jueves, 6 de enero de 2022

Capítulo DLXXIX.- Egipto.

Media tarde del día de reyes, navidades casi/casi superadas, queda la resaca del fin de semana. Tenemos un covid positivo en casa, sin síntomas graves, pero nos ha obligado a suspender los planes de este tramo final. He descongelado el roscón pequeño, he montado un poco de nata y, después de comer, nos hemos dejado llevar por una siesta espesa, con la televisión a media voz, haciéndonos compañía. En National Geographics encadena varios capítulos sobre los tesoros ocultos de la arqueología egipcia. Supongo que este tipo de documentales suele ser habitual, pero, como acabamos de regresar de Egipto, la programación que antes saltábamos sin interés se convierte esta tarde en el hilo que nos lleva del mediodía a la noche. Enganchamos uno tras otro distintos capítulos en distintas cadenas que giran en torno a la historia y la cultura egipcia. El 27 de diciembre viajamos a El Cairo, allí pasamos tres días antes de embarcarnos en Luxhor para subir en crucero hasta Aswan. Pasamos fin de año como si fuéramos personajes de una novela de Agatha Christie y tentado estuve de cometer algún asesinato para deshacerme de los pasajeros más escandalosos. Al dar las doce de la noche conseguimos milagrosamente un cargamento de uvas y brindamos con un espumoso infame de origen desconocido, aunque utilizaba el nombre de Valmont, como el perverso vizconde de las Amistades Peligrosas. El viaje a Egipto ha sido una experiencia especial, impactante, casi puedo considerar un milagro que, con la que está cayendo, nos hayamos atrevido a viajar hasta el Cairo y salvar todas las incertidumbre con fortuna. Está claro que tenemos que acostumbrarnos a convivir con el Covid e incorporar pequeñas cautelas que nos mantengan razonablemente seguros. Al regresar a casa he recontado las entradas de los museos y monumentos que hemos visitado durante 6 días, 17 en total, empezando por las pirámides de Gizhe y terminando en el Templo de Abu Simbel. Hemos comprimido casi cinco mil años de historia desde la pirámide escalonada de Saqqara (año 2.650 antes de Cristo) hasta las callejas caóticas de la trilogía de El Cairo de Naguib Mahfuz (que escribió sus últimos artículos iniciado el siglo XXI). Inevitablemente el contacto con una cultura tan ajena es muy superficial, pero quedo con las ganas de futuros viajes en los que prometo estar más documentado. Mucha información en pocos días. No he llegado a la experiencia mística de un grupo de faranduleros con los que coincidimos durante el crucero, ellos han vivido con absoluto frenesí cada una de las paradas y han colgado en las redes sociales crónicas desaforadas de intensa emoción. Es una suerte coincidir con un actor más o menos de moda porque en su Instagram se puede seguir con detalle nuestro recorrido, incluso aparecemos nosotros como figurantes accidentales en alguna foto. Me he quedado con ganas de estar más días en El Cairo, soy el único de casa que regresa con esa sensación ya que al resto de la familia la ciudad les ha agobiado. Razones hay para el agobio porque la ciudad es absolutamente caótica, sin apenas semáforos y una circulación endiablada en la que cruzar una calle puede llegar a ser imposible. Hubo un día en el que tardamos una hora y media en recorrer dos kilómetros. Nos recogió un guía nada más llegar al aeropuerto y nos fueron tutelando hasta la mañana del regreso; gracias a los guías conseguimos franquear la infinidad de controles policiales que nos encontramos. El país está tomada por el ejército y la policía, armados hasta los dientes. Para entrar y salir de los hoteles había que franquear un arco de seguridad y pasar las mochilas por un escáner. Gracias a los guías, todos esos trámites resultaron relativamente sencillos y nos sentimos razonablemente seguros, aunque la mayor parte de los controles fueran sin duda inútiles ya que los detectores pitaban sin cesar sin que nadie se inmutara. Todo respondía a un código de comportamiento por el cual lo importante no es la eficacia de los medios empleados, sino la certeza de que para el país la seguridad de los turistas era una prioridad. La policía y el ejército de cada uno de los vados que superamos