domingo, 20 de agosto de 2023

Capítulo DCI.- Sobreentendidos y malentendidos alrededor de la ensalada.

Es una pena que todavía no haya podido/sabido solucionar mis problemas para poder insertar de nuevo imágenes en mis capítulos del blog, especialmente en jornadas como la de hoy, en la que empiezo la receta con un cuadro. Así que, quien quiera revisar el cuadro elegido tendrá que viajar a Instagram (#undiletanteenlacocina). Todavía no sé muy bien qué cuadro surgirá. El punto de partida es cualquiera de las composiciones abstractas de Kandinsky, aquellas que numeraba bajo la referencia Composición. Dudo si terminaré como una de las composiciones más geométricas o finalmente me precipitaré a las que terminan siendo brochazos de color. Está amaneciendo. Es domingo, penúltimo domingo de agosto. No tenía previsto escribir nada hoy, pero al despertar, al hacer inventario de las tareas pendientes del día, ha surgido una pequeña chispa que me ha colocado, de repente, ante una de las composiciones de Kandinsky. Hoy para comer (seremos muchos) prepararé una ensalada. En principio nada complicado. Decir que vas a hacer una ensalada es como no decir nada y decirlo todo a la vez. Una ensalada es un contenedor en el que cabe casi cualquier cosa. Las palabras terminadas en ado/ada suelen ser sustantivos o adjetivos vinculados a un verbo. Pido en google un listado de palabras que terminen en ADA y me aparecen: Afincada, vinculada a afincar. Derribada, vinculada a derribar. Desarmada, vinculada a desarmar. Agarrotada, vinculada a agarrotar. Desarreglada, vinculada a desarreglar. Ensalada debería estar vinculada a verbo ensalar (poner sal a algo), pero, curiosamente, la RAE no admite el verbo ensalar y me remite al verbo ensalzar, así que no sé si hoy terminaré ensalando o ensalzando. Ensalada es una palabra fantástica, capaz de tener personalidad propia, sin necesidad de contar con un verbo que la respalde, aunque debería reivindicarse el verbo ensalar para describir la acción de preparación de una ensalada. El sustantivo ensalada sólo se emplea en su forma femenina (podríamos reivindicar el ensalado, cuando los componentes que lo formen sean principalmente masculinos), por lo tanto, es una palabra que no genera ninguna tensión de género pues la palabra ensalada no presupone que quien prepare dicho plato deba ser necesariamente de sexo femenino. Hay cierta tendencia a considerar que ensalada es sinónimo de lechuga. Grave error, la lechuga tiene personalidad suficiente como para no conformarse con ser una mera ensalada. Tanto en español como en inglés, francés, italiano, turco, eslovaco o chino simplificado (lo he consultado en google), casi todos los idiomas del mundo vinculan el sustantivo ensalada a la acción de salar. La etimología gastronómica considera que el término ensalada proviene de la costumbre romana de sazonar algunas hierbas o plantas antes de ingerirlas. Los primeros aliños eran salmueras, mezclas medidas de agua con sal. Ahora, sin embargo, es posible, incluso recomendable, preparar una ensalada sin sal, aprovechando los elementos salobres a combinar, sin necesidad de aportaciones añadidas. Puede que hoy sea más importante el aceite, pero a nadie se le ocurre cambiar el nombre de ensalada por enaceitada. Por lo tanto, hemos de asumir cuando empezamos a preparar una ensalada (en realidad cuando empezamos a hacer el ejercicio mental de tener que pensar en una ensalada, porque ponerse a discurrir sobre el sentido de la palabra ensalada cuando hay una docena de comensales hambrientos esperando en la mesa es una chorrada monumental), estamos tomando la parte por el todo, incluso más, podríamos afirmar que, al utilizar el término ensalada, es una ínfima parte del todo la que se adueña del plato, convirtiéndose la sal, incluso aunque esté ausente, en la reina y señora del plato. Del mismo modo en el que puede concebirse una ensalada carente de sal, sin que eso nos lleve a una contradicción insalvable (no sé si René Descartes y su aplastante lógica cartesiana permitirían hablar de una ensalada sin sal). También podría concebirse una ensalada que no llevara verduras crudas como base principal. Preparar una ensalada sin sal y sin verduras crudas llevaría a una doble contradicción terminológica que, sin embargo, no ha planteado ningún debate epistemológico. ¿Qué es lo peor que le puede suceder a una ensalada? A mi juicio, lo peor que le puede suceder a una ensalada es ser anodina, contentarse con ser el acompañamiento triste a un bocado triste. Nada más deprimente que esas hojas de lechuga pochas, junto a un gajo de tomate deslucido y unas tiras de cebolla apagadas junto a un filete a la plancha. Es cierto que mucha