sábado, 22 de diciembre de 2018

Capítulo CDLXIV.- Sopa de cebolla a mayor gloria de Jaume Plensa.


El día 10 de diciembre, lunes, fui a ver la exposición de Plensa en el Macba. Plensa se ha convertido en tendencia y los fines de semana se organizan colas infinitas. Las modas corren el riesgo de quemar a los artistas, debe ser muy gratificante que todo el mundo hable de Plensa, que abras un periódico o revista, enciendas la tele o escuches la radio y se hable de Plensa, que se le vea pasear con su barba canosa y su hablar pausado sobre el arte y la necesidad de pensar, de reflexionar. En definitiva, en plena Plensificación marché a ver la exposición de Plensa en el Macba.

Fui solo, casi como si se tratara de una expedición que preparara una futura visita con los niños.

Escapé a mediodía, aprovechando la hora de comer, huyendo de las aglomeraciones. Un luminoso lunes de diciembre, un lunes templado, con vocación de viernes de primeros de abril, esos días en los que hay un puntito de calor y apetece salir a la calle en mangas de camisa.

Trabajo en un barrio colonizado por los chinos, no solo tiendas y almacenes, también bancos, agencias de viajes y gestorías. Incluso la tienda de fotocopias de enfrente de mi despacho tiene los carteles en chino. El barrio se divide entre comerciantes chinos (peluquerías, salas de masajes, bares) y pisos de alquiler para turistas. Los turistas caminan despistados por las calles, siguiendo a pies juntillas sus googles maps y arrastrando maletas imposibles que van tropezando con cagadas de perro que se enganchan en las ruedas de los troleys.

Por las aceras circulan ejecutivos de medio pelo en patinete eléctrico, repartidores en bicicletas cargados con mochilas que casi les sepultan y señoras mayores que caminan decididas arrastrando sus carros hacia el mercado. Caminar por la acera es una actividad de riesgo, sometida a permanentes atropellos, así que es mejor caminar por el asfalto, los conductores son más respetuosos con las normas de tráfico y más amables con los viandantes que caminamos pegados al filo, sabedores de que ningún aparatejo con ruedas se atreverá a pegarse tanto al vértice afilado de la acera como para poner en riesgo su equilibrio y su estabilidad.

Del barrio chino pasé a una ronda ancha, la de San Pedro, territorio casi completo de los turistas, llena de cafeterías y restaurantes. En Barcelona es más fácil tomarse una empanadilla argentina, un ramen o una bandeja de sushi que una buena ensaladilla rusa y unas croquetas.

A medida que te acercas a la plaza de Cataluña más intenso es el flujo de turistas, más despistados, más sobrecargados de maletas, más vulnerables. Desde allí salen los autobuses al aeropuerto, también algunas excursiones. Ser turista en Barcelona es una actividad dura, están sometida a la presión de los vendedores de todo tipo, a los ganchos callejeros para contratar escapadas inhumanas, como la de pasar por Montserrat, Vilafranca del Penedés, el Museo Dalí de Figueras y el outlet de la Roca en un autobús que hace la ruta en 16 horas. Solo un sicópata sería capaz de diseñar una tortura de ese calibre.

En plaza de Cataluña aparecen los primeros rasgos de la modernidad, los primeros modernos. Uno sabe que accede a la modernidad porque se incrementa el tráfico de patines y monopatines por la acera, hay latas de cerveza tiradas por casi todas partes, restos de sandwiches y boles de plástico con ensalada y pasta que rebosan las papeleras y contenedores, terminando desparramados por los suelos. La zona que va colonizando la modernidad es sucia, aunque hemos conseguido que la comida sea orgánica. Imagino que dejar tirado sobre un murete de la plaza de Cataluña un bol de plástico con ensalada de Kale, cilantro y semillas de sésamo es más gratificante que dejar el mismo bol de fideos con tomate.