anotaba en unas libretas destartaladas las matrículas e identidad de nuestros conductores, como si llevaran un registro milimétrico de los movimientos de cualquier visitante. Viajando con niños no creo que sea recomendable circular por el país sin guía. Hay rutas que sólo pueden hacerse con una previa autorización administrativa y el cada control de seguridad parece que el policía o soldado de turno vaya a pedirte una mordida. Desde las columnatas del Templo de Saqqara hasta la espectacular mezquita de Muhamad Alí, en una de las colinas de El Cairo, cada una de las 17 paradas exigía años de estudio y de reflexión, pero nos conformábamos con quedarnos maravillados en cada una de las paradas, nuestro guía, Ihbramin, absolutamente encantador, reconocía que su trabajo era destacar tres o cuatro datos o detalles curiosos o sorprendentes, renunciando a exposiciones aburridas. El guía fue hilvanando un largo relato a lo largo de los días que pasó con nosotros jugando con referencias que repetía y sobre las que nos interrogara como si se tratara de un pasatiempo para niños. Sin quitarle mérito al esplendor de cada uno de los templos y pirámides que vimos, lo cierto es que en cada parada tuve la sensación de estar en el escenario de una película de Cecil B. de Mile, el gran Hollywood ha hecho mucho daño a la historia de Egipto, puede que también se lo haya hecho a Grecia y a Roma, convirtiendo la historia del arte en el atrezzo para un Pepplum. Quizás por esa sensación de haber visto antes en una película cualquiera de los monumentos visitados, mi impacto mayor ha sido con la desquiciada ciudad de El Cairo a la que espero regresar, como espero regresar a Estambul, a París, a Roma o a Nueva York con tiempo suficiente como para poder callejear sin prisas. También me quedo con algunas escenas divertidas, como la de los vendedores de manteles y chilabas que se engancharon a la motonave en la que hacíamos el crucero para lanzar a varios metros de altura sus mercancías embolsadas; estuvieron casi dos horas tirando y recogiendo todo su muestrario, sorteando las corrientes y regateando con los pasajeros mientras que el responsable del bazar del barco se desesperaba porque aseguraba que en su tienda las mismas piezas eran mucho más baratas. Aquella escena fue una fiesta que mereció, por si sola, el viaje. Los infinitos controles policiales terminaron por ser entretenidos, pasear entre tanquetas y corazas de acero daba al viaje un toque de aventura salvaje. La segunda noche el primer guía nos colocó una cena en una barcaza en el Nilo asegurando que no era para turistas y que resultó una experiencia surrealista en la que una bailaría insulsa y entrada en carnes ejecutaba una danza del vientre pretendidamente sensual y un trasunto de derviche malencarado empezó a dar vueltas sobre sí mismo, abriendo los vuelos de la falda al son de una música frenética; cuando pensábamos que el espectáculo iba a acabar, se apagaron las luces y de las faldas del derviche empezaron a iluminarse bombillas led y se convirtió en una atracción de feria, tan estridente que era imposible no quedar fascinados. Me pareció maravillosa la travesía por la carretera del desierto, desde Aswan a Abu Simbel, 250 kilómetros en línea recta, atravesando la nada más absoluta en una furgoneta que circulaba a todo trapo. Paramos a mitad de camino, en un chamizo de ladrillo en el que había un bar y unos baños con un chico que supervisaba el local y que exigía cinco libras por cada persona que accediera al urinario (cinco libras equivalen a poco más de 15 céntimos de euro). Bromeamos durante el resto del trayecto sobre la absurda profesión de encargado de mingitorio en el desierto, hasta que hicimos números y calculamos que si se detenían al día 5 autobuses con cien pasajeros por vehículo, la caja mensual del urinario podría superar el equivalente a 4.000 euros, si tenemos en cuenta que el sueldo medio en Egipto apenas llega a los 350 euros, el dueño de aquel local le sacaba un rendimiento millonario a las cuatro paredes olvidadas en mitad de las dunas, al pie de la carretera a Abu Simbel. Hubo algún instante de tensión en el regateo en algún bazar, donde pedían cantidades exorbitadas por