gente, gente sin criterio, sin tiempo o sin ganas, se acoge a esa idea de que una ensalada es un trámite funcionarial, degradando el significado y el significante de la ensalada. Antes de empezar a hacer una ensalada, por modesta que sea, conviene cerrar durante unos instantes los ojos, abrir un corto periodo de reflexión y preguntarse (mejor no hacerlo nunca en voz alta, para que nadie pueda pensar que estamos locos) qué quiero, que busco en una ensalada. Puede ser una indagación en abstracto, es decir, una reflexión ontológica sobre el ser en general y las propiedades que debería tener una ensalada ideal; pero casi mejor si la indagación se reduce al momento concreto, es decir, a lo que quiero y busco con una concreta ensalada. Esas reflexiones casi filosóficas pueden ocupar una décima de segundo, un big bang Lemaîtreano que permita conformar el mundo de la ensalada en un brevísimo instante. No es necesario ocupar varias horas del día a conformar la ensalada que vamos a tomar a mediodía. Habrá quien, legítimamente, diseñe una ensalada a partir del sabor; no deberíamos poner ningún obstáculo a quien construya su ensalada a partir de la superposición de sabores. Tampoco deberíamos condenar a las penas del infierno a quien entienda que la ensalada es un haiku japonés, reduciendo los ingredientes a la mínima expresión (hoja de lechuga sin cortar, tira de cebolla fresca, brizna de cristal de sal, dedal de vinagre e hilo de aceite de oliva). Incluso podríamos convivir con quien convierte la ensalada en una pequeña sinfonía de crujidos. Del mismo modo en el que he podido afirmar que en la ensalada la parte más ínfima se convierte en el todo, permitiendo que un levísimo toque de escamas de sal permite llamar ensalada a cualquier receta, podría llegar al paroxismo de aceptar que la parte de la parte más ínfima de un todo pueda llegar a convertirse en elemento esencial de la ensalada. Me explico, hay quien considera que el elemento principal de una ensalada, de cualquier ensalada, no son los cuerpos sólidos depositados en un gran cuenco, sino los elementos líquidos que conforman el aliño. Aliño viene de la palabra latina alineare, ordenar, por lo que la manera más propia de aliñar una ensalada sería no mojarla con ningún líquido, no mezclar ninguno de sus ingredientes, sino alinearlos ordenadamente en función de tamaños, de valor económico del producto (precio/gramo), de la importancia o peso que el ingrediente pudiera tener en la ensalada… Yo he de decir que últimamente me gusta preparar ensaladas en las que no mezclo ningún ingrediente, los coloco ordenadamente sobre una gran bandeja y permito que cada comensal se construya su propia ensalada, incluso su propia ensaladilla. Del mismo modo que podría identificarse una escuela clásica de la ensalada, empeñada en la búsqueda de un canon ensaladil que, necesariamente, tendría que conducir al mundo grecorromano, hay tendencias barrocas, incluso manieristas, que retuercen el concepto ensalada hasta permitirse ensalar cualquier bocado. Si tuviera que establecer una escala de valores en el arte de ensalar pondría, en primer lugar, el producto base, bien asumiendo que la ensalada es un haiku o bien entendiendo que se trata de un poema épico en el que es posible poner cien cañones por banda para que la ensalada pueda empopar a toda vela. En mi caso el arte de ensalar tiene también algunos elementos o factores cromáticos, lo que me obliga a buscar contrastes y matices incluso mínimos que suelen traerme algún disgusto familiar (hay personas en mi entorno que no soportan el pimiento, sin tener en cuenta el impacto estético que tienen unas tiras brillantes de pimiento rojo asado en una bandeja). Los equilibrios y medidas en sabores y colores generan en mi caso alguna tensión, pues suelo utilizar medio pepino, dos tercios de pimiento, medio tallo de apio, un cuarto de cebolla… sin añadir al recipiente principal, dejando en la nevera un reguero de pequeñas piezas de verdura casi inservibles que pueden llegar a producir algún TOC. Dado que mi formación e ilusión culinaria es irremediablemente afrancesada, doy casi más importancia al aliño que a los productos principales, convirtiendo muchas veces el aderezo en la razón principal (ética y estética) de la ensalada. Considero que el aliño es tan importante que me siento más cómodo considero que el aliño en realidad viste o arropa al resto de ingredientes, convirtiendo esa vestimenta en un ritual casi más complejo que el de elegir y preparar las piezas de verdura que quiero ensalar. Llegados a este punto, espero que alguien comparta conmigo la idea de que una ensalada, una buena ensalada, debe aspirar a convertirse en cualquiera de las