Circular entre modernos es una actividad incluso de mayor riesgo que la de pasear por el barrio de los chinos. Los modernos circulan en bicicleta escuchando música ambient por los cascos, se saltan los semáforos y aprietan el timbre si obstaculizas su paso por la acera. Han colonizado las aceras y lo demuestran dando empellones a los transeúntes e insultando a los turistas, porque para ser moderno hay que insultar a los turistas y culparles de todos los males de la ciudad, son agentes gentrificadores, aunque no tengan ni pajolera idea de lo que significa realmente gentrificación.

El territorio de la modernidad mantiene la suciedad urbana, intensificada con pintadas de pretendido valor artístico en contenedores, puertas de establecimiento y muros llenos de desconchones. Hay pintadas que alcanzan el grado de graffitti y tienen cierta gracia estética, pero la mayoría son meros borrones, manchas oscuras que ayudan al caos.

Los perros siguen cagando a sus anchas por las callejuelas que llegan al Macba (en realidad son los dueños de los perros los que cagan por animal interpuesto colonizando así los espacios urbanos). Es curioso el fenómeno de la colonización de las calles, hay una competición a muerte entre los que circulan sobre artilugios de dos ruedas, los pintamonas (no llegan ni siquiera a la categoría de graffiteros), y los paseantes de canes cagones. Además están las meadas contra muro o arbolillo moribundo, las latas de cerveza King Side a medio vaciar, desparramadas por la calle, y otros restos más o menos orgánicos que hace que la suela de los zapatos se quede pegada al firme de la calle, dando la sensación de caminar por chapapote.

Pese a todos los pesares y rigores de la modernidad, lo cierto es que es un placer pasear por la ciudad a mediodía, un lunes templado de diciembre, esquivar todo tipo de obstáculos para llegar a la plaza del Macba, la plaza de los Ángeles, un espacio que vocación de ser relajante, aunque se crucen cientos de skeaters dispuestos a hacer todo tipo de malabarismos sobre las aristas del mobiliario urbano. Tandas o rondas de skeaters con sus gorrillas de colores y sus cascos escuchando música funk piden paso para practicar sus acrobacias.

La plaza tiene un agradable olor dulzón a porro recién liado y encendido. Los dioses son siempre favorables a quienes pueden fumarse un poco de “maría” un lunes a las dos de la tarde. Una calada de “maría”, un trago de cerveza y el solecillo en la cara, ideal para sestear contra las paredes del museo.

El museo, gracias a dios, vacío. La vida está en la calle. Si tuviera talento para la fotografía habría hecho una serie super cool de fotos urbanas que hubieran vendido la imagen una Barcelona cosmopolita y amable. Unos chicos salen del instituto que hay frente al museo con las carpetas cargadas de banderas esteladas. Se unen a la fauna de la plaza y le dan una nota de color amarilla, roja y azul. Viejas con lazos amarillos transitan con sus carros cargados, de regreso del mercado.

A mis 53 años me doy cuenta de que nunca he sido moderno, nunca lo seré, estoy fuera de órbita, aunque pasee con pantalón vaquero, camisa blanca desaliñada y zapatillas de tenis. Aunque esa mañana no me haya afeitado y tenga los pelos revueltos por el aire. Ser moderno es una actitud y a mí me falta actitud.

Entro, por fin al museo, nadie visita los museos los lunes y menos los museos de arte contemporáneo. Hay cuatro guiris despistados deambulando por las salas, seguro que son estudiantes de Bellas Artes de alguna universidad europea en pleno Erasmus.

Los empleados del museo pese a estar absolutamente ociosos, renuncian a la amabilidad. Me reciben con extrañeza, una extrañeza que se intensifican cuando saco mi carnet de familia numerosa. Me piden el DNI para comprobar que no he falsificado o robado el carnet que me permitirá entrar gratis a la exposición, deben pensar que los que tenemos familia numerosa estamos obligados a pasear los sábados con nuestra larga prole. Miran la foto de mi DNI, me miran a mí, juguetean con los carnet y, por fin, expiden el salvoconducto que me permitirá visitar la exposición. Me hacen dos serias advertencias iniciales: he de dejar mi mochila en consigna y tengo que adherirme una pegatina a la camisa para estar permanentemente identificado. Como el Macba es un museo de arte moderno la pegatina es una tira o lengüeta azul intensa que no desentona con mi ropa.

