún día (como las mozzarellas que conseguía mi amigo Antonio Serrano, las que comíamos nada más desembarcaban del vuelo de Nápoles, o la pizca de mozarrella que de vez en cuando incluían en los menús de El Bulli). Pizza Margherita y Mozzarella son un universo en sí mismo, como podría serlo la pasta al frutti de Mare, o simplemente con almejas (vongoles) o con mejillones (cozze). Pero ni el jamón ni las gambas pueden competir con las españolas, por mucho que se empeñen los italianos. Mis hijos podrían vivir a base de pasta y de pizza sin aburrirse jamás, yo también. De los paseos por Nápoles guardo especial recuerdo de una caminata matinal por Chiaia, un barrio con ínfulas parisinas junto al mar. Si tuviera que sintetizar el placer gastronómico del viaje me quedaría con unos pulpitos a la Luciana, un plato que puede servirse acompañado de una pasta al dente que hace que el viaje merezca la pena. Empiezo, como siempre, picando cebolla, como siempre, una cebolla, grande, puede que dos. Mientras se sofríe la cebolla en aceite de oliva, se pela y lamina un diente de ajo. La receta canónica de los lucianos no lleva hinojo, pero creo que picar un poquito de bulbo de hinojo puede irle bien. La verdura debe sudar, ir formando una salsa viscosa y brillante. Cuando la primera tanda de verduras queda atontada, añado unos tomates cherry de los de pera, las salsas salen mucho más sabrosas con estos tomates. Un kilo de tomates será suficiente. Añado la sal, una pizca de pimienta negra recién molida, una hoja de laurel, perejil picado y remuevo. Con las verduras no pongo cantidades, pero creo que conviene ser un poco exagerado, a la napolitana, para que quede una base del plato abundante. Para darle contraste a la salsa que se va haciendo, pico un puñado de alcaparras (20 gramos) y 2 filetes de anchoa. Cuando la cebolla haya quedado transparente y estén a punto de deshacerse, añado una copa de vino blanco, seco, subo un poco el fuego para que evapore. Después del vino, un poco de albahaca fresca (podría sustituirse por eneldo, sin problemas), también picada y un puñado de aceitunas negras de las que son un poco arrugadas. Añado los pulpitos bien limpios. Si son pequeños puedo incorporarlos enteros. Un kilo y medio de pulpitos permite un estofado contundente. Dejamos que se hagan durante media hora a fuego bajo, vigilando de vez en cuando, dando un meneo de cuchara. Se rectifica de sal y de pimienta y se llevan a la mesa. Nosotros probamos los pulpitos a la Luciana en una trattoría muy sencilla del barrio español. Los tomé con pasta, bucatini. En el momento de llevarlos a la mesa espolvorearon un poco de albahaca fresca. Como decía uno de los guías que nos atendieron: “ciò che è bello è bello, non più parole”, poco más se puede decir.

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