figuras de alabastro imposibles obligando a un regateo absurdo en el que, gracias al auxilio de nuestro guía, evitamos tensiones mayores, aunque salimos con cajas destempladas de alguno de los locales. Terminó por ser agobiosa la insistencia de algunos vendedores que se apostaban a las puertas de todos y cada uno de los monumentos, eso hizo que termináramos decidiendo no comprar casi nada por lo cansinos que llegaban a ser. Tuvimos nuestro momento masterchef comprando especias en un bazar de Aswan, un tendero egipcio que chapurreaba el español nos enseñó unas fotografías con Jordi Cruz, el cocinero del Abac. Mientras nos ofrecía te de hibisco y un cesto con unos cacahuetes muy gustoso, nos hizo una exhibición de saber sobre especias y combinaciones dándonos a oler y a probar briznas de hierbas y semillas exóticas. Husmeé en los botes de azafrán iraní, cúrcuma, comino y pimientas varias, al final compramos al peso varias especias que he empezado ya a probar con resultado de momento satisfactorio (en otras ocasiones había regresado de algún viaje cargado de bolsas de serrín de colores, vendido como si fueran las esencias orientales). En los viajes organizados la comida suele ser un riesgo y así lo temimos durante los primeros días, en los que sólo comimos pinchos de albóndiga secos (Keftas) y pollo a la brasa con hummus, pero al llegar al crucero las expectativas cambiaron, el cocinero del barco era un profesional con imaginación y talento que hizo que disfrutáramos de algunos platos originales, así como de sopas, caldos y cremas en todos los pases. La cocina mediterránea oriental maneja con habilidad las cremas y los untarbles, derivados del hummus y de otros purés de legumbres y verduras. Ya escribí hace tiempo del Baba Gamush y no quiero repetirme. Cierro la entrada con la receta de las fool Mudammas, una pasta de habas rehogadas que reúne todos los elementos de nuestro viaje. En España cada vez se comen menos habas, a mí me gustan aunque reconozco que tienen un punto amargo y arenoso que puede resultar un poco agreste. Para estas Mudammas (habas) se necesita medio kilo de habas secas que hay que dejar en remojo durante al menos una noche (pueden ponerse a remojo en agua con gas, o ponerse una pizca de bicarbonato para que queden más esponjosas). Al día siguiente se prepara un sofrito con una cebolla bien picada, una zanahoria, un tomate cortado en dados, una pizca de comino en grano, un par de bolas de pimienta, sal y un poco de agua o de caldo de verduras (se anuncia como un plato vegano). Cuando el sofrito está hecho, se añaden las habas y se cubren de caldo durante 30 minutos (si se hierven en olla a presión). Una vez se han cocido las habas, se chafan con ayuda de un tenedor (no es necesario que quede una pasta muy fina), se riegan con un chorro generoso de zumo de limón, un ajo picado, un poco más de comino y otro chorro generoso de aceite de oliva. Ya está hecha la pasta de habas que puede servirse con pan de pita y con una picada de tomate, cebolleta y chiles verdes para darle un poco más de alegría y de frescura. Y como cuadro de compañía uno de los escarabajos de Joan Miró, deudores de los enigmáticos escarabajos egipcios que asomaban por casi todos los templos.

3 comentarios:

  1. Qué bonita descripción! He viajado un poco a Egipto con vosotros en este relato. Abrazos. Pola

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  2. El siglo pasado, allá por los primeros años 80 hice un viaje a El Cairo, Luxor y Asuan. El realista relato leído hace que lo reviva. Los controles, entonces militares, los vendedores pegajosos, la comida peligrosa y el oasis culinario del barco que navega por el Nilo. Todo muy parecido. Recuerdo en el aeropuerto de El Cairo como fue la llamada de aviso para la salida de un vuelo doméstico; el empleado de turno lo anunciaba a voz en grito encaramado en el mostrador de facturación sin que nadie se extrañara ante tal pintoresca forma. Habrá que admitir que el té era un manjar y la fruta tenía sabor. Sin embargo, y a pesar de caos, volvería.

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  3. Te acuerdas del nombre de la tienda?

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