Para poder dejar la mochila en la consigna he de entrar a la exposición, pero el vigilante que revisa mi entrada me dice que no puedo pasar sin haber dejado antes la mochila. Dispara un lector de códigos de barras sobre la entrada, se franquea una valla de aluminio y metacrilato, una cancela parecida a la de un corral. Entro en el recinto. El guardián me recuerda que he de dejar la mochila, que no puedo detenerme a mirar la primera de las esculturas con el morral al hombro. Obediente, marcho hacia la consigna sin fijarme en otra cosa que no sea el indicador. No llevo suelto para poder cerrar la taquilla que me asignan. Miro a mi guardián, que no me ha quitado ojo de encima, y le comunico que no tengo monedas. Me devuelve la mirada con expresión de que no es su problema. Él guarda silencio, yo también. He depositado mi mochila de colores en la taquilla, lleva el ordenador del trabajo, pero estoy dispuesto a correr el riesgo en un edificio en el que no hay prácticamente ni un alma. Bueno soy yo con los retos de los vigilantes jurados de los museos, no saben a quién se están enfrentando.

Cuando comprueba que he dejado la taquilla abierta y me dirijo a la exposición me da un toque suave sobre el hombro para advertirme que la taquilla no puede quedar abierta con la mochila dentro. Le digo que a mi no me preocupa, que estoy convencido de que él vigilará para que no me la roben. Me dice que no es posible dejarla allí y que me dirija a la taquilla o a la tienda del museo para obtener cambio y poder depositar la moneda que me permita cerrar.

Intento salir por donde he entrado, me indica que se sale por una cancela distinta, que no está muy lejos. Intento entrar en la tienda del museo, pero salta la alarma cuando me acerco a la valla que da acceso a la tienda. El guarda me indica que estoy intentando entrar por la salida de la tienda, que tendré que dar un rodeo para entrar por la entrada. En la tienda la dependienta charla tranquilamente por el móvil, ajena a mi disputa.

Al final, cumplo con el protocolo, soy un chico obediente, salgo del recinto dando un pequeño rodeo, entro en la tienda y saco un billete de diez euros. La dependienta me sonríe, primera sonrisa en el Macba, abre la caja registradora y descarga un montón de monedas. Estaba dispuesto a comprar un lápiz y una goma para justificar mi visita, la chica sigue sonriéndome y me dice que no hace falta.

Salgo de la tienda con mi puñado de monedas y mi mochila al hombro. Allí sigue el guardián, esperando a que deposite protocolariamente la mochila en el cajón, a que introduzca la moneda y cierre con llave. Cumplo con el ritual y me doy cuenta de que nadie ha comprobado qué llevo en la mochila. Supongo que para los responsables del Macba es mucho más peligroso que explote una mochila bomba frente a una de las esculturas de Plensa que si lo hace en la consigna. En el fondo hay una falta absoluta de seguridad, aunque el guardián puede descansar tranquilo porque ha conseguido que me ponga la etiqueta sobre la camisa, en un lugar visible en todo momento y mi mochila reposa en un armarito cerrado con llave a la entrada de la exposición.

No ha sido fácil llegar y acceder a la exposición. Estaba prácticamente solo, todo el Macba para mí. Se había anunciado tan a bombo y platillo la antología de Plena que pensaba que todo el museo se habría consagrado a la gloria del escultor. Mi sorpresa fue que Plensa solo estaba en la planta baja.