combinaciones en apariencia abstractas de Kandinsky quien, en realidad, nunca dejó de ser un ordenado profesor de derecho mercantil. Mi ensalada de hoy no sé si terminará pareciéndose a la desordenada composición VII o a la rectilínea composición VIII. Espero acordarme de hacer una fotografía del resultado final. Empiezo transgrediendo el dogma de la ensalada, no voy a utilizar como base ninguna verdura, sino pasta de colores en forma de lirio. Como somos muchos a comer voy a hervir casi un kilo de pasta de color verde, rojo y blanco. Puedo hervir a primera hora, al dente, echarle un chorrito de aceite (otro anatema) para que no se apelmace cuando se enfríe. Sobre la base de la pasta de colores, colocada en la fuente más grande que encuentre por la casa, pondré unas bolitas de mozzarella (reclamo para los niños), unos tomates cherry cortados por la mitad (el tomate no es verdura, sino fruta), así garantizo un primer golpe de color rojo; será inevitable un segundo golpe de color rojo con los restos de un bote de pimientos asados; más unos lomos de caballa en aceite (reservaré el aceite para construir la vestimenta); más unas pocas aceitunas; más dos huevos duros cortados en rodajas (guardaré un huevo duro más para la vinagreta); más unos dados, no muchos, de salmón ahumado; más dos cogollos de lechugas cortados en juliana fina (por fin algo de verdura de verdad, más que nada por introducir un punto de verde intenso en el plato). No podrían faltar los dados de zanahoria que sirven para que el plato cruja, además de incorporar el color naranja. También pondré medio pepino pelado y cortado en dados. El aliño pasa a ser una ensalada en sí misma. En un bol más pequeño pondré el huevo duro que me sobraba, bien picado, cuatro pepinillos encurtidos, cortados en minúsculos prismas, un puñado de alcaparras, cuatro anchoas en aceite, una cebolleta cortada en briznas minúsculas, una cucharada de mostaza de Dijon (hasta el último momento no decidiré cuál de los cuatro distintos tipos de mostaza pondré), dos yemas de huevo adicionales y el aceite de oliva que quedaba en la lata de caballa, más el aceite de las anchoas, más un chorrito adicional del mejor aceite de oliva que encuentre en la casa. Con paciencia y con la ayuda de un tenedor iré mezclando los ingredientes que arroparán la ensalada. Si tengo suerte (la tendré), conseguiré que los aceites liguen con las yemas de los huevos (tanto la yema hervida como las dos crudas). Añadiré un golpe de pimienta, unas briznas de eneldo, puede que un toque de salsa valentina (o de soja). Y conseguiré que la vestimenta quede cremosa, casi como una salsa tártara que arrope cariñosamente la pasta y el resto de elementos sólidos. Como soy consciente de haber mezclado muchos ingredientes que pueden provocar tensiones entre los comensales, no condicionaré mezcla alguna, más que nada para evitar una reacción curiosa, casi freudiana, que hace que en muchas ocasiones un ingrediente que no nos gusta, por mínima que sea su presencia, nos lleve a rechazar un plato (cuantas veces no he escuchado a un niño o a un adulto decir que no probará ese plato porque lleva alcaparras, que no le gustan, o porque le repite el pepino, aunque le caiga en el plato una pizca mínima). En esta ocasión mi ensalada debería ser servida/comida en plato llano, permitiendo así que los ingredientes queden bien acomodados, espaciados, combinados de modo aleatorio. Creo que mi aderezo además de ser muy sabroso jugará el papel de un lienzo sobre el que poder colocar el resto de elementos, por eso recomendaré que los comensales primero pongan una generosa cucharada del aliño, que la extiendan bien y que, sobre ese lienzo de color marfil vayan colocando los elementos sólidos, que los combinen a su gusto. Una vez hecha la composición, pueden añadirle un poco más de aliño para que termine de darle sabor. Así he llegado al final de esta entrada en la que he traicionado todas y cada una de las reglas básicas de una ensalada ortodoxa. En primer lugar, porque no he puesto nada de sal, luego nada hay ensalado en el plato. En segundo lugar, porque la base no es de verduras frescas, la presencia de los cogollos de lechuga es testimonial. En tercer lugar, porque la vinagreta no lleva vinagre, por lo menos no añadido, creo que los pepinillos, las aceitunas y las alcaparras dan suficiente acidez al plato. Si me acuerdo, a mediodía haré una foto para comprobar a qué combinación de Kandisky se acerca más a mí no/ensalada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchas gracias por los comentarios, es la única manera de poder mejorar. Esta página surge por la necesidad de compartir algunas inquietudes, de ahí la importancia de tu mensaje.