Plena es un escultor que luce, sobre todo, en grandes espacios abiertos, en grandes extensiones que permitan disfrutar de las obras desde la distancia, empaparse de los grandes formatos y luego aproximarse poco a poco para llegar a disfrutar de los pequeños detalles. En el interior del museo los grandes formatos se ahogan un poco, quedan apresados entre muros blancos, muy fríos.

Hay una gran esfera de hierro forjado, construida a partir de signos musicales. Una estructura grande, superior a dos metros, en la que los signos y partituras se entrelazan formando una cancela. Pienso que este tipo de esculturas exigen, por lo menos, dos visitantes para que uno pueda hacer la foto mientras el otro hace monerías tras la esfera, como si formara parte de la escultura. Como paseo solo me pierdo el momento Instagram, no hay nadie para que me pueda hacer la foto inmortalizando el momento.

En una de las salas principales hay unas grandes vigas de madera que hacen la función de contrafuertes imaginarios que sujetaran los muros. Es una sala muy larga y estrecha, el efecto visual de las grandes vigas de madera da sensación de gran profundidad de campo. Agachándose, se puede circular entre las vigas. De nuevo pienso que lo original sería que alguien me hiciera una fotografía desde el otro lado de la sala, mientras yo saludo asomando el torso por encima de la viga. Sigue sin haber nadie allí, me marcho frustrado.

En otra sala hay, suspendidos desde el techo, varios gongs dorados y unas grandes mazas que deben servir para golpearlos. Recuerdo, hace años, haber visto una exposición con esos gongs, en el Macba hay muchos menos de los que recuerdo haber visto. No me atrevo a golpearlos con la maza, no hay nadie a quien asustar o sorprender. Mi guardián lleva pinganillo en la oreja y debe estar escuchando la radio.

El muy espiritual la sala decorada con portalones altos de madera. También sorprende un largo corredor con líneas de letras forjadas y suspendidas en hilos de nylon, parecen cortinas que esconcen poemas que hay que leer en vertical. Me detengo a intentar descifrar algún verso. Me cruzo con los primeros visitantes.

En una sala en semipenumbra hay un platillo suspendido en el aire, del techo cae cada pocos segundos una gota de agua que se estrella contra el platillo haciéndolo sonar. En el suelo un balde metálico evita que el agua se desparrame. Las gotas, poco a poco, van colmando el barreño, el sonido del platillo rompe la quietud cada pocos segundos. Un foco ilumina desde el suelo el platillo y proyecta sobre el techo la sombra de una medialuna de color dorado. Me quedo unos minutos en la sala escuchando y mirando al techo. Consulto mi teléfono móvil para comprobar que Plensa había preparado un montaje con decenas de platillos suspendidos sobre decenas de cuerdas, golpeados por miles de gotas de agua que caían, finalmente, en decenas de barreños.

Fuera, en el jardín, hay unas esculturas metálicas, sentadas sobre el césped artificial, rodeando entre las piernas los troncos de los árboles. Son figuras humanas, sentadas, esculpidas en metal, parece bronce, sobre la piel han pegado, en realidad fundido, letras. Las esculturas tienen los ojos cerrados, invitan a la meditación.

Vuelvo al interior, a una sala en la que hay un gran cubo formado con ficheros de oficina metálicos, y otra sala más con los bustos de madera y de fibra de caras de niñas y mujeres con los ojos cerrados. Plena domina la perspectiva y consigue que, a medida que te alejas de las esculturas, los rostros parezcan mucho más humanos. Caras plácidas que invitan a quedarse mirándolas, jugando con las distancias. Sigo sin hacer fotos. En esa sala hay algún visitante más. 
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Las esculturas humanas de Plensa son las que más éxito tienen. Me gustan, pero me gustan más las esculturas humanas de Antonio López, 
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también disfruto con los chinos sonrientes de Juan Muñoz. En una de las plantas superiores del Macba hay una composición de chinos sonrientes de Juan Muñoz, esculturas sin pies, anchadas en suelos de hormigón.
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Aprovecho la paz del mediodía para darme, de nuevo, una vuelta por la exposición. El guardián me vigila desde la entrada, he de amortizar todo el esfuerzo que me ha costado entrar. Me paro de nuevo en cada una de las salas. La exposición me ha gustado, salgo un poco frio, pensaba que sería mucho más majestuosa, más grandiosa. Lo que más me ha gustado es la fotografía que reproduce, a tamaño real, el taller de Plensa a las afueras de Barcelona, parece el taller de un forjador desordenado.


Abandono el territorio de la modernidad por una calleja estrecha y sucia, mucho más parecida a la realidad de edificios que se desmoronan, callejones con olor a amoniacos reconcentrados y a viejos desdentados que buscan el sol.

Plensa invita a la meditación, es un artista plácido que se adapta a cualquier paladar, controla todos los lenguajes y es capaz de decir mucho a muchas personas distintas, en este sentido es un artista ideal para visitar con niños, sobre todo si dejan tocar y jugar con los montajes.

Camino hacia casa, me paro en un macdonalds para tomarme una hamburguesa, es la manera de sacudirme tanta modernidad mojando las patatas congeladas sobre salsa barbacoa. Cojo el autobús que me deja frente a mi casa, veinte minutos para meditar, cerrar los ojos como los rostros de Plensa.

La meditación me lleva a pensar en comida y en cocinar, qué le vamos a hacer, soy poco espiritual. Pasan los días, barajo distintas recetas para acompañar a Plensa. Al final, recuerdo que nunca ha escrito sobre la sopa de cebolla, pensaba que sí. La sopa de cebolla tal y como yo la preparo es, casi, como una escultura, me sale francamente bien, así que me animo a preparar una sopa de cebolla en honor a Plensa y a la modernidad, con todas sus aristas.

La base de una sopa de cebolla, de cualquier sopa, es el caldo. Los franceses hacen el caldo para la sopa de cebolla especialmente concentrado, muy oscuro. Yo preparo la sopa de cebolla con un caldo más ligero, un caldo básicamente de pollo, sin jamón.

Si queremos que el caldo sea un poco más oscuro se pueden tostar unos huesos en el horno (caña y rodilla), también los muslos de pollo, con piel. Yo prefiero hacer el caldo con pollo, en vez de con gallina, también prefiero los muslos y contramuslos en vez de las carcasas.

Para el caldo cojo la olla más grande de casa, enciendo el fuego, pongo un chorro de aceite, un tomate pequeño, partido por la mitad. Pongo a dorar dos huesos, una pieza de 500 grm de carne de ternera (morcillo – peixet en catalán), cuatro muslos, una pizca de sal, unas bolas de pimienta, unas semillas de comino también. Dejo que la carne se tueste bien, sin que se queme. Apago el fuego una vez se ha dorado la carne. Añado 4 zanahorias peladas, 2 puerros, unas ramas de apio, nabo pelado y chirivía pelada (pelo las verduras para luego poder preparar un puré de aprovechamiento). Compruebo que la olla no esté muy caliente y la lleno bien de agua fría y dos hojas de laurel. Compruebo que la olla no esté muy caliente porque si se añade el agua con la carne y los huesos muy calientes se arrebatan y pueden requemarse.

Dejo que el caldo hierva tranquilo durante un par de horas, a fuego suave una vez ha roto a hervir. Si se añade una cebolla entera, sin pelar, el caldo sale un poco más oscuro, de color caldero.

El caldo conviene hacerlo un día antes de la sopa, así reposa y se desgrasa bien. A los franceses les gusta un caldo más concentrado, más oscuro, por eso utilizan mucha más carne, el hatillo de especias (bouquet garni) e incluso un chorro de coñac o de vino generoso.

Olvidamos el caldo, que ha de estar reposado, desgrasado y frio. Nos ponemos con la sopa de cebolla. Para 6 personas necesitaremos 120 gramos de mantequilla, una cazuela grande y 6 cebollas (yo uso las de Figueras, que son un punto más dulces, pero cualquiera sirve. Si se usan cebollas rojas la sopa saldrá más oscura).

Olla de nuevo grande, fuego muy suave. La pieza de mantequilla y un chorro generoso de aceite. La mantequilla debe deshacerse bien, sin oscurecerse. Se le añade una pizca de sal, otra de pimienta, se pelan y se cortan en juliana o en aros fijos todas las cebollas, que han de rehogarse a fuego muy suave, han de sudar bien, hasta quedar transparentes. Conviene removerlas con frecuencia, para que se vayan atontando y convirtiéndose casi en una mermelada. Los franceses le añaden una cucharadita de azúcar para que se doren un poco más. Si queremos que la sopa sea un pelín más espesa se le puede añadir una cucharada de harina a la cebolla antes de añadir el caldo, remover la harina bien para que se tueste un poco y se integre con la cebolla formando una masilla que luego se irá disolviendo con el caldo.

Con el fuego al mínimo se empieza a añadir el caldo de pollo reservado. Yo lo añado cazo a cazo, removiendo y comprobando que se integra bien con la cebolla. Soy de los que añado también poco a poco el queso rallado, prefiero emmental o gruyere en vez de parmesano, el parmesano es muy potente y solapa el dulzor de la cebolla.

Voy añadiendo el queso en pequeñas cantidades y el caldo. El queso quedará como filamentos que se van pegando a la cebolla.

Con un litro de caldo se pueden preparar 6 raciones de sopa.

Se pone el caldo con la cebolla y el queso en cada uno de los cuencos en los que se vaya a servir. Si queremos ser equitativos con todos los comensales habrá que repartir bien la cebolla y el queso, que se quedan al fondo de la cacerola.

Una vez servida la sopa hay que dejarla enfriar bien para mi receta (en la receta tradicional se ponen unas rebanadas de pan tostado y cubiertas de queso), la mía va con hojaldre y al horno, en vez de pan.

Para montar el hojaldre, que es la nota escultural de mi receta, hay que hacer con ayuda de una de las cazuelas, unas obleas de hojaldre, del tamaño de la boca de la cazuela o cuenco en el que se sirva la sopa. Se han de extender o ampliar los círculos de hojaldre un poquito, basta con extenderlos con los dedos, han de quedar un poco más anchas que el cuenco.

Se baten dos huevos en un plato, bien batidos.

Se moja, con ayuda de un pincel, la boca de cada uno de los cuencos de sopa, con la sopa ya dentro, fría. El huevo batido sirve para que se pegue bien el hojaldre al cuenco.

Se pega la tapa de hojaldre sobre la boca del cuenco, fijándola bien a las paredes exteriores del cuenco, que ha de quedar bien sellado.

Se enciende el horno y se precalienta, a 180º (de todos modos, hay que comprobar la temperatura recomendada que aparece en el precinto del hojaldre), se pintan con huevo las tapas de hojaldre que cubren los cuencos, con la pintura de huevo la cobertura queda más brillante. Se puede espolvorear un poco de queso rallado sobre el hojaldre, pero no mucha cantidad, porque la gracia es que el hojaldre suba bien.

Cuando le hojaldre haya subido y se haya dorado bien (10 ó 15 minutos), se sacan los cuencos y se llevan directamente a la mesa.

3 comentarios:

  1. Me encanta saber de tus peripecias. Es que esos no saben que bajo el camuflaje de profe de la UB, se encuentra un diletante 10 estrellas Michelin.
    Y a todo eso, la sopa de cebolla es buenísima! Gracias por tu especial receta. Me encanta. Cl.

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  2. He intentado enviar mi comentario pero me pide cuenta de Google y yo no tengo. Jubi

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  3. Caramba, veo que me acaba de coger el comentario, esto no lo entiendo ALELUYA. Ya queda menos para terminar las "entrañables fiestas". Jubi

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